Una de las niñas que da su testimonio en la clase es Jecinta. Con dolor recuerda cómo hace dos años, en una fría mañana de invierno, una tía lejana vino y, en el lugar donde duermen los animales, le cercenó el clítoris con una cuchilla.
En su momento, Jecinta aceptó el ritual con resignación, como durante generaciones lo hicieron las mujeres en su familia. Pero tras haber escuchado hablar a Ruth, y conocer de cerca la labor de Agnes, se niega a que su hermana menor, Narrimu, pase por la misma experiencia.
Acompañamos a las dos niñas desde la escuela hasta las chozas en las que viven. Un lugar retomo, tranquilo, de una extraordinaria belleza, al que arribamos tras fatigar un serpenteante camino perdido entre la vegetación. Jecinta y Narrimu son hijas de distintas madres, ya que su padre tiene seis esposas. Como sólo la abuela está en casa a esa hora, Ruth se dirige a ella, le explica que Narrimu no quiere sufrir la mutilación genital. Le dice que en la asociación para la que trabajan han creado un ritual alternativo, no cruento, para reemplazar aquello que simboliza la ablación: el paso de la infancia a la adultez.
La abuela observa a Ruth con perplejidad. Y se niega a que su nieta no siga la tradición a la que desde hace siglos responden todas las mujeres masai. Habla de forma pausada, casi imperceptible, pero terminante. Por un instante tengo la certidumbre de que su defensa del ritual va más allá del caso puntual de Narrimu, y constituye una forma de proteger su identidad, su comprensión del mundo y de la vida.
Ahora a Narrimu le quedan dos opciones. Huir como lo han hecho tantas niñas al hogar que creó Agnes, a la espera de que la justicia intervenga en el caso, ya que la ablación está prohibida por ley en Kenia, o resignarse a sufrir los designios de su comunidad.