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Isaac Newton y los dragones

Se ofenda quien se ofenda, tan risibles, ridículas y banales me parecen esas descacharrantes palabras del obispo de Córdoba al definir la fertilización in vitro como un «aquelarre químico» contrario al «abrazo amoroso» del que, según él, deben nacer los hijos (ahí tendrás a muchas pobres chiquillas temiendo quedarse embarazadas por un abrazo), como la arrogancia cristianofóbica de quienes todos los años y tal día como hoy, cumpleaños de Isaac Newton, aprovechan la ocasión para ciscarse en las libres creencias de otros. Allá cada cual, pero los fanatismos son fanatismos, ya los inspire la religión o la ciencia.

Isaac Newton en 1689 por Godfrey Kneller. Imagen de Wikipedia.

Isaac Newton en 1689 por Godfrey Kneller. Imagen de Wikipedia.

Hay algo que sí me gustaría recomendar a estos últimos (sobre el primero creo que no es preciso añadir nada más): que indaguen un poco más en el perfil biográfico de aquel a quien parecen venerar como príncipe de la razón. Newton fue teólogo además de científico, y estuvo a un pelo de ordenarse como pastor anglicano. Hoy se le considera un hereje por su postura antitrinitaria, que comprensiblemente ocultó, y que dominó su pensamiento religioso desde el centro de su esfuerzo intelectual.

Pero fuera de esta ineludible vertiente religiosa de Newton, que en realidad no incumbe a este blog, vengo a destacar otra faceta de su pensamiento que sí entronca con la ciencia, pero que tampoco cuadra con la imagen del racionalista puro con la que muchos parecen identificarle erróneamente. Lo cierto es que Newton fue un tipo fascinante y algo loco. Entre sus facetas menos conocidas se cuenta que, durante su cargo como director de la Casa de la Moneda en Gran Bretaña, inventó las estrías en el canto de las monedas que hoy son tan comunes. Entonces las monedas se fabricaban con metales preciosos, y el propósito de esta innovación fue evitar que los falsificadores rasparan los bordes para sisar una parte del oro.

Esta y otras historias de Newton como el Sherlock Holmes que perseguía a los falsificadores de moneda se cuentan con la tensión narrativa de los mejores thrillers en el libro de Thomas Levenson Newton y el falsificador, publicado en castellano por la editorial Alba en 2011. Un buen regalo para estas fiestas.

Pero Newton también era un ocultista apasionado. Hay quien le ha definido como el último de los alquimistas. Probablemente no lo fue, pero tal vez sí el último de los grandes alquimistas. Newton, como Harry Potter, perseguía la piedra filosofal, como conté con detalle en este reportaje que publiqué en 2010. El economista John Keynes, gran conocedor de la figura de Newton, le definió así:

Newton no fue el primero de la Edad de la Razón. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que miró al mundo visible e intelectual con los mismos ojos que aquellos que comenzaron a construir nuestro mundo intelectual hace menos de 10.000 años.

Naturalmente, la visión de Keynes no es compartida por todos. Hay quienes ven en el trabajo alquímico de Newton un esfuerzo precursor de la química moderna, ya que las transmutaciones metálicas de los alquimistas anticiparon el estudio de las reacciones químicas. Pero esta visión también estaría, para mi gusto, un poco sesgada, ya que en tiempos de Newton hubo otros científicos como Robert Boyle o su tocayo Hooke que realmente sí estaban transmutando la vieja alquimia en la química moderna, al distinguir entre magia y ciencia. Y mientras tanto, Newton escribía cosas como esta:

Nuestro esperma crudo fluye de tres sustancias, de las que dos se extraen de la tierra de su natividad por la tercera y después se convierten en una pura Virgen lechosa como la naturaleza obtenida del Menstruo de nuestra sórdida ramera. Estos tres manantiales son el agua, la sangre (de nuestro León verde totalmente volátil y vaciado de azufre metalino), el espíritu (un caos, que se aparece al mundo en una vil forma compacta, al Filósofo unida a la sangre de nuestro León verde, del que así se hace un león capaz de devorar a todas las criaturas de su clase…).

Una de las ilustraciones de los dragones alpinos en la obra de Johann Jakob Scheuchzer.

Una de las ilustraciones de los dragones alpinos en la obra de Johann Jakob Scheuchzer.

Pero hay un último aspecto de Newton que se ha divulgado y estudiado aún menos, y en el que posiblemente todavía quede un filón biográfico para quien quiera explorarlo y documentarlo. Contemporáneo de Newton fue un médico y científico suizo llamado Johann Jakob Scheuchzer. Entre los trabajos de Scheuchzer destaca uno titulado muy sencillamente Ouresiphoites Helveticus, sive itinera Alpina tria: in quibus incolae, animalia, plantae, montium altitudines barometricae, coeli & soli temperies, aquae medicatae, mineralia, metalla, lapides figurati, aliaque fossilia; & quicquid insuper in natura, artibus, & antiquitate, per Alpes Helveticas & Rhaeticas, rarum sit, & notatu dignum, exponitur, & iconibus illustratur. O de forma algo más breve, Itinera alpina tria, sus viajes alpinos.

Durante sus viajes por los Alpes, entre 1702 y 1704, Scheuchzer describió la naturaleza que observaba a su paso. Pero sus méritos como naturalista han sido puestos en duda por el hecho de que incluyó referencias a la presencia de dragones en los Alpes; no observados por él directamente, sino por testigos, pero sí con todas sus especies alpinas representadas en láminas en su obra. El suizo describía el método para dormir a un dragón con hierbas soporíferas y aprovechar su sueño para cortarle de la cabeza una piedra que poseía enormes propiedades curativas.

Pues bien, el principal patrocinador de la expedición y de la obra de Scheuchzer para la Royal Society londinense no fue otro que nuestro buen amigo Newton, quien según algunas fuentes era también un defensor de la existencia de los dragones. La creencia en estos animales míticos tradicionalmente vino alimentada por el hallazgo de fósiles que hoy conocemos como dinosaurios, sobre todo en China. En tiempos de Newton aún no se conocía el origen de aquellos huesos, pero sí su existencia; en Europa se les atribuían orígenes diversos, desde elefantes de guerra empleados por los romanos hasta gigantes humanos. ¿Creía Newton que los fósiles europeos de dinosaurios eran restos de dragones? ¿Hasta qué punto llegaba su creencia en estas criaturas míticas? En cualquier caso, todo esto no hace sino aumentar el atractivo de un personaje tan genial como conflictivo para quienes pretenden hacer de él un ser unidimensional.

Ada Lovelace, el genio que nos perdimos

¿Qué importancia tendría haber creado el primer programa rudimentario de ordenador frente a poseer lo que Ada Lovelace tenía?

Ada Lovelace (por entonces aún Ada Byron) a los 17 años, en un retrato de autor desconocido. Imagen de Wikipedia.

Ada Lovelace (por entonces aún Ada Byron) a los 17 años, en un retrato de autor desconocido. Imagen de Wikipedia.

Juzguen ustedes por este ejemplo: cuando solo había cumplido 12 años, Ada decidió dedicarse a estudiar científicamente el problema del vuelo. Según cuenta su biógrafa Betty Alexandra Toole, autora de Ada, the Enchantress of Numbers, examinó la anatomía de las aves para diseñar las alas, estudió distintos materiales, hizo bocetos, planificó el equipo necesario (incluyendo una brújula) y comenzó a construir su ingenio con cuerdas y poleas. El siguiente paso era integrar la máquina de vapor, que iría en el interior de un fuselaje con forma de caballo, cuyo piloto se sentaría a su grupa. Este gran proyecto nunca llegó a término: fue interrumpido por la madre de Ada cuando supo que la niña estaba descuidando sus estudios por aquella manía de volar.

Repito, con 12 años. ¿Qué hacen otros niños a los 12 años?

Ada tenía la sustancia reservada a los grandes genios, esa emulsión de imaginación y raciocinio de la que han surgido muchos grandes avances científicos de la historia. En su mecanismo mental se engranaron dos ruedas que giraban en perfecta coordinación: por una parte, la educación científica que su madre le procuró; y por otra, haber heredado la mitad de su ser de un enorme poeta que la abandonó nada más nacer –lo cabrón no quita lo genial, véanse Céline, Kazan, Pound…–, pero al que ella siempre profesó un extraño afecto. El sumatorio de todo esto fue lo que ella misma llamaba «ciencia poética». En un mundo de ciencias contra letras, razón contra emoción, personajes mixtos como Ada son raros e imprescindibles.

En mi artículo anterior y en el reportaje que escribí con motivo del bicentenario ya hablé de aquello por lo que hoy se recuerda a Ada, su colaboración con el matemático Charles Babbage a propósito de la primera computadora mecánica de uso general. Pero los intereses de Ada no acababan ahí. A lo largo de su vida se impregnó de los avances de su época como la fotografía, el ferrocarril, la telegrafía, la teoría de la probabilidad, el magnetismo o la electricidad, además de buscar la relación entre matemáticas y música o de apreciar otras novedades que por entonces se presentaban con una pátina científica, como la frenología y el mesmerismo.

Pero entre todo ello, uno de los afanes que más atrajeron a Ada fue el de elaborar un «cálculo del sistema nervioso». «Mi propio gran objetivo científico es el estudio del sistema nervioso y sus relaciones con las más ocultas influencias de la naturaleza», escribió. Ada quería verse a sí misma como «una Newton del universo molecular» de la mente, desentrañando matemáticamente el funcionamiento del cerebro como otros habían hecho con el movimiento de los cuerpos celestes. Tuvo la (correcta) intuición de que la electricidad resolvería los misterios del cerebro. En 1844, un año después de sus famosas notas sobre la máquina de Babbage, y con el fin de progresar en su conocimiento de la electricidad, Ada visitó a Andrew Crosse.

Andrew Crosse era todo un personaje, un científico autodidacta que vivía recluido en su mansión donde conducía extraños experimentos eléctricos para los que reunía miles de pilas voltaicas. En 1836 Crosse fue objeto de fama y controversia a causa de un experimento de electrocristalización en el que, según se contaba, habían aparecido insectos. Aunque al parecer Crosse nunca sugirió que aquellos insectos habían surgido espontáneamente por acción de la electricidad, en su época fue precisamente esta la idea que trascendió.

Hay quienes dicen que Crosse pudo servir de inspiración a Mary Shelley para su Victor Frankenstein, ya que consta que ella y su marido, Percy Bysshe Shelley, asistieron a una conferencia de Crosse en Londres el 28 de diciembre de 1814, dos años antes de que la autora comenzara a escribir Frankenstein o el moderno Prometeo. Y ello a pesar de que, curiosamente, el libro no especifica que fuera la electricidad la que animaba a la criatura (fue el cine el que popularizó esta idea); solo hay una oscura referencia a «infundir una chispa de ser», lo que podría ser solo una metáfora. Y por cierto, es bien conocido que Shelley empezó a componer su novela durante un verano que ella y Percy pasaron en Ginebra en compañía de Byron, padre de Ada. El mundo de la alta sociedad inglesa era un pañuelo.

