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¿Nos extinguiremos antes de encontrar vida alienígena?

Decíamos ayer que los tardígrados, esos minúsculos animalitos de ocho patas que viven en el musgo o el césped, pero también en la Antártida, los volcanes y las fosas oceánicas, son los más firmes candidatos para sobrevivir a cualquier cataclismo global y acompañar a la Tierra hasta su destrucción final, esperemos que dentro de miles de millones de años.

Pero la historia de los tardígrados tiene además otro enfoque, no en lo que se refiere a la vida en la Tierra, sino fuera de ella. Si nuestro planeta ha llegado a criar unos seres tan asombrosamente resistentes a cualquier extinción, ¿qué hay de otros lugares del universo? Hoy nadie alberga grandes esperanzas de encontrar algún microbio vivo en Marte; menos aún después de los recientes experimentos que han revelado las condiciones marcianas como más letales de lo esperado para una bacteria especialmente dura como Bacillus subtilis.

Imagen de NASA.

Imagen de NASA.

Pero si el planeta rojo y el planeta azul fueron en sus comienzos mucho más parecidos que hoy; y si, como defienden los biooptimistas (entre los que no me cuento, como ya he explicado aquí), la vida podría ser un fenómeno frecuente en el universo… No olvidemos que Marte es mucho más pequeño que la Tierra y por tanto pudo enfriarse lo suficiente para alcanzar condiciones habitables antes que nuestro planeta. Los tardígrados existen aquí desde el Cámbrico, hace 530 millones de años, pero tal vez en Marte un organismo de este tipo pudo aparecer en una época más temprana, antes de que aquel planeta comenzara a convertirse en un mundo inhóspito.

De hecho, los autores del estudio que conté ayer sobre los cataclismos cósmicos y los tardígrados sugieren que criaturas como estas podrían ser vestigios perdurables de la presencia de vida en otros planetas; incluso aquí, en nuestro Sistema Solar, en mundos con océanos bajo el hielo como las lunas Europa y Encélado.

Quizá también en Marte, bajo la superficie. El subsuelo marciano es todo un misterio, pero por desgracia todo indica que continuará siéndolo, tras el reconocimiento de la NASA (nada sorprendente, por otra parte) de que no tiene dinero para enviar astronautas a Marte. Así que la perspectiva de poner allí un equipo de ¿astroespeleólogos? ¿espeleoastronautas? hoy solo existe en la ciencia ficción y, si acaso, en la imaginación de Elon Musk.

Pero claro, que si existen versiones alienígenas de los tardígrados en otros sistemas estelares, es algo que probablemente jamás lleguemos a saber. Y las esperanzas de que haya algo más evolucionado son solo conjeturas. Últimamente parece haber muchos científicos que se apuntan a la hipótesis del Gran Filtro, la idea de que algo siempre se tuerce antes de que una civilización llegue a estar tecnológicamente preparada para explorar el cosmos.

En nuestro caso, sostienen algunos, el Gran Filtro puede ser el cambio climático, el comienzo del fin de la habitabilidad terrestre causado por la destrucción de la estabilidad del ciclo de carbonatos-silicatos. Una vez que este equilibrio se rompe, sostienen algunos expertos, la Tierra puede entrar en una espiral catastrófica de efecto invernadero como la que sufrió Venus por causas naturales.

No sabemos cuánto tiempo le queda a la humanidad. Nuestra especie tiene 300.000 años de antigüedad, pero para ponernos al borde de nuestra autodestrucción han bastado apenas tres siglos, si consideramos la Revolución Industrial como el momento en que comenzamos a emprender un camino sin retorno. Hoy sería muy optimista pensar que vayamos a seguir aquí dentro de otros 300.000 años. Y aunque fuera así, 600.000 años son un instante en la historia del universo. Algunos proponentes del Gran Filtro piensan que nunca vamos a contactar con otras civilizaciones porque sencillamente es casi imposible que coincidamos en el tiempo; nos abocamos a nuestra propia extinción demasiado aprisa, y no hay motivos evidentes para pensar que otros seres tecnológicos sean más sensatos que nosotros.

Pese a todo, no vamos a darnos por vencidos. El pasado miércoles 12 de julio, el blog del Laboratorio de Habitabilidad Planetaria de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo contó que el inmenso radiotelescopio puertorriqueño detectó el 12 de mayo una extraña señal procedente de la estrella Ross 128, a unos 11 años luz de nosotros. “En caso de que os estéis preguntando, la hipótesis recurrente de los alienígenas está al final de muchas otras explicaciones mejores”, escribían los investigadores. Por ejemplo, no es descartable que en realidad la señal no proceda de la estrella, sino de algo en la misma línea de visión pero mucho más cercano, tal vez un satélite terrestre.

Ayer mismo los investigadores han publicado una actualización en la que cuentan que han vuelto a observar la estrella este pasado fin de semana, y que a ellos se han unido los radiotelescopios de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) de la Universidad de Berkeley y del Instituto SETI, ambos en EEUU. “Necesitamos tener todos los datos de los otro observatorios para ponerlo todo junto y sacar una conclusión, probablemente al final de esta semana”, han escrito. Esperaremos hasta entonces, pero sin contener la respiración.

Sin rastro de vida inteligente en más de 6.000 estrellas

Será curioso saber qué artículo despierta mayor interés, si el que publiqué ayer, sugiriendo que la búsqueda de signos de vida extraterrestre pronto podría dar frutos, o este de hoy. Las buenas noticias y las malas tienden a atraerse como los polos opuestos, en sentido puramente electromagnético (nunca he creído en esa aplicación metafórica a los seres humanos; o al menos en mi caso, no funciona así).

El sistema triple Alfa Centauri: A, B y Proxima (señalada en rojo). Imagen de Wikipedia.

El sistema triple Alfa Centauri: A, B y Proxima (señalada en rojo). Imagen de Wikipedia.

La mala noticia de hoy es que dos proyectos de búsqueda de señales de vida inteligente, uno en 5.600 estrellas y otro en 692, han concluido con las manos vacías. Nada por aquí, nada por allá. Y les aseguro que no me alegro de ello, pero es otro apoyo más a la hipótesis de que la vida no es un fenómeno común en el universo.

El primero de los proyectos es obra de dos investigadores de la Universidad de California en Berkeley. Nathaniel Tellis y Geoffrey Marcy han emprendido lo que se conoce como SETI óptico; es decir, búsqueda de inteligencia extraterrestre (cuyas iniciales en inglés forman el acrónimo SETI), pero no en forma de señales de radio, sino de pulsos de luz visible.

La idea inspiradora, puramente especulativa, es que una civilización lo suficientemente avanzada podría emplear el láser como un medio de comunicación a grandes distancias, y uno de estos pulsos que cayera en nuestra dirección podría detectarse como un chispazo de luz distinguible del brillo de la estrella.

Los dos investigadores han aplicado un algoritmo a un exhaustivo conjunto de datos recogidos por el telescopio Keck de Hawái entre 2004 y 2016, correspondientes a 5.600 estrellas de la Vía Láctea distribuidas por todo el cielo, en su mayoría hasta una distancia de unos 326 años luz, y de un amplio rango de edades, desde menos de 200 millones de años hasta casi 10.000 millones de años. Para cada estrella, han buscado posibles chispazos en casi todo el espectro de luz visible (todos los colores) y en un radio de hasta decenas de unidades astronómicas (una unidad astronómica, UA, es la distancia media de la Tierra al Sol).

Después de todo ello, esta es la conclusión de los investigadores en su estudio, que se publicará próximamente en la revista The Astronomical Journal: «No hemos encontrado emisiones láser procedentes de las regiones planetarias en torno a ninguna de las 5.600 estrellas». Según los datos actuales disponibles, Tellis y Marcy calculan que este conjunto de estrellas debería albergar unos 2.000 planetas templados de tamaño similar a la Tierra, así que los resultados no son nada alentadores.

