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Así es un cerebro humano fresco

Un cerebro humano fresco no es algo con lo que uno se encuentre habitualmente, salvo que se dedique profesionalmente a la neurocirugía o a la ciencia forense. Por supuesto, en la carrera de biología nunca veíamos algo así, pero incluso muchos estudiantes de medicina de todo el mundo no tienen contacto sino con cerebros conservados en formol, un agente fijador que desnaturaliza las proteínas, confiriendo una consistencia firme y gomosa muy distinta de la del tejido fresco.

Personalmente, a lo más que he llegado es al de cordero, y fue hace ya varias décadas, con ocasión de un trabajo escolar. Si no me falla la memoria, fui con mi amigo Pablo al mercado, donde compramos un blíster de plástico que contenía un seso entero y fresco. Aquella mercancía debía haber encontrado su destino más probable en unos huevos revueltos, como en aquellos Duelos y Quebrantos del Quijote. Pero aquel cerebro en concreto sirvió al improbable propósito de un trabajo de ciencias de dos críos de la extinta EGB.

Imagen de YouTube.

Imagen de YouTube.

Recuerdo que aquel órgano se notaba extremadamente delicado y frágil al tacto, como gelatina. Se le quedaba marcada la forma del blíster, y uno comprendía entonces por qué la naturaleza nos ha dado un robusto baúl de hueso para guardarlo y un cojín líquido para amortiguar los golpes.

Sin embargo, entre un cerebro de cordero y otro humano hay un enorme salto que trasciende lo evolutivo. Nos reconocemos, nos relacionamos e incluso nos gustamos o no a través de nuestra fachada. Pero en realidad todo lo que somos, lo que hemos sido y lo que seremos está en ese poco menos de kilo y medio, en su mayoría grasa, que el físico Michio Kaku y otros científicos han calificado como el objeto más complejo del universo. Así lo escribió Francis Crick, el codescubridor de la doble hélice de ADN:

Tú, tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y ambiciones, tu sentido de identidad personal y de libre albedrío, de hecho no son más que el comportamiento de un vasto ensamblaje de células nerviosas y sus moléculas asociadas.

Hoy les traigo este vídeo con fines didácticos presentado por la neuroanatomista Suzanne Stensaas, de la Universidad de Utah (EEUU). Stensaas muestra un cerebro humano fresco extraído de una persona fallecida de cáncer que ha donado su cadáver a la ciencia. «Es mucho más blando que la mayoría de la carne que puedes ver en el mercado», dice la doctora, explicando que el cerebro lleva un cordón atado para poder suspenderlo en un cubo y fijarlo en formol, ya que si lo dejaran simplemente en el fondo se desparramaría como lo que es, un pedazo de grasa. Pásmense ante esta increíble y vulnerable maravilla, pero no lo olviden: ahí dentro está toda una vida.

Marmite, el residuo industrial que se convirtió en alimento de culto

Si no están seguros de haber probado alguna vez el Marmite, probablemente es que nunca lo han hecho. No es algo que se olvide con facilidad. Yo tuve la oportunidad de hacerlo este verano en Gran Bretaña, donde lo fabrican, y mi impresión fue la de estar saboreando una mezcla de ácido de batería y aceite de motor usado.

Marmite. Imagen de Wikipedia.

Marmite. Imagen de Wikipedia.

Claro está que jamás he probado estas dos sustancias, así que la descripción es completamente imaginaria. Pero el sabor del Marmite tiene algo en común con lo que uno puede atribuir al de los fluidos del motor de un coche, y es que no parece haber sido creado para consumo humano, salvo si acaso por prescripción médica, sino para otros fines, como encajar tapas de alcantarilla en su hueco o verterlo sobre las cabezas de los enemigos desde lo alto de la muralla de un castillo.

De hecho, algo hay de cierto en que no fue inventado para que entrara por boca humana, ya que en realidad el Marmite es literalmente un desecho: es el extracto de la levadura que queda como residuo después de la fermentación de la cerveza. En el siglo XIX un químico alemán llamado Justus von Liebig, considerado el padre de la industria de los fertilizantes, descubrió que no había por qué tirarlo, que podía comerse sin morir, y a comienzos del XX empezó a comercializarse en Reino Unido.

Lo curioso es que para los británicos y sus primos antípodas, australianos y neozelandeses, es más que un alimento popular: es casi un objeto de culto. En el mundo anglosajón el Marmite suele utilizarse como ejemplo de algo que se ama o se odia, ya que la marca ha utilizado esta idea como eslogan durante años. Pero quienes lo aman, lo aman a muerte. Los fabricantes han lanzado ediciones especiales del producto con ocasión de múltiples eventos, incluido el 60º aniversario del reinado de Isabel II, y los amantes del Marmite las adquieren con devoción.

En 2011, un terremoto en Nueva Zelanda causó el cierre de la fábrica de la versión local, y se desencadenó lo que vino a llamarse el Marmageddon: cundió el pánico, las muchedumbres invadieron los supermercados para hacerse con provisiones, proliferaron en internet las subastas de botes del producto, incluso usados, y el primer ministro tuvo que reconocer desconsolado que se vería obligado a consumir la marca australiana una vez que se acabaran sus existencias. Cuando la fábrica volvió a abrir, inicialmente se impuso un racionamiento de dos botes por persona y día.

Marmite surafricano. Imagen de James Cridland / Flickr / CC.

Marmite surafricano. Imagen de James Cridland / Flickr / CC.

El Marmite es también objeto de investigaciones. Recientemente la revista Annals of Improbable Research, cuyos responsables lo son también de los premios Ig Nobel que conté ayer, ha recopilado algunos de ellos. Por ejemplo, en 2008 un equipo de la Universidad de Cambridge estudió las transiciones de sólido a líquido en la pasta de Marmite, y este mismo año un grupo de científicos de la Universidad australiana de Wollongong ha demostrado la aptitud del Marmite para ser utilizado con impresoras 3D de productos comestibles.

Pero si están esperando a que les desvele las razones objetivas de esta Marmamanía, me temo que deberán seguir esperando, porque no las hay. Es cierto que al Marmite se le suelen suponer ciertas cualidades. Es fuerte en vitaminas; tan fuerte que por este motivo fue prohibido temporalmente en Dinamarca, y existen recomendaciones de máximo consumo diario por riesgo de daños al hígado.

Por lo demás, el amor al Marmite no tiene otra explicación más razonable que el amor a nuestra infancia. Generaciones de anglosajones lo han devorado untado en tostadas desde que eran pequeñitos, y quién no ama los sabores de su niñez, incluso si uno se alimentaba a base de ácido de batería y aceite de motor usado.

Por poderse, se puede tomar también con queso. Imagen de Wikipedia.

Por poderse, se puede tomar también con queso. Imagen de Wikipedia.

De hecho, los mecanismos por los que sentimos pasión o aversión hacia ciertos alimentos son una bonita materia de estudio científico, pero también una complicada. Este mes, la revista New Scientist tiraba por tierra un estudio de una compañía de pruebas de ADN que pretendía atribuir el amor o el odio por el Marmite a ciertas variantes de genes. Como bien señalaba la revista, un pequeño estudio de correlación no demuestra nada, y en cualquier caso es más probable que los padres amantes del Marmite lo sirvan a sus hijos, con quienes comparten genes, y que estos se aficionen a los sabores de su infancia.

Todo esto nos lleva de vuelta a uno de los estudios ganadores de los premios Ig Nobel de este año y que les conté ayer, el de los investigadores franceses que han examinado qué regiones del cerebro se activan cuando se les presenta queso a personas que lo aman o lo odian. Los científicos descubrieron que ciertos centros cerebrales implicados en la recompensa se desactivan tras la estimulación con este alimento en quienes lo aborrecen. ¿Para cuándo un estudio similar con el Marmite? De hecho, y como se comprueba en la foto adjunta, hay quien lo toma también con queso. Sería el experimento definitivo.

Esta niña estuvo muerta dos horas, y hoy lleva una vida normal

En febrero de 2016, la madre de Eden Carlson estaba tomando una ducha en su casa de Fayetteville, Arkansas (EEUU), sin saber que aquel rato rutinario de aseo iba a cambiar su vida trágicamente. La pequeña de dos años, al parecer una auténtica exploradora y escapista, burló la valla antibebés, abrió la pesada puerta de su casa y caminó por el jardín hasta caer a la piscina. Cuando su madre la encontró, llevaba 15 minutos flotando en el agua, sin vida.

Eden Carlson, antes del accidente. Imagen de YouTube.

Eden Carlson, antes del accidente. Imagen de YouTube.

De inmediato, la madre le practicó Reanimación Cardiopulmonar (RCP), sin éxito. Eden fue trasladada al Centro Médico Regional Washington de su ciudad, donde los médicos comprobaron que no tenía latido cardíaco ni pulso, no respiraba, tenía las pupilas fijas y dilatadas y una temperatura corporal de 28,9 °C. En la Escala de Coma de Glasgow, que suma las puntuaciones del grado de respuesta según tres criterios diferentes, era un 3, el equivalente a la muerte.

