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La ciencia de EEUU tiembla ante Trump

En la vida real, a menudo ocurre que ganan los supervillanos. Sobre todo cuando los superhéroes no existen.

El pasado 18 de octubre, la revista Nature publicaba un curioso reportaje titulado «Los científicos que apoyan a Donald Trump». La excientífica y periodista Sara Reardon contactaba con cinco académicos estadounidenses que por razones diversas pensaban entregar su voto al candidato republicano.

Donald Trump, durante la campaña presidencial de 2016. Imagen de Wikipedia.

Donald Trump, durante la campaña presidencial de 2016. Imagen de Michael Vadon vía Wikipedia.

Algunos de ellos y sus posturas ya eran conocidos, como el geofísico David Deming, distinguido (es un decir) por sus declaraciones sexistas y homófobas, además de por su defensa a ultranza de la libre posesión de armas y su negacionismo del cambio climático antropogénico. Con esta última tesis ya se habían alineado también públicamente el bioestadístico Stanley Young y el estadístico William Briggs. Young pertenece al panel de expertos del Instituto Heartland, un think tank ultraconservador próximo al Tea Party.

Por último, un químico y una bióloga, ambos partidarios de Trump, declaraban en el reportaje bajo condición de anonimato por miedo a la descalificación. Curiosamente, la bióloga reconocía que Trump podía perjudicar sus perspectivas profesionales, pero aun así mantenía su apoyo por motivos fundamentalmente religiosos.

Por entonces, una victoria de Trump era aún algo impensable. Pero sucedió.

Las reacciones de repulsa por parte del mundo científico se han sucedido desde el día de los resultados. Aunque la ideología política de los científicos en EEUU (y probablemente en otros países, incluyendo el nuestro) está mayoritariamente desplazada hacia la izquierda, no necesariamente la ciencia de aquel país ha vivido sus mejores momentos bajo mandatos demócratas. El conocido astrofísico y divulgador Neil deGrasse Tyson opina justo lo contrario, que la financiación de la ciencia ha sido históricamente mayor bajo las administraciones republicanas; claro que fue George W. Bush quien prestó el gran empujón a su carrera pública.

Pero es evidente que Trump no era un candidato republicano cualquiera, y que no será un presidente republicano cualquiera. Algunos lo han definido como el que será el primer presidente anti-ciencia. Son conocidas sus posturas contrarias a las pruebas científicas en asuntos como el cambio climático o las vacunas, aunque en esto último parece haberse moderado. Como mínimo, es probable que Trump trate de definir una agenda científica política dirigida a favorecer sus intereses, y que las únicas áreas legítimas provechosamente beneficiadas sean aquellas que materialicen su lema de «make America great again«; por ejemplo, la exploración espacial tripulada, pero posiblemente en detrimento de la ciencia espacial.

Claro que los demócratas tampoco pueden presumir de haberse ganado el favor de la comunidad científica. Entre no pocos investigadores de EEUU ha cundido una sensación de frustración con la administración Obama, que con el Congreso en contra no aumentó la financiación de la ciencia como había anunciado. Hillary Clinton apenas mencionó la ciencia a lo largo de su campaña, más allá del eslogan sobre el cambio climático, algo que ha decepcionado a muchos. Su jefe de campaña, John Podesta, que ya ejerció como jefe de personal de la Casa Blanca para Bill Clinton, tampoco es precisamente un campeón para los científicos, sino más bien para los ufólogos: su obsesión personal es la desclasificación de documentos relacionados con los ovnis.

Aún faltaba una reacción que estábamos esperando, y por fin ha llegado esta semana: la de Rush Holt, el primer directivo de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia, editora de la revista Science. En un artículo editorial titulado «¿Qué le espera ahora a la ciencia?» y publicado en el número de esta semana, el máximo responsable de la revista científica más influyente del planeta (siempre en rivalidad con Nature) trata de apaciguar la inquietud de los investigadores; no porque Trump vaya a sufrir de repente ninguna mutación favorable, sino porque «los miembros del Congreso y otras autoridades nacionales, estatales, locales e internacionales también hacen políticas, y colectivamente constituyen una fuerza considerable que es en muchos aspectos más influyente que el presidente solo», escribe el físico y excongresista demócrata.

Pero en lo que respecta al Congreso, Holt reconoce que los vaticinios no pueden ser prometedores, ya que la renovación de la mayoría republicana mantendrá la tendencia de los últimos años hacia los recortes en la financiación de la ciencia. Dado que en este campo no puede esperarse una mejora, al editor de Science le preocupa más que se garantice la presencia de una asesoría científica presidencial acreditada, una conquista política de la ciencia estadounidense que podría verse ahora en peligro. «¿Se basará la próxima administración en las pruebas?», se pregunta Holt, destacando que durante su campaña «el candidato Trump hizo declaraciones sin fundamento o refutadas por los hechos científicos aceptados». «¿Habrá miembros de la nueva administración que estén familiarizados con las prácticas y los descubrimientos de la investigación científica?», escribe.

Holt aclara que «la ciencia no necesita ser políticamente partidista», pero que sus actores y sus enseñanzas deben guiar la confección de las políticas para beneficio de toda la población a través del espectro ideológico. «Debemos dejar claro que una autoridad no puede hacer desaparecer lo que se sabe sobre el cambio climático, la violencia armada, la adicción a los opiáceos, el agotamiento de las pesquerías o cualquier otro asunto público iluminado por la investigación», afirma.

Por último, el editor de Science confía en que el rechazo al establishment político manifestado por los votantes no se confunda con un rechazo a los hechos establecidos, y en que «el presidente Trump se base más en los hechos específicos que el candidato Trump». Una esperanza que sin duda no es exclusiva del estamento científico, sino que está presente en millones de mentes en todo el mundo.

En fin, el editorial de Science se expresa con clara intención, aunque tal vez pecando de la tibieza del discurso institucional que probablemente no refleja el sentimiento mayoritario entre los miembros de la asociación a la que Holt representa. Es evidente que la primera comunidad científica del mundo, que acoge también a miles de investigadores extranjeros (muchos de ellos españoles), no debe arriesgarse a morder la mano que la alimenta, aunque esa mano sea la del supervillano. Gotham permanece a la espera, en un estado de calma tensa.

Asgardia, el país espacial, ya tiene medio millón de ciudadanos

El primer país en el espacio ya tiene más ciudadanos que Islandia, Malta o Bahamas. Aunque en realidad aún no exista, y sea muy dudoso (siendo generosos en la valoración) que jamás llegue a existir.

Imagen oficial de Asgardia, de su Twitter.

Imagen oficial de Asgardia, de su Twitter.

Claro que esto no detiene a sus fundadores, empezando por su cabeza visible, el científico y empresario ruso Igor Ashurbeyli, un señor con aspecto de abuelo de anuncio de Milka que en numerosos medios aparece presentado como «presidente del Comité de Ciencia del Espacio de la Unesco»; esto, si dejamos aparte el hecho de que la web de la Unesco solo recoge una mención a Ashurbeyli a propósito de la concesión de una medalla, y que tampoco incluye ningún comité con ese nombre.

La idea de Ashurbeyli es nada menos que fundar el primer país de pleno derecho en el espacio con el reconocimiento de Naciones Unidas. Asgardia, que así se llamará, recibe su nombre de Asgard, el Reino de los Cielos de la mitología nórdica donde se sitúa el Valhalla, el paraíso de los guerreros muertos en combate. El padre fundador de esta aspirante a nación pretende que su primer territorio sea un satélite no tripulado –probablemente un nanosatélite en el que apenas cabría un vikingo muerto, previa incineración–; pero en el futuro, Ashurbeyli confía en poner en órbita una estación espacial habitable con plena soberanía: aprended, nacionalistas terrestres.

Junto a Ashurbeyli se encuentra un puñado de personajes relacionados de un modo u otro con el espacio, como el astrofísico David Alexander, director del Instituto Espacial de la Universidad Rice (EEUU), el jurista Ram Jakhu, director asociado del Centro de Investigación Legal del Aire y el Espacio de la Universidad McGill (Canadá), el ingeniero Joseph Pelton, director emérito del Instituto de Investigación del Espacio y las Comunicaciones Avanzadas de la Universidad George Washington (EEUU), o el cosmonauta rumano Dumitru Dorin Prunariu.