El caso es que Ada no solo visitó a Crosse, sino que a partir de entonces desarrolló una relación con su hijo John cuya naturaleza no ha quedado históricamente aclarada. Ada estaba casada desde varios años antes; pero a su muerte, John Crosse heredó algunos de sus bienes y destruyó la correspondencia que había mantenido con ella.

Ni el cálculo del sistema nervioso ni el resto de proyectos de Ada llegaron jamás a concretarse. Los más críticos la acusan de haber sido víctima de delirios de grandeza, y lo cierto es que no le faltaba megalomanía cuando en una ocasión propuso una colaboración al electrocientífico Michael Faraday diciendo de sí misma que esperaba «morir como la Suma Sacerdotisa de la obra de Dios manifestada en la Tierra». Pero tanto en sus frecuentes grandilocuencias como en sus no menos habituales caídas pudo tener algo que ver el opio que los médicos le suministraron durante la mayor parte de su vida. Ada siempre tuvo una salud frágil, que se quebró definitivamente en 1852 a causa de un cáncer de útero.

Su muerte prematura a los 36 años nos dejó sin saber qué habría podido lograr si hubiera disfrutado de una vida larga. Es cierto que, sobre todo en tiempos pasados, 36 años de vida eran suficientes para dejar un legado perdurable. Pero Ada además era mujer, en una época en que la academia no admitía fácilmente a científicos con falda. El matemático Augustus de Morgan, impresionado por el talento de Ada, dijo sin embargo que un exceso de matemáticas podía ser extenuante para el delicado sistema nervioso femenino, y la propia Ada atribuía parte de sus males a «demasiadas matemáticas».

Eso sí; tampoco caigamos en la idolatría. No podemos dejar de lado que, como madre, Ada Lovelace fue lo peor, en la estela de sus propios progenitores: confesó que carecía de todo amor natural por los niños y que para ella sus tres hijos no eran sino «deberes fastidiosos». Pero centrándonos en su trabajo y dejando aparte su aureola como profeta de la computación, un gran logro fue sencillamente ser ella misma; ser como era, porque pocos eran como ella. Porque aún hoy, pocos son como ella.

Para celebrar el interés de Ada por la electricidad, dejo aquí una muestra de uno de sus más sublimes usos. No hace falta más presentación.

Ada Lovelace no fue la primera programadora, pero vio el futuro de las computadoras

No crean todo lo que lean por ahí. Internet es un medio fantástico de difusión de información, pero también puede serlo de desinformación. Y cuando una versión de una historia cuaja y se copia y recopia en miles de webs, es muy difícil llegar a derribarla, por muy equivocada que esté.

Detalle del retrato de Ada Lovelace pintado por Margaret Carpenter en 1836. Imagen de Wikipedia.

Detalle del retrato de Ada Lovelace pintado por Margaret Carpenter en 1836. Imagen de Wikipedia.

Hace unos días el historiador de la computación Doron Swade me escribía en un correo: «Si puedes corregir las innumerables equivocaciones que abundan sobre la reputación de Lovelace, habrás hecho más que ningún otro periodista con el que haya tenido el placer de relacionarme». ¿A qué se refería Swade? A esto: «Si como periodista levantas alguna duda sobre la proclama de la primera programadora, no digamos si la rebates, habrás hecho más que nadie que conozco con proyección pública para realinear las pruebas históricas con la percepción pública, y te deseo suerte en ello».

Ada Lovelace, de cuyo nacimiento hoy se cumplen 200 años, fue la única hija legítima de Lord Byron, un tipo tan agraciado por su talento poético como desgraciado en su vida amorosa. Es curiosa la riqueza del castellano cuando una palabra puede significar algo y su contrario. En el caso de «desgraciado», el diccionario recoge dos significados contrapuestos: el que padece desgracia, o el que la provoca a otros. Byron repartió mucha desgracia amorosa y, con ella, dejó por ahí un número de hijos que ni siquiera se conoce con exactitud. Solo una vez se casó, con Annabella Milbanke, y de este matrimonio nació una niña, Ada. Byron y Annabella rompieron cuando la niña solo tenía un mes.

Ada se crió con sus abuelos y con su, al parecer, poco afectuosa madre, que se preocupó de que aprendiera matemáticas y lógica para evitar que sufriera los delirios de su padre. Desde pequeña, la futura condesa de Lovelace destacó por su inteligencia y por su interés en los números, que la llevarían a relacionarse con Charles Babbage, el creador de las primeras calculadoras mecánicas; un trabajo por el que Babbage suele recibir el título de padre de la computación.

Ada se encargó de traducir al inglés un artículo que resumía una conferencia pronunciada por Babbage en Italia. Al final del texto, añadió unas extensas notas que incluían un algoritmo que permitiría a la máquina calcular los números de Bernoulli, una serie de fracciones con diversas aplicaciones matemáticas. Y es este algoritmo el que ha servido para promocionar mundialmente a Ada Lovelace como la autora del primer programa informático de la historia, un título que suele acompañar a su nombre en innumerables reseñas biográficas.

No se trata de que aquel algoritmo no pueda definirse exactamente como un programa informático. Es evidente que aún quedaba un siglo por delante hasta la existencia de verdaderas computadoras que trabajaran con programas tal como hoy los entendemos. Pero aquel algoritmo era una descripción paso a paso de los cálculos que realizaría la máquina, por lo cual los expertos reconocen en aquel trabajo el primer precursor de la programación.

El problema es que, según parece, no fue el trabajo de Lovelace, sino de Babbage. Durante años, los expertos han discutido hasta qué punto aquellas notas escritas por Ada fueron realmente producto de su mente o fueron más o menos dirigidas por Babbage. Si abren la página de la Wikipedia sobre Ada Lovelace en inglés (la entrada en castellano no recoge la controversia), comprobarán que existen versiones contradictorias. Pero en general, los historiadores de la computación favorecían la versión de que Babbage era quien mejor conocía la máquina que él mismo había ideado, y que los primeros programas fueron obra suya. En palabras de Swade: «La idea de que Babbage inventó una computadora y no sabía que podía programarse es de risa».

A esto se añaden los nuevos datos aportados ahora por Swade en el simposio celebrado esta semana en Oxford con motivo del bicentenario de Ada Lovelace. Según me contaba por email antes del simposio, tiene las pruebas documentales de 24 programas creados por Babbage seis o siete años antes de las famosas notas de Lovelace, y ha rastreado en ellos la procedencia original de cada uno de los rasgos que aparecen en el programa de los números de Bernoulli del escrito de Ada; lo que parece zanjar definitivamente el debate. He explicado los detalles en este reportaje.

Queda una cuestión por resolver, y es que según parece los programas no están escritos de puño y letra por Babbage. Sin embargo, Swade apunta que el matemático solía emplear escribientes y dibujantes, y que de hecho gran parte del material por el que es reconocido tampoco corresponde a su escritura. La posibilidad de que estos primeros programas fueran escritos por Lovelace queda descartada, según Swade, por otras pruebas indirectas: en primer lugar, de ser así habría correspondencia al respecto entre ambos, que no existe. Y tal vez más importante, de las cartas que Babbage y Lovelace intercambiaron más tarde, en la época de las notas, se deduce que por entonces Ada solo estaba comenzando a comprender los fundamentos de la máquina, lo que no cuadraría con el hecho de que hubiera escrito programas para ella varios años antes.

Pese a todo lo anterior, Swade quiere dejar claro que no pretende de ningún modo desmontar la figura de Ada Lovelace, sino solo el mito: «El propósito de mi derribo de la ficción de la primera programadora no es desacreditar a Lovelace; ella nunca hizo tal proclama. El derribo se dirige hacia aquellos que han confeccionado y perpetuado la ficción».

De hecho, Swade lleva años defendiendo que la verdadera y valiosa aportación de Ada Lovelace, y aquella por la que debería ser celebrada y recordada, fue su capacidad de ver más allá: «Babbage no vio en ningún momento que las computadoras pudieran operar fuera de las matemáticas», dice el historiador, mientras que «fue Lovelace, no Babbage ni sus contemporáneos, quien vio que los números podían representar entidades diferentes de las cantidades: notas de música, letras del abecedario o más cosas, y que el potencial de las computadoras residía en el poder de representación de los símbolos, en su capacidad de manipular representaciones simbólicas del mundo de acuerdo a unas reglas».

Ada Lovelace continuará siendo lo que siempre ha sido, pionera de la computación, una figura brillante y adelantada a su época que combinó maravillosamente su vocación científica con la herencia poética que le venía de familia; un espléndido ejemplo para las Ciencias Mixtas. Mañana contaré algún aspecto más de su vida, igualmente insólito.

Einstein: cien años no es nada (según el punto de vista del observador)

Hoy parece curioso que Einstein no considerara la relatividad una idea revolucionaria, adjetivo que reservaba solo para su trabajo sobre el efecto fotoeléctrico; gracias al cual, por cierto, recibió el Nobel en 1921. Estas reflexiones de Einstein las detallaba Abraham Pais en su libro El Señor es sutil: La ciencia y la vida de Albert Einstein, que muchos físicos consideran la mejor biografía científica del alemán.

Albert Einstein en 1921. Imagen de F. Schmutzer / Wikipedia.

Albert Einstein en 1921. Imagen de F. Schmutzer / Wikipedia.

Einstein supo que su descubrimiento de que la luz venía en pequeños paquetes de energía, o cuantos, que más adelante se denominarían fotones, y que por tanto la luz se propagaba como una onda, pero que interaccionaba con la materia como una partícula, era un descubrimiento esencial para la teoría cuántica que empezaba a tomar forma a principios del siglo XX. En cambio la relatividad, tanto la especial como la general, fue en palabras de Pais una «transición ordenada». Einstein quitó importancia a su hallazgo, presentándolo como una «consecuencia directa» y una «terminación natural» del trabajo previo de otros científicos como Faraday, Maxwell y Lorentz.

Evidentemente, el juicio de Einstein era demasiado modesto, teniendo en cuenta que su teoría es hoy uno de los dos pilares de la física moderna, junto con la mecánica cuántica. Pero sí es cierto que quizá el público en general, el que naturalmente conoce de sobra el nombre de Einstein, posiblemente ignora los de Faraday, Maxwell y Lorentz, así como otros que han sido fundamentales en el desarrollo moderno de otras disciplinas científicas. Y es que si Einstein fue tan popular como para haberse convertido en un icono, o en un meme, tal vez esto ha sido hasta cierto punto independiente del verdadero peso científico de sus aportaciones.