Pero los médicos se resistían a perderla. Por fin, después de casi dos horas de resucitación y 17 inyecciones de epinefrina, el corazón de la niña volvió a latir. Una vez estabilizada, fue trasladada por aire al Hospital Infantil de Arkansas, en Little Rock, donde los médicos encontraron un panorama devastador: sus órganos vitales no funcionaban, su sangre tenía un peligroso nivel de acidez y una presión por los suelos, y los daños cerebrales eran profundos, con una extensiva pérdida de las sustancias gris y blanca. Le dieron entre 2 y 48 horas de vida.

Eden Carlson, después de su reanimación. Imagen de YouTube.

Eden Carlson, después de su reanimación. Imagen de YouTube.

Contra toda esperanza, la niña resistió. Durante 10 días recibió ventilación mecánica, hasta que pudo empezar a respirar de forma autónoma. A los 35 días de su ahogamiento fue dada de alta y regresó a casa, pero en estado semivegetativo: «sin respuesta a ningún estímulo, inmóvil, con las piernas flexionadas sobre el pecho y con constante agitación y movimiento de cabeza», escriben los médicos en el informe del caso, publicado en la revista Medical Gas Research.

La pequeña Eden parecía encarar la perspectiva de una vida muy mermada y completamente dependiente de cuidados constantes. Pero de alguna manera que no se precisa en el estudio, sus padres oyeron hablar de la terapia hiperbárica de oxígeno aplicada por Paul Harch, un médico de la Facultad de Medicina y Hospital de la Universidad Estatal de Luisiana en Nueva Orleans.

La terapia hiperbárica de oxígeno (HBOT, en inglés) es algo que todos hemos visto en las películas de submarinismo. Son esas cámaras de alta presión donde los buceadores deben permanecer para evitar que la descompresión les forme burbujas letales en la sangre. Al reducir la presión atmosférica lentamente y no de golpe, el tamaño de las burbujas disminuye y se consigue que el gas se disuelva en la sangre sin efectos dañinos.

Este fue el uso original para el que se inventaron las cámaras hiperbáricas (de alta presión), pero con el tiempo los médicos han ido explorando otras aplicaciones, como el tratamiento de la gangrena gaseosa (la necrosis de tejidos por una infección que produce gas) o del envenenamiento con monóxido de carbono. Actualmente se ensaya su posible utilidad en un sinnúmero de enfermedades y trastornos, pero en la mayoría de los casos sin resultados convincentes.

Harch, uno de los principales especialistas mundiales en HBOT, pensó que el caso de Eden era potencialmente apto para beneficiarse de esta terapia, ya que se trataba de una niña muy pequeña, y por tanto con tejidos, incluido el cerebral, que aún conservaban una gran capacidad de regeneración. Dado que no existía cámara hiperbárica en el lugar donde Eden vive, Harch prescribió terapia normobárica (a presión ambiental) de oxígeno puro durante 45 minutos dos veces al día, comenzando en el día 55 después del ahogamiento.

«Al cabo de horas, la paciente estaba más alerta, despierta, y dejó de agitarse», escriben Harch y su colaborador, el radiólogo Edward Fogarty. «La tasa de mejora neurológica aumentó durante los 23 días posteriores con la capacidad de reír, mover los brazos y manos, agarrar objetos con la mano izquierda, alimentación oral parcial, seguimiento con los ojos y un nivel de habla similar al preahogamiento, pero con menor vocabulario».

La niña siguió también terapias de rehabilitación, y 78 días después del accidente se trasladó a Nueva Orleans para seguir un programa de HBOT dirigido por Harch, con un total de 40 sesiones de 45 minutos al día. Y como muestran los vídeos, el estado de Eden mejoró espectacularmente hasta un nivel, según su madre, «casi normal, excepto por la función motora general».

Eden Carlson, nueve meses después del ahogamiento. Imagen de YouTube.

Eden Carlson, nueve meses después del ahogamiento. Imagen de YouTube.

Al término del tratamiento, esta era la situación de la niña descrita en el estudio: «camina asistida, nivel de habla superior al preahogamiento, función motora casi normal, cognición normal, mejora en casi todas las anomalías neurológicas examinadas, interrupción de la medicación, y déficits residuales emocionales, en el temperamento y la marcha». Los escáneres cerebrales mostraban una «casi completa reversión de la atrofia cortical y de sustancia blanca». Harch y Fogarty subrayan que, hasta donde han podido saber, la impresionante recuperación de Eden es un caso «no descrito con ninguna otra terapia».

Pero mejor que leerlo es verlo. El primero de los vídeos recoge la historia y los progresos de Eden hasta mayo de 2016, al comienzo del tratamiento HBOT. En el segundo, publicado en noviembre de 2016, Eden da las gracias a todas las personas que la ayudaron en esta cuasimilagrosa recuperación. Así es hoy la niña que estuvo casi dos horas muerta, y para quien aquella dramática experiencia apenas dejará otra secuela que un mal recuerdo, si es que llega a recordar algo. Y les aviso: tengan los pañuelos de papel a mano.

Pero no; esperen, que aún no hemos terminado. No creo oportuno comentar nada sobre la aureola de plegarias respondidas y milagros divinos con la que los padres rodean la historia de la recuperación de Eden. Pero sí es importante indagar en las implicaciones científicas del caso, y en concreto la respuesta a la pregunta que cualquiera se formulará después de leer la historia de Eden:

¿Es la terapia hiperbárica de oxígeno una nueva panacea?

No soy yo quien puede responder a esta pregunta, excepto con una regla general: casi nada es una nueva panacea. En el caso de Eden y con independencia de la eficacia de la HBOT, se aliaban dos circunstancias sin las cuales esta deslumbrante recuperación habría sido más que improbable.

Por un lado, la pequeña cayó a la piscina en febrero. El agua, según documentan los autores del estudio, estaba a 5 °C. El frío conservó el organismo de Eden casi en hibernación, ralentizando la degeneración de los tejidos. Durante todo el proceso de resucitación, el cuerpo de la pequeña se mantuvo en hipotermia; para eso servían las fundas azules que la niña lleva en la foto de arriba.

Por otro, a la edad de dos años la capacidad de recuperación del organismo es pasmosa. Hoy se ha abandonado el dogma clásico según el cual el sistema nervioso humano era una máquina terminada sin ninguna posibilidad de reparación tras una avería; las neuronas tienen una cierta capacidad regenerativa que puede potenciarse con ayudas terapéuticas. Además, el cerebro posee también un cierto margen para desviar algo de las funciones de los circuitos dañados a otras zonas sanas, como cuando se desvía el tráfico de una carretera cortada a otra abierta. Tanto esta plasticidad cerebral como la capacidad de regeneración son especialmente aprovechables en niños pequeños, cuando el sistema nervioso aún está creciendo.

El problema con la HBOT es que, más allá de su acción física en la descompresión, en lo referente a su actuación celular y molecular aún no se sabe cómo funciona, si es que realmente funciona. Se asume que el mayor flujo de oxígeno facilita la cicatrización celular y dispara señales metabólicas que activan los procesos regenerativos para combatir los daños en los tejidos y las infecciones. En casos concretos de estas dos situaciones se ha mostrado eficaz, pero los mecanismos aún solo pueden explicarse a grandes rasgos. En su estudio, Harch y Fogarty se limitan a una especulación razonable en una sola frase para justificar la recuperación de Eden: «La explicación más probable es el crecimiento de las sustancias [cerebrales] gris y blanca inducido por la señalización génica hiperóxica e hiperbárica».

De hecho, los dos médicos ni siquiera están seguros de hasta qué punto la secuencia concreta del tratamiento de Eden ha sido importante o no en su recuperación: «aunque es imposible concluir de este caso individual si la aplicación secuencial de oxígeno normobárico y después HBOT es más eficaz que solo HBOT, en ausencia de HBOT la terapia normobárica de oxígeno repetitiva y de corta duración puede ser una opción hasta que la HBOT esté disponible», dice Harch en una nota de prensa.

¿Por qué entonces no se sometió a la niña a HBOT desde un principio? No se explica, pero se sospecha que la razón no es médica, sino simplemente económica; el cochino dinero. En el primer vídeo, los padres aclaran que su seguro médico no cubre la HBOT. La web de Medicare, el pálido remedo de Seguridad Social en EEUU, recoge que la HBOT está cubierta solo en ciertas circunstancias, entre las cuales no se incluyen los casos de ahogamiento, y siempre con un 20% de copago por parte del paciente. Según cifras que circulan por ahí, una hora de HBOT puede costar más de 1.000 dólares. Y dado que en sus vídeos los Carlson agradecen la ayuda de los donantes, todo indica que Eden no recibió esta terapia hasta el momento en que sus padres pudieron costearla con donaciones.