El segundo proyecto es el Breakthrough Listen, una de las Iniciativas Breakthrough del programa SETI fundado en 2015 por el físico y magnate ruso Yuri Milner, y que cuenta con la participación del Centro SETI de la Universidad de California en Berkeley. Breakthrough ha celebrado esta semana en la Universidad de Stanford su segunda conferencia anual, donde se han discutido cuestiones como el potencial para la existencia de vida en algunos mundos recientemente descubiertos, por ejemplo Proxima b, el sistema TRAPPIST-1 o el recién llegado LHS 1140b, del que hablé ayer. También se debatió sobre el Breakthrough Starshot, el proyecto de Milner de enviar una flota de minúsculas sondas al sistema Alfa Centauri.

En la conferencia Breakthrough se han presentado las conclusiones del primer año de Listen. El director del SETI en Berkeley, Andrew Siemion, expuso los resultados de la escucha de posibles señales de radio de origen inteligente en 692 estrellas con el radiotelescopio de Green Bank, una instalación histórica para el SETI, ubicada en Virginia Occidental. De todas las señales captadas, los investigadores seleccionaron 11 como las más significativas. Pero el veredicto es claro, o más bien oscuro: «se considera improbable que alguna de estas señales tenga un origen artificial, pero la búsqueda continúa», han declarado los responsables del proyecto.

En resumen, seguimos en blanco, solos y sin compañía. Por supuesto, hay recurso al viejo aforismo: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia. Como no podía ser de otra manera, Tellis reconoció a la revista The Atlantic que el hecho de no haber detectado comunicaciones láser no significa que esas 5.600 estrellas estén desprovistas de vida. «Cada una de esas estrellas podría tener un Nueva York, un París o un Londres, y no tendríamos ni idea», dijo. De hecho, nosotros no enviamos comunicaciones por láser al espacio; si alguien nos estudiara desde allí empleando la misma técnica, no encontraría ningún rastro de nuestra presencia.

Pero no olvidemos que el aforismo es de por sí discutible cuando sirve para encubrir una llamada a la ignorancia. Por poner un ejemplo tan ridículo como claro, es indefendible alegar que la ausencia de pruebas de que hay un dragón invisible en la habitación no prueba que el dragón invisible no esté presente, por mucho que uno desee creer en los dragones invisibles. La vida es muy común en el estanque de mi jardín. Si tomo una simple gota al azar, encuentro al primer vistazo esta diminuta maravilla:

Alga verde microscópica Scenedesmus. Imagen de J. Y., tomada acercando la cámara del móvil al ocular de un microscopio.

Alga verde microscópica Scenedesmus. Imagen de J. Y., tomada acercando la cámara del móvil al ocular de un microscopio.

Que, por cierto, es una alga verde Scenedesmus, una clorofícea colonial que suele formar grupos de cuatro u ocho células, llamados cenobios. Pero en el estanque del universo, ninguna gota de las muchas analizadas hasta ahora de una manera u otra ha revelado absolutamente nada. ¿Es la vida realmente tan común en el universo?

No se han detectado señales de vida inteligente en TRAPPIST-1

No, no es que los resultados hayan llegado de ayer a hoy. Verán, les explico: la estrella TRAPPIST-1 no ha debutado en este nuevo estudio que ha resonado esta semana por todos los rincones del planeta. Los responsables del trabajo, de la Universidad de Lieja, ya publicaron en mayo de 2016 el hallazgo de tres planetas orbitando en torno a aquel astro, pero han sido observaciones posteriores más precisas las que han desdoblado el tercer planeta en tres y han descubierto dos más, elevando el total a siete, que es lo nuevo publicado ahora.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de ESO/N. Bartmann/spaceengine.org.

Ilustración del sistema TRAPPIST-1. Imagen de ESO/N. Bartmann/spaceengine.org.

Pero tal vez conviene aclarar que los científicos no acaban de proponer por primera vez el potencial para la vida de las estrellas enanas. De hecho, también orbita en torno a una enana roja Proxima b, el exoplaneta más cercano conocido hasta ahora, que también es el exoplaneta habitable más cercano conocido hasta ahora, cuyo hallazgo es obra del catalán Guillem Anglada-Escudé (declarado por ello uno de los diez científicos estelares de 2016 por la revista Nature) y que sin embargo no recibió tanto bombo y platillo como TRAPPIST-1, a pesar de que su distancia a nosotros es casi diez veces menor. Pero claro, en aquel caso no participó la NASA con su poderosa maquinaria mediática.

Hay alguien que ya desde antes creía en las estrellas enanas frías como las candidatas más prometedoras para albergar vida: se trata de Seth Shostak, director del proyecto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) del Instituto SETI en California. Los científicos SETI apuntan radiotelescopios a multitud de coordenadas precisas en el cielo para tratar de detectar alguna señal de radio que pueda revelar un origen inteligente. Y Shostak lleva tiempo enfrascado en un proyecto de escucha de 20.000 estrellas enanas.

Una de esas estrellas fue TRAPPIST-1, antes de los nuevos resultados del equipo belga. A efectos de SETI, no importa que la estrella tenga tres planetas o siete, o que ni siquiera se conozca si posee alguno; los científicos SETI se saltan este paso y directamente ponen el oído en busca de posibles señales de origen no natural.

Y las noticias no son buenas. En un artículo en la web del Instituto SETI, Shostak escribe: «El Instituto SETI utilizó el año pasado su Matriz de Telescopios Allen para observar los alrededores de TRAPPIST-1, escaneando a través de 10.000 millones de canales de radio en busca de señales. No se detectó ninguna transmisión, aunque preparamos nuevas observaciones».

Por supuesto, los resultados no excluyen por completo la existencia de vida allí, ni siquiera de vida inteligente. Aunque, como comenté ayer, y simplemente desde el punto de vista biológico, esto último es más bien improbable, algo que tal vez no se ha explicado lo suficiente. En un artículo publicado por la NASA como seguimiento de la noticia de los nuevos planetas, se daba por fin voz a una astrobióloga, Victoria Meadows, del Instituto de Astrobiología de la NASA. Meadows sopesaba las posibles condiciones de aptitud para la vida del sistema TRAPPIST-1, pero después de exponer los pros y contras, terminaba aclarando: «aquí estoy hablando solo de moho». En otras palabras: la astrobióloga no se planteaba ni como posibilidad remota la existencia de vida inteligente en aquella estrella.

Por el momento, solo nos queda seguir esperando. Pero al menos estaremos entretenidos: ya se han escrito dos relatos, un poema y un cómic sobre TRAPPIST-1.

Se busca vida en 20.000 estrellas

A veces sucede que crees en una hipótesis porque te resulta la más razonable, pero no te gusta lo más mínimo. Esto tiene una gran ventaja: siempre ganas. Si la hipótesis resulta correcta, ganas porque estabas en lo cierto. Y si no, también ganas porque en realidad te gustaba más la hipótesis contraria.

Esto es lo que le ocurre a un servidor con la vida alienígena. Me encantaría que existiera, pero no lo creo probable. O al menos, no esa vida con la que podamos sentarnos a tomar un café, o un lo que sea que tomaran ellos, para contarnos nuestras cosas. Como conté ayer a propósito de la endosimbiosis, cuando uno repasa la larga historia evolutiva y comprueba que en lo poco que conocemos de ella hay infinidad de esos desvíos afortunados de los que hablaba, es difícil creer que en el universo pueda repetirse la carambola de casi infinitos sucesos que puede llevar hasta la aparición de vida inteligente, igualmente probables a los que no llevan a ella (y muchos de ellos tal vez igual de óptimos desde el punto de vista de la selección natural).

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

Debo introducir aquí una matización, y es que a veces uno se traiciona a sí mismo por escribir con prisas. Al releer mi artículo de ayer sobre la endosimbiosis, me he percatado de que tal vez he mezclado churras con merinas. Lo cierto es que una cosa es la vida, y otra la vida inteligente. Lo primero no es tan imposible como tal vez daba a entender en aquel artículo. Sí, es posible que en Titán pudieran existir bacterias metanotrofas, o que el océano de Europa pudiera albergar organismos simples quimioautótrofos.