[TRIVIAL: ¿Cuánto sabes sobre Einstein?]

Esto interesará especialmente a los periodistas: Einstein fue posiblemente (a su pesar) el primer científico mediático de la historia, o el primer caso de un científico convertido en famoso (en cursiva, en el sentido de los famosos del ¡Hola!, no de los de Nature) gracias a, o por culpa de, la prensa. Esta idea, que no es mía ni es nueva, queda profusamente desarrollada en la reciente obra del alemán Jürgen Neffe Einstein: A Biography, lamentablemente no traducida al castellano.

Primera página del manuscrito de Einstein explicando la teoría general de la relatividad (1915). Imagen de Wikipedia.

Primera página del manuscrito de Einstein explicando la teoría general de la relatividad (1915). Imagen de Wikipedia.

Neffe inicia su relato el día en que la vida de Einstein cambió para siempre, el 7 de noviembre de 1919. Aquella mañana el periódico The Times dio cuenta de un experimento que demostraba por primera vez la teoría de la relatividad general de Einstein, gracias a las fotografías que un equipo de astrónomos británicos había tomado de un eclipse de sol y que confirmaban la curvatura de la luz de las estrellas debida a la masa solar, como el físico había predicho. El Times calificó la relatividad como una «revolución de la ciencia» y «uno de los pronunciamientos más trascendentales, si no el más trascendental, del pensamiento humano».

Esta euforia del diario londinense apenas tuvo eco en España o Francia, pero en los países anglosajones provocó una reacción en cadena. Según Neffe, la prensa de Gran Bretaña y Estados Unidos de inmediato se subió con entusiasmo al carro de la revolución científica abanderada por aquel físico alemán que ya gozaba de gran prestigio entre sus colegas, pero que hasta entonces era un perfecto desconocido para el público. «Albert Einstein renació como leyenda y mito, ídolo e icono de toda una era», escribe Neffe.

Y todo ello, a pesar de que pocos se hacían la menor idea sobre qué demonios decía aquella teoría revolucionaria. Según Neffe, el diario The New York Times advertía a sus lectores de que «nadie se molestara en tratar de comprender la nueva teoría», porque «solo doce hombres sabios eran capaces de entenderla».

Este lunes leí un estupendo reportaje en El País de mi colega y amigo Manuel Ansede sobre la visita de Einstein a España en 1923. Conozco a Manolo y su afición por las historias de berlanguismo científico, aquellas que marcan el contraste de los avances de la modernidad occidental con la España cañí. Aunque es dudoso que el sueco medio tuviera (o incluso tenga ahora) un mejor conocimiento de ello que el español de a pie, lo cierto es que las reacciones en la sociedad y en la prensa españolas durante aquellas dos semanas «surrealistas» ilustran perfectamente cuál era la idea general sobre el trabajo de Einstein; o más bien la falta de ella.

El libro en el que se basa el reportaje de Manolo, Einstein y los españoles: ciencia y sociedad en la España de entreguerras, de Thomas F. Glick, incluye también una anécdota que plasma cuál fue y es la comprensión (errónea, anticipo) que ha quedado a pie de calle de lo que Einstein aportó a la ciencia. Como en toda anécdota, hay varias versiones, pero me quedo con la que parece más fiel a la realidad, la que aparece en la tesis doctoral del filólogo Samuel Michael Weis Bauer, leída en la Universidad Autónoma de Barcelona en 2012.

La anécdota tiene como protagonista al dibujante y humorista Antonio de Lara Gavilán (1896-1978), más conocido como Tono. En 1931, Tono viajó a Estados Unidos para probar suerte en Hollywood, y allí conoció a Charlie Chaplin, pero también a Einstein. Cito las palabras de Tono según la tesis de Weis:

A Einstein lo conocí poco después, y en casa de Charlot. Era un hombre sencillo y con gran sentido del humor… Estuve más de una hora charlando con él, a pesar de que yo no sabía inglés ni alemán, ni él sabía español ni francés… Cuando Neville y López Rubio me preguntaron de qué habíamos hablado, les respondí, naturalmente: “Le he dicho que todo es relativo”.

Y aquí está el problema. Igual que ya desde tiempos de Darwin algunos tergiversaron interesadamente la «supervivencia del más apto» para convertirla en un equivocado «solo los fuertes sobreviven» que fue la raíz del darwinismo social, también hay un einstenismo social basado en algo que Einstein jamás dijo y que, de hecho, está muy lejos de sus teorías: «todo es relativo». La frase aparece citada, atribuyéndola a Einstein, casi en cualquier artículo en el que venga a cuento, normalmente para favorecer las tesis del articulista.

Ahora que se celebra el centenario de la teoría de la relatividad general (1915), muchos medios ya han aprovechado para explicar algunos de sus aspectos, el tejido del espacio-tiempo, su curvatura, la luz que se dobla, el principio de equivalencia entre gravedad y aceleración… No veo necesario insistir en todo esto. Pero sí hay algo que creo conveniente destacar: la teoría de la relatividad no dice que todo es relativo. Sino más bien lo contrario.

Desde Galileo (o incluso antes, pero ya hablaré de esto otro día) se consideraba que el tiempo y el espacio eran absolutos, y que la definición física de la naturaleza dependía del observador: un hombre caminando hacia la proa sobre la cubierta de un barco en movimiento tenía en realidad una velocidad igual a la suya sumada a la de la nave. Había un marco de referencia preferido sobre otro, el del muelle frente al del propio barco. Einstein le dio la vuelta a esto al postular que era al contrario: las leyes físicas son invariantes, inmutables, y es la realidad la que se deforma, por lo que el espacio y el tiempo no son absolutos. Una nave en movimiento rápido acorta su longitud, su masa se hace infinita al aproximarse a la velocidad de la luz, y el reloj corre de distinta manera dentro y fuera de ella.

De hecho, cuentan que Einstein se refería a su teoría como Invariententheorie, o «teoría de los invariantes», y que fue Max Planck quien eligió el nombre que ha perdurado. Precisamente Einstein venía a decir que las leyes físicas eran las mismas en cualquier lugar del universo, en cualquier instante y a cualquier velocidad, que no había un marco de referencia privilegiado sobre otro, y que las mismas ecuaciones debían servir en todas las situaciones posibles de un observador. Sin embargo, triunfó el nombre que hace alusión al hecho de que, como consecuencia de esto, el espacio y el tiempo son relativos.

Ortega y Gasset (primero por la izquierda) con Einstein (cuarto por la izquierda) en Toledo, en 1923.

Ortega y Gasset (primero por la izquierda) con Einstein (cuarto por la izquierda) en Toledo, en 1923.

Volviendo a la visita de Einstein a España en 1923, hubo alguien ajeno a la física que comprendió perfectamente este sentido que subyacía a la teoría del alemán. Claro que no era un cualquiera: Ortega y Gasset se entrevistó con Einstein, lo presentó en su conferencia en la Residencia de Estudiantes de Madrid, tradujo sus palabras del alemán al castellano y al día siguiente acompañó al físico y a su mujer en una visita a Toledo. La visión de Ortega sobre la relatividad quedó explicada en su ensayo El sentido histórico de la teoría de Einstein, en el que escribía:

¿Cómo la teoría de Einstein, que, según oímos, trastorna todo el clásico edificio de la mecánica, destaca en su nombre propio, como su mayor característica, la relatividad? Este es el multiforme equívoco que conviene ante todo deshacer. El relativismo de Einstein es estrictamente inverso al de Galileo y Newton. Para éstos las determinaciones empíricas de duración, colocación y movimiento son relativas porque creen en la existencia de un espacio, un tiempo y un movimiento absolutos.

[…]

La más trivial tergiversación que puede sufrir la nueva mecánica es que se la interprete como un engendro más del viejo relativismo filosófico que precisamente viene ella a decapitar. Para el viejo relativismo, nuestro conocimiento es relativo, porque lo que aspiramos a conocer (la realidad tempo-espacial) es absoluto y no lo conseguimos. Para la física de Einstein nuestro conocimiento es absoluto; la realidad es la relativa.

Así que ya lo saben: la próxima vez que oigan o lean eso de «como dijo Einstein, todo es relativo», no se dejen engatusar.

Para terminar, ¿qué tal un poco de música? ’39, de Queen, compuesta por el eminente músico y astrofísico Brian May, es una canción que retrata el efecto de la dilatación del tiempo según la teoría de la relatividad. ’39 es un tema de inspiración country-folk, como aquellos que recitaban los largos peregrinajes de los colonos irlandeses a través del océano con la esperanza de hallar en América su tierra prometida. Y esto es precisamente lo que relata ’39, pero con un giro: en este caso, los pioneros viajan al espacio en busca del nuevo mundo. Un año después regresan con buenas noticias, solo para descubrir que en la Tierra ha transcurrido tanto tiempo que apenas queda ya nada de lo que conocieron. La versión que traigo es post-Mercury; pertenece al doble álbum en directo Live in Ukraine (2009), grabado en septiembre de 2008 en Járkov (Ucrania). ’39 es un himno evocador y emocionante, de esos que se cantan a grito ronco con un brazo alrededor del hombro de un amigo y el otro haciendo bailar una pinta de cerveza. Espero que lo disfruten.

Los ‘astroforenses’ desmontan la historia de un beso mítico

Tres físicos han demostrado que la historia publicada sobre una de las fotografías más famosas del siglo XX es falsa. Y lo han hecho al más puro estilo Sherlock Holmes, analizando científicamente las pistas que están delante de los ojos de todos pero que solo algunos llegan a discernir e interpretar de la manera correcta, para finalmente llegar a conclusiones que echan por tierra lo que el resto asumía como cierto.

V-J Day en Times Square, la famosa foto de Alfred Eisenstaedt para la revista 'Life' tomada el 14 de agosto de 1945. Al fondo a la derecha, el letrero "BOND" con el reloj en la "O" y la sombra sobre el edificio Loew. Imagen de Wikipedia.

V-J Day en Times Square, la famosa foto de Alfred Eisenstaedt para la revista ‘Life’ tomada el 14 de agosto de 1945. Al fondo a la derecha, el letrero «BOND» con el reloj en la «O» y la sombra sobre el edificio Loew. Imagen de Wikipedia.

La historia comienza el 14 de agosto de 1945, una fecha que en Estados Unidos se conoce como el día de la victoria sobre Japón, o V-J Day. Aquel día, en la gran potencia aliada se vivía un estado de intensa agitación. Aunque aún no había información oficial, circulaba el rumor de que la rendición de Japón era inminente; después de la derrota del nazismo en Europa, la esperada noticia pondría punto final a la Segunda Guerra Mundial.