Todos ellos han puesto en marcha una iniciativa presentada recientemente en rueda de prensa, y que ya cuenta con lo básico que se necesita para ser tomado en serio en el planeta Tierra: una página web y una cuenta de Twitter. En el anuncio de la creación de la nueva nación sin referéndum de ninguna clase, Asgardia abrió uno de esos «¡llame ahora!» como los de la teletienda: una barra libre de nacionalidad (sin perder la propia, naturalmente) para los primeros 100.000 solicitantes.

Cuando escribo estas líneas, ya son 531.846 los asgardianos; y por si les interesa, España es el undécimo país con mayor número de solicitantes: 10.462. Con todo ello, Asgardia ya ocupa el puesto 169 del mundo por número de habitantes, justo por debajo de Luxemburgo y por encima de Cabo Verde.

Pero no se me amontonen: debido al efecto llamada que provocó una avalancha de solicitudes, por el momento los gobernantes fácticos de Asgardia (a los que en junio de 2017 sucederá el primer gobierno legítimamente elegido por sufragio y que llenará una docena de carteras ministeriales, entre ellas, ¡sí!, un MINISTERIO DE CIENCIA) han suspendido el registro de nuevos asgardianos. Y tampoco confíen demasiado en que Ashurbeyli les lleve de excursión: «todavía no es posible llevar a todo el mundo al espacio. Así que no hay planes de llevar a los asgardianos al espacio en este momento», dice la web en su sección de preguntas frecuentes.

Por lo demás, Asgardia mantiene un concurso público abierto a cualquier humano con ideas para definir su bandera, su escudo y su himno. Esto último parece especialmente complicado. No solo porque cada vez es más difícil escribir la letra de un himno (que nos lo digan a los de aquí) sin recurrir a esos hoy inaceptables estribillos clásicos sobre pisotear las cabezas de los enemigos y hacer correr su sangre; sino porque ¿qué se puede decir de un país que está en el espacio y, además, no existe? ¡Oh, Asgardia, Asgardia…! ¿…que en el espacio haces guardia?

Porque en realidad, ese el propósito de todo ello. Sí, lo hay, y es actuar como defensa del ser humano en el espacio contra amenazas cósmicas, tales como tormentas solares extremas o asteroides errantes. Pero en realidad hay algo más, el motivo por el que hoy traigo aquí esta curiosa historia.

No piensen que pretendo tomarme a chufla esto de Asgardia. Por mucho que el asunto invite a afilar el colmillo del sarcasmo, y que el adjetivo «inviable» se le quede francamente corto, en realidad la iniciativa de Asgardia es un síntoma más de algo muy interesante, otra señal de que algo por fin se está moviendo.

Durante décadas, desde el fin del programa Apolo de la NASA, y con la excepción de ese carísimo ganso orbital llamado Estación Espacial Internacional, el espacio se ha mantenido como un coto exclusivo de la ciencia y las máquinas (y si acaso, los usos militares).

Por supuesto que la ciencia espacial es inmensamente valiosa y necesaria, y que la mejor manera de hacerla es con sondas robóticas. Pero siempre que el ser humano ha sabido de nuevos mundos, no se ha conformado con verlos desde lejos, ni los ha vedado solo para uso científico. Somos una especie viajera por naturaleza. Y si la carrera espacial pareció propiciar el comienzo de la exploración de esas nuevas fronteras, fue solo una ilusión: se acabó el dinero, cambió la mentalidad, y durante medio siglo hemos mantenido anestesiada esa ambición de llegar a donde jamás hemos llegado antes. El espacio no es solo ciencia: es la continuación natural de la historia humana.

Hace unos días contaba aquí el proyecto del magnate tecnológico Elon Musk de fundar una colonia en Marte. El plan de Musk y la iniciativa Dharma, perdón, quiero decir Asgardia, son solo dos ejemplos de entre otros muchos que están sacando del armario y desempolvando ese viejo anhelo del ser humano. Tal vez piensen que pese a todo aún carecemos de la tecnología, y no les falta razón. Pero si piensan que es la tecnología la que limita la ambición, en esto debo discrepar: pienso que es la ambición la que limita la tecnología. Y ahora, la ambición ha vuelto.

Y perdónenme… pero no puedo refrenarme de terminar con mi propuesta para el himno de Asgardia, a cargo de los inimitables Monty Python.

Seguimos sin Ministerio de Ciencia, y con Sanidad en manos inexpertas

Los lectores de este blog sabrán que habitualmente evito mancharme las suelas con el fango de la política, salvo para ejercer como profeta del apocalipsis; el que le espera a este país si continúa sin tomarse en serio la ciencia y sus implicaciones en asuntos de la máxima importancia como la salud pública.

Dolors Montserrat, nueva ministra de Sanidad. Imagen de su Twitter.

Dolors Montserrat, nueva ministra de Sanidad. Imagen de su Twitter.

Que el nuevo gobierno no contemple un Ministerio de ciencia ni como tercer apellido no es sorprendente; lo pasmoso habría sido lo contrario. Pero es necesario seguir llamando la atención sobre la lacerante contradicción que supone la intención de un país de conducir su economía hacia la innovación tecnológica y la ausencia de un órgano de primer nivel que se ocupe de sentar los cimientos de ese edificio, la investigación científica.

Se supone que los asuntos más acuciantes en cada país deben recibir máxima prioridad en la formación de los órganos de gobierno. Por ejemplo, Kenya tiene un Ministerio del Agua porque la mayoría de la población no tiene acceso a agua corriente en adecuadas condiciones sanitarias, y las enfermedades transmitidas por el agua son uno de los mayores problemas de salud pública allí. Es evidente que España no necesita un Ministerio del Agua porque no padece la misma lacra.

En Reino Unido no existe un Ministerio de ciencia o investigación científica, cosa que sí sucede por ejemplo en Francia o Alemania. Pero la que tradicionalmente ha sido la segunda potencia científica del mundo (hoy superada por el subidón de China) no lo necesita; dispone de una compleja red de agencias y organismos públicos dedicados, incluyendo una Oficina Gubernamental para la Ciencia que tiene interlocución directa con la Primera Ministra. En cambio, por seguir con la analogía y salvando las distancias, la ciencia española es el agua de Kenya. Sin un Ministerio de Ciencia en España, tal vez sigamos destacando en diseño de videojuegos, pero seguiremos comprando móviles chinos para ponerles encima una pegatina con una bellota.

Por otra parte, en este blog ya he advertido de la importancia de tener un ministro/a de Sanidad con la base de conocimiento necesario para liderar la respuesta del gobierno frente a crisis de salud pública, sobre todo cuando requieren una coordinación internacional en la que no pueden participar 17 consejeros de Comunidades Autónomas. Es bien conocida la inmensa negligencia con que la exministra Ana Mato, hoy además imputada por corrupción, gestionó la crisis del ébola. Aquello le venía muy grande a una persona sin la menor experiencia científico-sanitaria que presumiblemente había recibido el cargo por eliminación.

Pues una vez más, seguimos echando sal en la misma herida. En el nuevo Consejo de Ministros hay un ingeniero de caminos que se ocupa de Fomento; un diplomático en Exteriores; una ingeniera agrónoma en Agricultura; un profesor en Educación; economistas en las competencias de Energía, Industria y Economía; abogados en Justicia.

Pero en Sanidad, donde llevamos ya acumuladas a una ministra que confundía la médula ósea con la espinal y otra que llevaba una pulsera con un holograma para controlar el campo energético del cuerpo, además de una encargada de resolver la crisis del ébola que se retiró a la trinchera en pleno fragor de la batalla, ahora hemos cambiado al filólogo románico Alfonso Alonso por Dolors Montserrat, una abogada especializada en derecho urbanístico e inmobiliario.

No me ha hecho falta una búsqueda intensa; El País ya lo ha investigado por mí: «La nueva ministra de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad no tiene experiencia o formación relacionada con esta área». Tal vez, y dado que la cabecera del Twitter de Dolors Montserrat aparece adornada por una foto del macizo de Montserrat, alguien haya pensado que llamándose Dolors es ideal para el Ministerio de Sanidad.

