Entradas etiquetadas como ‘historia’

Conque esto era el futuro. ¿Y bien?

En esta última semana antes de las vacaciones de verano, me ha dado por practicar el arriesgado ejercicio de echar la vista atrás y recapitular qué significa este año 2014 en el contexto de ese lugar llamado futuro al que inevitablemente debíamos llegar, pero en el que, a diferencia de lo que ocurre ahora, antes solíamos creer. Ayer conté aquí la historia de cómo la bomba atómica nació hace cien años en la literatura mucho antes de hacerlo en la realidad, y cómo el artefacto brotado de la imaginación de H. G. Wells se convirtió en profecía autocumplida cuando inspiró al físico descubridor de la reacción nuclear en cadena, que se confesó muy impresionado por el relato. En su novela, el escritor británico construyó una utopía a la que se llegaba recorriendo un doloroso camino. Y desde luego que en el siglo XX lo recorrimos, pero nunca hemos llegado al destino.

Mientras Wells escribía The world set free, en 1913, otro notable compatriota suyo hacía su propio ejercicio de futurismo a cien años vista. Como recogió el 6 de diciembre de aquel año el periódico The Evening Independent, Sir Thomas Vansittart Bowater, nuevo alcalde de Londres, aseguró que 2013 sería un año «exclusivamente de tracción mecánica». Pronosticó un enorme crecimiento urbano de Londres, aunque se le fue la mano al extenderlo hasta Brighton, y casi acertó al imaginar que los sellos de correos quedarían reducidos a curiosidades. En coherencia con las expectativas de su época, predijo el túnel ferroviario a través del Canal de La Mancha y el transporte aéreo intercontinental, añadiendo la estrambótica idea de que el tráfico aéreo sobre las ciudades obligaría a cubrirlas con malla metálica para «la prevención del contrabando y otros delitos, y la protección de peatones y residentes». Sus apuestas quedaron largas al predecir que una visita a Marte no sería algo raro y que el cáncer habría desaparecido. Es más: «será difícil decir que una persona está muerta más allá de toda esperanza de resucitación», especulaba Bowater, confiando tal milagro a «oxígeno y electricidad, inyecciones salinas, transfusiones de sangre, órganos y miembros trasplantados», que darían «al hombre o mujer de la calle tantas vidas como el gato del proverbio».

En la biografía de Bowater no constan grandes méritos más allá de su carrera política y de su dedicación al negocio papelero de su padre. Por tanto, cabe pensar que su especulación no estaba informada por un profundo conocimiento científico y tecnológico, sino por una cierta intuición aplicada a la corriente de pensamiento de entonces. En tiempos de Wells, el naciente siglo XX se divisaba como el triunfo de la modernidad, el tiempo de los grandes cambios y revoluciones que invitaban a soñar con un futuro brillante antes de la Primera Guerra Mundial y del crack de 1929. Todavía en 1939, hace 75 años, el futurismo tentaba la imaginación popular y comenzaba a encandilar al público desde las ferias mundiales como palcos hacia el mañana. En la de ese año, celebrada en Nueva York, el pabellón de General Motors ofrecía una atracción llamada Futurama, donde los visitantes hacían colas kilométricas para volar sobre gigantescas urbes de un lejano 1960, pobladas de modernos rascacielos y escuadradas por anchas autopistas. Ese mismo año, diseñadores estadounidenses lanzaron sus pronósticos sobre la moda en el año 2000: para las mujeres, elegantes vestidos convertibles, transparentes, de metal o cristal, con cinturones eléctricos para «adaptarse a los cambios climáticos», además de una linterna como adorno capilar para «ayudarlas a encontrar a un hombre honrado»; para los hombres, un tronchante y ridículo mono con radio, teléfono y bolsillos para guardar llaves, monedas y caramelos.

Saltemos un cuarto de siglo. En 1964, hace 50 años, Nueva York acogió una nueva Feria Mundial, con el concurso de un remozado Futurama II que incorporaba la última sensación de la época, la conquista del espacio. Y en un tiempo en que la conciencia medioambiental aún era desconocida, la exhibición presumía de que en el futuro se dispondría de tecnología para «penetrar las junglas», desbrozar y construir carreteras en solo unas horas: «del corazón de lo que antes era selva tropical, surgirán nuevas y brillantes ciudades». Ese mismo año, el escritor Arthur C. Clarke, autor de 2001: Una odisea del espacio y El fin de la infancia, vaticinaba en un documental alusivo de la BBC (primera parte bajo este párrafo, segunda parte aquí) que el medio siglo siguiente traería el empleo de monos como sirvientes, la inteligencia artificial, la manipulación de la memoria «como se graba una sinfonía en una cinta» y la revolución en las telecomunicaciones que permitiría a dos personas comunicarse al instante desde cualquier rincón del mundo y trabajar desde «Tahití o Bali».

También en 1964 y con ocasión de la exposición neoyorquina, el escritor y bioquímico Isaac Asimov imaginaba para el diario The New York Times una «visita a la Feria Mundial de 2014». En el esquema mental de aquellos días que contraponía lo moderno a lo salvaje, el autor de la Saga de la Fundación escribía: «Los hombres continuarán apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Asimov suspiraba por maravillas que hoy nos resultan inconcebiblemente infernales: ciudades subterráneas alejadas de la luz del sol, viviendas sin ventanas, comida precocinada, electrodomésticos alimentados por pilas atómicas y centrales nucleares por doquier. El escritor de origen ruso divisaba además un 2014 con coches levitantes robotizados, aceras móviles, pantallas gigantes y en 3D, colonias lunares y proyectos de asentamientos marcianos.

Un lugar común en la prospectiva del siglo XX era cómo los avances científicos y técnicos moldearían la evolución del orden social. Para una modernidad que creía en el porvenir, incluso las distopías no pretendían ser retratos fieles del mañana, sino señales de advertencia sobre el riesgo de abandonar la senda correcta del progreso. La mecanización de la producción industrial inducía a los utopistas a aventurar que las tareas físicas más ingratas y rutinarias ya no serían desempeñadas por personas, sino por máquinas o animales entrenados, y que los humanos se dedicarían a cultivar el intelecto y a disfrutar de más tiempo de ocio. Para Asimov, la humanidad quedaría destinada a programar y cuidar las máquinas hasta el aburrimiento. «De hecho, la especulación más sombría que puedo hacer sobre el año 2014 es que, en una sociedad de ocio forzado, ¡la palabra trabajo se habrá convertido en la más gloriosa del vocabulario!», auguraba.

Incluso en una fecha tan reciente como 1989, el penúltimo salto en este viaje (hace 25 años), algunos aún consideraban posible que la semana laboral de 2014 comprendiera entre 25 y 30 horas, con menos desempleo que el existente entonces. Esta era la predicción del columnista Barry Lake en el diario Marshall Chronicle de Michigan (EE. UU.). Lake se basaba en un análisis efectuado por la firma de investigación Forecasting International Inc. y que vaticinaba analizadores personales de salud en cada hogar, duchas de ultrasonidos que nos librarían hasta del sarro y la caspa, y «TV de dos direcciones» que permitiría a la mitad de la población trabajar desde casa.

Con el fin de la modernidad murieron las utopías. En 1965, Umberto Eco nos dio a elegir entre apocalípticos e integrados, el punk recogió el espíritu de la nueva posmodernidad en su «no future«, y triunfó la visión distópica, que es hoy la dominante. En este 2014, algunas de aquellas predicciones se han cumplido; otras no. Pero tal vez lo que más haya cambiado seamos nosotros mismos. El ser humano ha perdido el candor y la ingenuidad que en su día le hacían imaginar el futuro como una tierra de bienestar y justicia, donde la ciencia y la tecnología iban a servirnos una vida más confortable, sana y longeva, y donde el desarrollo social nos proporcionaría paz, tiempo libre y desahogo económico. Aunque la predicción tecnológica sigue viva y pensadores como Raymond Kurzweil continúan interesados en el juego de su impacto social, las únicas utopías que hoy corren por la calle son las de cariz puramente político, siempre discutibles por lo que tienen de paraíso para unos e infierno para otros.

Quizá lo que más sorprendería a los futuristas del pasado sería el escaso impacto de los cambios en lo más sustancial de nuestras vidas; y, sobre todo, lo poco que las han mejorado. Pese a vacunas y antibióticos, que ya existían hace medio siglo, las enfermedades infecciosas aún asuelan a la humanidad. No hemos vencido al cáncer; las enfermedades genéticas siguen matando o incapacitando a muchos niños, y las neurodegenerativas continúan arruinando el sueño de la jubilación que presentan los anuncios televisivos de seguros. Aún nos desplazamos por los mismos medios que entonces. Hemos ganado en confort, seguridad y algo de rapidez, pero nada esencialmente novedoso ha sustituido al automóvil, el ferrocarril, el avión o el barco. No hemos colonizado la Luna ni Marte. Hoy calentamos los alimentos en un minuto, pero la comida industrial no ha mejorado nuestra nutrición. La automatización de la industria y el aumento de la productividad nos prometían una vida dedicada al ocio, pero si alguien trabaja menos de 40 horas a la semana es porque posee un empleo precario o ninguno en absoluto. Es difícil encontrar un aspecto en el que nuestras vidas hayan experimentado una verdadera revolución. Salvo, claro está, en uno solo. Tenemos dispositivos electrónicos cada vez más sofisticados, apps y redes sociales. En eso ha quedado el futuro: en renovar el móvil cada año. Pan y smartphone.