A medida que transcurrían las horas y los rumores crecían, miles de personas se echaban a las calles para participar del ambiente festivo. Entre ellas estaba el fotógrafo de la revista Life Alfred Eisenstaedt, armado con su Leica de 35 mm para documentar cómo se vivía aquel momento histórico. Por fin, a las 19:00, las emisoras de radio difundieron un comunicado oficial de la Casa Blanca. Tres minutos más tarde, el letrero eléctrico de Times Square desplegaba este mensaje: “OFFICIAL *** TRUMAN ANNOUNCES JAPANESE SURRENDER ***.”

El júbilo estalló entre la multitud congregada en la plaza, y entre la algarabía de las celebraciones, Eisenstaedt disparó su cámara cuatro veces hacia un marinero que besaba a una enfermera. Una de aquellas fotos salió publicada en el número de Life del 27 de agosto; no en la portada, como tal vez muchos creen, sino a página completa como parte de un reportaje dedicado a las celebraciones de la victoria. Y a pesar de que hoy una situación como la retratada en la imagen sería valorada de manera muy distinta –la enfermera no conocía de nada a aquel marinero–, lo cierto es que, juicios aparte, la fotografía de Eisenstaedt ha perdurado como una de las imágenes icónicas del siglo XX.

Durante décadas, las identidades del marinero y la enfermera fueron desconocidas, hasta que en agosto de 1980 Life publicó un reportaje contando que Eisenstaedt había recibido una carta de una mujer llamada Edith Shain que decía ser la protagonista de la imagen. Shain relató que, al conocer el anuncio de la rendición, tomó el metro con una amiga desde su clínica a Times Square y allí fue abordada por el marinero, al que no reprendió por su gesto espontáneo.

Pero el reportaje no hizo sino complicar las cosas, porque de repente comenzaron a surgir varios marineros y enfermeras declarando ser ellos y ellas quienes se besaban en la fotografía. Para añadir más confusión, el 13 de agosto de 2010 un blog del diario The New York Times publicó una historia sobre una segunda enfermera que no aparecía en la imagen de Eisenstaedt, pero sí en otra foto de la misma pareja tomada al mismo tiempo por un fotógrafo de la Armada estadounidense llamado Victor Jorgensen.

El encuadre de Jorgensen era menos atractivo que el de Eisenstaedt, porque carecía de la perspectiva de la plaza y cortaba las piernas de las figuras. Pero al fondo, entre el público que contemplaba a la pareja, aparecía el rostro de una mujer que el artículo identificaba como Gloria Bullard (de soltera Delaney). En agosto de 1945 era estudiante de enfermería en prácticas, y con motivo de los rumores sobre la inminente rendición japonesa había recibido permiso para terminar su turno antes de su hora normal, las 15:30. De camino a la estación en compañía de una amiga para tomar el tren de vuelta a su casa, en Connecticut, pasó por Times Square y presenció la escena del beso, quedando retratada como extra en la imagen de Jorgensen.

Foto de la misma escena del beso tomada por Victor Jorgensen. En el círculo, la enfermera Gloria Delaney. A la izquierda, arriba, su rostro ampliado. Abajo, en otra imagen de la época. Imagen de Victor Jorgensen / U. S. Navy.

Foto de la misma escena del beso tomada por Victor Jorgensen. En el círculo, la enfermera Gloria Delaney. A la izquierda, arriba, su rostro ampliado. Abajo, en otra imagen de la época. Imagen de Victor Jorgensen / U. S. Navy.

El problema, subrayaba el bloguero del NYT Andy Newman, es que las horas no cuadraban. Si Delaney salió de su trabajo antes de las 15:30 y llegó a su pueblo en Connecticut cuando las farolas estaban encendiéndose, como ella misma narró, entonces la foto del beso tenía que haberse tomado mucho antes de las 7 de la tarde, y por tanto antes del anuncio oficial del presidente Truman.

La versión aparentemente final llegó dos años más tarde, en 2012. En el libro The kissing sailor, Lawrence Verria y George Galdorisi desentrañaban «el misterio detrás de la foto que puso fin a la Segunda Guerra Mundial», poniendo nombres definitivos a los protagonistas de la imagen. Según los autores, Shain, fallecida en 2010, era demasiado corta de estatura para ser la mujer de la foto. De entre los varios candidatos y candidatas que habían dado un paso al frente como marinero y enfermera, la investigación de Verria y Galdorisi llegó a la conclusión de que se trataba de George Mendonça y Greta Friedman (Zimmer). El primero, por cierto, ya había demandado en 1987 a la revista por emplear su foto sin permiso.

Mendonça decía que se encontraba viendo una película en la sesión de las 13:05 en el Radio City Music Hall cuando las puertas de la sala se abrieron y la proyección se suspendió a causa de las celebraciones. Ya fuera del cine, caminando por la calle y con unas copas de más, divisó a la enfermera y no se le ocurrió otra cosa que lanzarse a besarla, todo ello nada menos que en presencia de su prometida, Rita, que le acompañaba aquel día. En cuanto a Friedman, ayudante de dentista en una consulta, decía encontrarse en la calle sobre las 2 de la tarde en una pausa tardía para el almuerzo, cuando aquel marinero la besó sin previo aviso. Después, según declaró, regresó a la clínica, donde se le concedió la tarde libre.

El horario, además, era compatible con la versión de Delaney. Así que, por fin, asunto zanjado. ¿O no?

Entre quienes leyeron la historia de Delaney publicada en el blog del NYT en 2010 se encontraba Steve Kawaler, astrofísico y profesor de la Universidad Estatal de Iowa. Kawaler fue entonces uno de los lectores que aportaron comentarios a la noticia haciendo notar un hecho que nadie hasta entonces había mencionado: la controversia sobre la hora de la foto tal vez podía solucionarse analizando las sombras en la imagen. Kawaler escribió a su colega y antiguo compañero Donald Olson, profesor de física de la Universidad Estatal de Texas en San Marcos. Olson se había especializado en un campo peculiar, el estudio de pistas astronómicas en pinturas y fotos para resolver misterios del arte. En 2014, el físico reunió sus casos en el libro Celestial Sleuth: Using Astronomy to Solve Mysteries in Art, History and Literature.

En su nota a Olson, Kawaler escribía en referencia a la controversia sobre la hora del beso: “Supongo que, sabiendo la ubicación exacta de los sujetos y del fotógrafo, y el perfil de los edificios alrededor de Times Square en 1945, uno podría determinarlo bastante bien”. Pero durante tres años la idea quedó aparcada, hasta un día en que Kawaler invitó a Olson a participar vía Skype en un seminario sobre ciencia astroforense. Después de la clase, Kawaler y Olson charlaron y les vino a la memoria la historia del beso; casi por curiosidad, comenzaron a trabajar en ello.

Fotografía de Times Square tomada el 14 de agosto de 1945 a las 19:45 por el sargento de la Fuerza Aérea de EE. UU. Reginald Kenny. A la izquierda, arriba, el letrero del Hotel Astor en forma de "L" invertida. A la derecha, al fondo, el edificio Loew. Imagen de Army Air Force.

Fotografía de Times Square tomada el 14 de agosto de 1945 a las 19:45 por el sargento de la Fuerza Aérea de EE. UU. Reginald Kenny. A la izquierda, arriba, el letrero del Hotel Astor en forma de «L» invertida. A la derecha, al fondo, el edificio Loew. Imagen de Army Air Force.

Al dúo se unió el también físico de la Universidad de Texas Russell Doescher, compañero de Olson, y entre los tres reunieron toda la documentación necesaria: datos del sol, antiguos mapas, cientos de fotos y planos de Times Square en 1945; incluso construyeron una maqueta de la plaza sobre la cual reflejaban la luz del sol con un espejo. Les sirvió de ayuda un reloj que aparece al fondo a la derecha en la imagen de Eisenstaedt, en la “O” del letrero de los almacenes Bond’s. El minutero parece situarse sobre el minuto 50, pero es imposible leer la manecilla de las horas. Sin embargo, más allá del reloj, el edificio Loew mostraba una sombra que se convirtió en la clave de la investigación.

Las indagaciones de los físicos les llevaron a descartar uno a uno los edificios circundantes, hasta llegar a la certeza de que la sombra correspondía a un luminoso en forma de “L” invertida que anunciaba la terraza-jardín del Hotel Astor, en la acera contraria. Con esta conclusión y los datos solares de aquel día, obtuvieron la solución: la foto se tomó exactamente a las 17:51, ni un minuto antes ni después, y sin ningún género de duda. Los tres físicos publican su trabajo en el número de agosto de la revista popular Sky & Telescope.

La consecuencia es inmediata: según sus propios relatos, Mendonça y Friedman no son el marinero y la enfermera de la foto de Eisenstaedt. Si el primero realmente besó a la segunda el V-J Day a las dos de la tarde en Times Square, ese beso nunca apareció en la revista Life. ¿Quiénes eran entonces los protagonistas de la foto? Según Kawaler, “sigue siendo un misterio. La astronomía solo llega hasta donde llega”.

Que, dicho sea de paso, es mucho más lejos de lo que nadie más ha llegado. Y dado que pronto se cumplirán 70 años del V-J Day, y que muchos de quienes vivieron aquel día ya han muerto, tal vez la identidad de los verdaderos protagonistas de aquel beso no llegue a conocerse jamás.

La extinción de los dinosaurios, un debate a garrotazos

Quizá existan científicos que se levanten de la cama cada mañana movidos por el ánimo de transformar el mundo. Alguno habrá. Y tal vez existan otros tan inflados por su propia suficiencia que rueden por el mundo aplastando egos más débiles. Alguno habrá. Con esto quiero decir que, clichés aparte, los científicos son personas normales como cualesquiera otras, adornadas por sus mismas virtudes y envilecidas por sus mismos defectos.

Pero la ciencia tiene sus reglas y sus convenciones, y de un debate científico siempre se espera que se mantenga ajeno al trazo grueso, el garrotazo y el exabrupto hoy tan típicos en otros foros de discusión, como la política o el fútbol. En la discusión científica prima el guante de seda; no solo por un elemental respeto a la eminencia del contrario, sino porque, de acuerdo a las normas del juego, uno podría estar finalmente equivocado, al contrario que en la política y en el fútbol. En resumen: si alguien, como un periodista, tratase de arrojar a dos científicos al ring esperando una pelea, lo más probable sería que ni siquiera llegaran a ocuparlo, enredados en el empeño de cederse mutuamente el paso. Y eso, aunque interiormente se estén ciscando en toda la parentela del oponente, como cualquier persona normal.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Pero siempre hay excepciones. Hoy voy a contar una de ellas que, lamentablemente, deja a una de las partes severamente afeada. El caso al que me refiero es el debate sobre la causa de la extinción de los dinosaurios. O para ser más precisos, la extinción del 75% de la fauna del Cretácico en la transición del Mesozoico al Cenozoico, hace 66 millones de años. Como ayer expliqué, la causa más aceptada por la comunidad científica y más conocida por el público es el impacto de un asteroide o un cometa que abrió un enorme cráter en la península de Yucatán. Pero frente a esta hipótesis, una corriente minoritaria de científicos defiende que la llamada Extinción K-T se debió a una gigantesca y prolongada erupción volcánica en la actual India que creó las formaciones conocidas como Traps del Decán.