Esta vez, en lugar de emplearse como reloj de oro por los servicios prestados, la cartera de Sanidad se convierte en el comodín para completar la jugada: mujer, joven y catalana. El resultado es que ahora tenemos en una abogada inmobiliaria a la persona que deberá liderar la respuesta a la próxima emergencia sanitaria. Y que, si llega el caso, probablemente deberá optar por la salida Mato: desaparecer de la escena pública para no tener que enfrentarse a preguntas que no sepa responder.

Repito lo que ya he defendido aquí anteriormente: no basta con que bajo la fachada del político exista un cuerpo de técnicos y expertos, si el jefe de todos ellos no es capaz de dirigirlos hablando su mismo idioma. El ciudadano que paga tiene derecho a que su ministro/a de Sanidad sea el ventrílocuo, y no el muñeco.

Los transgénicos serán el futuro, pero sólo si aguantamos el cambio de ciclo

En los años 50 y 60 del siglo pasado, superado el trauma de la Segunda Guerra Mundial, en el mundo occidental dominaba un espíritu de optimismo que cabalgaba sobre el caballo de la modernidad. Fue la época del baby boom, el coche para todos, las vacaciones en la playa y el desarrollismo inmobiliario. Ni siquiera España, que vivía en su piña franquista debajo del mar, se sustraía a esta euforia del bienestar. Y tampoco el roce de la guadaña del apocalipsis en las gargantas (la escalada nuclear, la Guerra Fría, la crisis de los misiles de Cuba) era capaz de aguar la fiesta.

Hace dos veranos, casi por estas mismas fechas (ignoro qué tiene el verano que me hace pensar en esto), conté aquí que en 1964 y con ocasión de la Feria Mundial de Nueva York, mi ilustre colega por partida doble Isaac Asimov (por bioquímico y por escritor) lanzaba un vaticinio a 50 años vista. En 2014, auguraba Asimov, los seres humanos seguirían «apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Viviríamos en hogares subterráneos sin ventanas y con iluminación exclusivamente artificial, comeríamos solo alimentos precocinados y lavaríamos la ropa en una lavadora alimentada por pilas atómicas.

Lo curioso (hoy) es que Asimov no pintaba todo esto como una distopía, sino como la mayor de las utopías, y con bocas abiertas de admiración era como los ciudadanos de entonces recibían profecías como aquella. Era un futuro ideal al que, créanlo los jóvenes de hoy o no, la inmensa mayoría quería apuntarse sin dilación.

Cómo han cambiado las cosas, ¿no? Lo que en tiempos de Asimov era el sueño del mañana, hoy es la pesadilla. ¿Y por qué?, se preguntará alguien. No, no es porque nuestros padres y abuelos fueran más tontos o porque tuvieran deseos de destruir y arrasar el planeta.

Simplemente se trata del Zeitgeist, un concepto que no acuñó, pero sí inspiró, la filosofía de Hegel. Es el signo de los tiempos, el conjunto de ideas y la forma de pensar que dominan en una época. Como los objetos físicos, la especie humana funciona por un principio de acción y reacción; a las revoluciones les siguen las contrarrevoluciones. Y a la modernidad le siguió la posmodernidad, y todo aquello que inspiraba la visión de Asimov se desplazó al extremo contrario: vuelta a la naturaleza, alimentos orgánicos, vida natural y cosechar energía en lugar de fabricarla.

Todo esto, introduzco un paréntesis, tiene mucho que ver también con otras cosas que hoy no voy a tratar. A menudo se pregunta (y me preguntan) por qué el ser humano no ha vuelto a la Luna desde 1972, por qué no se han establecido colonias allí o en Marte. Siempre respondo que hay un único motivo, y es que no hay dinero: lo que se gastó en la carrera espacial se gastó, y ya no hubo más. Pero lo que subyace es el Zeitgeist: la razón de que no hubo más es que hoy (casi) nadie suspira por vivir en la Luna o en Marte. El ciclo cambió antes de que todo aquello se hiciera posible, y el nuevo ciclo no lo quería.

Arroz dorado (derecha). Imagen de Wikipedia.

Arroz dorado (derecha). Imagen de Wikipedia.

Pero una prueba de que hoy no somos más listos que nuestros padres y abuelos es que no nos guiamos con mayor preferencia por el conocimiento real. Y ya llego: a su vez, prueba de ello es el asunto de los transgénicos. El hecho de que tantas voces se manifiesten públicamente en contra de los cultivos modificados genéticamente, y que las marcas se vean obligadas a seguir esta corriente popular si es que quieren vender algo, no casa en absoluto con el conocimiento real actual sobre los transgénicos. Y esto no es una opinión, sino un hecho.

Ya conté aquí a finales de mayo que ahora tenemos el veredicto definitivo (rectifico: el veredicto provisionalmente correcto hoy, como todo en ciencia) sobre la inocuidad de los transgénicos, en forma de un trabajo de 400 páginas, más de 100 expertos, dos años de trabajo, 900 estudios publicados a lo largo de más de dos decenios.

Más recientemente, y muy a raíz de aquel informe de las Academias Nacionales de Ciencia, Ingeniería y Medicina de EEUU, los transgénicos han saltado a los titulares por la carta de más de un centenar de premios Nobel acusando a Greenpeace de crimen contra la humanidad por su cerril oposición incondicional a los transgénicos, en concreto al arroz dorado. Pero todo esto no servirá de nada; jamás servirá para convencer a quienes no tienen el menor interés en conocer la realidad. Seguirán anclados en su convencimiento de que todos los que defendemos los transgénicos estamos financiados por las multinacionales biotecnológicas y que formamos parte de una conspiración interesada en tapar la verdad.

Por supuesto que no puede faltar un poco de autocrítica: científicos y adláteres, y más los que hemos sido científicos y ahora somos adláteres, debemos de haber hecho algo mal para no ser capaces de transmitir un mensaje tan evidente que consiste únicamente en la verdad cruda sin tintes ni retoques: que los transgénicos no hacen (no han hecho hasta ahora) ningún daño a nadie ni a nada, ni a la salud humana, ni a la salud animal, ni al medio ambiente ni a la biodiversidad. Pero incluso reconociendo esta culpa, y una vez más, hay algo que subyace, y es el Zeitgeist. No se puede luchar contra esto.

Pero el ciclo, como ya he dicho arriba, cambia por sí solo con el tiempo, sin que nadie lo empuje. Si la humanidad continúa funcionando como lo ha hecho siempre, la mentalidad dominante acabará reformándose más tarde o más temprano, se reducirá la actual desconfianza hacia la ciencia y la tecnología (al menos toda aquella que no sirva para usar Twitter), se volverá a creer en el progreso, y entonces probablemente los transgénicos resultarán menos antipáticos.

Si hay algo claro es que las inmensas posibilidades de la tecnología de los transgénicos, que pueden salvar millones de vidas en las regiones más desfavorecidas del planeta, va a seguir progresando. Ahora existe una herramienta de nueva generación que ha traído una revolución a la modificación de genes y que, como conté ayer, brinda esperanzas frescas en el combate contra innumerables enfermedades, entre ellas el cáncer. Y sí, CRISPR también servirá para producir nuevos cultivos transgénicos mejorados.

Pero ahora vivimos un momento crucial. Siempre se ha dicho que la tecnología no se detiene, y que si algo puede hacerse, llegará a hacerse. Personalmente elevo una excepción a esta norma, y es lo que va en contra de esa mentalidad dominante. La tecnología que pilla la ola, en símil surfero, viajará como un rayo; pero la que trata de nadar contra la corriente puede acabar ahogada, y esto es lo que podría suceder con la tecnología de los transgénicos si empresas y gobiernos no se implican en su defensa y sucumben a la tentación demagógica de pillar la ola.

En cuanto a las empresas, y en contra de la vieja doctrina de Friedman, hoy la actividad empresarial está casi voluntariamente obligada a asumir un compromiso de responsabilidad social, tal vez mayor cuanta más visibilidad pública tienen sus marcas o sus operaciones. Y en materia de transgénicos, las compañías alimentarias, multinacionales o no, no lo están haciendo. Las empresas que se dejan llevar por la fuerza de la ola, eliminando los transgénicos de sus productos y pregonándolo en su publicidad, están incurriendo en una dejación de su responsabilidad social e hipotecando el bienestar de las generaciones futuras en interés de su propio beneficio rápido.

