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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Algunas historias de cambio (vídeo)

Acomodando y reacomodando la información en discos duros – que son las estanterías y despensas culturales del siglo XXI -, me encontré con un trailer que hice hace cinco años para un proyecto de serie documental que terminó por hacerse realidad aunque con algunos cambios con respecto al planteamiento inicial.

Comparto con vosotros este vídeo que hasta ahora nunca había hecho público – fue una herramienta que usamos para ir a presentar el proyecto a cadenas y productoras – porque está protagonizado por muchas personas que han pasado por estas páginas: desde Agnes Paregio en Kenia, pasando por Beky Kiser en Etiopía o David Earp en la India.

Quizás pueda dar la impresión que es un proyecto cargado de cierto «buenismo», pero no es así. Desde los tiempos en que vivía en Calcuta siempre he sido crítico con las formas de acercarse al otro, de atender sus problemas, desde una posición de superioridad como es la caridad o buena parte de la llamada cooperación internacional.

Una de las virtudes de este nuevo mundo, el de los «7.000 mil millones de habitantes» sobre el que tanto hemos reflexionado aquí, es que las ecuaciones de poder están cambiando y que están dejando en claro que si cientos de millones de personas en África, América Latina y Asia están saliendo de la miseria no es por la caridad o la cooperación al desarrollo sino que es porque finalmente les han dado la oportunidad de abrirse paso por sus propios medios, sin tutelas ni trabas, como parte de pleno derecho de este mundo globalizado.

No, de lo que hablan estas historias es de pasión, de superación personal, creatividad y emprendimiento. Virtudes de las que andamos bastante escasos últimamente en España.

Destinos cruzados en Kenia

Mientras aguardo el momento de partir hacia la República Democrática del Congo, visito a dos buenos amigos sobre cuya labor y compromiso ya he escrito en varias ocasiones en el blog: Patrick Kimawachi y Agnes Paregio. Dos amigos a los que en los últimos tiempos el destino ha conducido por caminos divergentes, opuestos en fortuna y progreso.

Agnes Paregio, que en el año 2002 comenzó a rescatar a las niñas masai que huían de la ablación genital y de los matrimonios forzados, parece más en forma que nunca. Su proyecto no deja de crecer. Y la primera promoción de jóvenes acaba de salir de la escuela.

“Ahora van a estudiar, van a hacer cursos de formación profesional y volverán a sus familias y pueblos para ser modelos para el resto de las chicas”, explica. “Con esto vamos a demostrar que hay vida sin mutilación genital y que nuestra intención nunca fue arrancarlas de su entorno”.

Nombrada mujer del año por Naciones Unidas en 2005, Agnes, que hace dos años viajó por primera vez a Madrid, fue elegida en las pasadas elecciones nuevamente como consejera del distrito de Narok. “Los masai no participamos en la violencia tribal, por lo que esta región se mantuvo al margen del caos que sacudió al país en enero”.

El peor año de Patrick

A Patrick Kimawachi, que hace 20 años decidió irse a vivir a Kibera para ayudar a los niños huérfanos, últimamente las cosas no le han salido nada bien.

Primero la violencia tribal, que a principios de año lo obligó a huir junto a su esposa y a sus más de 45 pequeños fuera del barrio de chabolas, que fue uno de los principales campos de batalla entre los luo y los kikuyu, como ya contamos en este blog.

Pero el golpe más duro le llegó en mayo, cuando su mujer, y principal aliada en el esfuerzo por sacar adelante a los niños, falleció repentinamente. Una gran pérdida para Patrick, que junto a ella siempre mantuvo la coherencia de vivir en similares condiciones de pobreza que sus vecinos del barrio.

«Se despertó una mañana con la pierna hinchada, sin poder moverla. Cuando la llevamos al hospital, apenas entró, se murió», explica.

Dicen que los problemas suelen arribar todos juntos. Hace apenas dos semanas, el gobierno derribó la chabola en la que Patrick tenía la escuela, el orfanato y la iglesia evangélica. Desde entonces, ha dejado a los niños con los feligreses, y en un terreno pegado a un basural ha comenzado a construir nuevamente la vivienda, con las mismas chapas y maderas que fueron derribadas.

«¿Qué puedo hacer?», se pregunta Patrick con una parsimonia que no causa más que admiración. «Es un mal momento en mi vida. Pero no pierdo la esperanza, tengo que seguir adelante».

El gobierno pretende crear una carretera que conecte Kibera con el resto de la ciudad, por lo que lleva meses tirando abajo casas. Quizás una buena oportunidad para abrir y arrancar de la marginalidad a este asentamiento miserable de 800 mil habitantes, pero no para Patrick, cuyos esfuerzos de toda una existencia de trabajo y lucha han desparecido en poco tiempo.

Jecinta y Narrimu, dos jóvenes masai frente a la mutilación genital

Una de las niñas que da su testimonio en la clase es Jecinta. Con dolor recuerda cómo hace dos años, en una fría mañana de invierno, una tía lejana vino y, en el lugar donde duermen los animales, le cercenó el clítoris con una cuchilla.

En su momento, Jecinta aceptó el ritual con resignación, como durante generaciones lo hicieron las mujeres en su familia. Pero tras haber escuchado hablar a Ruth, y conocer de cerca la labor de Agnes, se niega a que su hermana menor, Narrimu, pase por la misma experiencia.

Acompañamos a las dos niñas desde la escuela hasta las chozas en las que viven. Un lugar retomo, tranquilo, de una extraordinaria belleza, al que arribamos tras fatigar un serpenteante camino perdido entre la vegetación. Jecinta y Narrimu son hijas de distintas madres, ya que su padre tiene seis esposas. Como sólo la abuela está en casa a esa hora, Ruth se dirige a ella, le explica que Narrimu no quiere sufrir la mutilación genital. Le dice que en la asociación para la que trabajan han creado un ritual alternativo, no cruento, para reemplazar aquello que simboliza la ablación: el paso de la infancia a la adultez.