Y por supuesto, también en el caso de Eden hay un conflicto de interés que queda bien especificado en el estudio, como ahora es obligatorio en (casi) toda publicación científica, según expliqué recientemente: Harch es «copropietario de Harch Hyperbarics, Inc., una corporación dedicada a la consultoría y el testimonio experto sobre medicina hiperbárica». Es decir, que Harch posee una empresa dedicada a promover el uso de la HBOT. También es necesario destacar que el caso de Eden se ha publicado en una revista científica muy sectorial y minoritaria, Medical Gas Research, a cuyo comité editorial pertenecen tanto Harch como los dos referees o revisores que han aprobado su estudio (en las revistas de acceso abierto como esta, a menudo los nombres de los referees se hacen públicos después de la aceptación de un estudio).

¿Significa todo esto que habría que marcar el estudio con un banderín rojo de alerta? ¿Significa que la HBOT podría caer en el terreno gris cercano a la pseudociencia?

No y no. En cuanto a lo primero, ahí están los evidentes progresos de Eden. La ventaja que tienen los médicos con casos clínicos como el de la pequeña es que los resultados son indiscutibles. Incluso aunque las causas no lo sean: los propios autores reconocen las limitaciones del estudio. Y por supuesto, no hay otras Edens que no hayan seguido el mismo curso terapéutico para comparar su evolución sin terapia normobárica, sin HBOT o sin ninguna de las dos.

Respecto a lo segundo, la medicina hiperbárica se ha ensayado desde hace siglos, desde los años 30 del siglo pasado se ha empleado en submarinismo, y desde hace décadas se estudia en una amplísima gama de trastornos. Para la mayoría de ellos no hay pruebas de eficacia real, pero sí para algunos. Si se prescribe un anticatarral contra el catarro, es ciencia; si se prescribe contra el cáncer, es pseudociencia. La HBOT también se ha probado contra el cáncer, sin éxito aparente. Harch está demostrando que puede ser útil para la neurorregeneración en ciertos casos, pero aún queda mucho camino por delante.

Así que no se apresuren a comprarse una cámara hiperbárica, si es que pueden costearla. No, Michael Jackson no dormía en una de estas cámaras. Es solo un mito: la compró para un hospital local y se hizo una foto dentro de ella para alimentar su imagen excéntrica. Y lo cierto es que la HBOT también tiene sus riesgos, razón por la cual se limitan los tiempos de tratamiento. La alta presión puede perjudicar los huecos corporales rellenos de aire, como el oído interno o los senos nasales. Tampoco se apresuren a buscar el bar de oxígeno más próximo a su casa; somos seres que nacimos respirando una atmósfera con solo un 21% de oxígeno. Una dosis más alta puede ser entre inútil y muy tóxica; tal vez incluso un factor de riesgo de cáncer. Por el momento, esperemos a ver si la HBOT va superando pequeños grandes pasos como el de Eden.

Ciencia semanal: los ‘Homo erectus’ podrían haber tocado el piano

Una ronda rápida de las noticias científicas más destacadas de esta semana que termina.

Pensando como humanos desde hace 1,8 millones de años

¿Desde cuándo los humanos somos humanos? Si pudiéramos de repente introducirnos en la mente de un individuo perteneciente a una especie ancestral de la familia humana, como un australopiteco o un Homo erectus, ¿a partir de cuál de ellos nos reconoceríamos a nosotros mismos como humanos, con nuestra autoconsciencia y nuestra capacidad de raciocinio?

Esta es una de las preguntas más interesantes de la paleoantropología, y también de las más difíciles de responder. Ni siquiera podemos precisar del todo cómo siente y piensa hoy uno de nuestros parientes vivos más próximos, como el bonobo o el chimpancé; ¿cómo hacerlo para una especie que desapareció hace miles de años?

Las nuevas tecnologías y la creatividad de los científicos hoy están logrando adentrarse en terrenos que antes parecían impenetrables. En muchos casos la clave de estos avances está en la interdisciplinariedad, la comunicación entre especialistas de ramas científicas muy diversas, tanto que hasta hace unos años no podría imaginarse para qué los conocimientos de uno podrían servir al otro. Por ejemplo, y como he contado aquí en alguna ocasión, hoy los arqueólogos ya no solo emplean libros y herramientas de campo, sino que aprovechan la capacidad de herramientas físicas avanzadas como los aceleradores de partículas para desentrañar secretos de sus hallazgos que serían inaccesibles por otros medios.

La investigadora de la Universidad de Indiana (EEUU) Shelby Putt es neuroarqueóloga, una especialidad que habría parecido absurda hace unos años, ya que ni el pensamiento ni su sustrato biológico, las neuronas, dejan huellas en el registro fósil. Pero Putt ha ideado un precioso experimento para tratar de entender cómo nuestros parientes ancestrales se parecían a nosotros en sus capacidades mentales.

La neuroarqueóloga de la Universidad de Indiana Shelby Putt. Imagen de U of Iowa.

La neuroarqueóloga de la Universidad de Indiana Shelby Putt. Imagen de U of Iowa.

Putt y sus colaboradores pusieron a un grupo de voluntarios a fabricar herramientas de piedra como lo hacían los antiguos homininos en dos etapas distintas de la evolución: según la industria olduvayense, que comenzó a utilizarse hace 2,6 millones de años, o la achelense, más avanzada, cuyos primeros restos se remontan a hace 1,8 millones de años con el Homo erectus, y que se han fabricado hasta hace unos 100.000 años. Mientras los voluntarios se dedicaban a esta artesanía prehistórica, se registraba su actividad cerebral mediante una técnica avanzada no invasiva llamada espectroscopía funcional de infrarrojo cercano.

Los resultados, publicados en Nature Human Behaviour, muestran que la fabricación de las herramientas olduvayenses, más primitivas, solo requiere la actividad de regiones cerebrales implicadas en la atención visual y el control motor. Por el contrario, las achelenses activan una parte del cerebro mucho mayor, incluyendo áreas de alto nivel intelectual implicadas en la planificación. “Sorprendentemente, estas partes del cerebro son las mismas implicadas en actividades modernas como tocar el piano”, dice Putt. El estudio concluye: “La fabricación de herramientas achelenses puede tener más vínculos evolutivos con interpretar a Mozart que con citar a Shakespeare”.

Los superbichos son anteriores a los dinosaurios

Las bacterias multirresistentes, inmunes a todos los antibióticos conocidos, son hoy una de las mayores preocupaciones de epidemiólogos y especialistas en salud pública. Conocidos coloquialmente como superbichos (superbugs en inglés), estos microbios suelen anidar en los hospitales y en numerosas ocasiones provocan la muerte de pacientes ingresados por otras causas. Algunos expertos llegan incluso a dibujar un futuro atemorizador, en el que nuestros antibióticos actuales serán del todo inservibles y regresaremos a la época en que no teníamos herramientas para combatir las infecciones bacterianas.

Un nuevo estudio dirigido por Michael Gilmore, de la Facultad de Medicina de Harvard (EEUU), y publicado en la revista Cell, ha rastreado los orígenes evolutivos de un tipo de superbichos, los enterococos. Los resultados son sorprendentes: el origen de estos seres se remonta a hace 450 millones de años, en una época anterior a los dinosaurios, cuando los primeros animales estaban saliendo del agua para colonizar el medio terrestre.

Imagen de Mark Witton.

Imagen de Mark Witton.

Según los investigadores, cuando aquellos animales comenzaron a abandonar el medio acuático, llevaron con ellos los ancestros de los enterococos, y aquel cambio de hábitat fue seleccionando los genes necesarios para hacerlos resistentes a la desecación, a la falta de nutrientes y a las sustancias antimicrobianas, en lo cual está el origen de su extraordinaria resistencia a todo tipo de agresiones del medio externo. Cuatrocientos cincuenta millones de años después, es evidente que su estrategia evolutiva ha sido todo un éxito para ellos, y una seria amenaza para nosotros.

Un médico pronosticó el ciberataque

El premio al profeta de la semana se lo lleva Krishna Chinthapalli, neurólogo del Hospital Nacional de Neurología y Neurocirugía de Londres. El pasado miércoles, Chinthapalli recordaba en la revista British Medical Journal un reciente ciberataque a un hospital de Los Ángeles en el que se utilizó un virus de ransomware, que obliga a los atacados a pagar un rescate para recuperar el control de sus sistemas informáticos. El neurólogo escribía: «Deberíamos estar preparados: casi con seguridad este año más hospitales sufrirán ataques de ransomware«. Solo dos días después, un ataque con el ransomware WannaCry secuestraba el sistema británico de salud pública, entre otras muchas instituciones de varios países.

