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Equipaje para viajar a Marte: dinero, tecnología y cojones

En este último post antes de las vacaciones de verano, voy a referirme al mayor de los grandes anhelos del futurismo vigesimista o vigesímico (pido a la RAE que acuñe ya un adjetivo para referirnos al siglo XX, al estilo de decimonónico para el XIX o dieciochesco para el XVIII, ya que novecentista solo se aplica al primer tercio). A menudo me preguntan si «me creo» lo de Mars One, el proyecto de asentamiento permanente en Marte promovido por una organización holandesa y en el que participan varios españoles aspirantes a convertirse en 2024 en los primeros marcianos. Siempre respondo que sí, que desde luego. Claro que si a continuación me preguntan si creo que Bas Lansdorp, el responsable de todo esto, tiene ahora en sus manos los recursos financieros y tecnológicos necesarios, no solo para culminar con éxito un viaje a Marte, sino para establecer allí una colonia autosuficiente viable, mi respuesta es que podré ser crédulo, pero no imbécil.

Esta aparente contradicción tiene una explicación clara. Soy un posmoderno renegado. Me crié pinchando el God save the Queen de los Sex Pistols («no future«) hasta casi traspasar los surcos del vinilo con la aguja. Después, crecí. Luego, tuve hijos. Ya he contado aquí que la posmodernidad mató las utopías. Uno y otro día leo en los comentarios de este blog cómo el nihilismo y la distopía han triunfado en esta pobre roca mojada que hemos heredado. Pero como mi naturaleza es la de nadar a contracorriente, me rebelo. Lo que sucede en el mundo no es solo culpa de los demás. Y aunque mi posibilidad de participación en arreglar un poco todo esto es muy limitada, y por tanto difícilmente estoy en posición de dejar a mis hijos algo mucho mejor de lo que yo he recibido, hay algo que sí puedo legarles: la visión del futuro que a mí me fue dada, mucho más brillante que la que hoy impera.

Es por esto (con independencia de otras consideraciones sobre progreso social y demás, pero este es un blog de ciencia y a ello me ciño) que me creo lo de Mars One. En resumen: me lo creo porque me da la gana. Porque quiero que sea posible; porque hay mucho universo por recorrer, y quisiera llegar a ver cómo se da el primer paso. Pero mi postura es algo más que un desiderátum. También me lo creo porque, hoy en día, si alguien puede reunir los recursos financieros para costear tan ingente e incierta aventura, no es un sistema público sostenido por los contribuyentes, sino una compañía privada que sepa ordeñar la gigantesca teta (todo lo que un día es burbuja pinchada antes fue teta turgente) tecnológica de internet, televisión, móviles y redes sociales; teta que TODOS (incluso este animal de sabana) estamos engordando a diario y a gusto con una buena parte de nuestros magros sueldos, ahorros, pensiones y subsidios.

Me explico: este mes, Mars One ha firmado un acuerdo con la productora de televisión Darlow Smithson Productions (DSP) para transmitir a todo el mundo el proceso de selección y entrenamiento de los candidatos a martenautas. Valga el dato de que DSP, que según dicen se especializa en la producción de documentales, docudramas y series de calidad (no soy gran televidente, por lo que no puedo hablar con conocimiento ni citar títulos que me resulten familiares), es propiedad de la holandesa Endemol, conocida por su producto estrella: Big Brother, Gran Hermano. Aunque a Juanjo Díaz Guerra, amigo y candidato de Mars One, le horroriza oír hablar del Gran Hermano Marciano, es obvio que esta es la manera de hacer real el proyecto. Según un artículo publicado en 2010 en la revista World Policy Journal, «la Asociación de Protección y Reconocimiento de Formatos (FRAPA) estima que los programas de televisión como Gran Hermano generaron unos ingresos de 12.300 millones de dólares en todo el mundo de 2006 a 2008″. Como comparación, el presupuesto total de la NASA para 2014 es de 17.646 millones de dólares, de los cuales solo 4.113 están dedicados a exploración espacial y 3.776 a las operaciones actuales en el espacio. ¿Quién tiene el dinero para viajar a Marte?

