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La extraña historia de un estudio que niega el cambio climático: política y provocación enfangan la ciencia

En 2002 el modista David Delfín (me importa un ardite lo que diga la RAE: si no hay dentistos ni artistos, ¿por qué modistos?), hasta entonces un completo don nadie para el gran público, saltó a la fama por sacar a sus modelos en la Pasarela Cibeles con sogas al cuello y las caras cubiertas; alguna casi se mata al precipitarse al vacío desde lo alto de sus tacones. Desde entonces, hasta yo sé quién es David Delfín.

En 1989 Almudena Grandes, una escritora hasta entonces desconocida, ganó el premio La Sonrisa Vertical y alcanzó enorme éxito con su novela erótica Las edades de Lulú, en la que exploraba rincones moralmente escabrosos como la corrupción de menores consentida. Una vez conseguida la notoriedad pública, la autora no ha vuelto (que yo sepa) a internarse en el género que le dio la fama. Como tampoco Juan Manuel de Prada ha regresado –literariamente, me refiero– al lugar que en 1994 le alzó al estrellato de las letras con su obra Coños, en la que se recreaba y relamía con una colección selecta de vulvas arquetípicas.

En 1983 las Vulpes, una banda punk femenina de Barakaldo, aparecieron en el programa de televisión Caja de Ritmos de Carlos Tena versionando un tema de Iggy Pop y los Stooges titulado I wanna be your dog bajo el título Me gusta ser una zorra y con una letra extremadamente obscena para los estándares de aquella aún pacata España de entonces. La controversia, alimentada por el diario ABC, suscitó una querella del Fiscal General del Estado –sí, han leído bien– y se saldó con el cierre del programa y el despido de su director. Las Vulpes estuvieron en boca de todo el país, defensores y detractores.

A lo que voy con todo esto es a que la provocación suele ser una magnífica herramienta de márketing. Con independencia del talento real que pueda esconderse tras esas maniobras de exhibicionismo debutante, pero que a la larga determinará la consagración o la defenestración –Grandes y De Prada versus Vulpes; sobre Delfín no tengo criterio–, no cabe duda de que una entrada triunfal en pelotas logra congregar todas las miradas, como el profesor interpretado por Gregory Peck en aquella película de Arabesco, que iniciaba su conferencia así: «Sexo. Y ahora que he captado su atención…».

Lo que vengo a comentar hoy es que no se me ocurre otro motivo sino el explicado para que la revista científica Science Bulletin haya iniciado su nueva andadura publicando un estudio que niega la existencia del cambio climático antropogénico. Me explico: hasta diciembre de 2014 existía una revista titulada Chinese Science Bulletin publicada por Science China Press, órgano de la Academia China de Ciencias, y que en el mercado internacional se edita bajo el paraguas del gigante de publicaciones científicas Springer. Los propietarios de la revista han decidido ahora lavarle la cara, eliminar el Chinese de la cabecera y presentarla al mundo como «el equivalente oriental de Science o Nature«.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

En el primer número de la renacida publicación, lanzado este enero, destaca como contenido estelar un estudio que afirma lo siguiente: todos los complejos cálculos realizados hasta ahora por climatólogos y meteorólogos de todo el mundo estaban equivocados; el modelo elaborado por los autores, que según un comunicado es «tan sencillo de utilizar que un profesor de matemáticas de instituto o un estudiante de licenciatura puede obtener resultados creíbles en minutos ejecutándolo en una calculadora científica de bolsillo», revela que «la influencia del hombre en el clima es insignificante».

No voy a comentar aquí el estudio; la noticia ya se ha publicado días atrás en varios medios, y ha obtenido respuesta por parte de físicos, climatólogos y paleoclimatólogos (quien esté interesado en la parte técnica puede consultar las respuestas de los expertos aquí, aquí, aquí o aquí). Lo que me interesa hoy es centrarme en la fanfarria. Empecemos por los cuatro autores del estudio. Tenemos a dos científicos, Willie Soon, físico solar del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (EE. UU.), y David Legates, profesor de Geografía de la Universidad de Delaware y antiguo Climatólogo del Estado.