La Nebulosa del Cangrejo, vista como nunca

Les dejo con esta nueva y espectacular imagen de la Nebulosa del Cangrejo, publicada esta semana. La nebulosa es el resto de la violenta explosión de una supernova que pudo verse en el cielo en el año 1054 de nuestra era. Esta nueva imagen se ha construido superponiendo capturas en todo el espectro de luz tomadas por cinco instrumentos astronómicos: ondas de radio en rojo por el VLA, infrarrojo en amarillo por el telescopio espacial Spitzer, luz visible en verde por el Hubble, ultravioleta en azul por el XMM-Newton y rayos X en morado por el Chandra.

Nueva imagen de la Nebulosa del Cangrejo. Imagen de NASA, ESA, G. Dubner (IAFE, CONICET-University of Buenos Aires) et al.; A. Loll et al.; T. Temim et al.; F. Seward et al.; VLA/NRAO/AUI/NSF; Chandra/CXC; Spitzer/JPL-Caltech; XMM-Newton/ESA; y Hubble/STScI.

Nueva imagen de la Nebulosa del Cangrejo. Imagen de NASA, ESA, G. Dubner (IAFE, CONICET-University of Buenos Aires) et al.; A. Loll et al.; T. Temim et al.; F. Seward et al.; VLA/NRAO/AUI/NSF; Chandra/CXC; Spitzer/JPL-Caltech; XMM-Newton/ESA; y Hubble/STScI.

Pasen y vean una ilusión óptica que les dejará boquiabiertos

Uno ha visto ya tantas ilusiones ópticas que se le llega a formar callo en el órgano de la sorpresa. Por supuesto que los engaños siguen cumpliendo su función, dado que el sistema ojo-cerebro está hecho para apreciar según qué cosas de forma diferente a como son en realidad (si es que existe la realidad tal como la conocemos, pero esta es otra historia).

Una captura de la nueva ilusión de Sugihara. Imagen de YouTube.

Una captura de la nueva ilusión de Sugihara. Imagen de YouTube.

Pero lo que consigue el japonés Kokichi Sugihara está a otro nivel. Les pongo en antecedentes. Sugihara es un ingeniero del Instituto Meiji para el Estudio Avanzado de las Ciencias Matemáticas de Japón. En 2010, su nombre ya sonó en los medios de ciencia cuando construyó un elaborado montaje que ilustraba y explicaba el fenómeno de las llamadas cuestas magnéticas o gravitatorias.

Hasta en un centenar de lugares del mundo se ha descrito un insólito fenómeno: los coches, o incluso una pelota, parecen rodar solos por la carretera, pero cuesta arriba. Hará un par de décadas, recuerdo que uno de esos programas de televisión dedicados a explotar la afición humana a inventar misterios sobrenaturales donde no los hay hizo buen caldo con una de esas presuntas cuestas magnéticas en una carretera cercana a Ronda, en Málaga.

En otros lugares han ido más lejos: la llamada Magnetic Hill de Canadá sirve para dar nombre a un distrito, e incluso construyeron una variante de la carretera para desarrollar el tramo original como atracción turística: quien quiera verlo, que pague. En varios de estos lugares dispersos por el mundo se han colocado carteles en los que se ofrecen supuestas explicaciones seudocientíficas del fenómeno, como anomalías gravitatorias o magnéticas.

Pero naturalmente, no hay nada de esto, sino solo un sistema visual humano fácil de engañar. Newton sigue funcionando en todo el universo y, que se sepa, Ronda y Canadá siguen formando parte del universo. Y en el universo las cosas ruedan cuesta abajo, no cuesta arriba. Para demostrarlo, Sugihara construyó no una cuesta magnética, sino cuatro, demostrando que se trata de una ilusión óptica, un insólito efecto de la perspectiva que resulta en una impresión contraria a la realidad: parece que la carretera sube, cuando en realidad baja.

Con este proyecto, Sugihara ganó en 2010 el concurso Best Illusion of the Year. Pero si esto les ha sorprendido, a ver qué les parece la nueva creación de Sugihara, que ha merecido (extrañamente) el segundo premio en la edición del concurso de 2016. No hay trucos de vídeo, y el espejo es solo un espejo normal. Obsérvenlo, y tengan cuidado de mantener la boca cerrada, que es época de moscas.

¿Qué diablos está pasando? Según se deduce de su web (que les recomiendo visitar; es como un parque de atracciones para los ojos), Sugihara lleva décadas trabajando en el diseño de ilusiones visuales mediante objetos «imposibles» y ambiguos, en los que la pérdida de la perspectiva tridimensional en el vídeo obliga a nuestro cerebro a interpretar una geometría diferente de la real.

En el caso del espejo, tenemos dos perspectivas planas diferentes del mismo objeto: la directa, desde nuestro ángulo de visión, y la opuesta, que el reflejo nos devuelve. En realidad los objetos del vídeo no son cilindros ni prismas cuadrados, sino más bien algo intermedio entre ambos, y desde ángulos contrarios el resultado es distinto. El secreto está en el diseño de los bordes, que nuestro cerebro quiere ver planos, cuando en realidad son ondulados. Y es esta diferente distancia de nuestro punto de vista a las zonas elevadas y deprimidas de los bordes la que construye la ilusión del cilindro o el prisma. Este vídeo lo explica:

Si tienen a mano una impresora 3D y quieren probarlo ustedes mismos, aquí podrán encontrar los archivos para fabricarse su propio cilindro ambiguo. Y de propina, les dejo la última ilusión publicada por Sugihara en su web, el techo del garaje ambiguo.

El olor del pasado nos ayuda a recordarlo

Cuando Proust escribió el famoso pasaje de la magdalena, el té y el torrente de recuerdos que inundaba la mente del narrador, estaba haciendo algo más que crear un recurso literario: el autor plasmaba una filosofía del tiempo y la memoria que tradicionalmente se ha vinculado con el pensamiento de su coetáneo y conocido Henri Bergson. El filósofo explicaba que la memoria de las experiencias pasadas, con toda su carga emocional, se recuperaba a través de los estímulos primarios de los sentidos. Como el sabor de la magdalena y el té.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

El tiempo ha dado la razón a Bergson en algunos aspectos, aunque tal vez Proust debería haberse referido más bien al olor de la magdalena, y no a su sabor. El olfato y el gusto son dos sentidos que entran en juego al mismo tiempo cuando comemos o bebemos, pero es sobre todo el primero el más rico en matices. Solo percibimos cinco tipos de sabores (puede que seis), mientras que el repertorio olfativo es inmenso incluso para una especie de nariz torpe como los humanos. El número de olores diferentes que podemos detectar prácticamente no tiene límite, y ni siquiera tenemos nombres específicos para ellos: los llamamos por aquello que los produce.

Lo poco que todavía conocemos el olfato se revela en algo sorprendente que hemos sabido en los últimos años: los receptores de olor no solo están presentes en la nariz, sino también en otros órganos y tejidos como el tubo digestivo, músculo, corazón, páncreas, hígado, pulmón y piel. Incluso, al menos en los ratones, hay receptores de olor en los testículos. ¿Para qué? Aún no está muy claro. Pero lo que sí conocemos es la capacidad evocadora de los olores, como ya intuyó Bergson. Como al narrador de Proust, son capaces de traernos a la memoria recuerdos muy remotos junto con los sentimientos que los acompañan, y sin la interferencia de un relato verbal.

Esto último se apoya también en otro rasgo único del olfato: mientras que la información de los demás sentidos pasa por una especie de estación intermedia, el tálamo, antes de dirigirse hacia las sedes del cerebro donde se procesa, los olores entran directamente y sin escalas desde el epitelio de la nariz hacia su destino, el bulbo olfatorio. A nivel práctico, esto se traduce para nosotros en que el olfato tiene ese carácter intuitivo y primario, algo que se refleja también en el lenguaje: me da en la nariz…

La relación entre olfato y memoria ha sido explotada por los científicos para estudiar cómo se forman nuestros recuerdos, cómo se reactivan y cómo se almacenan a largo plazo. Hoy sabemos que las memorias se forman en el hipotálamo, y que durante el sueño se trasladan a la corteza cerebral donde se consolidan como recuerdos a largo plazo. Y los olores ayudan a esta consolidación, como demuestra un nuevo estudio de la Universidad de Montreal (Canadá).

Otras investigaciones han explorado el papel de los estímulos durante el sueño en la formación de la memoria. Aunque aquel mito del aprendizaje de conocimientos escuchando durante el sueño que planteaba Huxley en Un mundo feliz hoy no parece factible, sí es cierto que la reactivación de los recuerdos durante el sueño a través de ciertos estímulos puede ayudar a reforzar el aprendizaje en algunos casos.

Y en esto el olfato tiene una ventaja: «El tálamo sirve en parte como una puerta de acceso de información que se cierra parcialmente durante el sueño, para que podamos dormir sin interferencias de los estímulos que nos rodean», me cuenta el primer autor del estudio, Samuel Laventure. Pero como ya hemos dicho, el olfato no pasa por el tálamo. «Esto sugiere que la estimulación olfativa durante el sueño puede ser particularmente eficaz en comparación con la auditiva».