Pero algo muy diferente es la vida inteligente, que requiere de una organización mucho más compleja y una bioquímica óptima. La ciencia ficción ha jugado con muchas bioquímicas alternativas, algunas extremadamente aberrantes y muy interesantes como experimentos mentales. Pero en general no parecen viables, incluyendo la alternativa más popular, la bioquímica del silicio. Pensar en la bioquímica del carbono y establecer el rango de habitabilidad planetaria según parámetros terrestres no es pensamiento terracéntrico, como alegan algunos defensores de la vida omnipresente, sino pensamiento estrictamente científico: como las de la física, las leyes de la biología con las mismas para todo el universo, y por desgracia nadie ha podido simular una bioquímica que funcione tan óptimamente como la del carbono, ni en nuestras condiciones de vida ni en otras muy diferentes.

A veces se tuerce también la interpretación del principio antrópico. Esta idea sostiene que cualquier explicación de la historia del universo debe conducir hasta nosotros, dado que estamos aquí. Pero cuando se aplica a la biología, existe el peligro de caer en el error de pensar que la aparición del ser humano fue producto de la necesidad, y no del azar. Aclaremos que la Tierra no nos necesitaba, y por tanto completar todo ese recorrido no era ni mucho menos inevitable. Como conté hace unos meses en un reportaje, fue el biólogo y filósofo francés Jacques Monod quien hace casi medio siglo se dio cuenta de esto.

Por explicarlo de un modo gráfico, imaginen uno de esos laberintos que las hamburgueserías imprimen en los mantelitos de papel para que los niños se entretengan. Pero ahora multipliquen la extensión del laberinto por, no sé, ¿miles de millones? El comienzo del laberinto es el origen de la Tierra, y la salida somos nosotros, o algo más o menos parecido a nosotros.

Ahora imaginen que ponemos a miles de monos a tratar de resolver el laberinto. ¿Cuántos lo lograrán? Sabemos que uno lo hizo, dado que estamos aquí. Pero incluso en el planteamiento optimista de que, con todo el tiempo del mundo, todos ellos lo lograrían (la hipótesis de la vida omnipresente), el problema es que los monos no tienen todo el tiempo del mundo, porque llega un día en que se mueren. ¿Cuántos monos conseguirán resolver el laberinto antes de morir?

Pero dado que me encantaría estar equivocado, sigo con avidez los intentos de SETI, la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre. Y el Instituto SETI acaba de anunciar un nuevo proyecto de los que podrían por fin destapar algo, si es que hay algo que destapar. Durante los próximos dos años, sus radiotelescopios buscarán vida inteligente en las 20.000 estrellas enanas rojas más cercanas.

Tres cuartas partes de todas las estrellas existentes son enanas rojas, lo que las convierte en las más abundantes del universo. De cara a la posibilidad de vida, tienen la ventaja de que son muy longevas, más que las estrellas tipo Sol. Es decir, que muchas de ellas han tenido más tiempo para incubar algo vivo. Y una gran proporción de las descubiertas hasta ahora tienen planetas en su zona habitable, esa de Ricitos de Oro, ni la sopa demasiado caliente, ni demasiado fría. Por todo ello, hace unos meses Seth Shostak, el jefe del proyecto SETI en el Instituto SETI, me contaba que las enanas rojas son sus favoritas para la búsqueda de vida, aunque siempre han sido las «estrellas olvidadas».

Los científicos del SETI van a seleccionar 20.000 de entre un catálogo de 70.000 estrellas enanas rojas recopiladas por el astrónomo de la Universidad de Boston Andrew West, y entonces comenzarán la búsqueda de posibles señales de radio utilizando el conjunto de telescopios Allen, en California. El rastreo va a cubrir varias frecuencias en una banda bastante ancha de las microondas, entre 1 y 10 gigahercios, incluyendo ese agujero mágico de entre 1,42 y 1,66 gigahercios en el que se sitúa la emisión de los componentes del agua, y en el que los astrónomos esperan encontrar una especie de «¡hola!» universal.

Ojalá tengan suerte. Muchos en esta roca mojada estamos deseando tragarnos nuestro escepticismo.

Sin noticias de la estrella KIC 8462852: no llaman, no escriben…

El rastreo de posibles señales de vida inteligente en la misteriosa estrella KIC 8462852 no ha encontrado nada. Ni saludos, ni signos de que alguien allí esté empleando sistemas de transporte avanzados que dejen una huella electromagnética detectable desde la Tierra.

Marvin el marciano. Imagen de Warner Bros.

Marvin el marciano. Imagen de Warner Bros.

La estrella, a la que los astrónomos llaman coloquialmente Estrella de Tabby (por Tabetha Boyajian, responsable del hallazgo) o WTF (por Where’s the Flux, «dónde está el flujo», o también por What the Fuck, «pero qué coño»), ha estado en boca de científicos, ufólogos, periodistas de ciencia y curiosos en general debido a su comportamiento aberrante, nunca antes observado. Los datos del telescopio espacial Kepler mostraron que la luz de la estrella se atenúa periódicamente hasta en un 20% (más información aquí). Aunque esto probablemente se deberá a un fenómeno natural inédito, qué mejor ocasión para fantasear con la posibilidad de que una supercivilización superinteligente y supertecnológica ha creado una superestructura alrededor de su estrella para recolectar su energía.

Ya, ya; la idea resultará estrafalaria a quien la oiga por primera vez, pero lo cierto es que estas megaestructuras hipotéticas fueron propuestas formalmente por el prestigioso físico Freeman Dyson, y durante décadas han formado parte de las teorías sobre la posible evolución de civilizaciones tecnológicas como, por ejemplo, la nuestra. Según su configuración, se conocen como anillos de Dyson, esferas de Dyson, o enjambres de Dyson si se trata de una masa de pequeños artefactos móviles.

Este último caso fue el que se imaginó para KIC 8462852. Una civilización semejante, con un dominio de su estrella, dispondría de la energía suficiente para emitir señales de radio con una potencia que en la Tierra ni podríamos soñar. Así que los investigadores del Instituto SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) en Mountain View, California, orientaron hacia la estrella el complejo de 42 antenas de la matriz de telescopios Allen (ATA).

La escucha ha ocupado la segunda quincena de octubre. Los científicos han buscado señales de frecuencia muy alta, entre 1 y 10 gigahercios, en el rango de las microondas, y tanto en banda estrecha –como se haría si se enviara una comunicación deliberada en una dirección– como en banda ancha –para buscar señales en todas direcciones procedentes de tecnología empleada en la propulsión de naves–.

Pero según detallan los investigadores en un estudio disponible en la web de prepublicaciones arXiv, sin éxito. Lo que se puede concluir es que hace 1.500 años (la estrella se encuentra a unos 1.500 años luz de nosotros) no había allí nadie transmitiendo una señal en todas direcciones como mínimo 100 veces más potente que la de los mayores transmisores terrestres, para la banda estrecha, o diez millones de veces, para la banda ancha.

La buena noticia es que estos límites son altos, porque la estrella está muy lejos y el ATA no puede ofrecer una sensibilidad con un umbral más bajo. La mala noticia es que, según los autores, si la señal se orientara hacia nuestra parte de la galaxia, la energía necesaria sería mucho menor.

La buena noticia es que no tendrían por qué transmitir hacia nosotros, dado que no saben que estamos aquí; las señales que recibimos ahora son de hace 1.500 años, y en caso de que ellos hubiesen detectado la Tierra como un posible planeta habitable, habrían recogido la luz de nuestro Sol de otros 1.500 años antes, lo que hace un total de 3.000 años. Sobre el año 1.000 a. C., por aquí estábamos muy ocupados disfrutando de nuestra última innovación tecnológica: el hierro.