La abuela observa a Ruth con perplejidad. Y se niega a que su nieta no siga la tradición a la que desde hace siglos responden todas las mujeres masai. Habla de forma pausada, casi imperceptible, pero terminante. Por un instante tengo la certidumbre de que su defensa del ritual va más allá del caso puntual de Narrimu, y constituye una forma de proteger su identidad, su comprensión del mundo y de la vida.

Ahora a Narrimu le quedan dos opciones. Huir como lo han hecho tantas niñas al hogar que creó Agnes, a la espera de que la justicia intervenga en el caso, ya que la ablación está prohibida por ley en Kenia, o resignarse a sufrir los designios de su comunidad.

Una vagina de madera para luchar contra la ablación

Cuando Ruth comienza su exposición sobre las consecuencias de la mutilación genital femenina, los niños se ríen. No están acostumbrados a escuchar hablar abiertamente de cuestiones relacionadas con el sexo. En un guiño de complicidad, Ruth les devuelve la sonrisa sin interrumpir la explicación.

Ruth trabaja junto a Agnes Paregio. Da cursos en escuelas para tratar de prevenir la ablación de clítoris entre los masai. Con una serie de fotografías y una réplica de un aparato reproductor femenino de madera, se dirige a los jóvenes de diversos cursos, niños y niñas, para tratar de concienciarlos sobre la importancia de evitar que esta práctica se perpetúe.

Una práctica que más de dos millones de mujeres sufren cada año, en una costumbre que se pierde en el pasado remoto de la región, previo al arribo del islam, y que padecen tanto mujeres musulmanas como cristianaa o animistas.

Existen diversos tipos de mutilación genital femenina. La más cruenta es la infibulación, que consiste en la extirpación no sólo del clítoris y los labios menores, sino también de los labios mayores. A continuación, se suturan los costados de la vagina con fibras vegetales, alambres o hilo de pescar, dejando tan sólo un orificio para el paso de la orina y la sangre menstrual. La infibulación representa el 15% de todas las intervenciones. Se practica en Sudán, Eritrea, Yibuti, Somalia, Etiopía y Malí. Su objetivo es preservar la castidad de las jóvenes hasta el matrimonio.

Cambia el tono de la exposición de Ruth cuando narra su propia experiencia. Cuenta de forma detallada cómo ha perjudicado su vida el haber sido mutilada: desde las relaciones sexuales con su marido, que le resultan sumamente dolorosas, hasta el momento del parto y la menstruación. Un estigma físico que deberá cargar por el resto de sus días. “Es nuestro cuerpo y sólo nosotras podemos decidir sobre él”, dice a las jóvenes.

Después pregunta si hay en la clase alumnas que ya han sufrido la ablación. Varias de las mayores, que tienen entre doce y catorce años, levantan la mano. Ahora son ellas las que recuerdan con dolor aquel día en que su realidad se transformó para siempre debido a ese cruento y traumático ritual que, según los masai, las saca del mundo de la infancia para supuestamente convertirlas en mujeres.

Terminar con la mutilación genital femenina en Kenia

Aprovecho estos días de estancia en Kenia, previos al viaje a Etiopía, para visitar a una trabajadora social masai por la que siento una profunda admiración y cuya labor he visto progresar a lo largo de los últimos años: Agnes Paregio. Elegida mujer del año por Naciones Unidas en el 2005, Agnes lucha con ahínco por erradicar la mutilación genital femenina en su comunidad

La Organización Mundial de la Salud estima que en el mundo hay más de 100 millones de mujeres que han padecido la mutilación genital femenina. La gran mayoría se encuentra en África, siendo países como Sudán, Somalia y Egipto, donde estas prácticas afectan a un porcentaje más alto de la población.

Alquilo un coche y viajo hacia el sur a través del valle del Rift, esa enorme falla que nace en Siria, cruza el mar Rojo y recorre buena parte del África Oriental. La carretera parece aún en peor condiciones que en anteriores periplos. Los baches y trozos de pavimento ausentes nos obligan a avanzar con lentitud. A ambos lados de la ruta, pastores masai ataviados con sus caraterísticas telas de lana roja. Como siempre, en esta sociedad en que el ganado es el mayor símbolo de bienestar, rodeados de vacas. En varias ocasiones nos vemos obligados a detenernos para dejar que grupos de zebras pasen ante nosotros para volver a perderse segundos después en la vasta sabana poblada de acacias.

Agnes me recibe en Narok, la ciudad donde está basada su organización, el Tasaro Rescue Girls Center. Una vez más me muestra el refugio en el que aloja a las niñas que huyen de sus casas para evitar la mutilación. Conversamos con algunas de ellas. Jóvenes valientes, que se han animado a oponerse a esta práctica, aunque como consecuencia tengan que padecer el desprecio de los suyos y el rechazo de la sociedad.

Después Agnes me lleva a una escuela donde esta mañana darán una charla para educar a los estudiantes en contra de la mutilación. “Para los masai, una joven no está lista para casarse si no se le ha practicado la ablación. Los hombres no las quieren entre sus esposas, y la familia no recibe la dote que se suele entregar a cambio”, me explica a medida que avanzamos por la carretera. “Yo trato de alentar a la gente a que adopte rituales simbólicos, que no impliquen poner en riesgo la salud de las mujeres, como sucede con la mutilación genital, que las perjudica enormemente a la hora de mantener relaciones sexuales o de dar a luz”.