¿Y la tecnología? La tecnología es solo dinero reconvertido. Mars One no es una compañía aeroespacial. Pero existe por ahí un buen número de corporaciones y agencias espaciales que disponen del conocimiento científico y el fondo tecnológico necesarios para preparar una misión como la propuesta, y que lo harán encantadas a cambio de jugosos contratos. Una de ellas, SpaceX, fundada por el creador de PayPal Elon Musk, ha pasado en 12 años de no existir a enviar los primeros cohetes de carga privados a la Estación Espacial Internacional (ISS). Ya dispone de dos modelos de cohetes, una cápsula espacial para siete tripulantes, y está desarrollando un nuevo lanzador pesado capaz de llegar a Marte. Si se dibujaran los progresos espaciales de SpaceX en una curva temporal, seguramente solo podríamos encontrar un parangón de crecimiento tan espectacular en los gloriosos tiempos de la carrera espacial entre EE. UU. y la antigua URSS.

Por último, queda un tercer factor, más sutil y menos cuantificable. Y siguiendo aquello de le mot juste de Flaubert, Pound y Hemingway, en este caso la palabra justa no es otra sino cojones. Cojones, los de Mars One para arrostrar el tsunami de vituperios que apenas aún ha comenzado a levantarse, especialmente los cainitas, los de la propia comunidad científica aeroespacial, muchas veces teñidos de ese puritanismo moral tan, tan, tan posmoderno. Cojones, los que la compañía deberá abrillantarse y sacar a relucir en público si la misión se tuerce y alguno de los tripulantes muere. Y cómo no, cojones, los de los hombres y mujeres (los cojones, en muchos casos, son más femeninos que masculinos) que sean finalmente seleccionados para una empresa en la que bien podrían morir. Y así debe ser. No que mueran. Sino que puedan morir.

Aclaro esto último: no se trata de contemplar la misión de Mars One (próximamente en sus pantallas, se supone que en Telecinco, la cadena líder de Mediaset, copropietaria de Endemol) como los romanos acudían al circo a ver si algún gladiador la diñaba. Pero el proyecto de Mars One solo será posible si sus participantes aceptan que serán gladiadores fajándose contra temibles fieras letales, y no cruceristas de un Royal Caribbean espacial ni residentes de la versión extraterrestre de Marina d’Or. Corre por ahí la idea de que actualmente las misiones espaciales tripuladas, que hoy tienen como destino la ISS en el cien por cien de los casos, se mueven en un nivel de seguridad comparable al de cualquier vuelo comercial. Yo creo que no es así. No hace falta ser un experto en tecnología aeronáutica y aeroespacial para colegir que difícilmente una aeronave de línea es sometida a revisiones tan concienzudas y exhaustivas antes de cada vuelo como los antiguos shuttle estadounidenses o las Soyuz rusas. Y tampoco los pasajeros de los aviones disfrutamos de tantas capas de sistemas redundantes (¿soy el único a quien le parece aberrante que nunca volemos con derecho a paracaídas, y que en su lugar debamos conformarnos con un chaleco inflable magníficamente equipado con bombilla y pito?).

Se trata de que, a pesar de toda la ciencia valiosa que indudablemente se hace a bordo de la ISS, ¿qué es lo que finalmente llega al público como única ventana hacia la última frontera de la humanidad? Lo pudimos ver recientemente: con motivo de la inauguración del Mundial de fútbol, no hubo cadena que se resistiera a emitir aquellas imágenes de los astronautas de la ISS haciendo el gilí con un balón. La imagen pública de la ISS ha quedado reducida a una sempiterna visión de tipos ya talludos haciendo el ganso mientras flotan. Y es que la actividad a bordo de la ISS resulta hoy tan interesante para el público como curiosear en la oficina de una notaría. No culpo de ello a los astronautas, sino a las agencias que los envían. La NASA ha desvelado recientemente su nuevo diseño para el prototipo de un traje espacial apto para Marte, el Z-2 (que, por otra parte, nos convertiría en el hazmerreír de la galaxia). Pero, en el fondo, este anuncio es poco más que una maniobra de márketing para la galería. No son pocos quienes hoy opinan que la mayor agencia espacial del planeta Tierra (por eso nos importa), antes percibida como fuente de innovación fresca y audaz, hoy se ha convertido en un organismo burocrático y excesivamente conservador en sus apuestas, paralizado por el fantasma de los desastres del Challenger y el Columbia.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje espacial apto para Marte. NASA.