La bomba atómica, cien años de una profecía autocumplida

En vista de la peculiar afición del ser humano por los números redondos como oportunidades para mirar al pasado y recapitular, no parece que este año 2014 sea apropiado para algo más que conmemorar la que en su momento se llamó la Gran Guerra (cuando aún no se sabía que seguiría otra segunda). Y sin embargo, hay un puñado de razones para que quienes hemos llegado vivos a este año 14 debamos ver en esta fecha el futuro que algunos visionarios imaginaron. Y quizá nos dé la oportunidad de reflexionar sobre si era todo esto lo que queríamos.

Para empezar, el de la Primera Guerra Mundial no es el único centenario que deberíamos recordar este año. Hace un siglo, en 1914, nació la bomba atómica. La afirmación resultará extraña para todo el que sepa que la primera arma de destrucción masiva inventada por la humanidad debutó el 6 de agosto de 1945 sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, y que la bomba fue el resultado del Proyecto Manhattan, fundado en 1939 por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt y que tuvo su sede principal en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México.

Pero para llegar al origen debemos remontarnos aún más atrás. La decisión de Roosevelt de poner en marcha esta iniciativa bélica vino espoleada por una carta firmada por Albert Einstein, en la que el físico informaba al presidente sobre la posibilidad de «producir una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por la que se generarían vastos volúmenes de energía y grandes cantidades de nuevos elementos similares al radio». «Este nuevo fenómeno también conduciría a la construcción de bombas, y es concebible –aunque mucho menos cierto– que de este modo se podrían construir bombas extremadamente potentes de una nueva clase», decía la carta, pasando después a sugerir que, ante la duda sobre si el peso de estas bombas permitiría su transporte aéreo, sería preferible cargarlas en un barco y hacerlas explotar en un puerto, lo que permitiría «destruir el puerto entero y algo del territorio circundante». Naturalmente, la carta insinuaba que Alemania podía haber emprendido una investigación similar, lo que fue decisivo para el nacimiento del Proyecto Manhattan.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

Pero lo cierto es que aquella carta no fue escrita por el Nobel alemán, cuya firma sirvió para captar la atención del presidente, sino que en realidad fue obra casi en exclusiva de otro físico que ha quedado históricamente eclipsado tras la fama de Einstein y de Enrico Fermi. Este último diseñó el proceso de reacción en cadena por fisión nuclear, pero en aquel trabajo le acompañó otro científico que había teorizado por primera vez el proceso en 1933: el húngaro Leó Szilárd. Por entonces desplazado a Londres, fue Szilárd quien planteó originalmente la hipótesis de una reacción química en cadena mediada por los recién descubiertos neutrones, y quien presentó la primera patente de un reactor nuclear que generaría energía y produciría isótopos radiactivos. Simplemente, la idea de Szilárd no podía funcionar porque le faltó un paso clave, la fisión, que no se describiría hasta años después.

Así, tenemos a Szilárd como el padre primigenio de la bomba atómica, pero en nuestro recorrido hacia el pasado aún estamos en 1933. ¿De dónde nació la inspiración de Szilárd para encadenar un proceso químico con la idea de crear una temible arma? La respuesta la cita el autor Richard Rhodes en su libro de 1986 The making of the atomic bomb, ganador del premio Pulitzer: un año antes de elaborar su hipótesis, en 1932, Szilárd había leído una novela de ciencia ficción titulada The world set free: A story of mankind (El mundo se liberta: Una historia de la humanidad), publicada precisamente en 1914, hace un siglo, por el visionario escritor y biólogo de formación Herbert George Wells. En esta obra se acuñaba por primera vez en la historia la expresión «bomba atómica». Antes de existir en el mundo real, el arma que marcó el devenir del siglo XX nació en la imaginación de un escritor.

La novela forma parte de una trilogía profética en la que el autor de La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y El hombre invisible reflexionaba sobre el progreso a través del descubrimiento y el dominio de nuevas formas de energía. Resulta especialmente llamativo que esta obra, en la que Wells imaginaba «la última guerra» librada con armas devastadoras, fuera escrita en 1913, solo un año antes de la Gran Guerra. En un prefacio a la obra escrito por el autor en 1921 para una edición posterior, apuntaba que en los días de la construcción de la novela «toda persona inteligente en el mundo sentía que el desastre era inminente e ignoraba la manera de evitarlo». Aunque, aún más curioso, Wells situó su guerra en 1956. «Pocos entre nosotros fueron conscientes en la primera mitad de 1914 de lo cerca que estábamos de la colisión».

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escenario bélico figurado por Wells fue atinado: las fuerzas de Europa Central atacaban la Confederación Eslava, a cuyo rescate acudían Francia y Reino Unido, unidas por un túnel a través del Canal de La Mancha que permitía el transporte ferroviario de las tropas británicas hasta las Ardenas, donde se atrincheraban. La bomba atómica hace su aparición en un bombardeo aéreo sobre Berlín. Wells imaginó el artefacto como una esfera negra de dos pies de diámetro con asas, entre las cuales se situaba una especie de activador de celuloide que debía morderse para dejar entrar el aire antes de arrojar la bomba manualmente desde un avión. La explosión, vista desde la aeronave, era «como mirar desde arriba hacia el cráter de un pequeño volcán».

Pero por supuesto, Wells no era físico, y por entonces ni la estructura del átomo era suficientemente conocida ni Szilárd había teorizado aún la reacción nuclear en cadena. El autor conocía solo los principios básicos de los isótopos radiactivos y de su desintegración, por lo que describió una bomba que, en lugar de estallar instantáneamente como las conocidas hasta entonces, lo hacía de forma prolongada. El material radiactivo empleado era un elemento ficticio llamado carolino cuya vida media era de 17 días. «Nunca se agota por completo, y hasta el día de hoy los campos de batalla y los campos de bombardeo de ese tiempo frenético en la historia de la humanidad están rociados con materia radiante, y por tanto son fuentes de rayos inconvenientes», escribió Wells en una predicción de la lluvia radiactiva.

Lo que ocurría al abrir el perno de celuloide era que el inductor se oxidaba y se activaba. Entonces la superficie del carolino comenzaba a degenerar. Esta degeneración pasaba lentamente hacia la sustancia de la bomba. Un momento o así después de su explosión, aún era sobre todo una esfera inerte explotando superficialmente, un gran núcleo inanimado envuelto en llamas y trueno. Las que se arrojaban desde aviones caían en este estado, alcanzaban el suelo todavía sólidas y, fundiendo el suelo y la roca en su progreso, perforaban la tierra. Allí, a medida que se activaba más y más carolino, la bomba se extendía en una monstruosa caverna de fiera energía en la base de lo que rápidamente se convertía en un volcán activo en miniatura. El carolino, incapaz de dispersarse, se fundía en una confusión hirviente de suelo fundido y vapor sobrecalentado, y así permanecía girando furiosamente y manteniendo una erupción que duraba años o meses o semanas, según el tamaño de la bomba empleada y sus posibilidades de dispersión […] Tal fue el triunfo que coronaba la ciencia militar, el explosivo definitivo que iba a dar el toque decisivo a la guerra…

Portada de una edición en audiolibro de 'The world set free', de H. G. Wells. Tantor Media.

Portada de una edición en audiolibro de ‘The world set free’, de H. G. Wells. Tantor Media.

Tras la guerra de Wells, la mayoría de las grandes capitales del mundo quedaban arrasadas por las bombas y abandonadas a causa de la radiación. «En estas áreas perecieron museos, catedrales, palacios, bibliotecas, galerías de arte y una vasta acumulación de logros humanos, cuyos restos calcinados yacen enterrados». Sin embargo, la novela finaliza con una catarsis. La colosal guerra y el inmenso poder de la energía atómica inducen a todas las naciones del mundo a abdicar de sus soberanías y unirse en una República Mundial en la que se adopta el inglés como lengua franca, la energía como moneda y donde las poblaciones humanas, extendidas por lugares antes desiertos y dedicadas sobre todo al arte y al esparcimiento, encuentran una nueva era de paz y armonía. «Es dudoso que veamos de nuevo una fase de la existencia humana en la cual la política, es decir, la interferencia partidista con los juicios que gobiernan el mundo, sea el interés dominante entre los hombres serios», concluía Wells con una rara sensatez tan impropia de su tiempo y del nuestro.

Hoy ya hemos perdido las utopías; y las que permanecen sostienen una visión de la política opuesta a la de Wells. De esto, si acaso, ya hablaremos otro día. De momento, podemos concluir con esa paradoja de quienes defendieron la utopía en tiempos en que esto era plausible: aunque es impensable que el poder de la energía nuclear hubiera podido escapar a la ambición armamentista de la época, lo cierto es que Roosevelt cimentó el Proyecto Manhattan sobre las ideas de un hombre que antes había leído en la ficción lo que luego contribuyó a crear en la práctica. Y esto convierte el vaticinio de Wells en una profecía autocumplida, muy a pesar de que la intención de su autor fuera justo la contraria, advertir del peligro para conjurarlo.

