Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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¿Habrá empezado a fumar?

-¿Qué hace aquí este paquete de tabaco? ¿de quién es?

-De mi amigo X., se lo guardo yo porque en su casa no le dejan fumar, responde mi hijo pequeño.

-¿Seguro que no es tuyo?, vuelvo a preguntar mientras imagino que realmente es él quien fuma y no quiere decírmelo.

-Ya te he dicho que no. Sabes que no fumo.

Lo dice con tal gesto de reprobación que decido no insistir más. Pero la dichosa cajetilla me ha dejado intranquila. ¿Me la estará jugando tras esa apariencia de adolescente sincero? No sería la primera vez…

Inmediatamente me vienen a la cabeza los mecheros que le he requisado últimamente -le divierte quemar papeles y suelo esconder cerillas y mecheros para que no lo haga-. Sin darme cuenta, empiezo a darle vueltas a la cabeza: si quisiera ocultar el tabaco lo habría escondido en lugar de dejarlo a la vista; y si fumase habitualmente habría notado alguna vez el olor ¿no?, me pregunto a mi misma mientras intento convencerme de que dice la verdad.

Mis hijos han sido siempre de la liga antitabaco. No soportaban el humo y criticaban tanto a su padre por fumar que consiguieron que dejara de hacerlo. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando aún eran niños. Ahora, en plena adolescencia, con unos cuantos amigos fumadores y rodeado de humos en cualquier juerga o botellón, el pequeño podría haber cambiado de opinión. Estoy segura de que el mayor no fuma, pero su hermano… Hasta hace poco solía contármelo casi todo, pero está cambiando y ahora es más reacio a hablar de sus cosas, así que su respuesta malhumorada no me ha convencido del todo.

Espero que su tajante negativa sea realmente cierta. Por si acaso, he intendo hacerle ver, una vez más, que a su edad es fácil engancharse a cualquier cosa, aunque también es la mejor edad para no hacerlo. Después, tiene peor remedio.

Al fin sola… ¡Qué paz!

Todavía no me lo puedo creer. Estoy sola en casa por primera vez en muchos meses, en un silencio casi absoluto. No hay tele, ni radio, ni sonido en el ordenador. Es una noche libre de ruidos, de peleas adolescentes por quién recoge la mesa, de temazos bakalas y de pruebas de Supervivientes en la tele. ¡Qué paz!

-¿Puedo dormir en casa de M, que nos ha invitado a todos? Anda, di que sí, que mañana no hay clase, me ha pedido el pequeño a media tarde.

-¿Cómo que no hay clase?, he respondido sorprendida.

-Como que no, ya empezamos las vacaciones

Las vacaciones. Claro, ya están aquí sus días libres de Semana Santa, quién tuviera los de un estudiante. A mi, en mitad de una día complicado de trabajo, se me había olvidado totalmente.

Le he dejado quedarse en casa de su amigo y he seguido a lo mío. No había pasado ni un cuarto de hora cuando ha llamado el mayor para decir que salía a cenar con su padre y que dormiría con él.

Mis hijos no me habían dejado sola ni un solo día, ni una sola noche, desde hace meses. Y creo que me hacía mucha falta este pequeño descanso. Además, mañana no hay que despertar a nadie para que vaya a clase. ¡Voy a dormir como un bebé!

¿Viviré más que mis hijos?

Somos la primera generación que podría vivir más que sus hijos. Eso indica al menos un estudio que ha elaborado la Fundación La Caixa, y del que puedes conocer más detalles en este artículo de 20 minutos.

Ahora que nos estamos acostumbrando a ver cada vez más ancianos que superan los 100 años con buena salud, a mujeres de 70 tan ágiles que aparentan cincuentaytantos, o a treintañeras que podrían pasar por estudiantes, resulta que las nuevas generaciones pueden romper con todo eso y que nuestros hijos podrían tener, por primera vez en la historia, una esperanza de vida menor que la nuestra.

Lo más grave es que las causas de este gran cambio de tendencia son fácilmente evitables. El estudio habla de mala alimentación (con exceso de bollería industrial, embutidos y refrescos), sedentarismo y hábitos de vida poco saludables que han disparado la obesidad infantil y algunas enfermedades relacionadas con la alimentación, como la bulimia o la anorexia.

El 15% de los niños españoles son obesos, y están en el tercer lugar de un podio que lideran los estadounidenses (30%) y que sitúa a los británicos en el segundo puesto. Esos datos indican que en España hay ya una media de dos chavales obesos en cada clase de primaria o secundaria, algo que hasta ahora no estábamos acostumbrados a ver, que provoca muchos problemas de salud a quien lo padece y que podría evitarse con una alimentación sana y ejercicio físico desde la infancia. Acabo de preguntarles a mis hijos y, efectivamente, en sus respectivas clases se cumple la media de obesidad.

Confío en que los niños y adolescentes actuales puedan vivir tantos años o más que nosotros, y que sus hijos y sus nietos mantengan esa tendencia. Sólo hace falta que les demos una alimentación sana, que evitemos su sedentarismo y que les animemos a hacer deporte o lo hagamos con ellos. No es tan difícil.