Ambos se han distinguido durante años por sostener posiciones contrarias al consenso científico sobre el cambio climático. En 2011, la organización ecologista Greenpeace obtuvo documentos, liberados a través de la ley estadounidense de libertad de información (FOIA), según los cuales Soon ha recibido más de un millón de dólares de financiación de la industria del carbón y el petróleo desde 2001, y desde 2002 este sector constituye su única fuente de fondos. El científico se defendió entonces alegando que también «habría aceptado dinero de Greenpeace» si se lo hubieran ofrecido, un presunto argumento de descargo que más bien se vuelve en su contra.

En 2003, Soon envió un email con anterioridad a la publicación del cuarto informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC), en el que sugería la desacreditación anticipada de los resultados del estudio. Según Greenpeace, uno de los cinco destinatarios de aquel correo, un tal Dave, era probablemente David Legates. Ambos científicos han colaborado en varios estudios destinados a negar el cambio climático. Poco después de la publicación de los papeles de Greenpeace, Legates dimitió como Climatólogo del Estado de Delaware, un título otorgado por el decano de la Facultad de Medio Ambiente, Océanos y Tierra de la universidad. Legates declaró entonces que renunciaba a instancias del decano, pero lo cierto es que en 2007 la gobernadora del estado le había conminado a que dejase de utilizar su título cuando manifestaba sus opiniones, ya que estas no estaban «alineadas» con las de la administración.

El tercero de los autores, William Briggs, posee formación científica; originalmente meteorólogo y físico atmosférico, pero doctorado en estadística y sin filiación investigadora. De hecho, según escribe el mismo Briggs en su blog, en el que se presenta como «estadístico de las estrellas», carece de plaza alguna, por lo que dice ser «enteramente independiente». Briggs se define como «estadístico vagabundo» y como «filósofo de datos, epistemólogo, armador de puzles de probabilidad, desenmascarador de verdades y (autoproclamado) bioeticista». Es consultor del Instituto Heartland, un think-tank conservador radicado en Chicago que sostiene una obstinada postura de negación del calentamiento global y que lanzó una campaña comparando a quienes creen en el cambio climático con asesinos como Charles Manson o Unabomber. Briggs es el último firmante del estudio, un puesto normalmente reservado al director e ideólogo del trabajo.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Dejamos para el final lo mejor, la yema del huevo, el plato más sabroso. El primer autor del estudio, puesto que suele ocupar quien ha llevado el peso del trabajo, es el inglés Christopher Monckton, tercer vizconde Monckton de Brenchley, caballero de la Orden de Malta, antiguo asesor de Margaret Thatcher, autoproclamado miembro de la Cámara de los Lores (no lo es en realidad, ya que una reforma legislativa le impidió heredar el nombramiento de su padre), propietario de una tienda de camisas, creador de un puzle geométrico y de presuntas curas contra la enfermedad de Graves, la esclerosis múltiple, la gripe y el herpes. Formado en estudios clásicos y periodismo (ni por asomo en ciencia), conservador, euroescéptico y candidato del partido populista de derechas UKIP, Monckton se ha destacado a lo largo de los años por propuestas como aislar de la sociedad a los portadores del VIH, o rebautizar a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) como QWERTYUIOPASDFGHJKLZXCVBNM, para así, según sus palabras, «cubrir cualquier forma de desviación sexual real o imaginaria con la que puedan soñar». Esta joyita de la corona británica ha sostenido opiniones como que los gays llegan a acostarse con 20.000 parejas sexuales en sus «cortas y miserables vidas».

Este es el equipo, y de él difícilmente podía esperarse otra cosa. Por desgracia, el cambio climático se convirtió en un argumento político cuando los sectores conservadores lo interpretaron desde el primer momento como un gran montaje organizado por una conspiración de la izquierda para derrocar el sistema de libre mercado. Pero no toda la culpa cae a la derecha; muchos agentes de la izquierda aceptaron el guante y convirtieron a su vez el cambio climático en un ariete político contra sus oponentes, haciendo así de la paranoia de la derecha una profecía autocumplida. Ya lo he dicho aquí y lo repito: la política no hace sino enfangar y enturbiar la ciencia. Para continuar siendo el juego que practicaron Newton y Galileo, la ciencia no puede ser militante. Los científicos pueden serlo como cualquier otra persona, pero cuando entran en el laboratorio y se enfundan la bata, deben dejar colgada su chaqueta de militancia en el perchero.