La falta de vitamina C devastó la primera colonia española en América

Días atrás publiqué aquí un artículo sobre los riesgos para la salud que amenazan a los futuros martenautas y otros tripulantes en viajes espaciales de larga duración. Uno de esos peligros es la malnutrición, algo que tiene un precedente histórico. Durante siglos, los pioneros que se enrolaban en largas travesías por mar tenían que hacer frente a un enemigo fatídico: el escorbuto, una enfermedad que llega a ser letal si no se trata. Por suerte, en esta época que nos ha tocado vivir sabemos que este mal se debe a la alimentación deficiente y podemos conjurarlo con una simple gragea vitamínica. Pero para llegar a este conocimiento tuvo que sucederse un largo tira y afloja científico que no se resolvió hasta bien entrado el pasado siglo XX.

Semillas y carne seca o en salazón componían el menú del día para los antiguos marinos que se embarcaban con rumbo a tierras incógnitas, antes de que existieran los frigoríficos y las latas de atún. Muchos de ellos caían víctimas de una dolencia de la mar que comenzaba con malestar y cansancio, progresaba con sangrados en las encías y mucosas, manchas y heridas en la piel y dificultades para moverse y respirar, y acababa a los pocos meses con fiebre, convulsiones y la muerte. La enfermedad estaba documentada desde el antiguo Egipto y en los estudios de Hipócrates, el padre de la medicina, pero su origen era confuso.

Su incidencia entre los marineros llevó a intuir que se trataba de un efecto de la alimentación deficiente, y ya desde los siglos XV y XVI se descubrió que las frutas cítricas podían curarlo. Por entonces se recomendaba consumir alimentos frescos o beber zumos de naranja o limón para evitarlo, y en 1747 la causa del escorbuto parecía aclarada cuando el escocés James Lind llevó a cabo el que se considera el primer ensayo clínico de la historia de la medicina, demostrando que las frutas cítricas eran el remedio. Sin embargo, había datos contradictorios: en muchos casos los zumos suministrados no eran eficaces, y pueblos como los inuits del Ártico, que solo se alimentaban de carne, no padecían la enfermedad. Algunos la atribuyeron a la comida en mal estado, y no fue hasta 1932 cuando se pudo aislar un compuesto químico cuya carencia se relacionó definitivamente con el escorbuto. Se le llamó ácido ascórbico (literalmente, «que previene el escorbuto»), más conocido como vitamina C.

Llamamos vitaminas a ciertos nutrientes que nuestra factoría bioquímica no puede elaborar y debemos ingerir en la dieta, pero su clasificación obedece a un punto de vista antropocéntrico: los humanos nos contamos entre los pocos seres vivos incapaces de fabricar la vitamina C, motivo por el cual otros animales no sufren escorbuto. El conocimiento moderno de esta sustancia permitió esclarecer las observaciones contradictorias de siglos anteriores. Los inuits, carnívoros estrictos, no padecen la enfermedad porque obtienen la vitamina del pescado y de las vísceras de algunos animales. Y la facilidad con que la vitamina C se oxida al aire era la causa de que los zumos no siempre protegieran a los marinos. Hoy también sabemos por qué el ácido ascórbico es esencial: interviene en la formación del colágeno, esa especie de caucho vivo del que están hechas muchas de nuestras partes, incluyendo los huesos, y es por este motivo que el examen del tejido óseo puede revelar los efectos de la enfermedad incluso en restos humanos antiguos.

Desembarco de Colón en las Indias Occidentales, por John Vanderlyn (1775-1852).

Desembarco de Colón en las Indias Occidentales, por John Vanderlyn (1775-1852).

Este tipo de estudio es el que ha llevado a cabo un equipo de científicos de la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán, en México. Y los huesos que han analizado son joyas históricas, ya que sostuvieron a los colonos españoles del primer asentamiento permanente en el Nuevo Mundo. En el actual condado de Puerto Plata, en la costa norte de la República Dominicana, Cristóbal Colón culminó su segundo viaje en 1494 con la fundación de La Isabela, la primera ciudad europea en América, en la bocana del río Bajabonico. La Isabela fue una villa en toda regla, amurallada, con edificios públicos de piedra y viviendas de palma donde residieron unos 1.500 colonos. Sin embargo, después de tanto esfuerzo, fue abandonada apenas cuatro años después. Entre las causas del fracaso se citan la mala administración, la resistencia de los nativos taínos, la ausencia de oro en la región y las malas cosechas. Pero lo cierto es que muchos de sus habitantes no emigraron, sino que sucumbieron a las enfermedades y fueron enterrados en el cementerio situado detrás de la iglesia. La malaria, la gripe y la viruela pudieron diezmar la colonia, pero los investigadores de Yucatán sospechan que todas estas dolencias se cebaron en los isabelinos porque ya estaban debilitados por otro mal más oculto e insidioso, el escorbuto.

Localización de La Isabela en una imagen de satélite de la isla de La Española. NASA.

Localización de La Isabela en una imagen de satélite de la isla de La Española. NASA.

Las excavaciones emprendidas en La Isabela desde finales del siglo XIX han rescatado los esqueletos de algunos pobladores, que hoy se conservan en el Museo del Hombre Dominicano, en Santo Domingo. El equipo de la Universidad Autónoma de Yucatán, dirigido por Vera Tiesler, ha examinado los restos de 27 individuos, revelando que 20 de ellos presentan lesiones en los huesos típicas del escorbuto. El hecho de que en al menos 15 colonos estos signos aparezcan en ambos lados del cuerpo descarta que pudieran corresponder a infecciones óseas, afirman los científicos en su estudio, publicado en la edición digital de la revista International Journal of Osteoarchaeology.

Cabe preguntarse si podrían existir otras causas responsables de las lesiones en los huesos, ya que otras enfermedades como la sífilis también producen daños óseos. Durante años se ha discutido si esta bacteria transmitida por contacto sexual viajó a Europa desde el Nuevo Mundo como polizón en los organismos de los tripulantes de Colón, pero lo que se sabe con certeza es que la enfermedad estaba presente en la América precolombina. Sin embargo, Tiesler y sus colaboradores creen que los huesos muestran claramente lesiones no solo de los efectos del escorbuto, sino también en algunos casos de su cicatrización, ya que la enfermedad remite si se introduce vitamina C en la dieta. Por otra parte, y dado que la enfermedad empieza a manifestarse entre uno y tres meses después de suprimir la ingesta de la vitamina, los científicos creen coherente que los pobladores de La Isabela desembarcaran después de tres meses de travesía con síntomas que luego se agravaron. «El contexto histórico que rodea la muerte de los individuos en el asentamiento europeo y las condiciones y duración del segundo viaje trasatlántico al Nuevo Mundo representan elementos clave en la interpretación de estas lesiones», escriben en su estudio.

Ruinas de la iglesia de La Isabela. Atomische Tom Giebel.

Ruinas de la iglesia de La Isabela. Atomische Tom Giebel.

Llama la atención que el escorbuto pudiera hacer mella en una población rodeada de alimentos naturales que chorreaban vitamina C. Productos locales como la guayaba, la mandioca y la batata, entre otros, podían aportar suficiente ácido ascórbico a los isabelinos para ahuyentar el escorbuto. El estudio sugiere que los colonos se aferraron a su dieta tradicional y apenas consumían frutas y hortalizas que no conocían. «Las pruebas corroboran el conocido error de la tripulación de Colón al no explotar los alimentos locales ricos en vitamina C», señalan los investigadores.

Como conclusión, Tiesler y sus colaboradores apuntan que «el escorbuto probablemente contribuyó de forma significativa al brote de enfermedades y a la muerte colectiva durante los primeros meses del asentamiento de La Isabela». Los científicos proponen que su conclusión «modula la actual discusión sobre el grado de virulencia de las infecciones del Nuevo Mundo que diezmaron a los recién llegados europeos, que estaban ya debilitados y exhaustos por el escorbuto y la malnutrición general».

El clon de la tumba de Tutankamón «made in Spain» se abrirá el 1 de mayo

Esos lugares siempre estarán ahí, me decía una vez un amigo que continuamente posponía sus planes de viaje para hacer frente a ocupaciones y gastos más urgentes. Pero no es cierto: el mundo cambia irremisiblemente, y con ello se extinguen experiencias que solo sobrevivirán en el recuerdo de quienes tuvieron la oportunidad de disfrutarlas, o de padecerlas. El Berlín hermético de los setenta y ochenta era una lección viva de historia y un alarido de angustia ahogado por el hormigón. Hoy es una gran capital más, una de tantas. Por la misma época los bongos, una rarísima especie de antílope africano, aún visitaban la charca adyacente al Treetops, el refugio keniano en las montañas de Aberdare construido sobre la copa de un árbol. Hoy han desaparecido para siempre. Por no hablar de los imponentes Budas de Bamiyán o del panorama de Nueva York desde las Torres Gemelas, víctimas de la intolerancia.