Pero la mala noticia es que una civilización con un enjambre de Dyson tendría a su disposición los aproximadamente 1.000 cuatrillones de vatios de su estrella (10^27); serían como esos tuneros que abren el maletero y ponen música a toda la comarca.

Finalmente, la buena noticia, o más bien el único consuelo, es que los investigadores del SETI no se dan por vencidos y continuarán vigilando la estrella WTF. Y que, esperemos que más pronto que tarde, otros científicos descubrirán cuál es el fenómeno (natural) que está tapando parte de la luz de la estrella, y seguro que se tratará de un sorprendente hallazgo astronómico. Pero por el momento, ET sigue sin llamar, lo que por desgracia es otro punto más para quienes defienden la hipótesis pesimista de que tal vez no haya nadie más ahí fuera.

Como consuelo, para este domingo les dejo aquí la historia sobre el hombre de las estrellas que envía su mensaje por radio a la Tierra: Starman, del gran David Bowie.

Diez años para saber, de una vez por todas, si estamos solos

Desde que la búsqueda de otros seres inteligentes en el universo pasó de moda, los programas SETI (en inglés, Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) han sobrevivido financiándose casi exclusivamente con fondos privados. Puede que a alguien más le resulte paradójico, o quizá no: la búsqueda de exoplanetas hipotéticamente aptos para la vida, como el Kepler 452b anunciado esta semana, recibe fondos públicos. La posibilidad de confirmar si en lugares como Kepler 452b existe vida inteligente, no.

El radiotelescopio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

El radiotelescopio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

Está claro que la incógnita sobre la vida alienígena interesa solo a una ínfima minoría de la humanidad; si fuera de otra manera, las cosas serían de otra manera. Y en contra de lo que muchos tal vez crean, esa ínfima minoría no incluye a la comunidad científica en general; a muchos científicos el asunto no les importa lo más mínimo. La curiosidad o el ansia de conocimiento sobre nuestro lugar en el universo, y sobre si existe alguien más preguntándoselo, es más una inquietud filosófica que científica, aunque sea la ciencia la que proporcione los instrumentos necesarios para investigarlo y la que convertiría el hipotético hallazgo en su propia y nueva razón de ser. Pero la idea popular de que el deseo de rastrear la vida en el universo pertenece a un círculo académico alejado de la realidad humana es sencillamente falsa.

Como también lo es que quienes albergan esta inquietud sean misántropos, más interesados en despilfarrar los recursos existentes en el caro capricho de buscar alienígenas que en emplearlos en la solución de los problemas urgentes de la humanidad. Muchos (por no generalizarlo a todos) de quienes sienten este anhelo son profundamente filantrópicos; nadie que no albergue un hondo apego por el ser humano encontraría el menor sentido al deseo de confrontación con otra especie inteligente.

Y si lo piensan, tal vez descubran que hay una coincidencia general entre quienes denostan la búsqueda de inteligencia alienígena y quienes repudian la idea del inmenso valor intrínseco del ser humano; si continúan pensándolo, es también la diferencia entre el ermitaño, que reniega del contacto en favor del aislamiento, y el ser colectivo que se abre al exterior para conocer qué y cómo piensan otros. Aquellos concernidos por la tarea de buscar a nuestros posibles vecinos cósmicos son precisamente quienes desean encontrar motivos para poder creer en nuestra naturaleza como especie, y para encontrar un modo de confiar en que aún es posible esperar una edad dorada del ser humano a la que nunca hemos asistido en nuestros casi 200.000 años de presencia en este planeta. Y que, por desgracia, cada vez parece más lejana.

Es muy reconfortante encontrar principios como estos expuestos en un documento nacido de la autoridad intelectual. Demuestra que quienes defendemos la necesidad del SETI compartimos, en efecto, un sentimiento común: no es simple curiosidad científica, sino la mayor de las respuestas, a pesar de que muchos prefieran libremente no formularse la pregunta. El documento es una carta abierta enviada a los medios coincidiendo con la decisión de la Fundación Breakthrough Prize de destinar 100 millones de dólares durante los próximos 10 años a dar un impulso decisivo a los programas SETI.

Los fondos permitirán destinar parte del tiempo de operación de dos radiotelescopios, el Green Bank de Virginia Occidental (EE. UU.) y el Parkes de Australia, a rastrear un millón de estrellas en busca de posibles señales. Además se monitorizarán otras galaxias, se desarrollarán nuevas tecnologías de escucha, se reforzará el SETI óptico (búsqueda de pulsos por láser) y se planteará la conveniencia y la viabilidad de impulsar el SETI activo, el envío de emisiones de radio a estrellas cercanas.

Obviamente, rastrear un millón de estrellas es como tomar un puñado de arena de la playa. Si el esfuerzo resulta infructuoso, los resultados serán inconcluyentes, y la pregunta continuará sin respuesta. Pero es difícil que la ínfima minoría lleguemos a darnos por convencidos, mucho menos vencidos.

Esta es la traducción de la carta abierta, firmada por una lista estelar de científicos y otros personajes que incluye a Stephen Hawking, James Watson, Frank Drake, Ann Druyan, Paul Horowitz, Shinya Yamanaka, Kip Thorne, Nikolay Kardashev, Jill Tarter, Seth Shostak o Garik Israelian, entre otros. La versión original, junto con la lista de firmantes, se encuentra disponible en la web del Instituto SETI.

¿Quiénes somos?

Una civilización madura, como un individuo maduro, debe formularse esta pregunta. ¿Son sus divisiones, sus problemas, sus fugaces necesidades y tendencias lo que define a la humanidad? ¿O tenemos un rostro común, vuelto hacia el universo?

En 1990, la Voyager 1 giró su cámara y capturó el Pálido Punto Azul, una imagen de la Tierra desde 6.000 millones de kilómetros de distancia. Era un espejo sostenido hacia nuestro planeta, hogar del agua, la vida y las mentes. Un recuerdo de que compartimos algo precioso y raro.

Pero ¿cómo de raro, exactamente? ¿La única vida? ¿Las únicas mentes?

Durante el último medio siglo, pequeños grupos de científicos han escuchado valerosamente en busca de signos de vida en el vasto silencio. Pero para los gobiernos, la academia y la industria, las cuestiones cósmicas están astronómicamente hundidas en la lista de las prioridades. Y esto aleja las posibilidades de encontrar respuestas. Es suficientemente duro peinar el universo desde el margen de la Vía Láctea; aún más duro desde el margen del conocimiento público.

Y sin embargo, estas ideas inspiran a millones, ya las encuentren a través de la ciencia o de la ciencia ficción. Porque están en juego las más grandes preguntas de nuestra existencia. ¿Somos el hijo único del universo, y nuestros pensamientos sus únicos pensamientos? ¿O tenemos hermanos cósmicos, una familia interestelar de inteligencia? Como dijo Arthur C. Clarke, “en un caso u otro, la idea es bastante impactante”.

Esto significa que la búsqueda de vida es la empresa definitiva en la que todos ganan. Todo lo que tenemos que hacer es tomar parte.

Hoy tenemos herramientas de búsqueda que sobrepasan ampliamente las de generaciones anteriores. Los telescopios pueden discernir planetas a través de miles de años luz. La magia de la Ley de Moore permite a nuestros ordenadores procesar datos varios órdenes de magnitud más deprisa que las viejas grandes computadoras, y aún más rápido cada año.

Estas herramientas están ahora recogiendo una cosecha de descubrimientos. En los últimos años, los astrónomos y la misión Kepler han descubierto miles de planetas más allá de nuestro Sistema Solar. Ahora parece que la mayoría de las estrellas albergan un sistema planetario. Muchos de ellos poseen un planeta similar en tamaño al nuestro, tendido en la zona habitable donde la temperatura permite el agua líquida. Probablemente hay miles de millones de mundos similares a la Tierra solo en nuestra galaxia. Y con los instrumentos disponibles ahora o próximamente, tenemos la oportunidad de averiguar si alguno de esos planetas es un verdadero Pálido Punto Azul; hogar del agua, la vida e incluso las mentes.

