«¡No te imaginas lo que hemos visto esta tarde desde la ventana!». Lo dijo tan alterado que pensé en un fenómeno sobrenatural, un burro volando o cualquier otra barbaridad semejante. Pero lo que realmente habían visto mi hijo pequeño y sus amigos era mucho más mundano. Me lo explicó enseguida: «La vecina de enfrente se estaba haciendo un dedete».
-¿Un dedete?, pregunté sorprendida.
Su movimiento de rotación con un solo dedo y sus gemidos me lo dejaron claro enseguida.
-Sí, mamá, estaba en el sofá de su casa viendo la tele en albornoz y pasándoselo genial ella solita.
Acabábamos de llegar al edificio. Yo sólo conocía a dos vecinas bastante mayores -una de ellas, precisamente la del famoso dedete-. Lo más curioso del caso es que, aunque en nuestro primer encuentro me había parecido muy gruñona, a partir de entonces se mostró encantadora: «Qué simpáticos tus hijos, siempre me saludan por la ventana». Quienes la saludaron, como podréis imaginar, fueron los ocho o nueve adolescentes, chicos y chicas, con las hormonas totalmente revolucionadas, que estaban ese día en casa y que acudieron, uno tras otro, a la ventana para ver lo que ocurría enfrente.
A ninguno de ellos se le ha olvidado la escena. De hecho, cada vez que vienen a casa preguntan, entre risas, por la vecina del dedete o se asoman a la ventana del pasillo a ver si pueden volver a disfrutar del espectáculo. Aunque desde entonces los visillos están siempre echados.