Las vacunas no son una libre elección personal como teñirse el pelo

Si les parece que últimamente tenemos algunas leyes polémicas en este país, a ver qué opinan de esto: el gobierno de Uganda encarcelará durante seis meses a los padres que no vacunen a sus hijos, según informa la BBC.

Un niño recibe una vacuna en África. Imagen de public-domain-image.com.

Un niño recibe una vacuna en África. Imagen de public-domain-image.com.

Como africanista apasionado, sé que por allí tienden a ser drásticos para según qué cosas. Pero lo cierto es que las autoridades ugandesas (y por extensión, las de otros países africanos) tienen motivos para la preocupación: la medida es una más de las destinadas a la persecución de una secta apocalíptica cristiana llamada Abajiri o 666, que nació como escisión de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.

Los Abajiri, que creen en la inminencia del fin del mundo, rechazan todas las prácticas y usos que implican un registro, ya que contemplan estas actividades como parte de una conspiración satánica global destinada a sojuzgarlos. Así, no tienen cuentas bancarias, permisos de conducir o teléfonos móviles, no votan ni participan en los censos de población, no acuden a hospitales ni escolarizan a los niños en centros oficiales. Y naturalmente, tampoco vacunan a sus hijos.

La secta está proliferando bien a gusto como una mala hierba, lo que explica la preocupación del gobierno ugandés, que contempla cómo un sector creciente de su población está declarándose en rebeldía contra la legalidad y las normas básicas de convivencia social.

Pero sin llegar a la severidad del castigo impuesto por la nueva ley de Uganda, otros países más desarrollados están tomando medidas para penalizar el incumplimiento de las vacunaciones obligatorias. Desde enero de este año, Australia ha suprimido la objeción de conciencia a la vacunación: los padres y madres que no vacunen a sus hijos perderán el derecho a una serie de beneficios sociales, ayudas y desgravaciones fiscales. Si no cumples tu parte de contribución a la comunidad, no puedes disfrutar de sus ventajas.

No es el único caso. A partir de julio de este año, todo niño californiano deberá presentar una cartilla de vacunación al día para acceder a escolarización en centros públicos o privados, una ley instigada por el grave brote de sarampión surgido en Disneyland en 2014 y que tuvo su origen en un niño no vacunado. De hecho, en EEUU la vacunación es teóricamente obligatoria, aunque cada estado contempla ciertas exenciones. Según la CNN, California se unirá a otros 32 estados que no permiten la exención por creencias personales.

Vacuna contra el Virus del Papiloma Humano (VPH). Imagen de Wikipedia.

Vacuna contra el Virus del Papiloma Humano (VPH). Imagen de Wikipedia.

En nuestro entorno más cercano, esta misma semana hemos tenido conocimiento de un presunto apoyo del Ayuntamiento de Barcelona a un documental que cuestiona la seguridad de la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano (VPH), que se administra a las niñas antes de alcanzar la madurez sexual (y que debería administrarse también a los niños, ya que los hombres no estamos ni mucho menos a salvo del riesgo de cáncer por VPH).

Según informa La Vanguardia, los autores del documental niegan haber recibido financiación municipal, aunque el logotipo del consistorio barcelonés aparece en la publicidad de la película. Pero sin duda lo más grave es que un tal Davide Malmusi, que según La Vanguardia ejerce como director de Salud del Ayuntamiento, afirma que la vacuna del VPH es «controvertida» y que él no toma partido, pero que está «a favor de que se sienten las partes, que se pueda abrir el debate».

¡El director de Salud!

Este responsable público debería saber que no existe controversia ni debate. Decir que hay controversia sobre las vacunas es como decir que la hay sobre la danza de la lluvia o la brujería. Simplemente, de un lado están los Abajiri, y del otro está el conocimiento. Quienes están del lado del conocimiento saben que no existe ningún baile, cante o plegaria capaz de influir sobre la dinámica de la atmósfera terrestre. Y que el mal de ojo no existe.

Como ya expliqué aquí a propósito del alegato del escritor Roald Dahl, cuya hija murió de sarampión, la vacunación no es una cuestión de libre elección personal. Y no lo es, al menos por dos motivos:

  • Quienes eligen no son los propios afectados, dado que el calendario de vacunaciones se dirige a los niños; son sus padres los que deciden, pero no son ellos quienes pueden sufrir las consecuencias de su elección. Bajo la máxima médica de «primum non nocere«, existe una obligación moral de vacunar a quienes no pueden pedir las vacunas por sí mismos. Los padres pueden sostener las creencias o ideas que les parezca, siempre que no interfieran en el derecho de sus hijos a salvaguardar su salud. Si los padres quebrantan este derecho de sus hijos, la autoridad competente debería actuar para garantizarlo. Este es el espíritu de las leyes de Australia y EEUU.
  • Una parte del efecto protector de las vacunas se basa en la inmunidad de grupo o efecto rebaño. Las vacunas son tan inofensivas que en algunos casos lo son incluso para los propios virus; hay niños que no llegan a desarrollar inmunidad, pero les protege una barrera formada a su alrededor por aquellos que sí han respondido adecuadamente a la vacuna. Un niño no vacunado abre un agujero en esta muralla, a través del cual puede propagarse una infección con el potencial de afectar a quienes recibieron las vacunas pero no están inmunizados. Un ejemplo es el brote de sarampión de Disneyland, que afectó a algunos niños vacunados.

En resumen, vacunarse no es una libre elección personal que solo afecte a quien la toma, como teñirse el pelo de un color u otro. La prohibición de fumar en espacios públicos cerrados se basa en que el humo no perjudica solo a quien lo produce, sino también a quienes le rodean. Las vacunas protegen no solo al individuo, sino a la comunidad, y por tanto declararse en rebeldía perjudica al conjunto de la sociedad.

Vacunarse es una responsabilidad social, y como tal debe ser contemplada por la ley. Ya lo es en algunos países. Esperemos que lo sea algún día también aquí. Aunque con responsables públicos de Salud dispuestos a abrir un debate con los Abajiri, no parece que estemos recorriendo ese camino.

¿Que los presidentes de gobierno viven menos? Y dale…

Hombre, a ver: no es que los estudios que se publican en el número de Navidad del British Medical Journal sean falsos. Son reales; no los inventa el personal de la redacción echándose unas risas después de haber abusado de las nubes de leche en el té de las cinco o’clock. Como mínimo, no son necesariamente más falsos que los que se publican en cualquier otro número de la misma revista, o en cualquier número de cualquiera de las muchas revistas médicas dedicadas principalmente al turbio mundo de la correlación estadística.

Para no repetirme demasiado, invito al lector interesado a consultar lo que he comentado antes sobre este tema aquí, aquí, aquí, aquí o aquí. Y al lector muy interesado, le invito a leer el artículo publicado en 2005 por el profesor de la Universidad de Stanford John Ioannidis en el que aseguraba que «la mayoría de los resultados de investigación publicados son falsos», debido a planteamientos defectuosos e interpretaciones sesgadas de las estadísticas.

Resumiendo e ilustrando, digamos que nos acodamos en la barra de un bar durante una jornada entera y anotamos lo que pide cada cliente, junto con el color de su jersey. Si al final de la jornada reunimos los datos y los procesamos, es muy probable que podamos extraer un resultado «estadísticamente significativo»; por ejemplo, que quienes piden calamares tienden a llevar jersey verde. ¿Podemos por ello concluir que comer calamares induce en el ser humano una predilección por el verde, o que vestir de este color provoca una imperiosa necesidad de ingerir moluscos cefalópodos? No, ¿verdad? Pues a diario le están vendiendo milongas semejantes. La idea clave es: correlación no implica causalidad.

¿No del todo convencido? Lo del jersey y los calamares es un ejemplo hipotético, pero se han publicado estudios reales para denunciar los abusos estadísticos en los cuales se basan muchos médicos para recomendarle o desaconsejarle a usted que coma tal cosa o deje de hacer cual otra. Uno de los más célebres fue el publicado en 2006 por el profesor de la Universidad de Toronto (Canadá) Peter Austin, y según el cual los registros clínicos de Ontario demostraban que los nacidos bajo el signo de sagitario padecían más fracturas de húmero.

Barack Obama. Imagen de Wikipedia.