Uno de esos lugares que no pervivirán eternamente es la tumba del faraón Tutankamón, en el Valle de los Reyes de Luxor. Cuando el recinto fue descerrajado al mundo en 1922, el propio Howard Carter ya observó desperfectos en los frescos, algo que los expertos achacan al hecho de que la cripta se selló antes de que la pintura tuviera tiempo de secarse. Durante noventa años abierta al público a razón de un millar de visitantes diarios, el calor de una iluminación perpetua, la calefacción humana y el vapor de la respiración han mantenido un ambiente de cultivo ideal para los microorganismos que no entienden de iconos sagrados. En los últimos años, las autoridades egipcias han clausurado temporalmente el mausoleo para salvaguardarlo del deterioro, pero con ello perdían uno de los principales focos de atracción en un país que depende tanto del caudal turístico como del flujo del Nilo.

En 1988, el Consejo Supremo de Antigüedades del gobierno egipcio y la Sociedad de Amigos de las Tumbas Reales de Egipto, con sede en Zúrich (Suiza), comenzaron a acariciar la idea de construir réplicas exactas de las tumbas más vulnerables como alternativas para preservar los recintos originales de los estragos del turismo, una opción que ya se ha implantado con éxito en la cueva española de Altamira y en la francesa de Lascaux. En 2009 comenzó a ejecutarse una propuesta destinada a reproducir las tres tumbas más amenazadas, las de Nefertari y Seti I, actualmente cerradas al público, y la de Tutankamón. Esta última, ya finalizada, se inaugurará oficialmente el 30 de abril y quedará abierta a los visitantes al día siguiente.

La réplica fiel de la tumba de Tutankamón ha sido construida en un emplazamiento subterráneo junto a la casa de Carter, a un kilómetro del sepulcro del faraón, y su fabricación ha estado a cargo de la empresa Factum Arte y la Fundación Factum para la Tecnología Digital en la Conservación, ambas radicadas en Madrid. Gracias a un proyecto dirigido por la Universidad de Basilea (Suiza) y financiado parcialmente por la Unión Europea, en 2009 el equipo de Factum dedicó cinco semanas al escaneo de la tumba en 3D con una resolución de 100 millones de puntos por metro cuadrado, lo que requirió el desarrollo de nuevas tecnologías de digitalización.

A continuación se fabricó el facsímil, idéntico al original a la décima de milímetro y que recreará incluso la capa de polvo de la tumba, según ha explicado el fundador de Factum, Adam Lowe, que anteriormente ya ha clonado al detalle obras como la Dama de Elche o el lienzo de Veronese Las bodas de Caná. La réplica se terminó en 2012, pero desde entonces el sarcófago y las secciones de muros y techos durmieron en su retiro madrileño hasta que las autoridades egipcias eligieron el emplazamiento y dieron el visto bueno a las obras de instalación, ahora concluidas.

El próximo 1 de mayo, todo el que esté dispuesto a freírse en la sartén del Valle de los Reyes podrá disfrutar de una reproducción de fidelidad pasmosa a escala real, junto a un centro de interpretación que detallará la historia del enclave y expondrá los retos de conservar monumentos tan valiosos como frágiles. Un desafío que seguirá pendiente, dada la circunstancia de que la tumba original aún permanece visitable. «Se espera que los visitantes aprovechen la oportunidad de visitar tanto el facsímil como el original para comparar las experiencias y reflexionar sobre la importancia del facsímil a medida que vaya acogiendo el mayor peso del turismo para proteger el delicado original», explica Factum.

Los autores de la réplica esperan que con el tiempo los visitantes se comprometan con la conservación y escojan únicamente el facsímil, lo que daría al gobierno egipcio la posibilidad de limitar el acceso a la tumba auténtica. En palabras de Lowe, «el objetivo es crear una relación entre los visitantes y la gestión a largo plazo de los enclaves arqueológicos». «La gente está tomando conciencia de que cada visita a un lugar histórico contribuye a su degradación», dice. El presidente de la Fundación Factum, James Macmillan-Scott, subraya que «este es un proyecto fundamental para comprender que, hoy más que nunca, los avances tecnológicos pueden contribuir a la conservación de nuestro patrimonio cultural».

No cabe duda de que el facsímil ofrecerá la experiencia de admiración por el logro tecnológico, a cambio de sustraernos la vivencia de pisar y respirar una obra de arte donde el faraón más legendario de la civilización egipcia durmió durante 3.000 años rodeado de fastuosos tesoros. Y con lo que perdemos, ganaremos la satisfacción de saber que contribuimos a que las generaciones futuras no tengan que añadir la tumba de Tutankamón a la lista de las maravillas del mundo antiguo desaparecidas para siempre. ¿Compensará? Depende. Tal vez sea así si usted es de los que no retiran el protector de plástico de la pantalla del móvil, o de quienes visten el sofá con fundas permanentes para no estropear la tapicería (llegué a oír de alguien tan satisfecho con su funda que colocó una segunda para no dañar la primera). Si, por el contrario, es usted como Christina Aguilera, cuya admiración por Cher le hizo afirmar que se bebería el agua sucia de su bañera, tal vez el facsímil no baste. Los fetichistas somos enfermos incorregibles.

Adivinanza: ¿cuál es cuál? Solución: a la izquierda, el facsímil. A la derecha, el original. AFP.

Adivinanza: ¿cuál es cuál? Solución: a la izquierda, el facsímil. A la derecha, el original. AFP.

Todo lo que jamás ha existido, en un solo envase: la Gran Historia

Los niños son grandes ignorantes pequeñitos con vocación de sabios. Nada les es ajeno y todo excita su curiosidad. El genial Carl Sagan decía que todo niño es un científico natural, algo que los adultos nos encargamos de sacarles a golpes. Llegado un momento de su crecimiento, el sistema educativo los somete a una operación de poda selectiva que les cercena este exceso de ramificación para darles esa perfecta forma que los encaja mejor en el paisaje social, como esos arbolitos de boj tan cuidadosamente esféricos que adornan el umbral de muchos hoteles. En esa encrucijada de su educación, a los niños se les presentan dos senderos mutuamente excluyentes que se bifurcan para no encontrarse jamás: si quieres saber más sobre evolución biológica, olvídate para siempre de la cultura antigua. Si te interesa profundizar en los libros, abandona toda esperanza de llegar a comprender cómo Einstein iluminó el pensamiento de la física moderna.

A partir de ese rito de paso hacia la madurez educativa, al conocimiento de la historia se le asesta un hachazo para repartir los fragmentos entre los distintos grupos de alumnos. Algunos continuarán aprendiendo eso que seguirá llamándose historia, pero quedando restringido a lo que ha sido obra humana debidamente documentada, ignorando los casi 13.800 millones de años anteriores, a los que se cuelga un apellido para convertirlos en «historia natural» o sencillamente se los engloba en la perezosa denominación de «prehistoria». El resto de los pedazos se pican aún más fino y se dosifican en distintas asignaturas, sin guardar necesariamente ningún orden cronológico en particular, a otro grupo diferente de alumnos, los que están destinados a aprender ciencias.

¿Debe ser necesariamente así? En la creativa década de los 80, Sagan amamantó intelectualmente a toda una generación de científicos incipientes con un libro y una serie, ambos titulados Cosmos, que presentaban una visión alternativa a la que aprendíamos en la escuela. Sagan hablaba a partes iguales de Shakespeare y de Newton, de la piedra Rosetta y el programa Apolo, de dinosaurios y mitología amerindia. El planteamiento era enormemente fresco para su época, pero tampoco consistía en una innovación radical que no se hubiera propuesto ya repetidamente a lo largo de la historia del pensamiento, desde la Grecia clásica a Bacon, Descartes o la enciclopedia francesa del XVIII. La idea de la epistemología o filosofía del conocimiento nace de la íntima conexión que guardan entre sí los saberes humanos, que comprenden todo lo que existió, existe y existirá.

Sin embargo, no corren buenos tiempos para la curiosidad. Como ya hemos comentado aquí, hoy se tiende a contemplar la ciencia como una navaja suiza de mil usos, y a los técnicos a quienes se encomienda el manejo de esta herramienta se les intenta inculcar un grado de especialización que se acerque cada vez más a la cuna, como en el sistema de castas de Huxley en Un mundo feliz. También es cierto que desde los tiempos de Diderot y D’Alembert se ha acumulado tanto conocimiento que el volumen de información se torna casi inabarcable e inmanejable. En su ensayo Yo, lápiz, el economista Leonard Read escribía que no existe una sola persona sobre la faz de la tierra con todo el conocimiento necesario para fabricar un simple lápiz. ¿Cómo empezar? ¿Por dónde empezar?