Los investigadores sometieron a un grupo de voluntarios al aprendizaje de ciertas tareas motoras al mismo tiempo que se les presentaba un estímulo olfativo, olor a rosas. A continuación comprobaron cómo los sujetos recordaban lo aprendido al día siguiente, después de una noche de sueño. Los resultados muestran que el aprendizaje se reforzaba cuando a los voluntarios se les presentaba durante el sueño el mismo olor a rosas que estaba presente durante el experimento. Se supone que la presentación del estímulo reactiva el recuerdo, ayudando en el proceso de consolidación de la memoria transitoria en el hipotálamo como memoria a largo plazo en el córtex.

Además, los investigadores comprobaron que esta estimulación olfativa durante el sueño funcionaba cuando se aplicaba en la fase 2 del sueño no-REM/MOR (NREM2), que se ha asociado previamente a esta consolidación de la memoria. Laventure precisa que «los procesos de consolidación de la memoria motora se producen en gran medida, pero no exclusivamente, durante el sueño NREM2». El estudio, publicado en la revista PLOS Biology, muestra además que la estimulación olfativa deja en el encefalograma una firma típica de la consolidación de la memoria, un patrón de ondas cerebrales llamado husos del sueño (sleep spindles). «Solo la estimulación durante NREM2 produjo cambios significativos en los husos del sueño», aclara el coautor del estudio.

El trabajo de Laventure y sus colaboradores se refiere solo a la memoria motora, no a la declarativa, la que asociamos con los recuerdos. Pero otros estudios sugieren que también es posible reactivar este tipo de memorias mediante estímulos recibidos durante el sueño, mientras el olfato permanece activo, siempre dispuesto a llevarnos de viaje al pasado en busca del tiempo perdido.

Tonterías que se dicen: la inteligencia se hereda de la madre

Desmontar un titular bonito nunca luce; es como recoger la casa después de una fiesta. El problema es que internet ofrece a cualquier aseveración acientífica o seudocientífica el título de verdad por un día, engordando por un mecanismo de reacción en cadena. Y como en los terremotos, luego quedan las réplicas, retroalimentadas por un mecanismo circular típico de las seudociencias.

Los que tenemos como profesión contar la ciencia tenemos dos maneras de tomarnos estos casos: una, en *modo ironía*; otra, en *modo gravedad*, como si se estuviera atacando algún principio sagrado, lo que nos convierte en antipáticos inquisidores modernos. No es agradable ni para uno mismo. El problema es que, con tan buenos y buenas periodistas de ciencia en paro (me consta), leer barbaridades escritas sin el menor criterio ni conocimiento sí agravia y ofende a quienes no reciben de los medios la confianza para poner ese buen criterio y conocimiento al servicio de la información y educación científica del público.

Imagen de J. Y.

Imagen de J. Y.

Esta entradilla viene a cuento de un artículo sobre el que me ha alertado mi amiga y vecina de blog Madre Reciente, publicado en la web guiainfantil.com y titulado «La inteligencia se hereda de las madres». Después de leerlo casi he tenido que ser atendido de urgencias (modo ironía).

El artículo en cuestión sostiene que la madre, más que el padre, transmite a sus hijos los genes relacionados con el «cociente intelectual», ya que «el gen de la inteligencia se encuentra en el cromosoma X» y «como la madre aporta dos cromosomas X (XX), tendría el doble de posibilidades de transmitirla». Por el contrario, del padre se heredan las emociones. La inteligencia, prosigue el artículo, se hereda en un 60%, y luego lleva un impuesto de sucesiones del 40% (perdonen, se me escapa el modo ironía).

El artículo cuenta también un experimento con ratones afirmando que se crearon animales con «más genes paternos o maternos», que estos últimos tenían el cerebro más grande, y que el cerebro tiene, como en la maravillosa película Del revés, dos islas, una de «la alimentación, la supervivencia y el sexo», y otra de «el desarrollo del lenguaje, la inteligencia, el pensamiento y la planificación». Y parece que las células, según tengan más genes paternos o maternos, van a una isla o a la otra.

Quiero aclarar que esto no pretende ser un ataque personal contra la autora del artículo, cuya competencia profesional no cuestiono en materias ajenas a la ciencia. Estoy seguro de que yo escribiría barbaridades del mismo calibre si tuviera que escribir un artículo sobre fútbol, tenis o Fórmula 1. Más bien la responsabilidad es del medio, de ese y de tantos otros, que prescinden de los especialistas pensando que todo el mundo puede escribir sobre ciencia simplemente copiando lo que dicen otras webs, fomentando esa reacción en cadena de la que hablaba. También soy periodista y conozco la presión a la que estamos sometidos, pero nunca debemos permitir que esta presión llegue a quebrantar la ética periodística que esconde un titular.

Como decía Bilbo Bolsón, ¿por dónde empezar? ¡Ah, sí! Comencemos por la premisa inicial, la que según el artículo la ciencia «afirma y confirma»: que el «gen de la inteligencia» se encuentra en el cromosoma X, como al parecer «demostró» el científico estadounidense Robert Lehrke.

¿Quién era Robert Lehrke? Apenas se encuentra información sobre Robert Gordon Lehrke, psicólogo clínico del Hospital Estatal de Brainerd, en Minnesota, que en 1968 leyó su tesis doctoral titulada Sex-linked mental retardation and verbal disability (Retraso mental ligado al sexo y discapacidad verbal). Su área de especialización fue lo que entonces se llamaba «retraso mental». Más allá de su tesis doctoral, que luego se editó en formato de libro, Lehrke apenas dejó un par de estudios publicados, dado que no era un investigador, sino un facultativo. Uno de ellos, un estudio teórico, apareció en 1972 en la revista American Journal of Mental Deficiency, bajo el título «Theory of X-linkage of major intellectual traits» (teoría de vínculo al cromosoma X de rasgos intelectuales principales).

Dado que se trataba solo de una hipótesis sin ninguna demostración, el artículo de Lehrke fue publicado junto con comentarios de otros tres expertos, a los que el propio psicólogo también respondía. Su propuesta resumía el trabajo de su tesis. Trabajando con pacientes con discapacidad mental, había observado un mayor número de hombres que de mujeres en esta población. Examinando un caso descrito en 1943 por Martin y Bell de una familia en la que la discapacidad mental afectaba solo a los hombres, y añadiendo sus propias observaciones, Lehrke propuso que el cromosoma X contenía uno o varios genes cuyas mutaciones producían «retraso mental».

Y de hecho, en esto Lehrke estaba en lo cierto. En esto (y solo en esto, como voy a explicar) su intuición fue visionaria, ya que posteriormente se han identificado hasta 70 síndromes de discapacidad mental ligados al cromosoma X, según una revisión de 2005. Uno de los más conocidos es el Síndrome X Frágil, la segunda causa genética más frecuente de discapacidad mental después del Síndrome de Down, y la enfermedad del caso de Martin y Bell.

Pero en referencia al artículo citado y a otros que probablemente le han servido de inspiración, lo curioso es que sus autores se pasmarían si supieran qué era en realidad lo que Lehrke defendía, porque era justo lo contrario de lo que suponen. Por plantear un símil bastante bestia, lo reconozco, pero también muy intuitivo, sería como si una persona judía se basara en la ciencia nazi para justificar que ellos son diferentes. Lo explico.

La única que parece escribir sobre el trabajo de Lehrke habiéndolo leído antes es Anne Fausto-Sterling, bióloga y genetista estadounidense que ha dedicado su larga y premiada carrera a las cuestiones de género, sobre todo a derribar las falacias presuntamente científicas sobre los roles de ambos sexos. En su libro Myths of Gender: Biological Theories about Women and Men (Los mitos de género: teorías biológicas sobre las mujeres y los hombres), Fausto-Sterling atacaba el machismo de la teoría de Lehrke cuando este afirmaba que, del mismo modo que había más hombres con discapacidad mental, también había mayor proporción de genios, ya que en las mujeres la inteligencia se promediaba entre ambas copias de su cromosoma X, dando como resultado un nivel intelectual medio inferior. No se pierdan lo que Lehrke escribía:

Es altamente probable que factores genéticos básicos, y no el chovinismo masculino, expliquen al menos en parte las diferencias en el número de hombres y mujeres en los puestos que requieren los más altos niveles de capacidad intelectual.

Resumo: Lehrke pensaba que había una razón genética para que las mujeres, según él, estén menos capacitadas de cara al desempeño de trabajos intelectuales. Así, la reformulación correcta del titular del trabajo de Lehrke sería que los hombres heredan la inteligencia de sus madres, y las mujeres heredan la falta de ella.