Barack Obama. Imagen de Wikipedia.

Todo esto viene a propósito de dos estudios publicados en el British Medical Journal que se han comentado esta semana en varios telediarios, y que sus presentadores expusieron con ese ceño apretado de las ocasiones en que cuentan noticias serias de política o de economía, y no con esa sonrisa candorosa de cuando presentan simpáticos temas de ciencia.

Los estudios en cuestión decían, respectivamente, que los presidentes de gobierno electos viven unos cuatro años menos que sus rivales perdedores, y que en cambio los parlamentarios viven más. En algunos de esos informativos incluso se colocó la alcachofa en la boca de un psicólogo, y ahí lo ves con grave gesto disertando sobre la problemática del estrés en el poder, la somatización, y que en cambio el parlamentario que no gobierna disfruta de la representatividad sin responsabilidad en el marco de la cómoda protección del grupo político, y blablablá…

Lo que no dijeron en ninguno de esos telediarios, probablemente porque no lo sabían, es que los estudios en cuestión se han publicado en el número de Navidad del British Medical Journal. Ni tampoco que esta revista, por lo demás prestigiosa, mantiene la tradición de dedicar su número navideño a publicar estudios que no son inventados ni falsos, pero que son… En fin, mejor que calificarlos yo mismo, les enumero algunos de los publicados en el número de este año; repito, todos ellos son estudios reales:

Y así. Imagino que ya han cogido la idea. Pues ahí están también los dos estudios citados. En el primero, investigadores de Harvard y otras instituciones de EEUU han reunido los datos de 540 candidatos a la presidencia, 279 ganadores y 261 perdedores, en 17 países (incluyendo España) desde 1722 hasta 2015. De todos estos candidatos, 380 han muerto. Los autores examinan cuántos años vivieron después de sus últimas elecciones, ajustan los datos según la esperanza de vida en función de la edad, y concluyen que los ganadores viven un promedio de 4,4 años menos que los perdedores, con un intervalo de confianza del 95% entre 2,1 y 6,6; es decir, que están seguros al 95% de que los ganadores viven como mínimo 2,1 años menos.

Pero los propios autores desgranan las limitaciones del estudio, y son varias. Cuando los investigadores aplican sus resultados como ejemplo a un país concreto, Reino Unido, comprueban que no funciona como debería. Además, reconocen: «sin conocimiento detallado de la política y la historia electoral de cada país, podrían surgir errores de medición en nuestra base de datos». También admiten que el estudio no considera cuál es el umbral de nivel de salud que induce a los presidentes a presentarse o no a la reelección, ni han tenido en cuenta la posibilidad de que ambos grupos partan de unas expectativas de vida reducidas por su dedicación a la política, ni se fijan en cuál es la posible influencia en unos y otros casos del origen socioeconómico de los candidatos y, por tanto, de su estilo de vida previo o de sus posibilidades de acceso a la sanidad.

Es decir, que han dejado fuera todas las variables realmente relevantes, o más relevantes, para la salud de los candidatos; las que más probablemente podrían explicar los resultados observados. Calamares y jersey: encontrar diferencias estadísticas en un parámetro concreto entre grupos que no se diferencian por un criterio claramente relacionado con ese parámetro puede llevar a cualquier descubrimiento que a uno le resulte aprovechable. Y en este tipo de correlaciones forzadas, por no decir estrafalarias (aquí hay muchos ejemplos deliberadamente absurdos) se basan algunos de esos estudios de la edición navideña del BMJ. No son falsos si nos atenemos a los criterios que se dan por buenos en muchos estudios epidemiológicos serios (lo cual, como suelo repetir, no dice mucho en favor de estos últimos). Pero cuando escuchen en el telediario esa coletilla de «demostrado científicamente», ya saben cómo interpretarla.

Y no digamos ya el segundo de los estudios, el que atribuye a los parlamentarios una vida más larga que la de la población general. Los propios autores mencionan la primera, gran y enorme pega: es probable que, en general e históricamente, los parlamentarios hayan tenido más acceso a mejores médicos y tratamientos que la media de la población general. Así que el hecho de que vivan más, si es que viven más, posiblemente no tenga nada que ver con el Parlamento, ni con la política, ni con esas gaitas que decía el psicólogo de la representatividad, la responsabilidad y el grupo, sino simplemente con el hecho de que un diputado quizá lleve una vida sensiblemente más saludable, y haya recibido un cuidado sanitario de mayor calidad, que el que cava zanjas.

Y dado que casi estamos en Navidad, permítanme que remate con una cita de un eminente personaje de la literatura navideña universal:

«¡Bah, tonterías!»

–Ebenezer Scrooge

Les dejo aquí el Don’t Believe What You Read de los Boomtown Rats, de 1978, cuando Bob Geldof era un artista. Disfruten.

¿Tal vez somos una especie resistente al conocimiento?

Tuve un profesor de sociología de la ciencia que nos llamaba nescientes cuando no sabíamos algo. Según él, ignorante era el que desconocía algo que debería saber, mientras que nesciente era quien ignoraba algo que no estaba obligado a conocer. En realidad esto era solo un juego floral eufemístico; el diccionario de la RAE no hila tan fino a la hora de separar los significados de ambos términos, dándolos prácticamente por sinónimos. Pero quizá debería hacerlo, ya que es útil separar los dos conceptos, basados en lo que deberíamos o no saber.

Imagen modificada de Amanda Muñoz / Flickr / CC.

Imagen modificada de Amanda Muñoz / Flickr / CC.

Pero ¿qué deberíamos saber? Ayer conté un estudio basado en una encuesta que evaluaba el conocimiento de la población de varios países sobre ciertos parámetros demográficos. Los sociólogos empleaban los datos para construir un índice de «ignorancia». Podían haber elegido cualquier otro nombre, como «desconexión de la realidad social» o «vivir en el guindo». Cualquiera podrá pensar, incluido un servidor, que no saber cuál es el porcentaje de jóvenes españoles que viven con sus padres no lo convierte a uno en ignorante, si es que a uno este dato le es completamente indiferente.

Alguna vez he visto cómo alguien se hace un lío al tratar de calcular un porcentaje, para finalmente zanjar la cuestión diciendo: «es que yo soy de letras». Como si hiciera falta un conocimiento especializado en ciencia para calcular un porcentaje. Si hablamos de lo que todos deberíamos saber, probablemente quienes hemos pasado por la escuela deberíamos ser capaces de algo tan básico como calcular un porcentaje, ya que esto se enseña en niveles básicos de la educación. Siempre que escucho el típico «es que yo soy de letras» para justificar la falta de un conocimiento de escuela tengo que resistirme a preguntarle a quien lo dice si sabe cuántas novelas escribió Cervantes. Por desgracia, el «es que yo soy de letras» más bien a menudo es otro juego floral eufemístico que en realidad significa «he olvidado prácticamente todo lo que aprendí en la escuela y no me importa lo más mínimo».

Seguramente habrá quien piense que todo esto que a mí parece preocuparme en realidad tampoco importa lo más mínimo. Mi opinión personal es que lo peor de todo es olvidar lo más fundamental que debería habernos grabado en el cerebro nuestra educación escolar, por encima de la importancia o no de saber calcular un porcentaje: el amor por el conocimiento. La sociedad que nos ha tocado hoy glorifica la cultura física (cool) y ridiculiza la cultura intelectual (nerd); a quien es deficiente en la primera se le puede reprochar públicamente su desdén por el deporte y el ejercicio físico sin incurrir en ninguna incorrección social. Sin embargo, adjetivar a alguien de ignorante es un insulto que se vuelve contra quien lo aplica, convirtiéndole en arrogante, pedante y engreído.

Esta mañana he escuchado en la radio la llamada telefónica de una señora que recordaba la llegada del hombre a la Luna, de la cual hablaba en términos parecidos a estos: «Bueno, o cuando nos engañaron con aquello, a los tontos que quieran dejarse engañar, claro, que a mí no me engañaron, porque si de verdad hubieran ido habrían vuelto después». La señora no solo exhibía su ignorancia, sino que presumía implícitamente de ella, ya que es la ignorancia la que guiaba esa opinión de la que parecía tan orgullosa; no solo ignoraba que el hombre sí regresó a la Luna después, sino que, ni conoce por qué se canceló el programa Apolo y, por extensión, la exploración tripulada del espacio profundo, ni obviamente le importa lo más mínimo no saberlo. Y a pesar de ello, sostiene una opinión fundamentada precisamente en la falta de conocimiento.