Un grupo de académicos se ha propuesto luchar contra este rumbo hacia una sociedad compuesta por ingenieros especializados en enroscar tornillos, ingenieros especializados en desenroscar tornillos, y gente de humanidades sin la menor idea sobre lo que es un tornillo ni ganas de saberlo. Nace así la Gran Historia. «Es una nueva aproximación al conocimiento sobre todo lo que sabemos del Cosmos, la Tierra, la Vida y la Humanidad», expone a Ciencias Mixtas la geóloga de la Universidad de Oviedo Olga García Moreno, impulsora de la iniciativa en España. «Nos da una visión global de la historia desde el Big Bang a la actualidad, a través de los grandes eventos que han condicionado la evolución en el sentido más amplio de la palabra». El proyecto Gran Historia nació en Australia y hoy se explica a través de cursos en universidades e institutos de secundaria de varios países. Su punta de lanza en Europa es la Universidad de Amsterdam. En España, García Moreno ha congregado a un grupo de biólogos, arqueólogos, físicos, geólogos y pedagogos que tratan de promover el desarrollo y conocimiento de la Gran Historia en español.

La Gran Historia es un abordaje interdisciplinar del conocimiento global, algo que cuadra con la experiencia científica de García Moreno. «He tenido que cruzar muchas fronteras entre disciplinas para poder seguir avanzando en el conocimiento», señala la geóloga, que comenzó su trayectoria investigadora recreando rocas naturales en un laboratorio de petrología experimental para después aplicar sus conocimientos a la concepción de nuevos materiales cerámicos en el seno de un equipo de ingenieros, químicos, físicos y biólogos, y de ahí a la geología de los meteoritos o de las rocas más primitivas de la cordillera andina. Fue durante el desarrollo de esta diversa carrera cuando García Moreno entró en contacto con uno de los promotores de la Gran Historia: el geólogo de la Universidad de California en Berkeley Walter Alvarez, descendiente de una saga de emigrantes asturianos de la que ya hemos hablado en este blog y coautor de la teoría del impacto de un gran objeto espacial como causa de la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años.

El año pasado, García Moreno trabajó durante cinco semanas en el laboratorio de Alvarez, una estancia que le descubrió el concepto de la Gran Historia. «El trabajo por el que este geólogo es reconocido une directamente tres regímenes de la Gran Historia, el del Cosmos, el de la Tierra y el de la Vida: la extinción de los dinosaurios y otras especies en el planeta en el límite entre el Cretácico y el Terciario», apunta la investigadora. «Este estudio le hizo reflexionar sobre cómo las contingencias y los imprevistos pueden marcar la evolución de todo el Universo, lo que nos hace recapacitar finalmente cuán improbables somos las personas y la maravilla que significa el que estemos vivos». Por entonces, Alvarez se encontraba cocinando una aplicación de cronología interactiva llamada ChronoZoom en colaboración con la Universidad de Moscú y con otro de los promotores de la Gran Historia, el filántropo cofundador de Microsoft Bill Gates.

Para García Moreno, la Gran Historia es, más que un enfoque científico, una manera de comprender el universo que forja incluso una actitud ante la vida. «Esa visión del mundo y de las personas que Walter tiene a través de los ojos de la Gran Historia hace que trate a todo el mundo como a la persona única y especial que cada uno es, gracias ese cúmulo de continuidades turbulentas y posibles contingencias que han dirigido la evolución del universo», explica la geóloga. «Desde una humildad sincera, un sentido del humor inteligentísimo y una gran experiencia acumulada durante toda su carrera como geólogo alrededor de todo el planeta, trabajar con Walter es lo más enriquecedor y motivador que he hecho en mis años como investigadora».

Como ya hemos comentado aquí en otras ocasiones, no faltará quien pregunte si la Gran Historia, más allá de su propósito pedagógico, sirve para algo. «La Gran Historia aporta perspectiva y amplitud de miras», alega García Moreno. «La especialización nos ha llevado a un gran avance de la sociedad gracias a la tecnología, pero ¿puede la tecnología ayudarnos a seguir avanzando como especie? Algunos de los problemas ambientales y sociales que sufrimos en la actualidad no tienen una solución exclusivamente tecnológica. Muchos investigadores creen que una visión integradora es una posible solución». Con todo, esta mirada con lupa científica a los ámbitos que escapan a las ciencias puras también tiene sus detractores. Algunos estudiosos de la Gran Historia practican una controvertida disciplina llamada cliodinámica, acuñada en 2003 por el biólogo poblacional Peter Turchin y que aplica modelos matemáticos a la descripción y predicción de grandes acontecimientos como las ascensiones y caídas de imperios, crisis, guerras o revoluciones. Esta pretensión de ajustar el devenir histórico de la humanidad a ecuaciones repugna a muchos académicos e hizo clamar a la escritora y psicóloga Maria Konnikova en la revista Scientific American: «Las humanidades no son una ciencia. Dejen de tratarlas como si lo fueran».

Pero más allá de la –siempre estéril– polémica sobre su utilidad, la Gran Historia se alza como un intento fresco de «recuperar el espíritu de los sabios universales de la antigüedad», dice García Moreno. «Nos encontramos en un momento en el que la globalización y la rápida difusión del conocimiento permiten a la especie humana integrar en una visión holística toda la información que se genera día a día a través de la investigación en diferentes campos o disciplinas». Y añade: «Como por ejemplo, a través del blog Ciencias Mixtas…»

Los museos con menos visitantes de la historia (pista: no están en la Tierra)

pantallazoLa casa Bonhams de Nueva York ha subastado esta semana 295 lotes de objetos históricos de la exploración espacial. El techo de las pujas lo marcaron una lista de comprobaciones de los astronautas Armstrong y Aldrin en la Luna (68.750 dólares), un emblema de la misión Apolo 11 firmado por sus tres integrantes (62.500 dólares) y un viejo y –para la época– futurista traje espacial plateado del programa Mercury (43.750 dólares). No todos los precios fueron adecuadamente astronómicos; cualquier astrofetichista podría haberse hecho, por solo 62 dólares, con una foto autografiada del cosmonauta soviético Valery Kubasov, uno de los protagonistas del primer apretón de manos en el espacio entre EE. UU. y la URSS que en 1975 contribuyó a relajar las tensiones de la Guerra Fría. Y por cierto, no eludo la tentación de mencionar cómo, en la línea de desapego por la ciencia de numerosos medios en España (el Efecto Nosdaigualochoqueochenta), un diario digital ha publicado el teletipo de Efe junto a esta imagen que adjunto. El pie de foto dice: «Vista de la luna». Es una luna, sí, pero no la Luna, sino Encélado, satélite de Saturno.

Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Tradicionalmente, la poco caritativa NASA se ha considerado única propietaria de cualquier calcetín o pedazo de hilo dental utilizado por un astronauta durante su servicio, y no ha permitido la enajenación comercial de tales artículos ni por una buena causa: en 2011 demandó al astronauta Edgar Mitchell, que voló a la Luna en el Apolo 14, cuando este trató de subastar una cámara empleada en la misión para costear las facturas médicas de su hijo enfermo de cáncer, según publicaron algunas fuentes. El error fue enmendado por el Congreso de EE. UU. con una nueva ley en 2012, demasiado tarde ya para el hijo de Mitchell.

Con las perspectivas de nuevas misiones tripuladas a la Luna en las próximas décadas, pero ninguna de ellas promovida por la NASA y algunas organizadas por operadores privados, cabe preguntarse qué ocurrirá cuando alguien trate de poner sus polvorientas y enguantadas zarpas sobre alguno de los objetos abandonados en tierra de nadie por los únicos humanos que hasta ahora han paseado por allí, todos ellos empleados de la agencia espacial estadounidense. Los futuros selenautas no solo encontrarán allí una dispersa dotación de Puntos Limpios con chatarra tecnológica obsoleta, sino también ciertas piezas que valen bastante más de su peso en oro. En concreto, obras de arte.

Arriba, rama de olivo en oro depositada por Neil Armstrong en la Luna en 1969. Abajo, memorial del Astronauta Caído. NASA.

Arriba, rama de olivo en oro depositada por Neil Armstrong en la Luna en 1969. Abajo, memorial del Astronauta Caído. NASA.

Entre los objetos conmemorativos que hasta ahora han disfrutado de descanso eterno en la Luna, se encuentra una pequeña rama de olivo fabricada en oro que Armstrong posó en el polvo lunar simbolizando su deseo de paz para el planeta. Dos años más tarde, la tripulación del Apolo 15 depositó una figurita de aluminio, creada por el artista belga Paul Van Hoeydonck, que representaba un astronauta y rendía homenaje a los 14 hombres estadounidenses y soviéticos fallecidos durante el progreso de la exploración espacial. La escultura, bautizada como Astronauta Caído, se emplazó en la llamada Rima Hadley junto a una placa con los nombres de los homenajeados. Sendas réplicas de la estatuilla y la placa se encuentran hoy en el Museo Nacional Smithsonian del Aire y el Espacio, en Washington.

En su día el Astronauta Caído se publicitó como la primera instalación de arte en la Luna. Sin embargo, probablemente no lo fuera. Cuatro meses después del histórico saltito de Armstrong, el 22 de noviembre de 1969, la segunda misión lunar volaba de regreso a la Tierra cuando el diario The New York Times publicó una extraña historia: «Escultor de Nueva York dice que el Intrepid puso arte en la Luna». La autora del artículo, Grace Glueck, relataba que el módulo de alunizaje Intrepid del Apolo 12 llevaba adosado a una de sus patas un minúsculo polizón: una tesela cerámica de 1,9 por 1,3 centímetros que nunca figuró en el inventario de la misión.