Z-2, el nuevo diseño de la NASA para un prototipo de traje (¿disfraz?) espacial apto para Marte. NASA.

Este mes, un informe del National Research Council de EE. UU., encargado por el Congreso de aquel país, ha alentado a empujar la exploración humana del espacio más allá de la órbita terrestre, enfatizando el carácter de Marte como horizonte. Entre los motivos para ello, el NRC incluye los que define como «aspiracionales»; es decir, los que no tienen cariz económico, político, estratégico ni científico, sino que responden a la necesidad del ser humano de ir más allá. A la épica. Al romanticismo. El informe sostiene que, por supuesto, los riesgos serán enormes, y que estos solo son justificables bajo el objetivo de llevar humanos a otros mundos. «Un programa de exploración sostenido más allá de la baja órbita terrestre, pese a toda la atención razonable que se preste a la seguridad, casi inevitablemente conducirá a múltiples pérdidas de vehículos y tripulaciones a largo plazo», dice el informe. «Una nación que elige extender la presencia humana más allá de las fronteras de la Tierra afirma su compromiso con esta empresa y acepta el riesgo a la vida humana que supone emprender el programa pese a que los accidentes graves sean inevitables». El NRC es enormemente crítico con la línea actual de la NASA, juzgando que el presente rumbo del programa de exploración humana jamás conducirá a Marte. ¿Y cuál ha sido la respuesta de la NASA al informe? Aplauso.

Es decir: que tarde o temprano, incluso las anquilosadas y mastodónticas agencias espaciales nacionales tendrán que pasar por un aro que hoy censuran a Mars One, el del riesgo inaceptable, el de los cabos sueltos y la incertidumbre. Llegarán a eso. Espero. Y la imagen de un tipo saltando sobre la superficie marciana, incluso con un atuendo tan estúpido como el Z-2, será millones de veces más poderosa para la inspiración humana, para la muerte de la posmodernidad y la vuelta a una época en la que creíamos en el futuro y en la utopía, que millones de vídeos de funcionarios flotantes explicando cómo se hace spinning en gravedad cero.

¿Que si me creo lo de Mars One? Antes de que existiera el proyecto, yo ya había escrito una novela contándolo.

Conque esto era el futuro. ¿Y bien?

En esta última semana antes de las vacaciones de verano, me ha dado por practicar el arriesgado ejercicio de echar la vista atrás y recapitular qué significa este año 2014 en el contexto de ese lugar llamado futuro al que inevitablemente debíamos llegar, pero en el que, a diferencia de lo que ocurre ahora, antes solíamos creer. Ayer conté aquí la historia de cómo la bomba atómica nació hace cien años en la literatura mucho antes de hacerlo en la realidad, y cómo el artefacto brotado de la imaginación de H. G. Wells se convirtió en profecía autocumplida cuando inspiró al físico descubridor de la reacción nuclear en cadena, que se confesó muy impresionado por el relato. En su novela, el escritor británico construyó una utopía a la que se llegaba recorriendo un doloroso camino. Y desde luego que en el siglo XX lo recorrimos, pero nunca hemos llegado al destino.

Mientras Wells escribía The world set free, en 1913, otro notable compatriota suyo hacía su propio ejercicio de futurismo a cien años vista. Como recogió el 6 de diciembre de aquel año el periódico The Evening Independent, Sir Thomas Vansittart Bowater, nuevo alcalde de Londres, aseguró que 2013 sería un año «exclusivamente de tracción mecánica». Pronosticó un enorme crecimiento urbano de Londres, aunque se le fue la mano al extenderlo hasta Brighton, y casi acertó al imaginar que los sellos de correos quedarían reducidos a curiosidades. En coherencia con las expectativas de su época, predijo el túnel ferroviario a través del Canal de La Mancha y el transporte aéreo intercontinental, añadiendo la estrambótica idea de que el tráfico aéreo sobre las ciudades obligaría a cubrirlas con malla metálica para «la prevención del contrabando y otros delitos, y la protección de peatones y residentes». Sus apuestas quedaron largas al predecir que una visita a Marte no sería algo raro y que el cáncer habría desaparecido. Es más: «será difícil decir que una persona está muerta más allá de toda esperanza de resucitación», especulaba Bowater, confiando tal milagro a «oxígeno y electricidad, inyecciones salinas, transfusiones de sangre, órganos y miembros trasplantados», que darían «al hombre o mujer de la calle tantas vidas como el gato del proverbio».

