Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Una lección de Mahmud, el joven Cartier-Bresson del Sáhara

Ésta es la primera fotografía que Mahmud tomó con mi cámara en una de tantas morosas tardes en la jaima de su familia. Y la verdad es que cuando me la mostró me dejó totalmente impresionado.

En primer lugar por la insólita composición, que prestando luego atención a la forma en que capataba las instantáneas comprendí que responde a la altura desde la que ve el mundo, el punto de vista de un niño, y a que la cámara le pesa tanto que por momentos se escapa de su control.

El segundo rasgo que me llamó la atención, que me llevó a decir una y otra vez «joder Mahmud, ¡qué gran foto!», mientras toda la jaima se acercaba a observar emocionada, entre sonrisas, el visor de la cámara, es la expresión de sutil nostalgia que supo captar en Fatimetu, su abuela, de 62 años de edad.

Más allá de la generosidad, el afecto y la humildad con que me han tratado las tres generaciones de mujeres en cuyo hogar tuve la suerte de ser bienvenido durante mi estadía en el Sáhara, lo cierto es que cada una de ellas, como todos los habitantes de la hamada argelina, carga con una historia desgarradora de sacrificio, pérdida y renuncia.

Fatimetu huyó de Djala, su aldea natal, en medio de la guerra dejando atrás a seres queridos que no ha vuelto a ver en treinta años, abandonado su casa y sus pertenencias. Hambrienta, desesperada, avanzó por el desierto en medio de las bombas, del fuego cruzado, entre los cadáveres de los muertos, hasta recalar en este campamento que si hoy es mísero y estéril, hace tres décadas resultaba desolador.

Otro ejemplo: Aichetu, su nieta, la prima de Mahmud, que tiene 18 años y que, por el castellano con acento andaluz que aprendió en un verano en España, me ha servido de interlocutora con el resto de la familia. Desde que se convirtió en una adolescente, dada la escasez de oportunidades en el campo de refugiados, se vio obligada a vivir en Argel, donde aprendió francés para seguir adelante con los estudios. Entusiasta, siempre sonriente, preocupada hasta el paroxismo porque me sintiera a gusto en la jaima, se está preparando para entrar a la facultad de medicina.

Y tantas otras historias de familiares muertos en la guerra, desparecidos, separados irremediablemente por la estupidez y mezquindad de los políticos. Tantos esfuerzos y sacrificios por parte de este pueblo paria y exiliado por llevar una vida lo más normal y digna posible a pesar de malvivir en la aridez más absoluta.

A partir de esa foto iniciática, Mahmud siguió deslumbrándome con su innato talento para hacer retratos. Más composiciones inesperadas, más momentos cargados de sensibilidad. Quién iba a decir que un niño saharaui que nunca había cogido una cámara en su vida iba a terminar dándome lecciones a mí, que llevo 13 años sacando fotos por el mundo. Pero lo cierto es que me ha brindado una mirada nueva, rejuvenecida, libre de los tics en los que caemos al hacer siempre el mismo trabajo. Así que, si en los próximos viajes encontráis imágenes renovadas, sorprendentes, ya sabéis quién es el culpable.

Y extendiendo el razonamiento, ampliando su campo de inclusión: quién iba a decir que este pueblo olvidado en medio de la nada sería capaz de regalarme lecciones tan valiosas. Esas lecciones que he tratado de recuperar en las últimas entradas del blog.

No se trata de idealizar a los saharauis, de imbuirlos de una bondad roussoniana, de negar que seguramente en un ámbito de convivencia tan limitado carecen de envidias, celos o peleas. Pero sí es verdad que se trata de un pueblo extremadamente generoso, que no muestra señal alguna de resentimiento a pesar de su situación y que tiene mucho que enseñarnos a los que venimos desde el mundo rico.

Cuando estoy en la ruta me suelo preguntar con bastante frecuencia por qué los occidentales somos tan proclives a la soberbia. Sinceramente creo que debemos aprender a escuchar, a mirar con otros ojos hacia el Sur. Después de todo, tenemos en nuestras manos la llave de muchos cambios. Pero también por nosotros mismos, por todo lo que hemos dejado atrás en pos de este desarrollo material en el que estamos imbuidos.

Afortunadamente, hay millones de niños de ojos pletóricos de luz, como los de Mahmud, gran amigo y compañero en estos días en el Sáhara, que nos pueden enseñar a ver el mundo de otra forma.