Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Heridos de guerra en el Sáhara

Sheh Mohamed vive en una escueta y lóbrega habitación que define los confines de su universo desde hace años. A un costado del colchón en el que fatiga las horas muertas, yace silenciosa su silla de ruedas.

Mientras conversamos prepara el clásico té saharaui, pasado de vaso en vaso, mareado hasta el extenuación, tras haber sacado el agua hirviendo de un pequeño calentador eléctrico.

Me hirieron en 1980. Tenía 18 años. Recuerdo que de repente me encontré en el suelo, aturdido, que sentía dolor en la espalda”, afirma con parsimonia.

Acto seguido señala al hombre que se encuentra a su lado y que, por esos curiosos giros de la vida, conduce hoy las visitas al hospital. “Él me rescató y me sacó del frente”, agrega.

En medio de la conversación aparece un grupo de visitantes extranjeros. Entran sin saludar. Observan las instalaciones. Miran a Sheh Mohamed y se van. A pesar de lo absurdo y descortés de a situación, él no se altera ni pierde la templanza.

Sirve el té. Le pide a su viejo amigo de batalla que le pase una maleta que tiene al otro lado de la habitación. En el interior, donde guarda hojas manuscritas con las que piensa hacer un libro sobre su vida, encuentra una bala.

“Recién me la pudieron sacar en Barcelona, en 1992”, afirma. “Mi familia está del otro lado, en las zonas ocupadas. Sólo pude ver a mi madre en una ocasión, cuando la dejaron que me viniera a visitar. Aquí me hacen compañía los otros internos. Hay un hombre ciego con el que tomo el té todas las tardes”.

Los ecos del horror

Las guerras no se terminan cuando se firman los acuerdos de paz y los medios de comunicación dejan de informar. Sus efectos se perpetúan en el tiempo. En los heridos, en los mutilados, en el trauma de los supervivientes, en las vidas perdidas.

Es más, hasta me atrevería a decir que la verdadera lucha empieza para muchos precisamente en ese momento. La pugna por seguir adelante a pesar de todo, por hacer frente a las sombras del horror de la violencia.

De ello hemos dado cuenta a través de numerosos testimonios recogidos en este blog. Desde el sur del Líbano devastado por la guerra de 2006, hasta los niños heridos en los hospitales de Gaza.

Desde el desgarrador relato de Selua, enferma de sida, esclava sexual de las tropas árabes durante diez años en Sudán, hasta las numerosas jóvenes violadas y esclavizadas en el norte de Uganda por ese Ejército de Resistencia del Señor que ahora parece a punto de dejar las armas.

Anclado a una cama

Tampoco las heridas de la guerra cicatrizan en el Sáhara, donde los ecos de la violencia pretérita, quizás incluso reavivados por la posibilidad de futuros enfrentamientos con Marruecos, continúan latentes en cada jaima, en cada familia, como la arena, el calor y el siroco que obstinadamente castigan a quienes subsisten en la hamada argelina.

No he visitado los campamentos de refugiados sin escuchar los relatos de esa guerra que se extendió entre 1975 y 1991. Testimonios de los mayores que combatieron en el Frente Polisario. Recuerdos sentidos a los ausentes.

En el mismo hospital de heridos de guerra de Rabuni converso con otro hombre, cuya historia resulta aún más desgarradora que la de Sheh Mohamed, si es que tiene algún sentido tratar de conmensurar el sufrimiento ajeno cuando alcanza semejantes dimensiones.

Su nombre es Sarik Mohamed. Fue víctima de una mina antipersona durante la guerra. Desde dos décadas permanece anclado a una cama. Varado en un cuarto de hospital. Del mismo modo en que todo su pueblo, también paralizado por el silencio del mundo, aguarda el regreso a la libertad.

Continúa…

Parto hacia el muro de Marruecos en el Sáhara

La maleta casi se hace sola. Después de tantos años de periplos, la ropa encuentra lugar en su interior con facilidad, y parece hasta sentirse más cómoda que dentro de los armarios.

Lo mismo sucede con los equipos de filmación y fotografía, que dan la impresión de saber que ha llegado la hora de salir a dar un paseo por el mundo y con absoluta docilidad se dejan acomodar en los distintos bolsos. Como si la perspectiva de volver al trabajo, recuperados del fatigoso recorrido por Kenia, los entusiasmase.

El estrés de los días previos a un viaje pasa más por todo lo que hay que prever y dejar preparado para las semanas de ausencia. Las cuentas que vendrán, el trabajo que se debe dejar adelantado, la nevera vacía, las bolsas de basura en la calle, la casa limpia y cerrada a cal y canto. El precario equilibrio entre las vida nómada y la sedentaria.