En la biografía de Bowater no constan grandes méritos más allá de su carrera política y de su dedicación al negocio papelero de su padre. Por tanto, cabe pensar que su especulación no estaba informada por un profundo conocimiento científico y tecnológico, sino por una cierta intuición aplicada a la corriente de pensamiento de entonces. En tiempos de Wells, el naciente siglo XX se divisaba como el triunfo de la modernidad, el tiempo de los grandes cambios y revoluciones que invitaban a soñar con un futuro brillante antes de la Primera Guerra Mundial y del crack de 1929. Todavía en 1939, hace 75 años, el futurismo tentaba la imaginación popular y comenzaba a encandilar al público desde las ferias mundiales como palcos hacia el mañana. En la de ese año, celebrada en Nueva York, el pabellón de General Motors ofrecía una atracción llamada Futurama, donde los visitantes hacían colas kilométricas para volar sobre gigantescas urbes de un lejano 1960, pobladas de modernos rascacielos y escuadradas por anchas autopistas. Ese mismo año, diseñadores estadounidenses lanzaron sus pronósticos sobre la moda en el año 2000: para las mujeres, elegantes vestidos convertibles, transparentes, de metal o cristal, con cinturones eléctricos para «adaptarse a los cambios climáticos», además de una linterna como adorno capilar para «ayudarlas a encontrar a un hombre honrado»; para los hombres, un tronchante y ridículo mono con radio, teléfono y bolsillos para guardar llaves, monedas y caramelos.

Saltemos un cuarto de siglo. En 1964, hace 50 años, Nueva York acogió una nueva Feria Mundial, con el concurso de un remozado Futurama II que incorporaba la última sensación de la época, la conquista del espacio. Y en un tiempo en que la conciencia medioambiental aún era desconocida, la exhibición presumía de que en el futuro se dispondría de tecnología para «penetrar las junglas», desbrozar y construir carreteras en solo unas horas: «del corazón de lo que antes era selva tropical, surgirán nuevas y brillantes ciudades». Ese mismo año, el escritor Arthur C. Clarke, autor de 2001: Una odisea del espacio y El fin de la infancia, vaticinaba en un documental alusivo de la BBC (primera parte bajo este párrafo, segunda parte aquí) que el medio siglo siguiente traería el empleo de monos como sirvientes, la inteligencia artificial, la manipulación de la memoria «como se graba una sinfonía en una cinta» y la revolución en las telecomunicaciones que permitiría a dos personas comunicarse al instante desde cualquier rincón del mundo y trabajar desde «Tahití o Bali».

También en 1964 y con ocasión de la exposición neoyorquina, el escritor y bioquímico Isaac Asimov imaginaba para el diario The New York Times una «visita a la Feria Mundial de 2014». En el esquema mental de aquellos días que contraponía lo moderno a lo salvaje, el autor de la Saga de la Fundación escribía: «Los hombres continuarán apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Asimov suspiraba por maravillas que hoy nos resultan inconcebiblemente infernales: ciudades subterráneas alejadas de la luz del sol, viviendas sin ventanas, comida precocinada, electrodomésticos alimentados por pilas atómicas y centrales nucleares por doquier. El escritor de origen ruso divisaba además un 2014 con coches levitantes robotizados, aceras móviles, pantallas gigantes y en 3D, colonias lunares y proyectos de asentamientos marcianos.

Un lugar común en la prospectiva del siglo XX era cómo los avances científicos y técnicos moldearían la evolución del orden social. Para una modernidad que creía en el porvenir, incluso las distopías no pretendían ser retratos fieles del mañana, sino señales de advertencia sobre el riesgo de abandonar la senda correcta del progreso. La mecanización de la producción industrial inducía a los utopistas a aventurar que las tareas físicas más ingratas y rutinarias ya no serían desempeñadas por personas, sino por máquinas o animales entrenados, y que los humanos se dedicarían a cultivar el intelecto y a disfrutar de más tiempo de ocio. Para Asimov, la humanidad quedaría destinada a programar y cuidar las máquinas hasta el aburrimiento. «De hecho, la especulación más sombría que puedo hacer sobre el año 2014 es que, en una sociedad de ocio forzado, ¡la palabra trabajo se habrá convertido en la más gloriosa del vocabulario!», auguraba.