Ayer repasé que estas dos teorías nacieron casi de forma simultánea, a finales de la década de 1970, y que se confrontaron por primera vez en un congreso en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. La hipótesis del asteroide era la criatura de los Alvarez, Luis Walter y Walter, padre e hijo, descendientes de un emigrante asturiano a EE. UU. e investigadores de la Universidad de California en Berkeley; mientras que Dewey McLean, de Virginia Tech, llevaba bajo el brazo su teoría del vulcanismo.

De aquella reunión científica comenzó a surgir la hipótesis del asteroide como la vencedora. Pero por desgracia, esta primacía no resultó de un sereno y razonado debate científico, de esos de guante de seda. En la web donde desarrolla su teoría del vulcanismo en el Decán, McLean expone en primera persona cómo transcurrió aquel 19 de mayo de 1981 en la reunión K-TEC II (siglas en inglés de Cambio Medioambiental Cretácico-Terciario II) en Ottawa, así como los acontecimientos posteriores que, dice, casi destruyeron su carrera y su salud.

Luis Alvarez, ganador del Nobel, autor de la teoría de que un gigantesco asteroide se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años provocando una extinción masiva que borró gran parte de la vida terrestre, incluyendo a los dinosaurios, me lanzó enrojecido una mirada asesina a través de las mesas que nos separaban. Él y su equipo del impacto de Berkeley habían abierto la reunión K-TEC II presentando pruebas a favor de su teoría, y ya antes de la primera pausa de café estaba surgiendo el conflicto. La prueba primaria para la teoría del impacto de Alvarez era el enriquecimiento del elemento iridio en los estratos geológicos del límite Cretácico-Terciario (K-T). Algunos objetos extraterrestres son ricos en iridio, y Alvarez alegaba que el iridio en el límite K-T era una prueba del impacto. Yo no estaba de acuerdo. Argumenté que el iridio K-T probablemente se había liberado a la superficie terrestre por el vulcanismo.

McLean pasa después a relatar cómo Alvarez se iba mostrando molesto a medida que él exponía su teoría de que la extinción K-T, así como el iridio, se debían al vulcanismo que originó las Traps del Decán. Según McLean, Alvarez se jugaba mucho con su teoría, ya que la NASA la había escogido como justificación de un programa destinado a vigilar los objetos espaciales, en un momento en que la administración de Ronald Reagan aplicaba drásticos recortes a los presupuestos de la agencia para invertirlos en la defensa espacial, lo que se conoció como Star Wars.

Mientras discutía cómo el vulcanismo en las Traps del Decán probablemente liberó el iridio K-T a la superficie terrestre, Alvarez inclinó su elevada talla sobre la mesa hacia mí, su cara enrojecida y sus ojos como los de una rapaz fijados en su presa –yo. Estaba obviamente molesto con mi atribución del pico del iridio K-T –la base de su teoría del impacto– al vulcanismo en las Traps del Decán.

Dale Russell, el convocante de la reunión K-TEC II, abrió una pausa para café. Los otros 23 participantes se dirigieron hacia la cafetera. Alvarez se dirigió hacia mí.

«Dewey, quiero hablar contigo», dijo Luis Alvarez, dirigiéndome hacia un rincón a través de la amplia sala, lejos de los otros científicos. Nos miramos el uno al otro brevemente.

«¿Planeas oponerte públicamente a nuestro asteroide?», dijo Alvarez.

«Dr. Alvarez, llevo mucho tiempo trabajando en K-T», dije. «Publiqué mi teoría del efecto invernadero dos años antes de que usted publicara su teoría del asteroide».

«Déjame prevenirte», dijo. «Buford Price trató de oponerse a mí, y cuando terminé con él, la comunidad científica ya no presta atención a Buford Price». (Yo nunca había oído hablar de un tal Buford Price antes del comentario de Alvarez).

«Dr. Alvarez, hice el primer trabajo mostrando que el efecto invernadero puede causar extinciones globales», dije. «Hoy nos enfrentamos a un posible efecto invernadero. Tengo la obligación de continuar mi trabajo…»

«Estás avisado», dijo, girándose bruscamente y alejándose, con largas zancadas y sin mirar atrás, hacia donde los otros científicos estaban tomando café.

McLean prosigue:

Aquella tarde, otro miembro del [equipo del] impacto de Alvarez, Walter Alvarez, hijo del Nobel Luis Alvarez, me dijo, «Dewey, cuéntalos, 24 están con nosotros. Estás solo. Si sigues oponiéndote a nosotros, acabarás siendo el científico más aislado del planeta».

Los Alvarez, estaba claro, tratarían con dureza a cualquiera cuya investigación se interpusiera en el camino de sus objetivos, hasta el punto de intimidarlos hacia el silencio.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

McLean pasa a narrar cómo Alvarez hizo realidad su amenaza. En otra reunión científica posterior se dedicó a difamarlo ante el resto de sus colegas, como supo el propio afectado de labios de esos mismos científicos. Más tarde, continúa McLean, los efectos de la campaña llegaron al departamento de Ciencias Geológicas de Virginia Tech, donde él trabajaba. El responsable del departamento, un petrólogo llamado David Wones que había apoyado el trabajo de McLean, se volvió en su contra cuando supo que se había ganado la enemistad de un poderoso premio Nobel. Wones pasó de escribir: «Dewey es uno de los pensadores creativos y originales del departamento… Si está en lo cierto en su análisis de las extinciones fósiles, el departamento habrá acogido a una de las principales figuras de nuestro tiempo», a asegurar que McLean no tenía futuro allí y que debería reubicarse a otro lugar. De un amigo de la oficina del decano le llegó el rumor de que alguien podía «resultar despedido» a causa del debate científico K-T, y McLean era el único en el campus que investigaba sobre ello.

Según McLean, el estrés debido al acoso que sufrió comenzó a minar su salud en 1984. «Nunca me he recuperado física ni psicológicamente de aquella dura experiencia», escribe. A medida que la teoría de Alvarez ganaba adeptos, McLean se iba quedando solo, tal como su oponente le había advertido. Entre los causantes de su derrumbe profesional y personal, además de Alvarez, McLean cita a dos prominentes paleobiólogos que apoyaban la hipótesis del asteroide y que fueron los responsables de volver a Wones en su contra: David Raup, y nada menos que Stephen Jay Gould, una de las figuras más importantes de la biología evolutiva del siglo XX por sus teorías científicas y sus libros de divulgación. La prensa compró rápidamente la excitante teoría del impacto, e incluso revistas como Science o Nature se situaron del lado de la hipótesis extraterrestre. McLean ha documentado todo el proceso con escritos y cartas que está reuniendo en un libro sobre la historia del debate K-T.

Siempre que conocemos una versión de una historia, surge la necesidad de escuchar a la parte contraria. Pero en este caso existen suficientes datos de otras fuentes como para prestar credibilidad a la narración de McLean; él y Buford Price no fueron los únicos que sufrieron las consecuencias de oponerse científicamente a Alvarez. El nieto del médico asturiano, originalmente físico teórico, había ganado el Nobel de Física en 1968 por su trabajo en las interacciones de las partículas subatómicas. Pero antes de eso había participado en el Proyecto Manhattan destinado a la fabricación de la bomba atómica y liderado por Julius Robert Oppenheimer. En su libro Lawrence and Oppenheimer, Nuel Pharr Davis escribió cómo Alvarez contribuyó a la caída en desgracia de Oppenheimer:

Uno de los líderes del mundillo atómico dijo que estaba conmocionado por una pista que captó en 1954 sobre la manera en que la furia y la frustración habían afectado a la mente de Alvarez. «Recuerdo una conversación traumática que tuve con Alvarez. Fue antes de las Audiencias (las audiencias de Oppenheimer). Quiero dejar claro que no estoy citando sus palabras sino tratando de reconstruir su razonamiento. Lo que parecía estar contándome era: Oppenheimer y yo a menudo tenemos los mismos datos sobre una cuestión y llegamos a decisiones opuestas –él a una, yo a otra. Oppenheimer tiene una gran inteligencia. No puede estar analizando e interpretando los datos erróneamente. Yo tengo una gran inteligencia. No puedo estar equivocándome. Así que lo de Oppenheimer debe de ser falta de sinceridad, mala fe –¿quizá traición?»

En otra ocasión, Alvarez envió una carta a Robert Jastrow, que en 1984 dirigía el Instituto Goddard de la NASA y que se estaba significando como oponente a la teoría del asteroide. En su misiva, Alvarez escribía:

Así que Dewey ya es una persona olvidada en este campo, o cuando se le recuerda, es solo para unas buenas risas en el cóctel de clausura de la reunión sin Dewey… Me apena decirte que te veo recorriendo el camino de Dewey McLean.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

No faltaron las voces de denuncia contra las actitudes y maniobras de Alvarez. En 1988 el paleobotanista Leo Hickey le definió como «ruin, intolerante, terco, iracundo, viejo bastardo irascible». El propio físico tampoco se molestaba en ocultar su carácter hosco y arrogante. En un artículo sobre el debate K-T publicado en 1988 en The New York Times, Alvarez respondía a las objeciones de los paleontólogos, que criticaban la teoría del impacto alegando que el registro fósil no mostraba una extinción súbita sino gradual. Y lo hacía así: «No me gusta hablar mal de los paleontólogos, pero realmente no son muy buenos científicos. Son más bien como coleccionistas de sellos». En sus declaraciones al periodista Malcolm W. Browne, Alvarez tampoco desaprovechaba la ocasión de arremeter contra McLean: «Si el presidente de la Facultad me hubiese preguntado qué pensaba de Dewey McLean, le habría dicho que era un pelele. Pensaba que había sido expulsado del juego y había desaparecido, porque ya nadie le invita a conferencias».

Lo cierto es que Alvarez no es probablemente el único censurable en lo que llegó a llamarse «el tiroteo en la frontera K-T». Como repasaba un artículo sobre el debate publicado en Science el pasado diciembre con ocasión del hallazgo de nuevos datos a favor de la hipótesis del vulcanismo en el Decán, el tono de las críticas y manifestaciones de ambos bandos en disputa a menudo ha cambiado el guante de seda por el garrote. Y lo que es incluso peor: las declaraciones sugieren que los partidarios de cada bando están atrincherados en sus hipótesis respectivas que asumen como verdaderas, y para las que buscan desesperadamente confirmación, no contrastación. Es decir; no cuestionan sus hipótesis en busca de una verdad científica, sino que trabajan en posesión de ella. Y esta no es una buena manera de hacer ciencia.