Nunca ha existido un momento mejor para un esfuerzo internacional a gran escala que busque vida en el universo. Como civilización, nos debemos a nosotros mismos el dedicar tiempo, recursos y pasión a esta misión.

Pero tanto como una llamada a la acción, esta es una llamada al pensamiento. Cuando encontremos la exoTierra más próxima, ¿deberíamos enviar una sonda? ¿Debemos tratar de establecer contacto con civilizaciones avanzadas? ¿Quién lo decide? ¿Los individuos, las instituciones, las corporaciones o los estados? ¿O podemos pensar juntos como especie, como planeta?

Hace tres años, la Voyager 1 escapó de los dominios del sol y penetró en el espacio interestelar. El siglo XX se recordará por nuestros viajes por el Sistema Solar. Con cooperación y compromiso, el presente siglo será el momento en el que nos graduaremos a la escala galáctica, buscaremos otras formas de vida y así conoceremos en mayor profundidad quiénes somos.

99.950 galaxias en las que no hay civilizaciones avanzadas; 50 en las que… ¿?

En 1963, el astrónomo ruso Nikolai Kardashev decidió escuchar con atención una fuente espacial de emisiones de radio descubierta poco antes por el Instituto Tecnológico de California. La de Kardashev fue, informalmente, una de las primeras actividades SETI, siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, algo en lo que la antigua URSS se adelantó ligeramente a EE. UU. Y parecía que el esfuerzo había dado fruto: para Kardashev, aquella señal delataba la presencia de una civilización alienígena.

Con el fin de categorizar el nivel de desarrollo tecnológico de los seres que podríamos encontrarnos en el universo, el astrónomo ruso definió una escala con tres niveles. Las civilizaciones de tipo I serían aquellas capaces de explotar todos los recursos disponibles en su planeta; las de tipo II habrían llegado a dominar la energía de su estrella, y finalmente las de tipo III ordeñarían su galaxia entera. Kardashev propuso que la fuente de radio CTA-102 correspondía a una civilización de tipo II o III, y su teoría fue respaldada por posteriores observaciones de otro colega y compatriota suyo, Gennady Sholomitsky.

En los 60 y 70 del siglo pasado, con la carrera espacial a todo galope, en plena edad de oro de lo paranormal con los avistamientos ovni como fenómeno estrella, y con el nacimiento de los programas SETI, el primer contacto con seres alienígenas parecía ya una fruta madura a punto de caer. Las observaciones de CTA-102 fueron acogidas como la primera señal de ahí fuera, hasta que se descubrió que se trataba de un cuásar, un objeto cósmico natural. Fue la primera gran falsa alarma de la historia del SETI; la segunda llegó en 1967, cuando otra señal variable fue bautizada por sus descubridores como Little Green Men (Hombrecitos verdes) antes de comprobarse que no era sino una estrella giratoria de neutrones, el primer púlsar. ¿Quién iba a imaginar que un bip-bip procedente del espacio no sería una baliza alienígena, sino un exótico objeto natural?

Recientemente conté aquí que el mes pasado el SETI añadió un canal más a su búsqueda, el de los infrarrojos. La finalidad del nuevo instrumento, llamado NIROSETI, es tantear la posibilidad de que una civilización lejana pudiera enviar un mensaje a las estrellas en forma de láser infrarrojo en lugar de ondas de radio. Los infrarrojos son lo que popularmente se conoce como «calor». Un radiador emite infrarrojos, como lo hacen nuestros cuerpos, y esto permite a las cámaras térmicas, sensibles a estas ondas, ver a las personas incluso a través de las paredes. Nuestros motores, nuestras fábricas, nuestra tecnología, producen calor. Según algunos expertos, si alguien analizara la señal de infrarrojos de la Tierra con instrumentos muy sensibles y de gran resolución, tal vez descubriría indicios de nuestra presencia.

Por el nivel de energía consumida en la Tierra, los expertos calculan que nos quedan un par de siglos para llegar al tipo I de Kardashev; lo necesario para desarrollar la fusión nuclear y aprovechar las energías renovables a escala global. Pero una presunta civilización de tipo II o III, la que hubiera conseguido embridar los recursos energéticos de su estrella o de toda su galaxia, generaría una huella de infrarrojos inmensa, visible desde gran distancia. Esta es la premisa con la que nació el proyecto G-HAT, siglas en inglés de Vislumbrando Calor de Tecnologías Alienígenas.

La idea es en realidad tan antigua como el propio SETI. En 1960, el físico Freeman Dyson aventuró que una civilización lo suficientemente avanzada lograría envolver su estrella –o incluso todas las de su galaxia– en un sistema o red capaz de capturar toda su energía. El concepto, ya adelantado en la ciencia ficción de los años 30, se popularizó como esfera de Dyson, un artefacto o conjunto de artefactos que absorbería toda la luz visible y solo dejaría escapar infrarrojos.

Hay que comprender que Dyson lanzó su especulación en los años 60, cuando el concepto de progreso consistía en apartarse de la naturaleza y hasta el propio Isaac Asimov suspiraba por la creación de ciudades subterráneas con casas sin ventanas. Es evidente que las tendencias han cambiado, y hoy la idea de tapar el sol solo se le ocurriría a C. Montgomery Burns; actualmente pensaríamos más bien en un bloqueo parcial, si acaso. Pero desde que Dyson teorizó así un método para buscar huellas de tecnología alienígena, y cuando los primeros telescopios espaciales de infrarrojos estuvieron disponibles, los científicos comenzaron a buscar esferas de Dyson.

El último intento es el más amplio y sistemático hasta la fecha. El equipo de Jason Wright, de la Universidad Estatal de Pennsilvania, ha rastreado los datos de WISE, un telescopio espacial de infrarrojos de la NASA concebido para la astrofísica básica, pero que a Wright le encajaba como un guante para buscar posibles esferas de Dyson galácticas. A partir de casi cien millones de entradas registradas por WISE, los científicos del G-HAT seleccionaron en torno a 100.000 que podían ser identificadas como galaxias con una elevada emisión de infrarrojos. En primer lugar, buscaron posibles casos en los que se bloqueara más del 85% de la luz, reprocesándose hacia el infrarrojo. Número de galaxias halladas: cero.

La galaxia de Andrómeda, vista en infrarrojos por el telescopio WISE de la NASA (no es una de las candidatas). Imagen de NASA.

La galaxia de Andrómeda, vista en infrarrojos por el telescopio WISE de la NASA (no es una de las candidatas). Imagen de NASA.

A continuación, bajaron el listón. Y según el estudio, publicado este mes en la revista The Astrophysical Journal Supplement Series, aparecieron 50 galaxias que reprocesan más del 50% de su luz a infrarrojos. ¿Qué son? Palabras de Wright, en un comunicado: «Nuestros estudios de seguimiento de esas galaxias podrían revelar si el origen de su radiación resulta de procesos astronómicos naturales, o si podría indicar la presencia de una civilización altamente avanzada».

Pero no conviene entusiasmarse demasiado. Lo cierto es que, según lo explicado más arriba, las experiencias previas no invitan al optimismo: hasta ahora, siempre que se ha observado un fenómeno inusual en el universo y se le ha podido encontrar explicación (salvando los casos en que no se ha podido, como la Señal Wow!) ha resultado ser completamente natural. De hecho, en el propio estudio, los científicos son más cautos: esas 50 galaxias, escriben, «parecen tener un origen natural para la mayor parte de su emisión MIR [infrarrojo medio], aunque no lo hemos verificado rigurosamente».

Aún no acaba la historia: cuando los investigadores redujeron aún más el límite, a un porcentaje de luz convertida superior al 25, detectaron otras 93 galaxias. De estas, muchas no estaban ni siquiera descritas; son nuevas para la ciencia. Y por fin, hallaron cinco galaxias espirales rojas cuyo patrón de emisión, escriben en el estudio, «es consistente con altos niveles de calor residual alienígena». «Estas galaxias son algunas de las mejores candidatas para K3 [Kardashev tipo III] en nuestra búsqueda hasta la fecha», concluyen.