Todo esto no es simplemente un peloteo mental. La capacidad del ser humano de emplear el cerebro que sus padres le han dado para algo más que separar las orejas es hoy más importante que nunca, por una razón: cada vez son más numerosos, y más críticos, los asuntos que tienen un fundamento científico y que afectan al ordenamiento de la sociedad. En una democracia, son los ciudadanos quienes deberán decidir el rumbo que toman las políticas relativas a estas cuestiones. Pero ¿cómo podrán hacerlo si carecen de la formación necesaria para comprender aquello sobre lo que tienen que decidir?

Si no recuerdo mal, el mítico Carl Sagan ya advirtió de este riesgo. Si los ciudadanos no tienen el conocimiento para opinar y decidir sobre cuestiones como el cambio climático o los limites éticos de la edición genómica, otros tomarán las decisiones por ellos; la democracia se sustituye por la noocracia, el gobierno de los sabios, que no es otra cosa que un juego floral eufemístico para definir una dictadura: déjelo, no se caliente la cabeza con cuestiones que están más allá de su comprensión; usted vote según le parezca bien o no que aumente el salario mínimo, que de esos otros asuntos complicados ya nos ocuparemos nosotros.

Un ejemplo lo ilustra el estudio que motiva este artículo, y que trata de ese crucial asunto que se discute estos días en París: el cambio climático. Un equipo de investigadores de la Universidad Estatal de Michigan (EEUU) ha elaborado una encuesta con 1.600 voluntarios a los que se dieron a leer noticias sobre cambio climático específicamente diseñadas para el experimento. Según los grupos, a algunos se les facilitaron textos que comentaban los riesgos asociados al cambio climático. Pero en la mitad de los casos, los artículos incluían un párrafo que cuestionaba el efecto de la actividad humana sobre el clima, sugiriendo que tal vez era una exageración motivada por sesgos políticos.

Los resultados del estudio, publicado en la revista Topics in Cognitive Science, demuestran que este simple mensaje era suficiente para alterar significativamente las opiniones de los encuestados, inclinándolos hacia una mayor tendencia a negar la realidad del cambio climático; y que esto sucedía con encuestados de derechas y de izquierdas, aunque eran los primeros quienes en mayor medida se apuntaban a la tesis negacionista.

El estudio analiza el efecto de un mensaje mediático, pero lo mismo podría aplicarse a una campaña gubernamental o corporativa; sus conclusiones dejan en evidencia que la falta de un sustrato mínimo de conocimiento convierte al ciudadano en un objeto manipulable a voluntad por cualquier tipo de interés que pretenda esquivar las reglas de la democracia con una buena dosis de propaganda. Hoy no solo importa impulsar el progreso científico, algo que pocos discuten y que está más o menos asentado en todas las naciones desarrolladas; además es importante insistir en la socialización de la ciencia, y esto es algo que los científicos no pueden hacer por sí mismos.

¿Somos un país de ignorantes? (Una pista: no tanto)

Aprovechando que estamos en tiempo de encuestas, en la recta final hacia ese gordo de Navidad sin niños cantores que a alguien le caerá por anticipado en la noche del día 20, hoy traigo aquí otra más, pero no política: titulada Perils of Perception in 2015 (Los peligros de la percepción), ha sido elaborada por la empresa británica de investigación de mercados Ipsos MORI y revela la percepción en 33 países de ciertos aspectos de la realidad social. A saber, la porción de pastel económico que acumula el 1% más rico de la población, el índice de sobrepeso, la religiosidad, la inmigración, los jóvenes que viven con sus padres, el promedio de edad de los habitantes, la proporción de niños, la cantidad de mujeres en la política y en situación de empleo, la tasa de ruralidad y el acceso a internet.

Calle Preciados, Madrid. Imagen de Manolo Gómez / Wikipedia.

Calle Preciados, Madrid. Imagen de Manolo Gómez / Wikipedia.

Para cada país y en cada una de estas áreas, los investigadores han comparado la percepción social con la realidad, agregando luego todos los datos para descubrir si aquello que la población piensa se corresponde más o menos con la fotografía veraz de la sociedad en cada estado. Con todo ello, han elaborado lo que llaman el «índice de ignorancia» para los 33 países. Una denominación poco afortunada: tal vez un sociólogo considere ignorante a quien desconozca los índices demográficos de su país, mientras que quizá otros aplicaríamos este calificativo a un sociólogo que no sepa nada de química. Pero en fin, dejemos de lado este detalle.

La buena noticia es que los habitantes de este rincón suroccidental de la placa tectónica eurosiática llamado España no salimos tan mal retratados como probablemente creeríamos. De los 28 países incluidos en el ranking final, y entre el número 1 de los ignorantes (lo siento, amigos mexicanos, no lo digo yo) y el 28 (Corea del Sur), ocupamos el puesto 20. O dicho de otro modo, el noveno mejor puesto, por detrás de, además de Corea, Irlanda, Polonia, China (¡!), Estados Unidos, Suecia, Francia y Noruega. Superamos, en este orden, a Holanda, Alemania, Canadá, Japón, Australia, Israel, Reino Unido (Guayuminí), Chile, Rusia, Italia, Argentina, Suráfrica, Bélgica, Colombia, Nueva Zelanda, Perú, Brasil, India y México.

Pero ya centrados en nuestro propio ombligo, es interesante fijarse en el detalle de los resultados. Entre los aspectos en los que estamos en general más equivocados que otros países, destaca sobre todo, y curiosamente, la percepción de la proporción de mujeres en la política. Nos vemos peor de lo que estamos: pensamos que es del 29%, cuando en realidad es del 41%. De hecho, de los países incluidos en el estudio, España es el cuarto país con más presencia femenina en la política, solo por detrás de Suecia, Suráfrica y México (para compensar lo anterior). ¿A que no lo esperaban?

Tampoco andamos muy finos a la hora de estimar cuánta riqueza nacional está en manos del 1% más rico: pensamos que es el 56%, cuando realmente es el 27%. Al igual que la gran mayoría de los países, nos vemos más delgados de lo que estamos (38% estimado de sobrepeso y obesidad frente al 58% real) y menos religiosos de lo que somos: creemos que el porcentaje de ateos, agnósticos y no identificados con ninguna creencia es del 44%, cuando la realidad es solo del 19%. También sobrestimamos la proporción de jóvenes entre 25 y 34 años que aún viven con sus padres: un 65%, cuando es de solo el 40%. Por si les interesa, en Suecia y Noruega es el 4%.

En el otro extremo, casi lo clavamos en el porcentaje de población con acceso a internet: estimamos que es del 76%, frente al 74% real. Por cierto que en este dato del uso de la red mediante ordenadores o dispositivos móviles estamos en un discreto puesto medio de la tabla, el 16, empatados con Hungría y por debajo de todos los países más desarrollados a excepción de Italia, que se queda muy atrás con un triste 60%.

En cuanto al resto de los aspectos incluidos en el estudio, no hay diferencias comparativamente demasiado abultadas entre nuestra visión y la realidad, y en general seguimos la tendencia de los países desarrollados a sobrestimar nuestra tasa de inmigración (22% frente al 14% real), nuestro promedio de edad (51 años frente a 42), el porcentaje de menores de 14 años (23% frente a 15%) o la proporción de población rural (32% frente a 21%); en cambio, al igual que en la mayoría de los países, infravaloramos el número de mujeres empleadas (43% frente a 52%).

Según el director del estudio, Bobby Duffy, «nos equivocamos más en factores que se discuten ampliamente en los medios o se subrayan como retos que afrontan las sociedades». «Hay muchas razones para estos errores, desde nuestra lucha con las matemáticas simples y las proporciones, hasta la cobertura mediática de los problemas, o las explicaciones en psicología social de nuestros atajos o sesgos mentales», añade Duffy. El director de la encuesta concluye que los países con menor penetración de internet tienden a equivocarse más en sus estimaciones, lo que curiosamente no parece tan aplicable en el caso de España.