Pero naturalmente, Lehrke estaba completamente equivocado, como bien se encarga Fausto-Sterling de argumentar aportando datos de la ciencia actual. El problema de Lehrke (aparte de la inevitable sospecha de que trataba de sostener un prejuicio propio) era que extendió sus conclusiones mucho más allá de lo que sus observaciones le permitían. Una cosa es que el cromosoma X contenga ciertos genes cuyas alteraciones provoquen discapacidad mental. Pero de ahí a pensar que ciertas variantes de esos mismos genes le hagan a uno más listo no solo es aventurado, sino que es erróneo. Imaginen un gen críticamente implicado en el desarrollo del ojo. Sus mutaciones podrían resultar en malformaciones, pero esto no significa que algunas formas de ese gen puedan producir ojos más perfectos, más grandes o en mayor número. Simplemente, si el gen funciona como debe, se producen ojos.

El motivo por el que hay más discapacidades mentales en los hombres es el mismo por el que hay más de cualquier otro trastorno ligado al cromosoma X: las mujeres tienen un backup, un segundo cromosoma X que suple las funciones si hay genes alterados. No es que, como dice el artículo, «como la madre aporta dos cromosomas X (XX), tendría el doble de posibilidades de transmitir» nada; no hay una lotería con un bombo en el que se meten dos bolas de un cromosoma para ver si así toca más fácilmente. La madre aporta (siempre) un (y solo un) cromosoma X; en el caso de las niñas, el padre aporta otro. Pero los hombres no tenemos ese backup, por lo que muchas enfermedades genéticas ligadas al X, como la hemofilia, se manifiestan en hombres, mientras que las mujeres son solo portadoras asintomáticas.

Pero además, no existe el gen de la inteligencia, ni varios. Como tampoco hay un gen de la simpatía o del gusto por la danza clásica. Solo unos pocos rasgos parecen (cada vez menos según avanza la investigación genética) ligados a un solo gen. El resto, sobre todo rasgos complejos como la (si es que alguien es capaz de definirla) inteligencia, dependen de muchísimos genes con una interdependencia enormemente compleja. Un gen no produce pelo rubio, orejas grandes o nariz respingona; los genes solo producen proteínas. Y estas participan en multitud de procesos del organismo que interactúan entre sí a través de redes inmensamente complicadas de cascadas bioquímicas, moduladas además por la influencia del entorno en el sentido más amplio, y que resultan en lo que conocemos como fenotipos.

En cuanto al asunto de los porcentajes, a lo largo del siglo XX se desató en la comunidad científica un debate heredado desde el darwinismo llamado Nature versus Nurture, o innato contra adquirido, destinado a determinar cuál era la parte de un rasgo complejo, como las conductas, atribuible a la genética, y cuánto era causado por el ambiente. Este debate se considera hoy abandonado porque la naturaleza de esos rasgos es demasiado compleja incluso individualmente, y más aún con la irrupción de la epigenética que determina la función génica según modificaciones químicas del ADN no codificadas en la secuencia. Hoy se considera que el debate no tiene sentido porque es seudocientífico, es decir, no hay una respuesta demostrable (o más bien falsable); cualquier afirmación que encuentren por ahí sobre porcentajes genéticos y ambientales pertenece al territorio de la autoayuda y la charlatanería, pero no al de la ciencia.

Frenología. Imagen de Wikipedia.

Frenología. Imagen de Wikipedia.

Me quedaría comentar el relato que hace el artículo del experimento de los ratones, pero creo que ya me he extendido demasiado por hoy y que el asunto ha quedado suficientemente claro. Baste decir que, ¡por favor!, la película Del revés, aunque magnífica, era solo eso, dibujos animados; en realidad la tristeza no es un muñequito azul con jersey de cuello vuelto. El cerebro no tiene islas. No hay un trozo de cerebro que podamos poner encima de la mesa y decir: ahí está el sexo, o la soledad. Ojalá: si una persona sufriera un traumatismo encefálico grave, como un disparo en la cabeza, el médico podría decir a los familiares del paciente: «Ha tenido suerte porque solo le ha afectado a la región de la planificación; no podrá volver a hacer planes en el resto de su vida, pero por lo demás estará estupendamente».

Y naturalmente, tampoco el tamaño del cerebro tiene absolutamente nada que ver con la inteligencia. Tamaño y áreas discretas fueron las bases de una teoría del siglo XIX llamada frenología que fue desacreditada en el XX. Ironías del destino, tras la muerte de su impulsor principal, el alemán Franz Joseph Gall, el análisis de su cerebro reveló que su tamaño era inferior a la media, como también era más pequeño de lo normal el de Albert Einstein.

En resumen, la inteligencia se hereda en parte de la madre, en parte del padre, en parte se ve afectada por innumerables factores ambientales, y en parte se desarrolla con esfuerzo y ejercicio mental, aunque nadie puede ni podrá jamás determinar en qué partes; ni en general, ni individualmente. Y en cuanto al artículo, y recordando aquel curso de ética periodística que hace unos años impartía Juanjo de la Iglesia en el Caiga quien caiga, el titular adecuado habría sido «las discapacidades mentales están más frecuentemente ligadas al cromosoma X». Claro que este titular no solo es algo ya conocido desde hace casi medio siglo, sino que tampoco tendría tantos retuits.

Más razones para sospechar que el alzhéimer es un peaje evolutivo

No se puede ser bueno en todo; quien mucho abarca, poco aprieta, y no se puede estar en misa y repicando. Son expresiones populares y refranes que condensan lo que en su aplicación a la biología se conoce como trade-offs evolutivos (peajes, en mi traducción libre), y que expliqué ayer. Para ahorrarles el clic, resumo que desde tiempos de Darwin se sabe que las adaptaciones ventajosas al entorno a menudo tienen un precio, en forma de otras desventajas asociadas que pueden ser más o menos perjudiciales según el caso, pero de modo que el balance final compensa. El repertorio de adaptaciones de los seres vivos al medio en el que viven es como una sábana demasiado pequeña; si se tira de ella para cubrir una parte del cuerpo, otra tirita de frío.

En el caso de los humanos, es natural que existan estos trade-offs. Los peajes aparecen con frecuencia en casos de hiperespecialización. Y para hiperespecializados, nosotros: los Homo sapiens somos un ejemplo extremo del problema de tener todos los huevos en la misma cesta. De las millones de especies que habitan este planeta, actualmente solo una, nosotros, ha discurrido por el camino evolutivo de desarrollar la capacidad intelectual que nos permite hacer cosas como escribir este artículo o leerlo. De hecho, quienes más cerca estuvieron también de ello, como los neandertales, sufrieron el destino de la extinción.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Este camino no es una vía hacia ninguna clase de perfección, sino simplemente una opción evolutiva más, que en el caso del ser humano le ha resultado ventajosa; pero la típica estampa de los homininos primitivos caminando en fila detrás de un humano moderno ha transmitido la falsa impresión popular de que la evolución es lineal y que nuestros ancestros eran personas a medio hacer cuyo propósito era servir de modelos intermedios, como en una serie de fotos de un edificio en construcción. La biología no funciona así: en cada momento de la historia, cada una de las especies antecesoras del Homo sapiens estaba bien adaptada a sus circunstancias, como demuestra su éxito evolutivo. Chimpancés, gorilas y orangutanes no están a medio evolucionar, como falsamente sugieren las mil y una películas de El planeta de los simios; de hecho, son inmejorablemente aptos para sobrevivir en su entorno, y hay estudios que sugieren que los chimpancés están realmente más evolucionados que nosotros, ya que su selección natural ha sido más intensa.

Entre los trade-offs estudiados en los humanos hay algunos relacionados con la reproducción. Por ejemplo, los altos niveles de testosterona en los hombres son beneficiosos durante la juventud, pero exponen a mayor riesgo de cáncer de próstata en la vejez. También se cree que la existencia de una reserva de ovocitos en el ovario femenino para toda la vida fértil tiene la ventaja de generar ciclos regulares, lo que facilita la regulación de la reproducción; el inconveniente aparece cuando se agota esta reserva, con la menopausia y sus síntomas.

Pero como es natural, gran parte de los trade-offs propuestos para los humanos afectan a nuestro rasgo más sobresaliente, el cerebro. En 2011, un estudio reveló que la típica reducción del volumen cerebral que aparece en los humanos con la llegada de la vejez no existe ni siquiera en nuestros parientes más próximos, los chimpancés, y que parece estar relacionada con nuestra mayor longevidad. Los investigadores planteaban la posibilidad de que se trate de un trade-off evolutivo cuya contrapartida es la propensión a desarrollar enfermedades neurodegenerativas propias de la edad, como el alzhéimer.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

También en 2011, una revisión sobre el enfoque evolutivo del alzhéimer repasaba varias propuestas relativas a cómo los sofisticados procesos destinados a construir y estabilizar nuestra estructura cerebral, manteniendo una plasticidad necesaria durante la larga maduración humana, pueden tener un coste bioenergético en forma de lesiones a edades avanzadas. Algunos investigadores sugieren que el riesgo de padecer alzhéimer a los 85 años es del 50%, y que si llegáramos a cumplir los 130 todos los humanos lo padeceríamos.