¿En qué ‘hablarán’ los alienígenas? ¿En microondas? ¿En infrarrojos?

Siempre achacamos al cine de Hollywood el defecto de pecar de usacentrismo, si se me permite esta monstruosidad léxica. Es decir, la presunción de creer que Estados Unidos es el ombligo del universo y que todo ha de acontecer allí: si cae un meteorito, es en Estados Unidos. Si toca apocalipsis zombi, es en Estados Unidos. Si aterrizan los alienígenas, es en Estados Unidos.

Un fotograma de la película 'E. T., el extraterrestre'. Imagen de Universal Pictures.

Un fotograma de la película ‘E. T., el extraterrestre’. Imagen de Universal Pictures.

Pero lo cierto es que si una raza de extraterrestres inteligentes decidiera algún día programar su primera visita oficial a la Tierra con publicidad, séquito y banda de cornetas, lo natural sería que dichos seres se ocuparan antes de hacer sus deberes con el fin de asegurarse de que su dardo espacial iba a dar en todo el medio. Y en ese caso, el lugar elegido no debería ser otro que el territorio de la primera potencia mundial. Quizá el cine no andaría tan desatinado: es posible que los E. T. llegaran hablando inglés.

Algo muy diferente es imaginar cómo podríamos comunicarnos a distancia dos civilizaciones alejadas entre sí desconociéndolo absolutamente todo la una de la otra. Cuando los humanos hemos lanzado mensajes embotellados al espacio, como en las sondas Pioneer y Voyager, lo hemos hecho en formatos sonoros y visuales; suponiendo, o confiando en, que los presuntos alienígenas estarían dotados de órganos sensibles a las longitudes de onda del espectro electromagnético que nosotros captamos a través de los ojos y los oídos, y que la atmósfera de su mundo permitiría una adecuada propagación del sonido. Es decir, suponiendo que podrían ver y oír. Lo cual tal vez sea mucho suponer.

Claro que los mensajes de las Pioneer y Voyager son solo flechas al aire, iniciativas románticas de tiempos más románticos promovidas por un romántico del espacio, el gran Carl Sagan. Si existiera alguna posibilidad de contactar con alguien ahí fuera no sería a través de estas botellas espaciales, sino de mensajes transmitidos mediante una máquina al océano cósmico, en la esperanza de que algún ser con una máquina similar los recibiera. Pero aquí vuelven a aparecer los problemas.

A primera vista podría parecer fácil establecer una comunicación entre dos civilizaciones; y sin embargo, no es tan obvio: es necesario elegir un medio y un lenguaje. Respecto a este último, siempre hemos dado por hecho que el idioma común entre cualesquiera civilizaciones del universo sería el de las matemáticas, que no dependen de ninguna variable del entorno. Y para relacionar las cantidades matemáticas con las cosas reales, podemos contar con los átomos; en especial el del hidrógeno, el más abundante del universo, que nos proporciona magnitudes de tiempo y espacio constantes en cualquier lugar.

Así, la idea es que si detectamos alguna señal cuyo contenido sigue patrones matemáticos, podemos suponer que su naturaleza es artificial, y que por tanto nos están llamando. El problema es que no siempre es así. En estos días ha corrido por los medios un estudio elaborado por tres astrónomos según el cual unas emisiones extragalácticas detectadas por primera vez en los últimos años y llamadas Fast Radio Bursts (Brotes Rápidos de Radio, FRB) apuntan sospechosamente a un origen artificial. Los tres científicos han descubierto que un parámetro de los 11 FRB captados hasta ahora (el primero de ellos en 2007) corresponde siempre a múltiplos enteros de un mismo número. Y según los investigadores, la posibilidad de que esto sea una coincidencia es de 5 entre 10.000. Lo que ha llevado a varios medios a especular si no estaremos ante mensajes construidos deliberadamente por alguien.

Sin embargo, el astrónomo jefe del Instituto SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), Seth Shostak, se ha apresurado a calmar los ánimos. Según escribe Shostak en un artículo, la historia ya nos ha presentado ocasiones en las que ciertas señales de radio parecían artificiales, hasta que se descubrieron sus orígenes perfectamente naturales, como púlsares y cuásares. De hecho, Shostak recuerda que en 1967, cuando se descubrió la primera fuente de radio con pulsos regulares, el que sería el primer púlsar, los astrónomos británicos que lo detectaron lo llamaron LGM, siglas en inglés de Little Green Men, hombrecitos verdes.

En realidad, si lo pensamos detenidamente, las posibilidades de llegar a captar un mensaje alienígena son tan escasas que casi parece estadísticamente imposible. Regresamos al otro parámetro de la comunicación que habíamos dejado atrás: el medio. Desde que existen los programas SETI, los astrónomos se han centrado en intentar captar ondas de radio, solo una pequeña franja de todo el espectro electromagnético. En concreto, los esfuerzos se concentran en la banda de las microondas, una gama muy estrecha de las ondas de radio.

Hay buenos motivos para elegir este rango. Primero, estas ondas pueden surcar enormes distancias sin perderse entre el polvo y el gas del espacio. Segundo, tampoco tienen problemas en atravesar nuestra atmósfera, por lo que podemos emitirlas y recibirlas desde la superficie terrestre. Tercero, esta ventana de microondas es una especie de remanso de silencio, en el que no hay demasiado ruido cósmico de fondo. Y por último, en esta franja caen precisamente las emisiones de radio de los átomos del agua, una banda que en inglés se denomina water hole. Esta expresión también designa a las charcas a donde los animales acuden a beber. Y del mismo modo que los habitantes de la sabana se congregan en torno al agua, los astrónomos confían en que los seres inteligentes del universo podamos encontrarnos en la banda de radio del líquido que, según suponemos, es esencial para la vida.

Opacidad de la atmósfera terrestre a las distintas longitudes de onda del espectro electromagnético. La atmósfera es más transparente a las ondas de radio. Imagen de NASA.

Opacidad de la atmósfera terrestre a las distintas longitudes de onda del espectro electromagnético. La atmósfera es más transparente a las ondas de radio. Imagen de NASA.

¿No son demasiadas suposiciones? Si a todo lo anterior sumamos que los radiotelescopios solo pueden vigilar un punto concreto del cielo cada vez, y en una estrecha banda de frecuencias, y que las distancias que nos separan de posibles planetas habitados son enormes, y que esto impone unos retrasos en las comunicaciones que pueden alcanzar los miles de millones de años… En fin, se comprende que tal vez en este preciso momento millones de civilizaciones podrían estar gritando hacia el cielo sin que jamás llegáramos a enterarnos.

Por todo esto, siempre es una buena noticia que los esfuerzos SETI se diversifiquen en busca de otras posibles fuentes alternativas de emisiones. Desde hace tiempo existe también el SETI óptico, la búsqueda de señales luminosas en la franja del espectro electromagnético que podemos ver con los ojos, lo que llamamos luz visible. Estas ondas se pierden y se dispersan demasiado en el universo, pero las posibilidades de recorrer grandes distancias aumentan cuando se utiliza el láser. Así, el programa de SETI Óptico rastrea el cielo en busca de flashes láser que puedan delatar la presencia de alguna lejana baliza luminosa de origen alienígena. La ventaja en este caso es que, a diferencia de las ondas de radio, no hay interferencias terrestres. La desventaja es que, para detectar uno de estos flashes, el rayo debería ir orientado precisamente hacia la Tierra, lo que es difícilmente concebible si no saben que estamos aquí; de hecho, llevamos muy poco tiempo aquí, y el SETI Óptico solo puede detectar señales en un radio de unos cientos de años luz.