Pero en todo este descacharrante affaire, quiero matizar con precisión cuál es mi postura. Los villanos más villanos de esta película no son los Soon, Legates, Briggs, o ni siquiera Monckton. Como cualquiera, ellos están en su derecho de defender sus ideas por equivocadas y tramposas que sean y mientras con ello no cometan ningún delito (hablo solo de cambio climático). Si bien no es imposible que surjan genios demostrando el flagrante error en el que han caído todos sus predecesores, no alcanzo a imaginar que un personaje como Monckton pueda seriamente creer que él ha nacido para ser el Stephen Hawking del cambio climático. Si tal fuera la situación, ya no se trataría de un asunto político, sino psiquiátrico.

El supervillano es la propia revista Science Bulletin. Sobre sus motivos para aceptar el estudio no puedo sino especular. La publicación asegura en su comunicado que el trabajo «sobrevivió a tres rondas de rigurosa revisión por pares, en las que dos de los revisores se habían opuesto inicialmente a su publicación aduciendo que cuestionaba las predicciones del IPCC». Tanto si esto es cierto como si no, la revista cae en el absoluto descrédito. Si lo es, porque su «riguroso» sistema de revisión no llegó a acercarse ni de lejos a los análisis que otros expertos han publicado en internet rápida y gratuitamente y que coinciden en rebatir todos sus resultados y sus conclusiones, llegando, como en el caso de Gavin Schmidt, director del Instituto Goddard de la NASA y una autoridad mundial en cambio climático, a calificar el estudio de «completa basura».

Y si no es cierto, porque entonces solo me queda pensar que la revista ha recurrido, como menciono al comienzo de este artículo, a la estrategia de la provocación para que su relanzamiento suene en los medios. El «equivalente oriental de Science o Nature» tiene actualmente un índice de impacto de 1,4, frente al 42 de Nature y el 31 de Science. El número inaugural de su reencarnación se abre con un editorial titulado Hacia una revista internacional emblemática basada en China. Y para su puesta de largo ha elegido el suicidio.

Mi carta a los Reyes Magos: ministros de competencias científicas con competencia científica

Raramente menciono la política en este blog, a no ser para clamar en el desierto contra la empachosa tripada de ella que a diario nos ametralla desde todos los medios, y no digamos las redes sociales. Dado que la diatriba/apología política parecen ser una de las aficiones favoritas de los españoles (al menos de los que tienen Twitter), mi opinión es que el ruido de fondo tiene un volumen demasiado elevado como para que la mayoría de él tenga alguna significación individualizada. Con esto quiero decir que, si en alguna ocasión escribo sobre política, es porque realmente me parece un asunto de vida o muerte.

Recientemente hemos asistido a la dimisión de la licenciada en Ciencias Políticas y Sociología Ana Mato como ministra de Sanidad, tras haber sido tan incapaz de gestionar una emergencia de salud pública que tuvo que hacer mutis por el foro de forma efectiva mucho antes de renunciar formalmente al cargo. La crisis del ébola le venía grande; una cosa es acomodarse en una poltrona para mirar cómo el agua del belén corre por el río y los pastorcillos acuden a ver a su rey, y otra es saber qué hacer cuando la bomba del agua hace corto y estalla, prende fuego a los pastorcillos y comienza a descarajar todo el belén.

Alfonso Alonso interviniendo en un pleno del Congreso de los Diputados. Imagen de Juan Manuel Prats / Wikipedia.

Alfonso Alonso interviniendo en un pleno del Congreso de los Diputados. Imagen de Juan Manuel Prats / Wikipedia.

Parecería lógico que después de la experiencia de Ana y el ébola hubiéramos aprendido de los errores pasados. Pero no. El nuevo ministro de Sanidad, Alfonso Alonso, es licenciado en Derecho y Filología Románica. En este país los ministerios se reparten para que el agraciado se siente a mirar el belén mientras las figuritas se ocupan de que todo siga funcionando. En España estamos acostumbrados a que el cargo de ministro es un cortijo que se regala en agradecimiento a los servicios prestados; es la corbata de los que mandan. Algunos alegarán que el de ministro es eso, un cargo político, y que para resolver las cuestiones técnicas ya están los escalafones inferiores (esos que cobran más que su jefe; siempre digo que la política es lo contrario de la realidad). Pero este argumento es un burdo pretexto: ¿alguien concibe un ministro de Economía que no tenga la más remota idea de economía? ¿O un ministro de Justicia que piense que In dubio pro reo es lo que le gritaba Max von Sidow a la niña de El Exorcista?