Museo Lunar. Arriba, la fotografía que apareció en el diario 'The New York Times', con el dibujo de Andy Warhol oculto por un pulgar. Abajo, la obra completa. Desde el diseño de Warhol, en sentido de las agujas del reloj, obras de Robert Rauschenberg, David Novros, John Chamberlain, Claes Oldenburg y Forrest Myers.

Museo Lunar. Arriba, la fotografía que apareció en el diario ‘The New York Times’, con el dibujo de Andy Warhol oculto por un pulgar. Abajo, la obra completa. Desde el diseño de Warhol, en sentido de las agujas del reloj, obras de Robert Rauschenberg, David Novros, John Chamberlain, Claes Oldenburg y Forrest Myers.

Según Glueck, el azulejo llevaba grabadas seis obras ejecutadas por otros tantos artistas. El más perezoso, Robert Rauschenberg, se limitó a dibujar una simple línea. David Novros y John Chamberlain pintaron sendos diseños que asemejaban circuitos. El sueco Claes Oldenburg aportó una de sus reinterpretaciones de la figura del ratón Mickey, mientras que Forrest Myers generó por ordenador un símbolo que parece representar eslabones encadenados. Por último, el niño terrible del arte pop, Andy Warhol, creó algo que se describe como un anagrama caligráfico con sus iniciales, pero que para cualquier observador humano no es sino el grafiti más popular en el planeta Tierra: un miembro masculino con su guarnición. La fotografía publicada en el New York Times evitó astutamente mostrar el dibujo de Warhol. «El pulgar de la persona que sostiene el azulejo cubre la firma de Andy Warhol», rezaba el pie de foto sin más explicación.

La fuente de Glueck era Myers, promotor confeso de la idea, quien al parecer había deseado llevar arte a la Luna desde el lanzamiento del primer Sputnik. Cuando la conquista del satélite se hizo realidad, reunió a cinco amigos artistas y contó con dos ingenieros de los Laboratorios Bell llamados Fred Waldhauer y Robert Merkle para miniaturizar los diseños e imprimir la colección en una serie de 18 piezas idénticas. Con las obras en la mano Myers contó su idea a la NASA, que en principio mostró interés por el proyecto. Pero el visto bueno nunca llegó, por lo que el escultor decidió actuar por su cuenta. Siempre según su relato, contactó con un ingeniero anónimo de la compañía Grumman Aircraft que trabajaba en Cabo Kennedy y este pegó uno de los azulejos en una escotilla de acceso de una de las patas del Intrepid, confirmándolo después a Myers mediante un telegrama.

En el artículo de Glueck, el gobierno negaba todo conocimiento (¿les suena?). «No sé nada de ello. Suena a algo que nos habría interesado mucho si se nos hubiera preguntado. Si es cierto que lo han conseguido por medios clandestinos, espero que la obra represente lo mejor del arte estadounidense contemporáneo», declaró el entonces portavoz de la NASA Julian Scheer, de quien no consta si estaba al tanto del dibujo de Warhol. Por su parte, Myers hablaba de su logro con satisfacción: «Ahora sé que ahí arriba hay una pieza de arte con sentimiento, un trozo de software entre tanto hardware y chatarra».

Como es obvio, hasta ahora nadie ha podido comprobar in situ si el conocido como Museo Lunar realmente existe. Las posteriores misiones Apolo visitaron regiones diferentes del satélite. Hace unos años, cuando trabajaba en el difunto diario Público, yo mismo intenté que alguna voz autorizada de la NASA me confirmara si la agencia disponía de algún documento o, al menos, de una postura oficial al respecto. Al igual que otros antes que yo, no tuve éxito.

En 2010, el programa History Detectives de la televisión pública estadounidense PBS desveló el telegrama recibido por Myers, que aparecía firmado por un tal John F. En su episodio titulado ¿Quién es John F.? se pedía la colaboración del público para tratar de identificar a este presunto ingeniero de Grumman. El empleado de esta compañía que supervisó la plataforma de lanzamiento de la misión Apolo 12, Richard Kupczyk, reveló en el programa que varios trabajadores de la empresa deslizaron objetos personales en el interior del módulo Intrepid sin el conocimiento de la NASA, pero no pudo confirmar la historia del Museo Lunar. El primer selenauta que en el futuro consiga dejarse caer por la región de Mare Cognitum, donde reposa el Intrepid, tendrá una buena historia que contar. Y quién sabe, tal vez entonces la NASA se pronuncie.

La leyenda del pueblo sin nombre (precuela de un Celtiberian Western)

Ya que en los últimos tiempos medio Hollywood parece cebarse a costa de las llamadas precuelas o protosecuelas, me van a permitir que me sume por una vez a esta aborrecible moda. Creo sinceramente que la historia lo merece. Quizá recuerden que hace unas semanas contaba aquí el episodio de la Expedición Villasur, una misión de reconocimiento promovida por el gobernador español de Nuevo México en 1720 con el fin de amagar una posible extensión del dominio colonial hacia las Grandes Llanuras de los actuales Estados Unidos, esas donde los personajes de Steinbeck comían piedras. Como decíamos ayer, la expedición acabó en debacle cuando los soldados españoles fueron masacrados por los indios pawnee en lo que hoy es Nebraska, y este descalabro frustró para siempre los escarceos del Imperio de Felipe V con la idea de tirar la linde hacia el norte y el este de Norteamérica.

Muros reconstruidos del pueblo en El Cuartelejo (Kansas, EE. UU.). Sarah Trabert.

Muros reconstruidos del pueblo en El Cuartelejo (Kansas, EE. UU.). Sarah Trabert.

La Expedición Villasur estuvo motivada por los rumores que hablaban de la penetración de comerciantes franceses desde el este hacia los territorios pawnee y otoe de las Grandes Llanuras, y por entonces, como de costumbre, España estaba en guerra con Francia. Ahora, remontémonos unos años atrás, al origen de esos informes. Cuentan las crónicas que el primero en escuchar tal soplo fue el militar Juan de Ulibarri (Uribarri, según ciertas versiones). El año en que ocurrió, 1706. Y el lugar, un enclave indio en el actual estado de Kansas cuyo nombre original, si lo tuvo, se desconoce, pero que ha pasado a la historia como El Cuartelejo (conocido en EE. UU. como El Quartelejo).

Al parecer, el nombre de El Cuartelejo es un palabro nacido de la ocurrente síntesis entre «cuartel» y «lejos», respondiendo a lo que fue la pretensión del gobierno colonial de Nuevo México: establecer allí un puesto fronterizo bajo dominio español. Sin embargo, el lugar nunca llegó a hacer honor a su topónimo. De hecho, El Cuartelejo había nacido a finales del siglo XVII como todo lo contrario, un exilio para los indios pueblo del suroeste que huían de las violentas represalias del gobierno contra las no menos violentas revueltas nativas. La peculiaridad del enclave, y su principal interés para los arqueólogos, reside en que su condición de pequeña Israel amerindia se topó también con sus palestinos autóctonos, en este caso los apaches. Pero al contrario que en Oriente Próximo, este asentamiento no desembocó en una guerra eterna, sino en una convivencia pacífica y una fusión de ambas culturas. Y les decían salvajes.

Piezas de cerámica del suroeste halladas en El Cuartelejo y expuestas en el Museo de Antropología de la Universidad de Kansas. Sarah Trabert.

Piezas de cerámica del suroeste halladas en El Cuartelejo y expuestas en el Museo de Antropología de la Universidad de Kansas. Sarah Trabert.

Como consecuencia de aquella huida, El Cuartelejo representa la presencia más septentrional de los indios pueblo que se conoce hasta ahora. «Es el único pueblo encontrado hasta ahora al norte y al este fuera del norte de Nuevo México, a unos 600 kilómetros de distancia», precisa a Ciencias Mixtas Sarah Trabert, arqueóloga de la Universidad de Iowa que próximamente completará su tesis doctoral sobre este enclave. El trabajo arqueológico y etnográfico de Trabert y de su supervisora, Margaret Beck, está permitiendo reconstruir cómo las tradiciones pueblo y apaches se amalgamaron en aquel «cruce de caminos donde pueblos del suroeste y pueblos de las llanuras interactuaron, y esta continua interacción e intercambio cultural llevó a la creación de una comunidad mezclada en el oeste de Kansas», apunta Trabert.

El Cuartelejo, al norte de la localidad de Scott City, se lleva excavando desde finales del siglo XIX. Trabert detalla: «Incluye restos de un pueblo de adobe de siete habitaciones junto a restos de ocupación de apaches de las llanuras datados en los siglos XV y XVI. Se han hallado artefactos como cerámica pintada del suroeste, cerámica local apache, herramientas de piedra, piedras de moler, restos de plantas (maíz, calabacín, melón) y objetos de metal, que se conservan en Kansas y en el Smithsonian [Washington]». Según la arqueóloga, los primeros hallazgos enzarzaron a los expertos en una discusión enconada sobre si el enclave era pueblo o apache, hasta que el grupo de la Universidad de Iowa dijo: «¿Por qué no puede ser ambos?» «Nuestras investigaciones actuales apuntan a una comunidad mezclada o híbrida donde los pueblo y los nativos de las llanuras vivieron juntos, creando nuevas prácticas culturales, en un área y en un período de cambios significativos en lo social, lo demográfico y lo político», señala Trabert.