El Observatorio Lick de la Universidad de California, en la primera noche de actividad del NIROSETI. Imagen de UC.

El Observatorio Lick de la Universidad de California, en la primera noche de actividad del NIROSETI. Imagen de UC.

Ahora, el campo de búsqueda se ha ampliado con la puesta en marcha del primer detector de láser de infrarrojos destinado a SETI. El aparato, llamado NIROSETI por las siglas en inglés de SETI Óptico en el Infrarrojo Cercano, es obra de Shelley Wright, investigadora de la Universidad de California en San Diego. El infrarrojo cuenta con la ventaja de que en su rango cercano, el que está inmediatamente por debajo de la luz visible en la banda de frecuencias, puede atravesar sin problemas el gas y el polvo interestelar, por lo que amplía el radio del SETI Óptico tradicional al orden de miles de años luz. Además, el telescopio permitirá detectar señales que duren apenas una milmillonésima de segundo. El NIROSETI comenzó a funcionar el pasado 15 de marzo en el Observatorio Lick de la Universidad de California.

La desventaja, una vez más, es que para detectar una señal esta debería ir dirigida deliberadamente hacia nosotros. Pero para el astrónomo Frank Drake, pionero del SETI en los años 60 del siglo pasado y también involucrado en el NIROSETI, esto nos daría la seguridad de que, si alguien quiere comunicarse, es que no alberga intenciones de destruirnos. «Si obtenemos una señal de alguien que apunta hacia nosotros, podría significar que hay altruismo en el universo», dice Drake. «Me gusta esa idea. Si quieren ser amistosos, es a estos a quienes encontraremos».

¿Hay vida inteligente en Kepler-186f?

El 19 de marzo de 2014, en un encuentro científico sobre la búsqueda de vida extraterrestre celebrado en Tucson (EE. UU.), el investigador de la NASA Tom Barclay presentó el primer exoplaneta de tamaño similar a la Tierra situado a una distancia de su estrella que permitiría la vida; ni demasiado lejos ni demasiado cerca, en esa franja templada que los investigadores denominan «zona Ricitos de Oro», en alusión a la niña del cuento que no quería su sopa ni caliente ni fría. Aunque Kepler-186f, a unos 500 años luz de nosotros, fue incorrectamente bautizado por los medios como un gemelo de la Tierra (su estrella es una enana roja, muy diferente del Sol), el anuncio fue acogido como la primera posibilidad real de haber hallado un nicho para la vida más allá del Sistema Solar. Un mes después, los detalles de Kepler-186f se publicaban por todo lo alto en la revista Science.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Pero ¿realmente puede existir vida en Kepler-186f? Una astrofísica opina que sí. O que, al menos, las posibilidades de que aquel planeta esté habitado por seres inteligentes son de un nada desdeñable 50,3%.

Esta es la historia. Tras el hallazgo de Kepler-186f, los investigadores del Instituto de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre (SETI) dirigieron las antenas de su matriz de telescopios Allen (ATA) hacia esa coordenada del cielo, en busca de alguna señal de radio que pudiera delatar la existencia de una civilización tecnológica. Los científicos, dirigidos por el astrónomo jefe del Instituto SETI, Seth Shostak, rastrearon un intervalo de frecuencias entre 1 y 10 gigahercios, en la banda alta del dial de la radio. «Hasta ahora no ha habido suerte, aunque seguiremos buscando», escribía Shostak en un artículo publicado entonces.

Pero no todos piensan que la búsqueda fue infructuosa. La astrofísica Hontas Farmer, profesora asociada de los City Colleges of Chicago y del College of DuPage, lleva años participando en la iniciativa de colaboración SETILive, que permite la participación de voluntarios en la observación y el análisis de los datos. Farmer estuvo observando los gráficos del ATA llamados «de cascada» obtenidos durante el rastreo de Kepler-186f. En este tipo de gráficos, el eje horizontal representa la gama de frecuencias, mientras que el vertical corresponde al tiempo, de modo que cada píxel es un segundo. Cuando hay una señal, aparece un punto destacado sobre el fondo, más claro a mayor intensidad. En apariencia y para un ojo no entrenado, un gráfico de cascada solo muestra nieve como la de los antiguos televisores, pero un patrón de puntos en una línea vertical o ligeramente diagonal podría revelar una señal artificialmente creada. Los algoritmos del SETI analizan las imágenes, pero los investigadores cuentan también con el escrutinio humano como ayuda.

Cuando Farmer se topó con un gráfico obtenido el 12 de abril de 2014, observó un ligero, casi imperceptible patrón de líneas verticales. Según escribió la astrofísica en su blog, es una señal muy «ruidosa y degradada», como sería de esperar en una red de satélites orbitando un planeta. Pero no dudó en afirmar: «Esos datos tienen exactamente el aspecto que yo esperaría de una señal extraterrestre». Este mes, Farmer ha actualizado sus observaciones aplicando filtros que reducen el ruido y que en su opinión sostienen su hipótesis, ya que parecen mostrar breves cadenas de píxeles que podrían corresponder a brotes de emisiones de varios segundos que «se apagan y se encienden de nuevo en las mismas frecuencias». La investigadora cifra en algo más de un 50/50 las posibilidades de vida en Kepler-186f; concretamente, y aplicando la ecuación que propone en su estudio aún pendiente de publicación, un 50,3%. Por supuesto, no niega que «algún fenómeno natural podría mimetizar esta señal».

Gráfico de cascada de emisiones de radio de Kepler-186f obtenidas por SETILive. Las líneas muestran lo que podrían ser señales, según Hontas Farmer. Imagen de SETILive/Hontas Farmer. Versión original aquí.

Gráfico de cascada de emisiones de radio de Kepler-186f obtenidas por SETILive. Las líneas muestran lo que podrían ser señales, según Hontas Farmer. Imagen de SETILive/Hontas Farmer. Versión original aquí.

Cabe preguntarse si no podríamos obtener algo mejor y más concluyente, pero según los investigadores de SETI el rastreo de señales de tecnología extraterrestre es la búsqueda de la aguja en el pajar. Todos recordamos la fuerte e inequívoca emisión captada por los astrónomos en la película Contact, basada en la novela de Carl Sagan. Según los científicos, para enviar una señal de esa magnitud se requeriría una fuente varias veces más potente que el mayor emisor de la Tierra, el del radiotelescopio de Arecibo en Puerto Rico. Por supuesto que esto no sería un obstáculo para una civilización más avanzada que la nuestra, pero existe otro problema fundamental. Dado que Kepler-186f se encuentra a unos 500 años luz, nuestras primeras emisiones de radio no llegarán allí hasta dentro de varios siglos. Es decir: ellos, si existieran, no sabrían que estamos aquí, por lo que no habría ningún motivo para que enviaran una señal potente en nuestra dirección.

De hecho, y a pesar de lo que imaginó para su ficción, «lo cierto es que Carl Sagan no esperaba ver una señal tan fuerte; eso solo hace una buena historia para Hollywood», señala Farmer a Ciencias Mixtas. La astrofísica menciona un estudio que Sagan publicó en 1975 y en el que «argumenta que, siendo realistas, todo lo que podríamos esperar es una distribución no térmica en las señales de radio de una civilización inteligente; en otras palabras, sabríamos que están en el aire, pero sería como tratar de sintonizar una emisora de radio de 100 vatios desde 10.000 millas de distancia, o peor». Después de filtrar el ruido, «lo que queda es precisamente la señal sobre la que escribió Sagan», arguye la investigadora. O sea, que podemos olvidarnos de las instrucciones para crear la nave que nos desplace a través de los agujeros de gusano.

Mientras Farmer trata de publicar su estudio, lo cierto es que su optimismo no es compartido por los responsables del Instituto SETI. Shostak admite que los gráficos de cascada analizados por la investigadora parecen mostrar algo, pero en su opinión se trata de contaminación terrestre: «Para ser honestos, vemos ese tipo de emisión todo el tiempo, debido sobre todo a los satélites de telecomunicaciones. Cada vez que apuntamos las antenas al cielo, también captamos interferencias de radio», precisa el astrónomo a este blog.