Incluso en una fecha tan reciente como 1989, el penúltimo salto en este viaje (hace 25 años), algunos aún consideraban posible que la semana laboral de 2014 comprendiera entre 25 y 30 horas, con menos desempleo que el existente entonces. Esta era la predicción del columnista Barry Lake en el diario Marshall Chronicle de Michigan (EE. UU.). Lake se basaba en un análisis efectuado por la firma de investigación Forecasting International Inc. y que vaticinaba analizadores personales de salud en cada hogar, duchas de ultrasonidos que nos librarían hasta del sarro y la caspa, y «TV de dos direcciones» que permitiría a la mitad de la población trabajar desde casa.

Con el fin de la modernidad murieron las utopías. En 1965, Umberto Eco nos dio a elegir entre apocalípticos e integrados, el punk recogió el espíritu de la nueva posmodernidad en su «no future«, y triunfó la visión distópica, que es hoy la dominante. En este 2014, algunas de aquellas predicciones se han cumplido; otras no. Pero tal vez lo que más haya cambiado seamos nosotros mismos. El ser humano ha perdido el candor y la ingenuidad que en su día le hacían imaginar el futuro como una tierra de bienestar y justicia, donde la ciencia y la tecnología iban a servirnos una vida más confortable, sana y longeva, y donde el desarrollo social nos proporcionaría paz, tiempo libre y desahogo económico. Aunque la predicción tecnológica sigue viva y pensadores como Raymond Kurzweil continúan interesados en el juego de su impacto social, las únicas utopías que hoy corren por la calle son las de cariz puramente político, siempre discutibles por lo que tienen de paraíso para unos e infierno para otros.

Quizá lo que más sorprendería a los futuristas del pasado sería el escaso impacto de los cambios en lo más sustancial de nuestras vidas; y, sobre todo, lo poco que las han mejorado. Pese a vacunas y antibióticos, que ya existían hace medio siglo, las enfermedades infecciosas aún asuelan a la humanidad. No hemos vencido al cáncer; las enfermedades genéticas siguen matando o incapacitando a muchos niños, y las neurodegenerativas continúan arruinando el sueño de la jubilación que presentan los anuncios televisivos de seguros. Aún nos desplazamos por los mismos medios que entonces. Hemos ganado en confort, seguridad y algo de rapidez, pero nada esencialmente novedoso ha sustituido al automóvil, el ferrocarril, el avión o el barco. No hemos colonizado la Luna ni Marte. Hoy calentamos los alimentos en un minuto, pero la comida industrial no ha mejorado nuestra nutrición. La automatización de la industria y el aumento de la productividad nos prometían una vida dedicada al ocio, pero si alguien trabaja menos de 40 horas a la semana es porque posee un empleo precario o ninguno en absoluto. Es difícil encontrar un aspecto en el que nuestras vidas hayan experimentado una verdadera revolución. Salvo, claro está, en uno solo. Tenemos dispositivos electrónicos cada vez más sofisticados, apps y redes sociales. En eso ha quedado el futuro: en renovar el móvil cada año. Pan y smartphone.

La bomba atómica, cien años de una profecía autocumplida

En vista de la peculiar afición del ser humano por los números redondos como oportunidades para mirar al pasado y recapitular, no parece que este año 2014 sea apropiado para algo más que conmemorar la que en su momento se llamó la Gran Guerra (cuando aún no se sabía que seguiría otra segunda). Y sin embargo, hay un puñado de razones para que quienes hemos llegado vivos a este año 14 debamos ver en esta fecha el futuro que algunos visionarios imaginaron. Y quizá nos dé la oportunidad de reflexionar sobre si era todo esto lo que queríamos.