Excavaciones de la Universidad de Iowa en 14SC409, un enclave a una milla del pueblo de El Cuartelejo. Sarah Trabert.

Excavaciones de la Universidad de Iowa en 14SC409, un enclave a una milla del pueblo de El Cuartelejo. Sarah Trabert.

Los arqueólogos de Iowa están descubriendo además que el enclave era mayor de lo que se creía. «Recientemente hemos investigado otros yacimientos a menos de una milla de distancia, que también presentan restos de que allí vivían indios pueblo y apaches. Estamos descubriendo que El Cuartelejo no es un solo pueblo, sino todo un complejo de enclaves arqueológicos donde los nativos interactuaban y vivían más allá de las fronteras del control colonial español. El lugar ofrece un valioso conocimiento de cómo los pueblos nativos respondían a la colonización y se resistían a muchos de los cambios culturales que los exploradores, colonos y misioneros españoles introdujeron en los siglos XVI y XVII».

Trabert precisa que sus hallazgos se publicarán próximamente en la revista American Antiquity. «Hablaremos sobre nuestro análisis de la cerámica de este lugar y sobre las pruebas que hemos hallado de que los nativos pueblo, probablemente mujeres, viajaron desde los pueblos en el norte de Nuevo México, como Taos y Picuris, y se establecieron en el oeste de Kansas; vivieron allí con los apaches de las llanuras, fabricaron cerámica y prepararon alimentos según las costumbres que habían aprendido en sus pueblos de origen».

Pero como decían George Lucas y Los Nikis, el imperio contraataca. Y en esto llegó Ulibarri. «Tenemos excelente documentación de oficiales españoles detallando su expedición a El Cuartelejo para capturar a un grupo de indios pueblo de Picuris que habían viajado a las llanuras después de las revueltas», expone Trabert. «Ulibarri llevó un diario en el que detalló la travesía desde Taos a El Cuartelejo». «No describe un pueblo, pero sus descripciones de la geografía y las distancias dejan claro que estaba en el oeste de Kansas y que incluso pudo llegar al oeste de Nebraska». Sin embargo, aún falta encontrar pruebas físicas de aquella expedición española. «Se han hallado unos pocos objetos de metal, como parte de la hoja de un cuchillo, un punzón y otras piezas, pero estas podrían haber sido adquiridas por los nativos comerciando con los españoles en el suroeste o con aliados de los franceses en el este», dice Trabert. La investigadora espera comparar análisis de fluorescencia de rayos X de estos objetos con otros de origen español para «saber si sus características se corresponden, pero este aún es un trabajo en progreso».

El resto, como siempre se dice, es historia. En El Cuartelejo, Ulibarri supo por los apaches de las llanuras que más hacia el este había otro poder colonial europeo curioseando al oeste del Misuri y comerciando con los nativos. De regreso a Nuevo México, Ulibarri fue con el cuento al gobernador, que decidió organizar una misión de exploración a cuyo mando puso al inexperimentado Pedro de Villasur. Y Villasur viajó a Nebraska para encontrar la muerte.

Los Álvarez y los dinosaurios, un culebrón científico con fabes y hamburguesas

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Supongan que el que suscribe, que también escribe, se presentara un buen día en el mismo Hollywood tratando de vender un guion para una película, o tal vez una serie. ¿De qué va?, interroga el ejecutivo de la productora. Y uno le espeta lo que sigue:

Va de un médico de Asturias que emigra a Estados Unidos, se casa con la hija de un marino prusiano y se establece en Hawái, donde desarrolla un tratamiento contra la lepra y acumula una fortuna gracias a sus negocios de tabaco, minas y bienes raíces. Su hijo, también médico, describe el Síndrome de Álvarez, consistente en una hinchazón histérica del abdomen sin motivo aparente. Su nieto estudia física y participa en el Proyecto Manhattan para la fabricación de la bomba de Hiroshima, cuyo lanzamiento observa desde un bombardero que vuela junto al Enola Gay. Además, inventa un radar de aproximación para los aviones sin visibilidad, crea el primer acelerador lineal de protones y un sistema para explorar las pirámides de Egipto por rayos X, y explica las trayectorias de las balas del asesinato de Kennedy. Le conceden el premio Nobel de Física y finalmente, junto a su hijo, bisnieto del médico asturiano, descubre por qué se extinguieron los dinosaurios. Fin.

Semejante argumento solo lo compraría, si acaso, aquel ejecutivo de la Fox en Los Simpson al que el director Ron Howard lograba colocar un guion de Homer para una película protagonizada por un robot asesino profesor de autoescuela que viajaba en el tiempo para salvar a su mejor amigo, una tarta parlante. Por lo demás, para un novelista o guionista, los únicos salvoconductos válidos para cruzar la frontera de la verosimilitud sin ser acribillado a balazos se despachan a nombre de Tarantino y alguno más.

Sin embargo, la historia del médico asturiano es cien por cien verídica. Luis Fernández Álvarez, reconvertido en su versión norteamericana a Luis F. Alvarez, nació en 1853 en La Puerta, un barrio de la parroquia de Mallecina en el concejo asturiano de Salas, hijo del bodeguero del infante de España Francisco de Paula de Borbón, a su vez vástago del rey Carlos IV. La saga de científicos que Álvarez fundó en su emigración a las Américas es quizá uno de los ejemplos más tempranos y brillantes de nuestra tradicional fuga de cerebros; un modelo paradigmático de lo que nos hemos perdido.

Los Álvarez son más conocidos por la aportación estrella del nieto del médico, Luis Walter Alvarez, que a pesar de su Nobel de Física hoy es más popular por el estudio que publicó en 1980 en Science junto con su hijo Walter y en el que proponía una solución al enigma de la desaparición de los dinosaurios. Según esta hipótesis, la llamada extinción masiva K/T, que hace 65 millones de años marcó la frontera entre el Cretácico y el Terciario, fue provocada por la colisión de un gran objeto espacial. Años más tarde la teoría cobró impulso al descubrirse el cráter de Chicxulub en la península mexicana de Yucatán, una hoya de 180 kilómetros de diámetro enmascarada por sedimentos posteriores. Recientemente el gobierno de Yucatán ha anunciado que se propone emprender el desarrollo turístico del cráter de Chicxulub, lo que añadirá un atractivo científico a la costa del Caribe mexicano.

La teoría de los Álvarez es la más aceptada, pero no la única, y aún es objeto de investigaciones. Hace poco más de una semana ha aparecido el penúltimo estudio, aún sin publicar, que analiza los datos sobre el impacto para tratar de establecer su naturaleza. En este trabajo, los investigadores Héctor Javier Durand-Manterola y Guadalupe Cordero-Tercero, del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México, han calculado que el objeto pesaba entre 1 y 460 billones de toneladas y medía entre 10,6 y 80,9 kilómetros de diámetro. Los científicos mexicanos sugieren que probablemente no se trataba de un asteroide sino de un cometa, algo que ya se había propuesto anteriormente.

Hoy el bisnieto del médico, Walter Alvarez, prestigioso geólogo de la Universidad de California en Berkeley, es un estadounidense de cuarta generación de setenta y tres años al que ya poco le liga al origen geográfico de su familia, salvando un doctorado honoris causa por la Universidad de Oviedo y una pertenencia honoraria al Ilustre Colegio Oficial de Geólogos. Aun así, es su regalo el dedicar parte de sus investigaciones a la evolución tectónica de la Península Ibérica. Será que, como sabemos quienes hemos vivido en Asturias, la tierrina nunca deja de tirarle a uno de la sisa.

Restos de cerámica en Nebraska cuentan el fin de la expansión española en EE. UU.

Con Nebraska se diría que nos une poco vínculo histórico, y sin duda al español medio no le viene gran cosa a la mente de aquel lugar salvo, si tiene gusto, el título de la obra maestra de Springsteen. Y es precisamente esa imagen de asolación de la portada del álbum, una nada granulosa hacia un horizonte en gris a través de la luna de una pick-up, la que refleja a la perfección el nombre que recibe esa faja vertical de estados en cuadrícula que cruza el centro de EE. UU.: Great Plains, las Grandes Llanuras.

La pintura Segesser II, sobre piel de bisonte, retrata la batalla de la Expedición Villasur.

La pintura Segesser II, sobre piel de bisonte, retrata la batalla de la Expedición Villasur.

Sin embargo, Nebraska fue el emplazamiento histórico de la expedición Villasur, un hecho poco divulgado aquí, tal vez porque cada país tiende a barrer sus fracasos debajo de la alfombra. Y a pesar de que aquel desastre fue relativamente modesto en magnitud, su impacto repercutió en el fin de la expansión del imperio español hacia el este de los actuales EE. UU. Aquella batalla fue bien documentada e incluso retratada en una de las llamadas pinturas de Segesser, un lienzo de piel de bisonte donde un artista desconocido plasmó el episodio y que hoy se conserva en el Museo del Palacio del Gobernador de Nuevo México, en Santa Fe. Sin embargo, no se había recuperado ningún resto arqueológico de aquella derrota, hasta ahora.