Advierto, para los malpensados, que no tengo absolutamente nada en contra de los filólogos. Es simplemente que a un doctor en genética de poblaciones jamás se le nombraría director del Ballet Nacional, como es lógico. En la realidad, lo contrario de la política, se exige experiencia en un puesto similar hasta para sentarse delante de la caja registradora de un supermercado. Y tengo que revelarles un terrible secreto: las ciencias son más complicadas que el derecho y la economía. Para gestionar no es imprescindible una formación específica; en mis siete años como investigador, pasé por muchos laboratorios cuyos jefes debían ejercer, además de como científicos, también como gestores, sin haber sido entrenados para ello. Algunos debían gestionar grandes presupuestos y equipos muy numerosos. Por supuesto, no todos daban la talla. Pero me atrevería a apostar que la mayoría de los empresarios no han estudiado economía, mientras que nunca he conocido a un científico o ingeniero autodidacta (incluyendo a algunos que creían serlo).

Y sin embargo, una y otra vez en España padecemos la maldición de tener a perfectos analfabetos científicos desempeñando puestos de máxima responsabilidad que cubren asuntos relacionados con la ciencia. Tuvimos una ministra de Sanidad que confundía la médula espinal con la médula ósea, otra que llevaba una pulsera mágica a lo Harry Potter y otra que aprobó el agua y el azúcar para tratar enfermedades. Y todo esto es inaceptable cuando ciertos asuntos de fondo científico, como las pandemias infecciosas, el cambio climático o el fracking, van adquiriendo cada vez mayor protagonismo en la vida pública y en el debate político. Necesitamos ministros que sean capaces de sentarse en una reunión con comités de expertos entendiendo su lenguaje, no como pasmarotes que escuchan una conversación en chino; ministros que no rehúyan una comparecencia en rueda de prensa por miedo a que la pregunta de algún periodista deje en evidencia su completa ignorancia sobre su área de competencia.

El pasado viernes, la revista Science publicaba un editorial sobre la crisis del ébola firmado por tres expertos, dos de ellos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el tercero de la Universidad de Edimburgo (Reino Unido). En el artículo, los autores escriben: «Para eliminar la infección [del ébola] de la población humana para mediados de 2015, como Ban Ki-moon espera, el mundo debe intensificar su lucha contra este virus, pero también deberíamos reconocer que necesitamos mejores formas de combatir riesgos sanitarios internacionales de todo tipo». «Para conseguirlo mejor en el futuro, necesitamos reforzar la vigilancia global y fortalecer la capacidad nacional e internacional para reaccionar adecuadamente», añaden los editorialistas, que recomiendan el liderazgo de una única organización internacional, sea cual sea, para coordinar los esfuerzos en esta y otras amenazas similares. Y subrayan: «La construcción de la capacidad nacional es primordial, y el refuerzo de los servicios nacionales de salud es vital». De forma más concreta, los autores enumeran los aspectos a desarrollar: «Necesitamos mejorar la coordinación y la planificación ante contingencias; desarrollar y acopiar herramientas de diagnóstico, fármacos y vacunas; establecer flujos de secuenciación y protocolos de intercambio de datos; y anticipar cuestiones éticas y de involucración pública».

¿Entenderá Alonso algo de todo esto? A riesgo de equivocarme, mucho me temo que su conocimiento de las enfermedades virales probablemente se limite a haber pasado la gripe. La epidemia del ébola no está ni mucho menos erradicada. Y lo que es peor, muchos expertos temen que en el futuro las amenazas pandémicas van a ser cada vez más frecuentes. Pero probablemente Alonso no sepa nada de esto, porque es muy dudoso que lea el Science, o que siquiera sepa de su existencia. Mi sueño es tener ministros en áreas de competencia científica que lean el Science y el Nature cada semana, que conozcan los estudios que se han realizado sobre los riesgos y beneficios del fracking, que sepan valorar la situación mundial respecto al cambio climático y que estén capacitados para desempeñar un verdadero liderazgo nacional en estas cuestiones. En resumen, que sepan de qué demonios están hablando. Claro que esto es mucho pedir, incluso para los Reyes Magos. Si acaso, déjenlo y tráiganme en su lugar la pelota y la trompeta.