Para terminar este domingo, y regresando al tema que motiva tanta encuesta estos días, les dejo aquí una pequeña joya. Politicians in my eyes (políticos en mis ojos) no es precisamente un elogio a esos que en las próximas semanas van a estar en todas nuestras sopas. Si alguien quiere consultar los versos en detalle, los encontrará aquí. Sus autores, los tres hermanos Hackney, de Detroit (Rock City), comenzaron a hacer música en 1971, antes que los Ramones, por lo que tienen bien merecido el título de pioneros del protopunk junto a grupos como MC5 o los Stooges. Con un muy interesante factor añadido que comprobarán rápidamente: el color de su piel. Habrá a quien le llegue por sorpresa que el punk no es ni ha sido exclusivamente un territorio blanco; quizá los representantes más conocidos sean Bad Brains, pero desde el principio hubo una pujante corriente de músicos negros que dejaron su herencia en el estilo de otros grupos posteriores. Les dejo con los Death, que aún siguen en plena forma después de más de cuatro decenios.

Centros de Vacunación Internacional, enredados en la burocracia kafkiana

Si usted tiene planeado viajar próximamente a algún país de riesgo de enfermedades infecciosas y piensa acudir a un Centro de Vacunación Internacional (CVI), esto le interesa. Este artículo no trata de ciencia; sí de viajes, y de algo tan mixto como la política sanitaria. Más concretamente, de las consecuencias de su kafkiana burocracia sobre el sufrido ciudadano, sin olvidar su impacto sobre los profesionales implicados.

Imagen de US Army.

Imagen de US Army.

Comienzo relatando mi experiencia personal, que luego ampliaré al caso general. En el número 57 de la calle Francisco Silvela de Madrid se encuentra el más clásico de los CVI de la capital, presente allí desde que uno tiene memoria viajera. Con los años se han ido añadiendo otros centros, pero el de Silvela ofrece ciertas ventajas que, por ejemplo, no existen en el CVI del Hospital Carlos III. En este último, el servicio online de cita previa excluye a quienes viajamos con niños, obligándonos a ocupar una mañana entera colgados al teléfono, tratando una y otra vez de llamar a una línea que, o comunica, o suena sin que nadie descuelgue.

El motivo de esta distinción en el caso de los niños es que a estos no se les atiende en el Carlos III, sino en la Unidad de Pediatría del cercano Hospital La Paz. Las citas para ellos se conciertan también en el servicio telefónico del Carlos III, si uno consigue comunicar con él; pero se hace de forma individual: una cita diferente para cada adulto en el Carlos III, una cita diferente para cada niño en La Paz. Y el hecho de tener que visitar dos hospitales distintos no completa el circuito: si además hay que pagar tasas de vacunación, esto debe hacerse en un tercer lugar, una sucursal bancaria cercana. Todo un viaje antes del viaje.

En comparación con este engorroso proceso, el CVI de Francisco Silvela es rápido e indoloro. La web permite seleccionar la cita para el número total de personas, niños incluidos. Todo se hace allí, en la misma planta, incluyendo el pago de las tasas. Pero el centro de Francisco Silvela también esconde una sorpresa que al parecer es reciente, y que encaja perfectamente dentro del concepto kafkiano de la burocracia.

Si uno lo necesita, se le despachan las recetas de los medicamentos oportunos, como el Malarone –quimioprofilaxis contra la malaria– o el Vivotif –vacuna oral contra la fiebre tifoidea–. Pero cuando uno se presenta en la farmacia con sus recetas, allí le espera la sorpresa: las recetas del CVI de Francisco Silvela no son las oficiales de la Seguridad Social, por lo que no dan acceso al precio subvencionado del medicamento. En el caso del Malarone, la diferencia es de 2,6 euros a más de 26. Es decir, que aunque uno haya acudido a un centro público oficial, las recetas que allí se entregan son el equivalente sanitario de los billetes del Monopoly: completamente inútiles.

Con perplejidad, y sin poder recordar que esto me haya ocurrido en ocasiones anteriores, me pongo en contacto con el/la médico que me atendió en el CVI. Como no tengo permiso expreso para mencionar su nombre, lo dejaremos en Juana. Juana me explica que, en efecto, las recetas que hacen allí no son de la Seguridad Social (SS). “Para que en la farmacia apliquen la subvención tendréis que ir con las recetas oficiales que os hace vuestro médico de la SS”, añade. Juana me confirma además que la memoria no me falla: “Sé que en tiempos pasados sí se hacían aquí recetas oficiales, pero dejaron de suministrarlas, no sé qué problema hubo”.

El quid de la cuestión es que el CVI de Francisco Silvela no depende orgánicamente del sistema sanitario gestionado por la Comunidad de Madrid, sino del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas (MINHAP); es decir, de la Delegación del Gobierno. Y dado que el CVI no pertenece al Servicio Madrileño de Salud, no expide las recetas oficiales del Servicio Madrileño de Salud; a todos los efectos, un centro público despacha recetas que tienen la consideración de privadas. Juana reconoce que “respecto a la desconexión de administraciones, es algo que se debería arreglar, todos pensamos que no tiene ningún sentido, pero ya sabes: donde hay patrón…».

Para tratar de entender el alcance del problema a una escala más general, me pongo en contacto con Rosa López Gigosos, Jefa de Servicio de Sanidad Exterior del Centro de Vacunación Internacional (CVI) de Málaga. La doctora me confirma que no se trata de un problema exclusivo del CVI de Francisco Silvela, sino que afecta a muchos otros centros por todo el territorio del Estado. En concreto, me precisa, actualmente hay unos 30 CVI dependientes de la administración general del Estado (entre ellos, el de Francisco Silvela o el de Málaga), y unos 60 pertenecientes a las Comunidades Autónomas (como el del Carlos III) o a los Ayuntamientos (como el de la calle Montesa de Madrid).

“En casi todos los CVI dependientes del Estado los médicos carecen de talonarios de recetas de la Seguridad Social (del sistema autonómico de salud de la Comunidad donde el CVI se encuentra ubicado)”, señala López Gigosos. “Por tanto se prescribe en recetas, iguales a las privadas, sin financiación por parte de los sistemas autonómicos de salud”. “La forma de obtener una receta financiada es solicitar una cita con el médico de cabecera correspondiente y, si es tan amable, expedir de nuevo las recetas recomendadas por el médico de Sanidad Exterior” (la cursiva es mía).

Y todo esto, ¿por qué? La respuesta es sencilla: “En España, la Sanidad Exterior es una competencia exclusiva del Estado (establecida como tal en la Constitución), y los CVI son una parte de la Sanidad Exterior”, detalla López Gigosos. Con la transferencia de las competencias sanitarias a las CC AA, surgió un problema: la Sanidad Exterior era intransferible porque requeriría una reforma constitucional. Para permitir que las administraciones autonómicas pudieran disponer de sus propios CVI, se dio un rodeo legal, aplicando una fórmula de encomienda de gestión para ceder la titularidad a otras administraciones que sí tienen en su poder ese papelito mágico, la receta oficial.

CARTEL_CVIEn concreto, en Andalucía hay seis CVI del Estado (Almería, Huelva, Cádiz, Algeciras, Sevilla y Málaga) y uno de la Junta, en Granada. Este último, según López Gigosos, es el único de toda la Comunidad andaluza que administra las vacunas de forma gratuita y emplea recetas de la Seguridad Social. Así que un granadino pagará 2,6 euros por un envase de Malarone, mientras que un onubense deberá pagar diez veces más; a no ser que consiga una receta oficial por parte de su médico de cabecera o que esté dispuesto a recorrer casi 350 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.

En resumen, y para López Gigosos, “el panorama es complejo, las desigualdades importantes, y el resultado caótico e injusto”. Pero además del impacto para el ciudadano individual, la doctora destaca su efecto sobre la eficacia de la Sanidad Exterior. Cuando los usuarios son obligados a acudir al médico de cabecera después de su visita al CVI para conseguir una receta oficial, “muchos viajeros desisten al primer contratiempo”. “Con este recorrido se pierde lo que llamamos oportunidad vacunal para numerosas vacunas como tétanos-difteria, hepatitis A y B, fiebre tifoidea, etc.”, apunta.