Shostak explica que la diferencia entre señales e interferencias es clara: las primeras solo se detectan al dirigir las antenas al punto concreto del cielo, mientras que las segundas cubren todo el firmamento. Según este criterio, prosigue Shostak, «las señales son interferencias terrestres, y este es el motivo por el que no hemos continuado observando». «Probablemente Farmer no está familiarizada con estos procedimientos de búsqueda», concluye el astrónomo jefe del Instituto SETI. Por su parte, Farmer confía en que las observaciones continúen para llegar a una conclusión definitiva. «Para saberlo con certeza necesitamos estudiar Kepler-186f mucho más de lo que lo hemos hecho».

Tres razones para creer que hay vida extraterrestre inteligente

En teoría (recalco: en teoría), la ciencia de hoy funciona mayoritariamente de acuerdo al método que definió un austríaco de mente preclara llamado Karl Popper. Antes de Popper, lo que se llevaba en ciencia era el positivismo: usted define una hipótesis, y luego se encierra en el laboratorio a demostrar que es cierta. Popper, entre cuyas virtudes figura también el haber sido antinacionalista cuando ser antinacionalista le podía costar a uno la vida, le dio la vuelta a la tortilla de la filosofía de la ciencia, estableciendo que el trabajo de un científico no consiste en confirmar hipótesis, sino en refutarlas. Una proposición solo es científica, decía Popper, si se puede demostrar que es falsa mediante la experimentación. Si los experimentos no rebaten la hipótesis, no implica que esta sea cierta, sino solo que seguirá siendo provisionalmente válida mientras no se produzca esa falsación.

En la práctica, el día a día de la ciencia difícilmente puede ser cien por cien popperiano: sería arduo para cualquier científico conseguir financiación para un proyecto cuyo resultado ideal es refutar una hipótesis. Es cierto que las formas se respetan; cuando un investigador redacta un estudio, nunca escribe «nuestros resultados demuestran», sino «nuestros resultados sugieren». Y en teoría (insisto: en teoría), toda conclusión publicada puede luego ser rebatida por posteriores estudios. Pero de puertas adentro, lo que intenta cualquier investigador es demostrar su hipótesis. Es natural que un científico crea en la verdad de aquello que constituye el objeto de su investigación. Incluso los llamados debunkers, los que investigan fenómenos paranormales desde la posición escéptica, son en realidad positivistas, ya que tratan de encontrar una explicación natural en la que previamente creen.

Hay un caso peculiar, un campo de investigación que resulta popperianamente fronterizo: el estudio de la vida extraterrestre. Dentro de él se ubica una rama de la ciencia llamada astrobiología, el estudio de la vida extraterrestre desde el punto de vista biológico. Lo peculiar es que, sin haberse encontrado aún ningún rastro de seres vivos fuera de la Tierra, no hay pruebas de que la astrobiología tenga razón de ser. Parece natural que la ciencia estudie aquello de cuya existencia tenemos constancia, pero al contrario que otras disciplinas, la astrobiología se basa en una creencia, la fe extendida entre los humanos de que hay algo vivo por ahí fuera. Incluso la necesidad de pensar que no estamos solos. Y dado que la ausencia de prueba no es prueba de ausencia, es imposible refutar la existencia de vida extraterrestre. En otras palabras: desde el enfoque de Popper, el estudio de la vida extraterrestre tiene difícil encaje como proposición científica.

Es por eso que los astrobiólogos pisan hielo delgado, siempre cuestionados por quienes consideran estas investigaciones una pérdida de tiempo y dinero. Y también es por eso que los programas SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), que consisten básicamente en encender la radio y escuchar si hay alguien por ahí fuera emitiendo, vienen financiándose con fondos privados desde hace décadas. Y aún más, es por eso que el 30º aniversario del Instituto SETI, que se celebra esta semana, representa el triunfo contra viento y marea de una institución científica de alto nivel que ha aportado grandes avances a la ciencia y a la exploración espacial, pero que aún mantiene entre sus objetivos esa esperanza incomprendida por muchos de que algún día la radio sintonice la onda alienígena.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

La matriz de telescopios Allen (ATA), en el radioobservatorio de Hat Creek, en California. Imagen de Seth Shostak.

«Obviamente me dedico a la astrobiología porque de alguna forma creo que debe haber vida ahí fuera», señala el astrobiólogo español Alfonso Dávila, uno de los investigadores principales del instituto privado y sin ánimo de lucro que nacía el 20 de noviembre de 1984 en Mountain View, California (EE. UU.). Dávila reconoce que en su hipótesis de partida hay una «deformación profesional». «No conozco ningún astrobiólogo que intente demostrar que no existen otras formas de vida en el universo», prosigue. Pero el investigador subraya cómo la astrobiología ha sido esencial en el conocimiento de nuestra propia biología doméstica, como en el caso de los microorganismos que viven en ambientes extremos, y en el estudio de la bioquímica existente en otros cuerpos celestes. «Alcanzar la meta (encontrar vida) es hasta cierto punto lo de menos, lo que importa es el camino», aclara Dávila. «A los que piensan que no existe vida más allá de la Tierra (por lo general se piensa en vida inteligente) les diría que no se dejen amedrentar por la oscuridad de un Universo estéril. Que no repudien los esfuerzos de aquellos que opinan lo contrario. Al final, todos nos vamos a beneficiar de lo que aprendamos», concluye el astrobiólogo.

Pero si la astrobiología ha contribuido a la ciencia de las cosas cuya existencia nos consta, el Instituto SETI también mantiene un conjunto de 42 antenas dedicadas a la búsqueda de las hasta ahora esquivas señales de inteligencia extraterrestre. Dado que la Matriz de Telescopios Allen (ATA, por sus siglas en inglés) es una instalación costeada con financiación privada –toma su nombre de su principal mecenas, el cofundador de Microsoft Paul Allen–, nadie puede objetar a un gasto que hasta hoy ha sido infructuoso. Aun así, interesa saber el motivo por el que, pese a las décadas de silencio, todavía deberíamos confiar en que al final de ese túnel cósmico haya algo diferente de… nada. Se lo he preguntado a David Black, presidente y consejero delegado del Instituto SETI, y me ha dado no una razón, sino tres:

Primera:

«En las pasadas dos o tres décadas hemos encontrado pruebas de vida en este planeta prosperando en lugares donde nadie habría imaginado hace 50 años. Estos extremófilos, como se conocen, son ejemplos vivos de cómo la vida podría existir en otros planetas, así que sabemos que la vida no necesita un Jardín del Edén».

Segunda:

«Hay múltiples especies en este planeta que son inteligentes de acuerdo a cualquier medida; muchas tienen lenguajes complejos y significativos que emplean para comunicarse. El hecho de que seamos la única de ellas que ha ascendido hasta un estado tecnológico no implica que, de no haber estado nosotros aquí, otra forma de vida hubiera podido finalmente hacer lo mismo».

Tercera:

«Hace 30 años teníamos razones para creer que habría planetas alrededor de otras estrellas, pero no había pruebas de ello (como hoy sucede con las señales de inteligencia extraterrestre). Todo eso ha cambiado en 20 años, sobre todo en los últimos cinco a siete años con los resultados del telescopio espacial Kepler«.

Resumiendo, según Black…

«Tomado todo ello en conjunto, hoy sabemos que existe una multitud de planetas, muchos de ellos con condiciones apropiadas para la vida tal como la conocemos; tenemos abundantes pruebas de que la vida puede existir en un rango increíblemente amplio de condiciones; y tenemos pruebas de que en este planeta existen múltiples formas de especies inteligentes».

Y su conclusión…

«No se requiere un gran salto de lógica (¿fe?) para extrapolar y decir que es probable que existan especies de vida inteligente, quizá tecnológica, en planetas que giran en torno a otras estrellas».