Los autores de la revisión, Daniel Glass (Universidad Estatal de Nueva York) y Steven Arnold (Universidad de Pensilvania), destacaban un dato curioso: de los tres alelos (versiones de un gen) de la apolipoproteína E (APOE) que se relacionan diferencialmente con el riesgo de padecer alzhéimer, el que se asocia con un mayor riesgo, APOE ε4, es la forma ancestral que aparece en nuestros parientes y ancestros evolutivos. La forma neutral y la ventajosa (ε3 y ε2 respectivamente) han aparecido exclusivamente en los humanos. ¿Por qué el alelo ε4 sencillamente no ha desaparecido? Una respuesta evidente sería que no afecta a esa «reproducción del más apto» en la que ayer dejábamos la expresión de Darwin. Pero parece que hay algo más; el gen APOE está implicado en muchos procesos, y algunos estudios sugieren que el alelo ε4 confiere otras ventajas, como protección frente al riesgo cardiovascular en respuesta a estrés mental (el típico infarto por susto), frente al daño hepático inducido por virus, y frente al riesgo de abortos espontáneos. De nuevo, un caso de la pleiotropía antagónica que definíamos ayer; es decir, más trade-offs.

Así, el estudio que comenté anteriormente no es el primero que propone la posibilidad de que el alzhéimer sea un trade-off evolutivo que impondría una restricción esencial a la prolongación de nuestra longevidad. En este nuevo trabajo, los investigadores revelan que dos de los genes que muestran señales de selección positiva en humanos son SPON1, que participa en la construcción del andamiaje de los axones y se une a la proteína precursora amiloide impidiendo su ruptura, y MAPT, responsable de la proteína tau que estabiliza la estructura en la que se apoyan las neuronas. Curiosamente, ambas son responsables de nuestra avanzada estructura cerebral, y sus hipotéticos fallos de funcionamiento producirían precisamente dos de los síntomas típicos del alzhéimer, la acumulación de beta amiloide y las madejas de proteína tau. A la vista de estos resultados, la sospecha de que el alzhéimer es el resultado de un trade-off evolutivo parece casi inmediata.

La conclusión es que tal vez esto no nos deja demasiada esperanza a la hora de luchar contra algo que los clínicos ven solo como una enfermedad (y desde el punto de vista patológico no cabe duda de que lo es), pero que para muchos biólogos es además algo más profundo y complejo, el doloroso peaje evolutivo de una larga vida. Como decíamos arriba, los humanos actuales no somos una forma perfecta de nada, sino otra especie más en su incesante camino evolutivo. Y en este breve instante de la historia de la vida en la Tierra que es la civilización, los humanos padecemos alzhéimer.

Si acaso, nuestros descendientes lejanos podrían tener algo más de suerte: dado que actualmente el alelo de APOE más prevalente en la población es el neutral ε3 –el 95% de los humanos tiene al menos una copia–, y que tal vez esto sea simplemente un efecto de la deriva genética (fenómeno que, a diferencia de la selección natural, conserva y extiende en las poblaciones versiones de los genes que no son beneficiosas ni perjudiciales, sino simplemente neutras), según Glass y Arnold sería de esperar que en el futuro el alelo dañino ε4 desapareciera de las poblaciones humanas. Así, al menos el alzhéimer no sería una funesta inevitabilidad para los futuros humanos que sobrepasarán con creces el siglo de vida.

El autismo, ¿una insospechada conexión entre el intestino y el cerebro?

La semana pasada comentaba aquí un campo científico emergente que está ganando momento y sentando un nuevo paradigma: la capacidad de la microbiota intestinal humana, las bacterias que viven en nuestras tripas, para influir sobre el funcionamiento de nuestro cerebro. El puente que establece este eje intestino-cerebro aún necesita de mucha investigación para ofrecernos una imagen nítida, pero lo más plausible es que se trate de mecanismos neuroendocrinos.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Entre los desórdenes neurológicos que podrían esconder una relación insospechada con las bacterias intestinales, los expertos han propuesto la depresión, la ansiedad, el dolor crónico y los trastornos del espectro autista. En este último caso, ciertos experimentos han encontrado vínculos causales demostrados que apoyan la credibilidad de otros estudios epidemiológicos. Como insisto siempre, la asociación estadística de datos puede conducirnos a desastrosos errores si las correlaciones no vienen con unos buenos cimientos experimentales, como está sucediendo últimamente con recomendaciones dietéticas que se tambalean cuando las pruebas no las sostienen.

Ahora, un nuevo estudio aporta un cable más a este puente que parece tenderse entre el autismo y la microbiota. Pero no es un estudio muy al uso, como tampoco su autor es un científico al uso. John Rodakis estudió biología molecular, una formación que unió a su MBA en la Escuela de Negocios de Harvard para dedicarse a la inversión de capital riesgo en empresas tecnológicas y biomédicas, un terreno en el que parece moverse con enorme éxito. Hay otro dato fundamental en su biografía: Rodakis es padre de un niño con autismo.

Como otros padres en parecida situación económica y personal, Rodakis ha emprendido un mecenazgo para dedicar una parte de su fortuna a la investigación sobre el trastorno que afecta a su hijo. Pero con una diferencia que claramente denota su formación científica: en lugar de sumar su esfuerzo a la corriente, como suele ser habitual, su fundación N Of One «se centra en la investigación emergente sobre el autismo que no está recibiendo financiación adecuada en relación a su mérito científico, en especial la investigación que trata las observaciones de padres y médicos como pistas potenciales sobre cómo funciona el autismo», en palabras de la propia institución.

Salvando casos particulares que incluso han merecido llevarse al cine (El aceite de la vida o Medidas extraordinarias), el mecenazgo en la investigación –de mayor tradición anglosajona– no suele fijarse en enfoques científicos alternativos, sino que habitualmente favorece a los investigadores líderes que representan el llamado mainstream (o corriente principal), o bien atiende sectores desasistidos por su impacto minoritario en la población general –como el de las enfermedades raras– pero sin abrir necesariamente abordajes nuevos. Como biólogo de formación, Rodakis tiene probablemente el criterio para apreciar que la posible conexión intestino-cerebro no es un fenómeno paranormal, sino que tiene un fundamento científico. Pero no es esta la única razón por la que está tanto preparado para evaluar este enfoque como interesado en financiarlo. Además, es su propia experiencia personal la que le guía.

Todo comenzó el día de Acción de Gracias de 2012, una festividad tradicional en EE. UU. Rodakis visitaba a unos parientes con su mujer y sus hijos cuando advirtió que los dos niños habían contraído amigdalitis, las típicas anginas. En el centro de urgencias, el médico de guardia les prescribió amoxicilina, un antibiótico comodín. La sorpresa llegó cuando el fármaco no solo curó la infección de los niños, sino que uno de ellos, diagnosticado con autismo moderado a grave, pareció mejorar de sus síntomas con el tratamiento.

«Comenzó a establecer contacto visual, que antes evitaba; su habla, que estaba seriamente retrasada, empezó a mejorar marcadamente; era menos rígido en su insistencia de costumbres y rutinas», escribe Rodakis en su estudio, publicado en la revista Microbial Ecology in Health and Disease y de libre acceso. El autor añade que el niño se mostraba más activo y que incluso comenzó a montar en un triciclo que sus padres le habían regalado seis meses antes y al que hasta entonces no había prestado atención.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Los progresos del niño también sorprendieron a los médicos, que no estaban informados de la circunstancia del antibiótico. Para sistematizar y confrontar los datos, Rodakis utilizó un software con el que registraba y evaluaba 20 parámetros del autismo. «Confío en que las mejoras que vimos eran reales, significativas y sin precedentes», resume. «Animaría a cualquier padre/madre que crea que está observando un fenómeno similar a que tome notas detalladas y cuidadosas y a que obtenga tanta documentación en vídeo como le sea posible, porque esa información puede ser útil en el futuro», añade.

A continuación, Rodakis investigó si había más casos descritos como el suyo, y descubrió que otros padres compartían sus observaciones (aunque en ciertos casos, por el contrario, los antibióticos parecían agravar los síntomas). Encontró también un único estudio previo, publicado en 2000 a partir de un ensayo realizado en un hospital de Chicago, en el que otro antibiótico –vancomicina– también mejoró los síntomas de autismo. Por último, el autor indagó en el campo emergente de la conexión intestino-cerebro y encontró que otros estudios sugerían una relación entre la microbiota intestinal y algunas condiciones cognitivas y funcionales del cerebro, entre ellas el autismo.