Dewey McLean se jubiló en 1995. Por su parte, Luis Walter Alvarez falleció en septiembre de 1988 a causa de un cáncer. Nadie ha cuestionado jamás su genio científico. Pero, que yo haya podido encontrar, tampoco nadie ha alabado jamás su calidad humana. Ni siquiera sus partidarios. En el artículo de Science, el geólogo Paul Renne, de la Universidad de California en Berkeley, que defiende la teoría del impacto y ha firmado estudios con Walter Alvarez (hijo), reconocía: «Luis no era una persona amable. Muchos con visiones opuestas resultaron avasallados». Los científicos son personas normales. A veces, por desgracia.

«Hubo un tiempo en que no mirábamos a España por su ciencia; eso ya pasó»

Aquí, la cita completa:

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que no mirábamos a España en busca de información avanzada en las líneas puramente científicas; pero ese día ha pasado, y ha surgido en sus instituciones de enseñanza una generación de hombres jóvenes entrenados en los más modernos métodos de observación e investigación, quienes están destinados a dar a este noble pueblo una estatura tan elevada en el reino de la ciencia como la alcanzada por los estudiantes de otras tierras.

Una visión esperanzadora, ¿no es así? Sobre todo cuando su autor es un personaje tan destacado como el insigne paleontólogo y zoólogo William Jacob Holland, antiguo rector de la Universidad de Pittsburgh y después director de los Carnegie Museums de la misma ciudad estadounidense.

Podríamos agradecerle a Holland el elogio, si no fuera porque… falleció hace 83 años. El científico escribió esas palabras el 28 de diciembre de 1914, y fueron publicadas en la revista Science el 5 de febrero de 1915, como parte de una reseña del libro Fauna Ibérica: Mamíferos de Ángel Cabrera Latorre, naturalista del Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera (1879-1960) fue una gran figura del naturalismo en lengua española, citado a menudo como el más importante de los zoólogos especializados en mamíferos. Su trayectoria fue tan heterodoxa como la profesión de su padre, obispo protestante. El menor de los siete hijos del pastor se licenció y doctoró en Filosofía y Letras, algo que no le impidió dedicarse por entero al estudio de la naturaleza; una pasión que dejó reflejada en 27 libros y cientos de publicaciones científicas y artículos divulgativos.

Suena a cliché manoseado siempre que se ensalza a una gloria nacional, pero Cabrera fue realmente un adelantado a su tiempo. No se puede calificar de otra manera a alguien que dedicó parte de su obra a la divulgación científica –sin televisión ni blogs era algo más complicado que hoy–, y que en época tan temprana ya alertaba del peligro de la introducción de especies invasoras en los espacios naturales. Viajó y se construyó una carrera internacional con fuertes vínculos en el mundo anglosajón, algo imprescindible hoy, no tan común en la España de entonces. Y por si faltaba algo, ilustraba sus propios libros con preciosos y precisos dibujos a plumilla y acuarelas.

Conseguir una reseña en Science no es cualquier cosa, ni en 1915 ni hoy. La guía de mamíferos ibéricos de Cabrera lo logró, y a cargo de una figura también destacada como Holland. Ignoro si ambos llegaron a conocerse. Holland calificaba el libro de Cabrera como «un modelo a su modo, y una señal del gran avance en las líneas de la investigación científica que se está produciendo en España bajo la sabia e inteligente guía de su iluminado soberano [Alfonso XIII]». El naturalista estadounidense concluía así su artículo: «Entre los jóvenes que están trabajando con éxito en esta dirección, ninguno se eleva más alto que el infatigable y talentoso autor del trabajo que tenemos ante nosotros».

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra 'Fauna Ibérica: Mamíferos' (1914).

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra ‘Fauna Ibérica: Mamíferos’ (1914).

Las palabras de Holland no eran adulaciones vanas; realmente reflejaban lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX. Quiero decir, lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX… hasta que abandonó la biología española. O tal vez la biología española lo abandonó a él. El caso es que en 1925 Cabrera agarró a su familia y se marchó a Argentina. Al parecer los motivos de su emigración no fueron políticos, que tanto aquejaron a la ciencia española del siglo XX –apunte de contexto histórico: dictadura de Primo de Rivera–, sino puramente profesionales. El Departamento de Paleontología del Museo de La Plata necesitaba un nuevo director, y fue nada menos que Ramón y Cajal quien propuso a Cabrera. Se cuenta que le ofrecieron una remuneración muy ventajosa, y allá que se fue.

El mismo año de su partida solicitó la nacionalidad argentina, y allí se quedó hasta su muerte a los 81 años. Para los españoles, Cabrera fue un biólogo español. Para los argentinos, fue un biólogo argentino. Por mi parte, siempre digo que no podemos elegir dónde nacemos, pero sí dónde queremos morir. Y él eligió morir en Argentina. Pero antes de eso siguió dejando allí el rastro de su talento, descubriendo el primer dinosaurio jurásico de Suramérica —Amygdalodon patagonicus— y abriendo brecha en lo que luego serían los ricos yacimientos mesozoicos de la Patagonia.

He querido traer hoy aquí a Cabrera y su reseña en Science porque el caso me parece tristemente irónico. Holland alabó hace cien años la promesa que para el avance de la ciencia española representaba el más brillante de sus biólogos. Pero aquella promesa se truncó cuando España la dejó escapar. Un siglo después, probablemente ustedes han entrado a leer este artículo creyendo que las palabras del título habían sido escritas o pronunciadas hoy mismo. España se mantiene firme en lo suyo: era una promesa científica hace cien años, y lo sigue siendo.

¿Es el Manuscrito Voynich una versión gráfica de La Divina Comedia de Dante?

De acuerdo: el Manuscrito Voynich es carne para cargar en las naves del misterio, esas que surcan los mares de la inquietud humana en horarios nocturnos. Debo aclarar, como ya he expresado aquí otras veces, que soy partidario de que la ciencia abandone todo pudor y vergüenza a la hora de abordar los contenidos que pueblan esos programas. La ciencia no debe caer en su propio meapilismo; existe para estudiar aquello que aún no se conoce y explicarnos la naturaleza y, por tanto, tiene la obligación de entrar en este terreno para abrir las ventanas y ayudar a que circule el aire fresco, como suele hacer mi colega y amigo José Manuel Nieves como colaborador del programa Cuarto Milenio. Al fin y al cabo, ¿qué nos interesa de la ciencia si no es que nos ayude a explicar lo inexplicado? Por tanto, respeto ese tipo de programas siempre que adopten la que en mi humilde opinión personal es la actitud correcta: si a un fenómeno constatado fehacientemente no se le prueba una explicación natural, es simplemente porque no somos lo suficientemente listos para encontrarla, no porque no exista. Una vez más hay que recordar el viejo argumento lógico: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia.

El Manuscrito Voynich es material de frontera, que tanto aparece en ámbitos puramente científicos como en el mundo de lo paranormal. Para quien nunca haya oído hablar de él, se trata de un libro presuntamente elaborado en el siglo XV, escrito en un código incomprensible e ilustrado profusamente con dibujos de la naturaleza y otros más delirantes. Sobre su autoría se han propuesto todo tipo de explicaciones, incluyendo las más esotéricas. La denominación oficial del manuscrito procede del bibliófilo nacido en Lituania Wilfrid Voynich, quien lo compró en Italia en 1912. Hoy el ejemplar se encuentra en la Universidad de Yale (EE. UU.), y su contenido está disponible en internet. Sus páginas han desafiado a criptógrafos de todo el mundo, que han propuesto teorías muy diversas sobre su origen y significado. En febrero de 2014, el profesor de la Universidad de Bedfordshire (Reino Unido) Stephen Bax logró la primera decodificación parcial del Voynich, revelando que probablemente es un tratado de la naturaleza escrito en una lengua muerta oriental.

Por su aura de enigma, que apela a la atracción humana por el misterio y al desafío de resolverlo, el Voynich ha interesado y obsesionado a muchos investigadores a lo largo de los años, que lo han abordado como simple pasatiempo o como materia a la que consagrar una vida. Hoy traigo aquí a uno de ellos. Jürgen Wastl es un bioquímico que ha trabajado para la industria y la universidad, y actualmente ejerce como jefe de información para la investigación en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). No se considera a sí mismo un lingüista ni un criptógrafo, pero mantiene un vivo interés en la historia y la filosofía de la ciencia, lo que hace año y medio y por intereses compartidos con su mujer, Danielle Feger, le llevó a dedicar parte de su tiempo libre a estudiar el Voynich.

El diagrama de rosetas del manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

El diagrama de rosetas del manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

La conclusión a la que ha llegado Wastl, y que ha condensado en varios estudios, es que los dibujos del Voynich son ilustraciones de La Divina Comedia de Dante Alighieri. La idea de vincular ambas obras, admite Wastl, no es suya: «La relación o vínculo entre el Manuscrito Voynich y Dante no es nueva y se ha discutido en múltiples foros y blogs», señala. Wastl precisa que otros han sugerido el Infierno y el Purgatorio de Dante como «el núcleo» del manuscrito. Un folio en particular, una hoja desplegable que muestra nueve círculos comunicados y que se conoce como diagrama de las nueve rosetas o mapa de rosetas, se ha identificado con los nueve cielos del Paraíso de Dante que el autor italiano basó en la cosmología de Aristóteles.

En el reverso de esta hoja se encuentra otra ilustración que muestra dos diagramas circulares y que se conoce como «círculos mágicos». Siguiendo una línea de investigación sugerida por el investigador del Voynich Nick Pelling en su blog, Wastl ha ligado estas imágenes con otras y las ha comparado con las ilustraciones de otros manuscritos medievales, además de analizar los textos de los cantos de la obra de Dante. Su conclusión es que se trata de representaciones que ilustran el Paraíso completo.

Círculos mágicos en el Manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

Círculos mágicos en el Manuscrito Voynich. Imagen de la Universidad de Yale.

La idea de Wastl es que el texto podría ser descifrado a partir del conocimiento sobre qué representan las imágenes del manuscrito. Desde la publicación de La Divina Comedia, la obra de Dante atrajo tanto interés que fueron numerosas las publicaciones basadas en ella. Según Wastl, «ilustrar el Dante era algo común ya desde el siglo XV», algo que hicieron artistas como Sandro Botticelli, y también lo eran los comentarios destinados a desentrañar el complejo significado de sus versos. Aún hoy, las ediciones de esta cumbre de la literatura medieval aparecen plagadas de notas al pie, tanto que en algunas páginas apenas dejan espacio en el papel para el texto original. Del mismo modo, Wastl piensa que algunos textos del Voynich podrían ser comentarios.