Para empezar, el de la Primera Guerra Mundial no es el único centenario que deberíamos recordar este año. Hace un siglo, en 1914, nació la bomba atómica. La afirmación resultará extraña para todo el que sepa que la primera arma de destrucción masiva inventada por la humanidad debutó el 6 de agosto de 1945 sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, y que la bomba fue el resultado del Proyecto Manhattan, fundado en 1939 por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt y que tuvo su sede principal en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México.

Pero para llegar al origen debemos remontarnos aún más atrás. La decisión de Roosevelt de poner en marcha esta iniciativa bélica vino espoleada por una carta firmada por Albert Einstein, en la que el físico informaba al presidente sobre la posibilidad de «producir una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por la que se generarían vastos volúmenes de energía y grandes cantidades de nuevos elementos similares al radio». «Este nuevo fenómeno también conduciría a la construcción de bombas, y es concebible –aunque mucho menos cierto– que de este modo se podrían construir bombas extremadamente potentes de una nueva clase», decía la carta, pasando después a sugerir que, ante la duda sobre si el peso de estas bombas permitiría su transporte aéreo, sería preferible cargarlas en un barco y hacerlas explotar en un puerto, lo que permitiría «destruir el puerto entero y algo del territorio circundante». Naturalmente, la carta insinuaba que Alemania podía haber emprendido una investigación similar, lo que fue decisivo para el nacimiento del Proyecto Manhattan.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

Pero lo cierto es que aquella carta no fue escrita por el Nobel alemán, cuya firma sirvió para captar la atención del presidente, sino que en realidad fue obra casi en exclusiva de otro físico que ha quedado históricamente eclipsado tras la fama de Einstein y de Enrico Fermi. Este último diseñó el proceso de reacción en cadena por fisión nuclear, pero en aquel trabajo le acompañó otro científico que había teorizado por primera vez el proceso en 1933: el húngaro Leó Szilárd. Por entonces desplazado a Londres, fue Szilárd quien planteó originalmente la hipótesis de una reacción química en cadena mediada por los recién descubiertos neutrones, y quien presentó la primera patente de un reactor nuclear que generaría energía y produciría isótopos radiactivos. Simplemente, la idea de Szilárd no podía funcionar porque le faltó un paso clave, la fisión, que no se describiría hasta años después.

Así, tenemos a Szilárd como el padre primigenio de la bomba atómica, pero en nuestro recorrido hacia el pasado aún estamos en 1933. ¿De dónde nació la inspiración de Szilárd para encadenar un proceso químico con la idea de crear una temible arma? La respuesta la cita el autor Richard Rhodes en su libro de 1986 The making of the atomic bomb, ganador del premio Pulitzer: un año antes de elaborar su hipótesis, en 1932, Szilárd había leído una novela de ciencia ficción titulada The world set free: A story of mankind (El mundo se liberta: Una historia de la humanidad), publicada precisamente en 1914, hace un siglo, por el visionario escritor y biólogo de formación Herbert George Wells. En esta obra se acuñaba por primera vez en la historia la expresión «bomba atómica». Antes de existir en el mundo real, el arma que marcó el devenir del siglo XX nació en la imaginación de un escritor.

La novela forma parte de una trilogía profética en la que el autor de La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y El hombre invisible reflexionaba sobre el progreso a través del descubrimiento y el dominio de nuevas formas de energía. Resulta especialmente llamativo que esta obra, en la que Wells imaginaba «la última guerra» librada con armas devastadoras, fuera escrita en 1913, solo un año antes de la Gran Guerra. En un prefacio a la obra escrito por el autor en 1921 para una edición posterior, apuntaba que en los días de la construcción de la novela «toda persona inteligente en el mundo sentía que el desastre era inminente e ignoraba la manera de evitarlo». Aunque, aún más curioso, Wells situó su guerra en 1956. «Pocos entre nosotros fueron conscientes en la primera mitad de 1914 de lo cerca que estábamos de la colisión».

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escenario bélico figurado por Wells fue atinado: las fuerzas de Europa Central atacaban la Confederación Eslava, a cuyo rescate acudían Francia y Reino Unido, unidas por un túnel a través del Canal de La Mancha que permitía el transporte ferroviario de las tropas británicas hasta las Ardenas, donde se atrincheraban. La bomba atómica hace su aparición en un bombardeo aéreo sobre Berlín. Wells imaginó el artefacto como una esfera negra de dos pies de diámetro con asas, entre las cuales se situaba una especie de activador de celuloide que debía morderse para dejar entrar el aire antes de arrojar la bomba manualmente desde un avión. La explosión, vista desde la aeronave, era «como mirar desde arriba hacia el cráter de un pequeño volcán».