En apenas dos horas partiré hacia Barajas, desde donde un avión me llevará hacia Tinduf, en Argelia. Ya en otras ocasiones he desembarcado en los campamentos de los refugiados saharuis que llevan más de tres décadas malviviendo en medio de la hamada argelina.

Aunque es la primera ocasión en la que me dirigiré hacia el «muro» que Marruecos ha construido en medio del desierto para mantenerlos apartados de su territorio ancestral. Un tema, el de las barreras que dividen nuestro planeta, al que hemos dedicado algunos espacios de reflexión en este blog.

Si bien se lo llama «muro», no lo es propiamente. Se trata en realidad de una verja en la que se suceden las torres de control y que está antecedida por campos minados.

Su extensión supera sesenta veces a la del Muro de Berlín, aunque como dice Eduardo Galeano, no pueda establecerse comparación alguna en el grado de conocimiento que el mundo tiene de esta realidad.

Las sensaciones son encontradas, como antes de cada viaje. Por un parte, la promesa de nuevas experiencias, el reencuentro con la generosidad de los saharauis y con los buenos amigos que he dejado allí a lo largo del tiempo.

Por otra, la pesadumbre de saber que volveré a ser testigo de una situación injusta como pocas: el drama de un pueblo olvidado por España y el resto del mundo en las fauces del desierto.

Días de ilusión en las sórdidas arenas del exilio saharaui

Los niños del campamento de refugiados de Dajla corren emocionados, se empujan, buscan lugar frente a la pantalla. Sobre alfombras reverberantes de calor, pletóricas de polvo del desierto, se amontonan para ver la película que acaba de comenzar. Los ojos negros, de trémulas pupilas, bien abiertos, sorprendidos, hipnotizados frente a esas fascinantes imágenes que emanan del haz de luz del proyector.

Es la primera vez que van al cine en su vida. Y la emoción que experimentan resulta evidente. Estar a su lado, ser testigo de este descubrimiento tan extraordinario y de la forma en que lo viven, me recuerda a la India, donde las personas no sólo van a ver las películas sino que, en cierta medida, participan en ellas. Establecen una distancia mucho más próxima a la narración que nosotros. Aplauden cuando el bueno gana una pelea, gritan enfadados cuando el malo hace alguna putada. Bailan y cantan en el momento en que empiezan esas frenéticas coreografías bollywoodienses.

Y en el Sáhara, en estos primeros días de desembarco del universo cinematográfico en las arenas del desierto, niños y jóvenes comentan lo que sucede en el film, se levantan, van, vienen. Las sombras de sus perfiles se recortan en el haz de luz del proyector y aparecen en la pantalla sin que a nadie parezca realmente molestarle. Recostado a su lado, en esas mismas alfombras que nos abrazan con el calor que han acumulado a lo largo del día, tengo también por momentos la sensación de estar inmerso en alguna escena de Amarcord, la magnífica obra en que Fellini recuerda su infancia en Rimini. Y comprendo maravillado que aquí, donde los lazos comunitarios son tan férreos, tan determinantes para la supervivencia en medio de la aridez del exilio, el vínculo con la ficción no es individual como en Occidente sino más bien una experiencia de plácida ensoñación colectiva.

El arribo del cine a los refugiados saharauis, que hasta ahora no tenían más que algunos viejos televisores, de señal desdibujada y lluviosa, es consecuencia del Festival Internacional de Cine del Sáhara (Fisahara), una iniciativa del director Javier Corcuera que en este año celebró su cuarta edición. Y sobre las que ya os anticipó mi excepcional compañero de viaje y prestigioso guionista: José Ángel Esteban.

El Fisahara, que terminó el pasado domingo, dura cinco días, y comienza con una carrera de camellos que da el aldabonazo de partida, que despierta a los habitantes del campamento de refugiados del letargo y el tedio de la existencia en la hamada argelina. Esta cuarta edición tuvo lugar en la wilaya de Dajla, la más postergada y olvidada debido a su posición geográfica, por lo que su impacto en la vida cotidiana de sus 28 mil moradores fue aún mayor.

También contribuye a la sensación de gran evento, de hecho extraordinario, la participación de numerosos actores, directores y productores que intentan, con su presencia, convocar a los medios para alcanzar así el otro objetivo fundamental de esta iniciativa: llamar la atención al mundo sobre la situación del pueblo saharaui.

Este año han viajado a la wilaya de Dajla Carmelo Gómez, Silvia Abascal, Carlos Iglesias, Guillermo Toledo, Rosa María Sardá, Verónica Forqué, Juanjo Puigcorbé. Se han proyectado películas como Alatriste, El camino de san Diego, El laberinto del fauno, Salvador, Un franco 14 pesetas, La noche de los girasoles, Volver, Vete de mí, así como numerosos documentales.

Continúa…