El bioquímico espera que su asignación de ilustraciones a cantos concretos del Paraíso de La Divina Comedia ayude a «abrir nuevas líneas de investigación para descifrar el texto del manuscrito». En particular, Wastl apunta que «el cosmos medieval, desde un punto de vista astronómico, utilizaba nombres de ángeles y santos y los indicaba mediante estrellas. Con esta base, hay oportunidad de analizar y asociar nombres, identificados mediante los cantos del Paraíso de Dante, con imágenes del Manuscrito Voynich».

«Si mis asociaciones son correctas, esto proporcionaría nuevas pistas para la identificación de pequeños bloques de texto y nombres o palabras originales, en particular santos y nombres de estrellas», añade el investigador, cuyos estudios están disponibles en la web Figshare aún a la espera de su publicación formal. «La manera de publicar en biología molecular y bioquímica, donde me crié, es totalmente diferente a las humanidades; aún necesito aprender sobre la manera de referenciar correctamente y otras cosas», concluye.

«A mi madre, Hedy Lamarr, le decían que tenía que haber nacido chico»

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hace hoy una semana, el 9 de noviembre, la actriz Hedy Lamarr cumplía 100 años. Pero ella no pudo estar presente en la celebración de su centésimo aniversario; falleció hace 14 años. De Hedy se dijo que fue la mujer más bella del mundo en la época más rutilante del cine, anterior a Ava Gardner y Marilyn Monroe. Era la pura esencia del glamour, en una constelación donde las estrellas de Hollywood no se fotografiaban haciendo la compra con vaqueros rotos, camisetas horteras y deportivas sucias. Pero si hoy vengo a escribir sobre ella es porque, además, Hedy Lamarr ejerció una actividad extracurricular que la distinguió de la diva al uso: fue la inventora de un sistema de comunicaciones del que derivarían los actuales conceptos de encriptación empleados en el Wi-Fi o el Bluetooth.

El viernes 7 de noviembre, dos días antes de su centenario, la actriz por fin recibió su esperado y merecido homenaje en Viena, su ciudad natal. Ese día su hijo Anthony Loder, que ha batallado durante años por rescatar la memoria de su madre, enterraba la urna con las cenizas de Hedy en una tumba de honor en el cementerio central de la capital austríaca, donde reposan los restos de otras celebridades del país. Con motivo de la ceremonia, el concejal de cultura del Ayuntamiento de Viena, Andreas Mailath-Pokorny, dijo en una nota de prensa: «Hedy Lamarr dejó una carrera interpretativa sin parangón en Hollywood. Pero aún más, también inventó una importante técnica de salto de frecuencias de comunicaciones desarrollada en colaboración, y que entregó gratis en la lucha contra la dictadura nazi».

A pesar del orgullo con que el Ayuntamiento vienés exhibe la memoria de su figura, el camino para que los restos de la actriz al fin reposaran en su ciudad ha sido largo y tortuoso. Loder, fruto del tercer matrimonio de Hedy con el actor John Loder, llevó en 2000 las cenizas de su madre a Viena con la esperanza de que recibieran el tratamiento que merecían. Con ocasión del rodaje de un documental en 2006, el hijo de la actriz recorrió los lugares por donde pisó su madre y esparció la mitad de las cenizas en un bosque a las afueras de la ciudad. La petición de que el resto fuera enterrado en un memorial estaba cursada, pero el consistorio vienés pedía 10.000 euros por el coste de la lápida, algo que Loder no podía afrontar. Así, durante ocho años las cenizas de Hedy permanecieron arrinconadas, primero en una bolsa de plástico en las oficinas de la productora Mischief y después en poder de un amigo de la familia. Finalmente y con motivo del centenario, el Ayuntamiento cedió y aceptó costear los gastos.

Hedy Lamarr nació en Viena el 9 de noviembre de 1914 como Hedwig Eva Maria Kiesler, hija única de un banquero de Lemberg (Lviv, hoy en Ucrania) y de una pianista de Budapest, ambos judíos pero criados en el catolicismo. «Hedy Lamarr era una persona compleja y complicada», comenta para Ciencias Mixtas Stephen Michael Shearer, biógrafo de la actriz y autor de Beautiful: The Life of Hedy Lamarr (Thomas Dunne/St. Martin’s Press-Macmillan, 2010). «Al final de la Belle Époque en 1914 y al comienzo de la Primera Guerra Mundial, Hedy, como era conocida, era una niña encantadora, brillante y terriblemente mimada», retrata Shearer.

Aquella niña, ya convertida en una bellísima mujer, comenzó su carrera interpretativa en Viena y Berlín a través del empresario y director de teatro y cine Max Reinhardt. Lamarr, por entonces aún Kiesler, pronto ascendería al estrellato, pero de la manera más polémica posible: en 1933 rodó a las órdenes del checo Gustav Machatý la película Ecstasy, en la que se desnudaba por completo. Aunque las tomas revelaban escasos detalles de su anatomía, el carácter abiertamente sexual de la trama dio pie a censuras y condenas, incluida la del Vaticano. Quizá lo más escandaloso para su época fue la secuencia que mostraba el rostro de la actriz durante un orgasmo, un efecto que, según cuenta la leyenda, el director logró clavándole un imperdible en el trasero fuera del encuadre.

Aquel año, Hedy Kiesler se casaba con el primero de una larga lista de maridos, el magnate austríaco del armamento Fritz Mandl, director de la fábrica de municiones Hirtenberger. A pesar de su origen judío, «Mandl fue considerado un ario honorario por los gobiernos fascistas de Europa en potente crecimiento en la década de 1930», explica Shearer. El motivo de este dudoso honor fue que, antes de la Segunda Guerra Mundial, Mandl contribuyó de manera soslayada a engrosar el arsenal de Hitler y Mussolini. En cuanto a su relación matrimonial con Hedy, Mandl no fue precisamente un marido modelo. Según Shearer, la guapa actriz era para el magnate solo un bonito adorno que le gustaba exhibir, pero que vivía esclavizada bajo su dominio. Para Hedy fueron «años de vida a lo grande, socializando con muchos líderes de estado y oficiales de gobiernos prominentes y peligrosos; por ejemplo, con el dictador italiano Mussolini», señala el biógrafo.

Hedy escapó de su marido y de su cómoda posición social para emigrar a EEUU y reanudar su carrera en Hollywood. En 1937 firmó un contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. Con su nuevo nombre de Hedy Lamarr y tras divorciarse de Mandl, «de inmediato se convirtió en una gran figura de la Edad Dorada de Hollywood, más por su deslumbrante belleza que por su talento interpretativo», valora Shearer, para quien la actriz fue «la verdadera estrella emergente de los años 30″. «Su imagen era exótica, romántica, literalmente arrebatadora, y su nombre estaba en labios de todos en 1941, cuando EEUU entró en la Segunda Guerra Mundial». Con la guerra, y con un compromiso nacido de su amor por su país de adopción y de la preocupación por su familia judía en Europa, Lamarr recorrió EEUU participando en cuestaciones de bonos de guerra. Según Shearer, en un solo día logró atraer 1,6 millones de dólares, más que cualquiera de las demás estrellas de Hollywood que participaron en tales campañas.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Pero Hedy, brillante e inquieta, no se conformaba con el papel de hermoso florero que la vida le había otorgado. La vida social de Hollywood la llevó a coincidir con un vecino llamado George Antheil, pianista y compositor de vanguardia que experimentaba con la mecanización de la música a través de artefactos automáticos, un concepto que había puesto en práctica en su obra Ballet Mécanique. Del encuentro entre Hedy y Antheil surgió la idea de aplicar el sistema de una pianola, que va accionando consecutivamente las teclas para interpretar una melodía, a un dispositivo de comunicaciones que fuera imposible de interceptar. Por entonces, en la Segunda Guerra Mundial, se empleaban torpedos dirigidos por radiocontrol, pero eran fácilmente inutilizados por el enemigo una vez que se descubría la frecuencia de la señal. La idea de Hedy y Antheil fue usar un rollo de papel perforado para que la frecuencia fuera variando entre 88 valores, como las 88 teclas de un piano. La secuencia de los saltos solo la conocería quien tuviera la clave, la melodía, lo que aseguraba el blindaje de la comunicación.

Hedy estaba entusiasmada con la idea. Según cuenta Loder a Ciencias Mixtas por teléfono desde Los Ángeles, «lo único que quería hacer era quedarse en casa e inventar». El 11 de agosto de 1942, la patente de Antheil y Hedy se publicó en EE. UU. bajo el título Sistema de comunicación secreta. El trabajo de los dos inventores anticiparía los sistemas actuales como el Wi-Fi, que se basan en saltos de frecuencias. «Fue la idea seminal de las comunicaciones modernas», valora Loder, que curiosamente se gana la vida homenajeando el trabajo de su madre, ya que regenta un negocio de telefonía móvil y redes en Los Ángeles.

Loder apunta que su madre nunca pretendió ganar dinero con su invención, que entregó a la marina estadounidense. «Viajó a Washington y ofreció sus servicios para desarrollar tecnologías para el gobierno, pero no la tomaron en serio, no entendieron la idea». El hijo de la actriz y su biógrafo coinciden en que Hedy fue víctima de su belleza; por entonces, no era plausible que a la mujer más hermosa del mundo se le concediera la más mínima credibilidad en cuestiones de ciencia e ingeniería. Su importante contribución quedó arrumbada durante 20 años, hasta que la crisis de los misiles de Cuba sirvió como oportunidad para que finalmente encontrara una aplicación práctica.

En los años que siguieron a su patente, Hedy continuaría enfrascada en la invención aprovechando el tiempo que los rodajes le dejaban libre. Algunas de sus ideas fallidas, como un dispensador de pañuelos y una tableta de refresco de cola, fueron respaldadas por el magnate Howard Hughes; tal vez para ganarse sus favores, en opinión de Shearer. Pero después de la guerra, su carrera cinematográfica entró en declive. «La moda de las hermosas seductoras de pelo oscuro empezó a declinar, y el cambio en el papel de la mujer en el hogar y en el trabajo introdujo un nuevo concepto de feminidad», reflexiona el biógrafo. Tampoco tuvo suerte en su vida personal, por la que desfilaron maridos que, según la propia actriz y en palabras de Shearer, solo querían casarse con Hedy Lamarr para ocupar el lugar en su cama. Entre fracaso y fracaso, su entrada en picado se acentuaba con la adicción a las pastillas, su obsesión por la cirugía estética y los escándalos de acusaciones de hurtos en comercios.