Pero por supuesto, Wells no era físico, y por entonces ni la estructura del átomo era suficientemente conocida ni Szilárd había teorizado aún la reacción nuclear en cadena. El autor conocía solo los principios básicos de los isótopos radiactivos y de su desintegración, por lo que describió una bomba que, en lugar de estallar instantáneamente como las conocidas hasta entonces, lo hacía de forma prolongada. El material radiactivo empleado era un elemento ficticio llamado carolino cuya vida media era de 17 días. «Nunca se agota por completo, y hasta el día de hoy los campos de batalla y los campos de bombardeo de ese tiempo frenético en la historia de la humanidad están rociados con materia radiante, y por tanto son fuentes de rayos inconvenientes», escribió Wells en una predicción de la lluvia radiactiva.

Lo que ocurría al abrir el perno de celuloide era que el inductor se oxidaba y se activaba. Entonces la superficie del carolino comenzaba a degenerar. Esta degeneración pasaba lentamente hacia la sustancia de la bomba. Un momento o así después de su explosión, aún era sobre todo una esfera inerte explotando superficialmente, un gran núcleo inanimado envuelto en llamas y trueno. Las que se arrojaban desde aviones caían en este estado, alcanzaban el suelo todavía sólidas y, fundiendo el suelo y la roca en su progreso, perforaban la tierra. Allí, a medida que se activaba más y más carolino, la bomba se extendía en una monstruosa caverna de fiera energía en la base de lo que rápidamente se convertía en un volcán activo en miniatura. El carolino, incapaz de dispersarse, se fundía en una confusión hirviente de suelo fundido y vapor sobrecalentado, y así permanecía girando furiosamente y manteniendo una erupción que duraba años o meses o semanas, según el tamaño de la bomba empleada y sus posibilidades de dispersión […] Tal fue el triunfo que coronaba la ciencia militar, el explosivo definitivo que iba a dar el toque decisivo a la guerra…

Portada de una edición en audiolibro de 'The world set free', de H. G. Wells. Tantor Media.

Portada de una edición en audiolibro de ‘The world set free’, de H. G. Wells. Tantor Media.

Tras la guerra de Wells, la mayoría de las grandes capitales del mundo quedaban arrasadas por las bombas y abandonadas a causa de la radiación. «En estas áreas perecieron museos, catedrales, palacios, bibliotecas, galerías de arte y una vasta acumulación de logros humanos, cuyos restos calcinados yacen enterrados». Sin embargo, la novela finaliza con una catarsis. La colosal guerra y el inmenso poder de la energía atómica inducen a todas las naciones del mundo a abdicar de sus soberanías y unirse en una República Mundial en la que se adopta el inglés como lengua franca, la energía como moneda y donde las poblaciones humanas, extendidas por lugares antes desiertos y dedicadas sobre todo al arte y al esparcimiento, encuentran una nueva era de paz y armonía. «Es dudoso que veamos de nuevo una fase de la existencia humana en la cual la política, es decir, la interferencia partidista con los juicios que gobiernan el mundo, sea el interés dominante entre los hombres serios», concluía Wells con una rara sensatez tan impropia de su tiempo y del nuestro.

Hoy ya hemos perdido las utopías; y las que permanecen sostienen una visión de la política opuesta a la de Wells. De esto, si acaso, ya hablaremos otro día. De momento, podemos concluir con esa paradoja de quienes defendieron la utopía en tiempos en que esto era plausible: aunque es impensable que el poder de la energía nuclear hubiera podido escapar a la ambición armamentista de la época, lo cierto es que Roosevelt cimentó el Proyecto Manhattan sobre las ideas de un hombre que antes había leído en la ficción lo que luego contribuyó a crear en la práctica. Y esto convierte el vaticinio de Wells en una profecía autocumplida, muy a pesar de que la intención de su autor fuera justo la contraria, advertir del peligro para conjurarlo.