Por último, López Gigosos subraya también que el problema afecta a los CVI con los profesionales más cualificados y, a la vez, peor pagados: los centros dependientes del Estado utilizan especialistas que “suelen tener una formación excelente en vacunaciones de viajeros” y cuyos sueldos “son más bajos que los de cualquier otra administración”. Por el contrario, los CVI de las CC AA operan como una función más dentro del servicio de medicina preventiva y “los médicos suelen estar menos especializados”. Y por supuesto, en los centros autonómicos ofrecen toda la gama de vacunas posibles, mientras que en los estatales solo disponen de cinco, compradas con presupuesto de la Delegación o Subdelegación del Gobierno.

¿Solución? López Gigosos explica que tanto ella como sus colegas, a través de la Asociación de Médicos de Sanidad Exterior (AMSE), han denunciado el problema “en reiteradas ocasiones”. En su día se reunieron con la entonces ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, que “comprendió bien la necesidad de mejorar todos los aspectos deficientes de la Sanidad Exterior, pero hubo cambio de gobierno antes de que hubiera tiempo de desarrollar los cambios”. Y el problema de fondo, concluye la doctora, es que todo esto “apenas interesa a nadie”.

¿Por qué no interesa? Los países desarrollados y solventes tienen ciudadanos que viajan; acogen a una población inmigrante que de vez en cuando regresa a visitar a sus familias; y generalmente mantienen vínculos históricos y comerciales con regiones del mundo afectadas por enfermedades infecciosas tropicales. Por todo ello, tienen sistemas de sanidad exterior y salud del viajero que son una referencia y un modelo para el resto del mundo. Aquí tenemos profesionales especializados que no solo dispensan una atención sanitaria excelente, sino que además firman publicaciones en las mejores revistas internacionales de salud del viajero y medicina tropical. Pero están enredados en un laberinto de burocracia kafkiana. Y con ellos, también lo estamos nosotros.

Bienvenida al mundo, ciencia cubana

Cuando yo trabajaba en mi tesis doctoral, no era raro que científicos cubanos nos visitaran para estancias cortas o sabáticos; sobre todo en mi campo de investigación, la inmunología (aclaración: para los científicos, un año sabático tiene un significado diferente que para el resto de la humanidad; no es un período destinado a extraerse parsimoniosamente las pelusas del ombligo, sino a trabajar como siempre pero en otro laboratorio distinto del propio, preferiblemente en otro país).

Imagen de Bryan Ledgard / Flickr / CC.

Imagen de Bryan Ledgard / Flickr / CC.

Los investigadores cubanos demostraban excelente formación y avidez por trabajar, aprender, discutir y enseñar. Venían adornados por una fama de lograr meritorios resultados con medios deficientes e inadecuados, y además se veían obligados a completar su formación en condiciones penosas: recuerdo a una investigadora que se había visto obligada a dejar en La Habana a su marido, también científico, y a su niña de corta edad.

Según ella misma me contó, por razones descriptibles el régimen castrista no permitía de ninguna manera que dos investigadores casados trabajaran en el extranjero al mismo tiempo, por lo que ambos debían turnarse para sus sabáticos, condenando a la pequeña a la ausencia casi perpetua de uno de sus progenitores. Y lo que siempre me dejó patidifuso era que, a pesar de las cosas que dejó en La Habana, ella era castrista hasta el tejido esponjoso de la médula ósea; pero también es preciso mencionar que, justo al contrario que aquí, su salario le daba vueltas al del trabajador cubano medio.

El régimen cubano ha mantenido el empeño de apoyar intensamente las ciencias, al menos la biomedicina, la biotecnología y la geología, como manera de abastecer sus necesidades sanitarias, agrícolas, energéticas, minerales y alimentarias en una situación de autarquía y bloqueo. Y a lo largo de décadas la ciencia cubana ha aprovechado el acceso al fondo común de conocimiento, pero también ha desarrollado independientemente sus propias soluciones de espaldas a la corriente global liderada por EE. UU.; la versión académica de lo que por allí llaman «resolver».

Los investigadores cubanos no han estado aislados de todo el resto del mundo; hasta el desplome del bloque soviético, disfrutaban del acceso a la potente ciencia rusa. Y como menciono más arriba, fluían hacia y desde Europa con relativa facilidad. Pero teniendo roto el cable de conexión con su ancestral enemigo que, casualmente, es la primera potencia científica del planeta y que, como tal, es el corazón que bombea gran parte de la ciencia que discurre por las venas del globo, esto les cerraba (y aún les cierra) el grifo del acceso a equipos, reactivos, ordenadores, internet y casi todo lo demás.

Con la nueva política de apertura promovida por ambas partes, los convenios han empezado a caer uno tras otro. Y entre ellos, ya han empezado a firmarse los que comunicarán definitivamente la ciencia cubana con la estadounidense y con sus potentes instituciones y publicaciones. El ejemplo previo lo tenemos en China, que en poco más de una década ha pasado de la ciencia de clausura a la presencia habitual en las mejores revistas como la norteamericana Science o la británica Nature.

El ejemplo de China ilustra a la perfección lo que no es un despegue científico, sino una apertura de su ciencia al mundo. La base de datos Medline, el mayor recurso mundial de publicaciones científicas sobre biomedicina y ciencias de la vida, registra 123.680 estudios publicados en 2014 desde China. En 2010, el país asiático aportó 66.589 estudios. En 2000, unos ridículos 8.108. Y en 1990 China aún no existía para la ciencia mundial, con 1.454 estudios registrados en Medline.

Las cifras de Cuba son irrisorias: 465 estudios en 2014, 324 en 2010, 236 en 2000 y 89 en 1990. Pero teniendo en cuenta que la biotecnología es actualmente la segunda fuente de ingresos del país después del turismo, es fácil comprender que no se trata de impotencia científica, sino de otra cosa. La abundante y valiosa ciencia que se practica en Cuba es mayoritariamente aplicada; sus resultados son patentes más que publicaciones, y estas últimas son sobre todo de consumo interno. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la isla ya cuenta con unas 1.200 patentes internacionales y comercializa productos farmacéuticos y vacunas en más de 50 países, con más de 90 nuevos productos actualmente bajo prueba en más de 60 ensayos clínicos. De hecho, muchos de estos fármacos ya se han probado y exportado fuera de la órbita norteamericana, en Europa y Japón. Y todo esto, teniendo en cuenta que la primera tesis doctoral se leyó en la isla en 1973, según un artículo publicado esta semana en Science.

Una primera muestra de este nuevo clima de colaboración científica entre la isla y EE. UU. será CimaVax-EGF, una vacuna terapéutica contra el cáncer de pulmón desarrollada durante 25 años en el Centro de Inmunología Molecular (CIM) de La Habana y que en Cuba se administra gratuitamente desde 2011. Se trata de un medicamento de concepto muy simple, una proteína que inmuniza contra un factor de crecimiento empleado por las células cancerosas. Aunque no es una cura, los ensayos clínicos de fases II y III en Cuba han demostrado que puede prolongar unos meses la supervivencia de los pacientes. Y todo ello, según Wired, a un coste para el gobierno de un dólar la dosis.

Según informó Reuters el mes pasado, la visita a la isla del gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, sirvió para firmar un convenio que llevará el CimaVax-EGF al Roswell Park Cancer Institute de Búfalo, uno de los centros de oncología clínica y científica más importantes de EE. UU. Allí los investigadores solicitarán los permisos para lanzar un ensayo clínico el próximo año, pero también tratarán de exprimir nuevas posibilidades del producto, como su aplicación a otros tipos de cáncer o su empleo como vacuna preventiva en lugar de terapéutica. El nuevo clima de cooperación entre EE. UU. y Cuba, entre recursos y talento, potencia y capacidad innovadora, promete una sinergia interesante y fructífera que dará un nuevo empujón a la ciencia mundial y del que todos nos beneficiaremos.

En resumen, la ciencia cubana es un filón por excavar, un cofre de tesoros dispuesto a abrirse por completo al mundo. A los científicos cubanos solo les hará falta ahora superar la misma barrera que anteriormente debieron saltar los investigadores chinos: aprender inglés. Y mientras tanto, tal vez a quien corresponda debería acuciarle la idea de que compartir el idioma en el que este tesoro está escrito es una oportunidad que cualquier país aspirante a potencia científica no debería desaprovechar.