La actriz cayó en el olvido durante años, hasta que un creciente interés por su vida y su obra han rescatado y limpiado su memoria. Además de la completa biografía de Shearer, la vida de Hedy ha sido dibujada por Trina Robbins en Hedy Lamarr and a Secret Communication System, y su labor como inventora ha motivado el libro del ganador del premio Pulitzer Richard Rhodes Hedy’s Folly: The Life and Breakthrough Inventions of Hedy Lamarr. En los países de habla alemana, el 9 de noviembre se celebra el Día del Inventor, y en mayo de 2014 Hedy y Antheil ingresaron en el Inventors Hall of Fame de EE. UU. Loder, su hijo, prepara también un libro sobre la actriz y colabora en la producción de una película biográfica.

Hedy Lamarr falleció en Florida en 2000, tras toda una vida tratando de conciliar lo que los demás veían en ella con lo que ella veía en sí misma. Le tocó vivir en una época en que la belleza era un regalo envenenado para un genio inquieto con cuerpo de mujer. Ella misma ironizó en su cita más famosa: «Cualquier chica puede ser glamurosa. Todo lo que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida». Su hijo resume el perfil de Hedy en dos palabras: «Era brillante, pero muy atribulada». Loder, que hoy cuenta ya 70 años, evoca un recuerdo de niñez: «Su madre solía decirle: tú tendrías que haber nacido chico». Según Shearer, «Hollywood le concedió el lujo del estrellato». «Ella invirtió en su belleza y su glamour, hizo una carrera de ello, aceptó el juego, pero dijo que fue su maldición», agrega el biógrafo. «Solo era una chica austríaca brillante pero siempre romántica, que añoraba el romanticismo y la belleza de su país nativo antes de que la Segunda Guerra Mundial lo destrozara”. Hoy, por fin, descansa allí.

La Unión Europea quiere que viajemos en coches voladores

Entre las imágenes clásicas de lo que el porvenir iba a deparar a los ciudadanos del siglo XX, la del transporte aéreo personal era una de las más populares. Dicen que la ambición de volar es una de las más viejas del ser humano, y está claro que la experiencia de embutir las posaderas en un asiento de Economy (la clase monkey, en el argot) mirando las nubes a través de una mirilla agrandada no la satisface. A algunos la idea de volar de verdad siempre nos ha puesto los dientes largos, y dado que carecemos de los recursos para pagarnos una licencia de piloto (del avión, ya, ni hablamos), nunca hemos renunciado a hincar el colmillo a esa fantasía con la esperanza de que algún día el futuro nos traiga aerocoches a precio de utilitario.

Aunque la idea del coche volador nos retrotraiga al futurismo de los años 50 del siglo pasado, el concepto de un aparato que domine a la vez el aire y la carretera es en realidad casi tan viejo como la aviación. El primer intento conocido, el Autoplane del aviador estadounidense Glenn Curtiss, se presentó en 1917 en la Exposición Aeronáutica Panamericana de Nueva York, aunque no consta que llegara a volar. Aquellos primeros intentos eran simplemente aviones ligeros con alas desmontables o plegables, como en el caso del biplano francés Tampier (1921), que en carretera circulaba con la cola delante y debía ir seguido muy de cerca por un automóvil para evitar que la hélice masacrara a algún ciclista. En algunos casos, como el ConvAirCar o el AVE Mizar, los inventores directamente adosaban coches a piezas de avión en lo que hoy parecerían montajes de Photoshop. Pero a diferencia de lo que ocurre con el retoque fotográfico, algunos de estos corta-pegas reales mataron a sus artífices.

En 1950 el gobierno de EE. UU. aprobó el primer aparato para uso en el aire y en carretera. Se trataba del Airphibian, desarrollado en 1946 por Robert Edison Fulton (no emparentado con el inventor de la bombilla ni el del barco de vapor, pero claramente predestinado). El artefacto era básicamente una avioneta partida por la mitad, que dejaba la sección trasera con alas y cola en el aeropuerto, mientras que la hélice se desmontaba para viajar por tierra. El Airphibian nunca llegó a producirse para la venta por falta de inversores, pero en cambio sí llegaron a venderse seis unidades del Aerocar de Moulton Taylor, creado en 1949 y también aprobado por la autoridad de aviación civil estadounidense. Tanto por diseño como por mecánica, el Aerocar estaba más próximo al concepto de coche volador que al de avioneta convertible, con un motor de tracción para las ruedas delanteras, un volante circular y cambio de marchas. Al parecer, uno de los seis Aerocars que llegaron a fabricarse llevó como pasajero en una ocasión a Raúl Castro en Cuba.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Los intentos de fabricar un coche volador nunca han cesado, y varios de ellos continúan vivos hoy. Quizá el más conocido es el de la compañía Terrafugia, fundada por ingenieros aeroespaciales formados en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Su modelo Transition, un biplaza de alas plegables, lleva algunos años circulando por exhibiciones y por internet. Ciertas críticas le achacan que la pretensión de dominar el aire y la carretera a un tiempo hace que no domine bien ninguno de los dos. Pero quizá los mayores inconvenientes del Transition sean otros, a saber: de un coche volador uno espera que cueste lo que un coche, no lo que un avión; que no requiera una licencia de piloto; y que no exija disponer de una pista de aterrizaje privada de 518 metros. Y el aparato de Terrafugia no cumple ninguno de los tres requisitos, por mucho que la compañía se empeñe en sugerir que 279.000 dólares es un precio asequible.

En realidad, el Transition es más avioneta que coche; algo que los ingenieros de Terrafugia quieren cambiar en su próximo modelo, el TF-X, que la empresa anunció el mes pasado para dentro de unos diez años y que podrá despegar y aterrizar en vertical, acomodar a cuatro pasajeros y aparcar en una plaza estándar, todo ello en un vehículo híbrido cuyo manejo podrá aprenderse en cinco horas. De hecho, volará solo y contará con sistemas automáticos para evitar colisiones. La única pega será el precio, aún no detallado, pero que se prevé en el orden de magnitud de los «coches de lujo de muy alta gama».

No todos los modelos de coches voladores vienen del otro lado del Atlántico. De hecho, el triciclo holandés PAL-V One (siglas de Personal Air and Land Vehicle) ofrece una ventaja muy tranquilizadora frente a los prototipos de Terrafugia. Pensemos en los vehículos que a diario encontramos averiados en el arcén de la carretera. Cuando se trata de un automóvil de los de toda la vida, a los ocupantes se les suele ver junto al coche ataviados con sus chalecos amarillos y esperando a que la grúa se presente. Pero en el caso de un vehículo aéreo, sus pasajeros probablemente seguirían dentro, muertos a causa del impacto. A pesar de que los diseños suelen incorporar medidas de seguridad tan obvias como los paracaídas, el sistema del PAL-V One le permite aterrizar aunque el motor falle. El aparato utiliza el principio del autogiro, invención netamente española debida al ingeniero Juan de la Cierva y que la aviación nunca ha llegado a explotar a fondo. A diferencia del helicóptero, el rotor del autogiro no va propulsado, sino que gira libremente (autogira) por el impulso del aire cuando el aparato avanza gracias a su hélice. Así, aunque el motor se pare, el giro autónomo del rotor permite un aterrizaje suave. El PAL-V One, que hizo su vuelo inaugural el pasado abril, solo necesita 165 metros para despegar y aterriza en unos escasos 30 metros. Actualmente la compañía busca inversores para la fase de desarrollo y comercialización.

Pero si todo lo anterior continúa sonando a ciencia ficción, o al menos a caros juguetes exóticos que solo disfrutarán unos cuantos millonarios (esos que, de todos modos, ya tienen su jet), el hecho de que la Unión Europea financie un proyecto en este campo puede cambiar las reglas del juego para que estos vehículos lleguen a convertirse algún día en algo al alcance de los mortales. De hecho, el propósito de los artífices de myCopter es «allanar el camino para el uso de Vehículos Aéreos Personales (PAV) por el público en general», con la finalidad de aliviar «los problemas de congestión en el transporte por tierra y el anticipado crecimiento del tráfico en las próximas décadas», según describen los investigadores en la web del proyecto. El autor de la idea es el director del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania) Heinrich Bülthoff, y en el consorcio participan además otras cinco instituciones europeas de todo crédito, como la Escuela Federal Politécnica de Lausana y el Instituto Tecnológico Federal de Zúrich (Suiza).

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

En realidad, myCopter no entra en la categoría de coches voladores, ya que está concebido únicamente para uso aéreo. Pero si pudiéramos tener en casa un pequeño helicóptero personal, ¿quién iba a echar de menos el uso anfibio (término que sirve también para tierra y aire)? Los integrantes del consorcio internacional aspiran a integrar «avances tecnológicos e investigaciones sociales necesarios para mover el transporte público a la tercera dimensión». El aparato que pretenden desarrollar está «concebido para viajar entre los hogares y los lugares de trabajo, y para volar a baja altitud en entornos urbanos». «Tales PAV deberían ser total o parcialmente autónomos sin requerir control de tráfico aéreo desde tierra. Aún más, deberían operar fuera del espacio aéreo controlado mientras el actual tráfico aéreo permanezca inalterado, y deberían después integrarse en la próxima generación de espacio aéreo controlado».

Sin embargo, queda un largo e incierto camino por delante. El myCopter de momento es solo un dibujo, aunque ya existe un simulador que el periodista del diario The New York Times Danny Hackim ha podido probar recientemente. «No sé volar y ni siquiera soy un conductor muy entusiasta, pero despegué fácilmente desde lo que parecía un campo rodeado por seis casas en la campiña inglesa», escribía Hackim. «Después seguí una carretera aérea virtual que se extendía ante mí, atravesando una serie de cuadrados morados dispersos por el cielo simulado».

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

La simulación ya apunta una idea que sin duda deberá formar parte del diseño: para que myCopter fuera realmente un medio de transporte de uso general y no provocara decenas de siniestros catastróficos cada día, el pilotaje tendría que ser al menos parcialmente automático, guiado estrictamente por GPS a través de rutas prestablecidas y facilitado al usuario mediante una interfaz sencilla. Pero además de los retos técnicos, el proyecto, de seguir adelante, se enfrentaría a enormes desafíos de cara a la regulación y la infraestructura necesarias para un sistema de transporte que revolucionaría todo lo que hemos conocido hasta ahora. Los sistemas actuales de ordenación del tráfico urbano quedarían obsoletos, como vallas, barreras y bordillos. ¿Cómo evitar el abuso y la violación de espacios restringidos? ¿Aterrizarían los ladrones en las azoteas para desvalijar las casas? ¿Se estrellaría contra el quinto piso de un edificio un delincuente en fuga perseguido por la policía? ¿Los conductores agresivos nos adelantarían no solo por izquierda y derecha indistintamente, sino también por arriba y abajo? Tal vez la solución fuera que la policía dispusiera de vehículos aún más capaces. ¿Qué tal los spinners de Blade Runner?