Con todo ello Rodakis, que como inversor profesional parece ser un tipo de soluciones concretas, tomó varias medidas. Primera, crear su fundación N of One, una expresión empleada en inglés para designar un ensayo clínico con un solo paciente. Segunda, reunir un equipo científico multidisciplinar para investigar la conexión microbiota-autismo desde distintos enfoques. Tercera, organizar y patrocinar el Primer Simposio Internacional del Microbioma en la Salud y la Enfermedad con Especial Atención al Autismo, que se celebró en junio de 2014 en Arkansas. Y cuarta, reunir las presentaciones del simposio y un artículo relatando su propio caso en un número especial sobre microbioma y autismo de la revista Microbial Ecology in Health and Disease. Se trata de una publicación revisada por pares, aunque minoritaria y con un índice de impacto histórico muy bajo; pero por su planteamiento y desarrollo formal, quizá el artículo de Rodakis no habría encajado en muchas de las revistas más habituales.

Naturalmente, Rodakis admite que aún es pronto para definir el peso real del microbioma en el desarrollo y evolución del autismo, y que este vínculo no será aplicable a todos los casos. Tratándose de un amplio espectro de trastornos, tal vez apuntar a una única causa común sería como intentar hacer lo mismo con el cáncer. Al autismo se le atribuye un componente genético; la última prueba ha llegado también esta semana en la revista Nature, en la forma de un gen llamado CTNND2 que parece estar involucrado en casos de autismo familiar. Además, los estudios neurológicos han mostrado que existe una huella del autismo en el cableado neuronal, sugiriendo que cualquier tratamiento farmacológico siempre estaría limitado por factores estructurales.

Tampoco Rodakis pretende que los antibióticos sean una opción terapéutica aceptable, ni siquiera para los casos susceptibles. Pero como buen biólogo, sabe que el hecho de comprobar un efecto importa más que el hecho de que el efecto sea favorable o contraproducente: si hay un efecto, es que existe una interacción, y esta siempre puede manipularse para orientarla hacia el resultado deseado. Ahora, argumenta Rodakis, se trata de emplear los antibióticos como herramientas de investigación para ayudar a definir el mecanismo de esa interacción. Y una vez comprendido este mecanismo, si es que existe y si es que llega a comprenderse, tal vez se abra un nuevo campo de batalla en el tratamiento y la prevención del autismo.

La conexión cerebro-tripas, un nuevo paradigma científico

Contrariamente a lo que suelen creer quienes prefieren vivir al margen de la ciencia –lo cual es tan respetable como vivir al margen del arte, la literatura, el aeromodelismo, la política o el fútbol (de hecho, un servidor prefiere vivir al margen de los dos últimos)–, el conocimiento científico no es una torre de marfil intocable habitada por intelectuales prepotentes que miran con displicencia el hormiguero de ignorantes que discurre bajo sus pies. Pero para qué tratar de convencer a nadie de esto. El caso es que, a pesar de las resistencias al cambio de todo establishment, la ciencia continúa abierta a nuevos paradigmas que revuelvan las tripas de su actual organismo más o menos razonablemente estable. Mucho más abierta que el arte, la literatura, la política o el fútbol. Sobre el aeromodelismo, no podría decir.

El caso es que los vendedores de alimentos probióticos llevan años tratando de vendernos la idea de que el bienestar de las tripas repercute en una saludable higiene mental. Y durante años, la ciencia formal ha ignorado estas proclamas, que con mucha frecuencia desprenden un tufillo holístico a cantos de ballenas. Y sin embargo, las cosas están cambiando. En los últimos años se ha venido acumulando un cierto volumen de estudios que establecen una conexión insospechada entre los sistemas digestivo y nervioso central. Insospechada hasta cierto punto, porque lo cierto es que haber conexiones, haylas. Primero, obviamente hay un vínculo estructural, el nervio vago. Segundo, el sistema inmunitario hace masa en torno al tubo digestivo; y aunque el sistema nervioso central tiene su propia alambrada de protección (la llamada barrera hematoencefálica), está muy bien vigilado y protegido por la defensa innata. Y tercero, algunas bacterias de la flora intestinal producen compuestos con efecto neurotransmisor.

El nervio vago, en una ilustración de la clásica Anatomía de Gray. Imagen de Wikipedia.

El nervio vago, en una ilustración de la clásica Anatomía de Gray. Imagen de Wikipedia.

Este último, el de las bacterias, es el aspecto crítico que traigo aquí hoy. La insospechada conexión radica en la posibilidad de que la flora intestinal desempeñe un papel en las funciones cognitivas y conductuales del sistema nervioso central. Es decir, que los bichos de nuestro intestino pueden mandar sobre nuestro cerebro. Y esto es algo que nadie habría creído hace unos años. Pero como digo, al revisar la literatura científica ya va siendo imposible ignorar tal posibilidad. Hoy mismo me he topado con un nuevo estudio en la revista eLife en el que se establece una asociación entre la relación social de los babuinos y su microbiota intestinal. Aunque en el estudio no se sugiere que sean las bacterias las que modulan las redes sociales, sino que es el contacto entre individuos el que perfila sus poblaciones microbianas, estudios como este tienen ahora un nuevo enfoque que se resume en estas palabras, pertenecientes a una revisión sobre el eje intestino-cerebro publicada en 2013 en la revista Protein Cell:

La comunicación entre el intestino y el cerebro, conocida como eje intestino-cerebro, está tan bien establecida que el estado funcional del intestino siempre se relaciona con la condición del cerebro. Las investigaciones sobre el eje intestino-cerebro se han centrado tradicionalmente en cómo el estado psicológico afecta la función del tracto gastrointestinal. Sin embargo, pruebas recientes sugieren que la microbiota del intestino se comunica con el cerebro a través del eje intestino-cerebro para modular el desarrollo cerebral y los fenotipos de comportamiento.

En otras palabras: lo que ocurre en nuestras tripas puede condicionar lo que sucede en nuestro cerebro, más allá de que un ataque de ardor nos ponga de mala leche. En este caso, quienes manejan los mandos son las bacterias de nuestro intestino. El pasado noviembre, la revista Nature cubría este tema en su sección de noticias, destacando que en 2014 el Instituto Nacional de Salud Mental de EE. UU. financió con un millón de dólares un nuevo programa dedicado a investigar la conexión microbioma-cerebro, y que esta novísima área de investigación fue objeto de un simposio dentro del congreso anual de la Sociedad de Neurociencias de aquel país.

En el congreso, varios investigadores presentaron las pruebas disponibles de que la microbiota o población microbiana intestinal puede influir en determinadas condiciones neurológicas, posiblemente a través de mecanismos neuroendocrinos. A mis humildes ojos, esto es casi lo más parecido a un nuevo paradigma que hemos vivido desde hace años en biología. El hecho de que el ecosistema microbiano de nuestro intestino no solo influya en nuestra salud física, sino también mental, puede abrir un enorme campo de investigación en torno a hipótesis que solo hace unos años habrían parecido descabelladas; porque cuando hablamos de comportamiento podemos referirnos, como señalan los investigadores en una revisión en la revista The Journal of Neuroscience que resume lo presentado en el congreso, a trastornos como «desórdenes del espectro autista, ansiedad, depresión y dolor crónico».

Mucho cuidado. La ventaja de una nueva vía de investigación es que todas las posibilidades están abiertas, pero también que aún es casi todo lo que se desconoce. Sería una lamentable consecuencia que algún paso en falso creara expectativas sobre nuevas vías de tratamiento o paliación de tastornos graves o que hoy resultan incurables. Pero tampoco se puede soslayar lo que muestran los resultados experimentales ya publicados. En 2013, un equipo de investigadores del Instituto Tecnológico de California y la Facultad de Medicina Baylor de Houston, dirigido por el microbiólogo Sarkis Mazmanian, publicó un estudio en la revista Cell mostrando que un modelo de ratón con ciertos síntomas de autismo asociados a trastornos gastrointestinales presentaba niveles deficientes de una bacteria de la flora llamada Bacteroides fragilis, y que los síntomas de los ratones mejoraban al repoblar sus intestinos con este microbio. La posible conexión es una molécula llamada 4-etilfenilsulfato, un metabolito bacteriano que aparecía elevado en los ratones afectados y cuya inyección en ratones normales provocaba los mismos síntomas. A todo esto hay que añadir que Cell es la primera revista del mundo en bioquímica y biología molecular.

No es el único estudio que sugiere una conexión entre la microbiota y los trastornos del autismo. También en 2013, una investigación publicada en la revista PLOS ONE descubría una reducción de las bacterias fermentadoras en el tubo digestivo de un grupo de 20 niños con trastornos del espectro autista y síntomas gastrointestinales, descartando la posibilidad de que fuera un efecto debido a la dieta. Y en los próximos días contaré un nuevo estudio que aporta más indicios en la misma dirección.

Repito e insisto: al tratarse de un nuevo campo de investigación, los resultados deben tomarse con extrema cautela, y nadie se atrevería a aventurar que de todo esto pueda derivarse algún tratamiento clínico de utilidad. Aún estamos en la caverna de Platón, y las cadenas acaban de caerse.