Este es el relato de los hechos: en 1720 el imperio de Felipe V, el primer Borbón, comprendía gran parte del territorio de los actuales EE. UU. En España, el rey se había encabezonado en ambiciones expansionistas en Italia que le enfrentaron contra la Cuádruple Alianza, integrada por casi todo el que era alguien en Europa. El eco del conflicto llegó hasta América, donde el gobernador español de Nuevo México, Antonio Valverde y Cosío, decidió comisionar una expedición para tantear la penetración del enemigo francés en las Grandes Llanuras al oeste del río Misuri. Al frente de la partida colocó a Pedro de Villasur, un oficial a quien, según cuentan las crónicas, la misión le venía dos tallas grande.

A Villasur se le puede negar la preparación, pero no el coraje. Recorrió 800 kilómetros al mando de una tropa formada por unos 120 hombres, incluyendo soldados españoles, indios pueblo y guías apaches. La expedición cruzó los ríos Platte y Loup hasta toparse con los pawnee y los otoe, una rama de los siux. Por mediación de Francisco Sistaca, un pawnee que viajaba con la expedición, Villasur trató de negociar con ellos, pero la posterior desaparición de este personaje fue un indicio que debió de alertar al comandante español. Al parecer, no lo suficiente, ya que el contingente acampó una noche en una pradera de hierba alta donde los expedicionarios fueron sorprendidos por los pawnee, posiblemente en connivencia con los franceses y el propio Sistaca. Villasur fue de los primeros en morir. Junto a él cayeron 35 soldados españoles de un total de 45, 11 indios pueblo y algunos acompañantes de la partida. Aquello fue lo más al este y al norte que llegó la presencia española en Norteamérica. Tras el regreso de los supervivientes a Santa Fe, la masacre dio pie a una investigación de siete años, durante la cual el gobernador Valverde fue culpado por negligencia. Después de la derrota, y en vista del escaso interés del rey por los asuntos americanos, España abandonó el intento de controlar las Grandes Llanuras.

Casi 300 años después, en un yacimiento de Eagle Ridge, un barrio de la ciudad de Omaha, un equipo de arqueólogos cree haber encontrado la primera prueba tangible de aquella batalla, según informan los investigadores en la web de arqueología del oeste americano Western Digs. Se trata de fragmentos de cerámica que pertenecieron a botijas españolas empleadas para conservar aceitunas, pero que en el Nuevo Mundo se reciclaban para guardar medicinas, aceite o vino. El arqueólogo de la Universidad Metropolitana de Denver David Hill, junto con John Bozell y Gayle Carlson, de la Sociedad Histórica del Estado de Nebraska, han encontrado las piezas mientras excavaban más de 40 silos subterráneos donde los nativos otoe o iowa almacenaban materiales.

Fragmentos de cerámica española hallados por los arqueólogos en Omaha, Nebraska. David Hill.

Fragmentos de cerámica española hallados por los arqueólogos en Omaha, Nebraska. David Hill.

Hill explica a Ciencias Mixtas que se trata de siete fragmentos de origen inequívocamente español a juzgar por la arena de granito incluida en su fabricación, algo típico de la cerámica española y ausente en la local, que solo utilizaba arcillas sin mezcla. Además, según Hill, «los fragmentos tienen marcas paralelas distintivas que son el resultado de haber sido modelados en una rueda de alfarero, que no estaban presentes en América antes del contacto europeo». El arqueólogo subraya que las piezas son similares a otras de manufactura española de los siglos XVII y XVIII halladas en enclaves de Nuevo México y Texas.

Extrañamente, Eagle Ridge se encuentra a más de cien kilómetros del lugar de la batalla, pero los arqueólogos razonan que no existió ninguna otra presencia española en la zona que justifique el hallazgo. Para explicar la discrepancia, Hill sugiere que «los fragmentos formaban parte de una o más botijas que fueron requisadas como botín de la batalla» y después transportadas por los nativos otoe o iowa que debieron de intervenir en la escaramuza. «Los fragmentos de las botijas de Eagle Ridge son la única prueba física de la batalla y el resto más oriental de la intrusión española en las Grandes Llanuras, además de la cerámica europea más antigua hallada en Nebraska», concluye Hill. Los investigadores publicarán próximamente su descubrimiento en la revista Kiva, perteneciente a la Sociedad Histórica y Arqueológica de Arizona.

Por desgracia, Eagle Ridge ya no aportará más restos. Según explica Hill, «el yacimiento se descubrió durante la construcción de una promoción inmobiliaria y un campo de golf, y se excavó por completo antes de que comenzara el desarrollo de esa área». Sin embargo, el arqueólogo contempla la posibilidad de que «otros enclaves aún por descubrir puedan producir materiales adicionales de la batalla».

«La percepción de Grosseteste era asombrosa incluso para un físico moderno»

Richard G. Bower, físico de la Universidad de Durham (Reino Unido)

Richard G. Bower, físico de la Universidad de Durham.

Richard G. Bower, físico de la Universidad de Durham.

Hace unos días comenté en este blog un estudio, aún pendiente de publicación, en el que un equipo multidisciplinar de científicos, lingüistas y medievalistas ha traducido a formulación matemática la teoría cosmológica enunciada en el siglo XIII por Robert Grosseteste. En sus reflexiones este filósofo, científico y clérigo inglés introducía conceptos familiares en la física actual como el origen del universo por una gran explosión y lo que los autores del estudio denominan un rudimentario «multiverso medieval«. El estudio ha despertado tanto interés que ha merecido un comentario hoy en la revista Nature. Su autor principal es el físico de la Universidad de Durham (Reino Unido) Richard Bower.

–¿Cuál es la principal aportación del estudio?

–El objetivo era comprender mejor cómo era el pensamiento científico a principios del siglo XIII. Antes de comenzar con este proyecto, pensaba que durante aquellas edades oscuras se entendía muy poco y que había escaso pensamiento racional y demasiada referencia a las «escrituras». Al menos en el trabajo científico de Robert Grosseteste, esto no puede estar más lejos de la verdad. A medida que indagamos en su trabajo, encontramos cada vez un conocimiento más profundo del mundo natural. A veces, su percepción era asombrosa incluso para un físico moderno.

–Y el resultado es…

–Nuestra conclusión es que el texto tiene perfecto sentido. El modelo que se describe en latín puede traducirse a matemática moderna y después resolverse con tecnología informática. El resultado final es justo como Grosseteste lo describe, excepto porque nos resulta difícil cuadrar exactamente el número de planetas observados; tenemos que comenzar los cálculos de una manera muy especial. Pero parece que Grosseteste también es consciente de esto, y podemos entender por qué el último párrafo del texto habla de propiedades especiales de los números, una discusión que recuerda mucho al papel de la simetría en la actual física de partículas.

–¿Cuál fue la innovación más relevante de Grosseteste?

Un retrato de Robert Grosseteste del siglo XIII.

Un retrato de Robert Grosseteste del siglo XIII.

–¿Por dónde empiezo? Su trabajo en De Luce no puede calificarse de menos que revolucionario. Su trabajo desarrolla ideas presentadas por Aristóteles desde el 350 a. C. Estas eran nuevas ideas que comenzaron a emerger desde el mundo árabe (como traducciones al latín de textos árabes) y que inspiraron un minirrenacimiento en el pensamiento occidental. Pero la explicación de Grosseteste sobre el universo va mucho más allá de todo lo hecho antes. Aristóteles concluyó que el universo no tenía comienzo ni fin. En cambio, Grosseteste comienza proponiendo una nueva teoría de la materia, y después la desarrolla hacia una explicación de la creación del universo. Trabaja igual que un cosmólogo moderno, proponiendo leyes físicas y después siguiéndolas hasta sus conclusiones. Esto es lo que me parece asombroso.

–¿Es correcto decir que fue el primero en intuir que el universo nació con un Big Bang?

–Debemos ser cautos. Él no imaginó el Big Bang como hoy lo concebimos. Pero sus ideas tienen mucho en común: el universo es inicialmente muy pequeño y después se expande rápidamente. Pero su universo no tiene gravedad y se asume que está centrado en la Tierra (por razones que se comprenden).

–En cuanto a esas razones, ¿cómo fueron aceptadas en su día las teorías de Grosseteste, sobre todo por la Iglesia y dada su condición de clérigo?

–Es una pregunta muy interesante. Hasta donde yo sé, nadie más (que conozcamos) se atrevió a abordar estas cuestiones. Por desgracia casi no disponemos de registros históricos que nos digan lo que sus contemporáneos pensaban de sus ideas. ¡Sospecho que debieron de quedar desconcertados! Recuerde que Aristóteles era un autor pagano. Quizá Grosseteste trataba de reconciliar las ideas de Aristóteles con el «Hágase la luz» del Génesis. Sospecho que detrás de todo ello aún hay una historia mucho mayor por descubrir.