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7+1 mitos sobre los científicos que hay que desmontar

Me ha divertido mucho comprobar que los periodistas somos todos muy parecidos, aunque geográficamente seamos antípodas los unos de los otros. En una página de internet, el investigador australiano Colin Cook cuenta cómo un equipo de televisión que grababa en su laboratorio le indicó que quería filmar «soluciones de varios colores en recipientes vistosos de cristal». A lo que su compatriota el genetista Jeffrey Craig responde que, en una ocasión, tanto se hartó de que le solicitaran lo mismo que recurrió a mezclar el contenido de varias latas de refresco para que los chicos de la prensa se quedaran contentos.

Batas y matraces con líquidos de colores, ¡perfecto, eso es un laboratorio! Imagen de pixabay.com (dominio público).

Batas y matraces con líquidos de colores, ¡perfecto, eso es un laboratorio! Imagen de pixabay.com (dominio público).

El motivo por el que me divierte, y que justifica la similitud a la que me refiero, es que yo he vivido exactamente la misma situación, pero no desde el lado del periodista, sino del científico. Cuando trabajaba en mi tesis en el Centro Nacional de Biotecnología, creo recordar que fue con ocasión de la visita de algún personaje –no me atrevería a asegurar si era Esperanza Aguirre en su avatar de ministra de Educación y Ciencia–, un equipo de televisión invadió nuestro laboratorio para grabar unas tomas de recurso. Y lo que pidieron fue exactamente lo mismo: líquidos de colores y que, a ser posible, hicieran humo (¡¿?!). Ah. Y que nos pusiéramos la bata.

Tal vez sean casos como estos los que, aquí como en Australia, contribuyan a que el roce entre científicos y periodistas ande siempre más bien escaso de lubricante. Habiendo estado en los dos extremos del micrófono, he conocido la suspicacia y la displicencia de los científicos hacia los periodistas, y también me ha tocado sufrirlo como periodista. Mi caso particular más extremo fue el de una investigadora del CSIC, cuya identidad obviamente omito, a la que llamé por teléfono para consultarla sobre su trabajo y, antes incluso de saludar, me espetó lo siguiente (aún conservo la grabación):

A ver, yo te cuento. El problema que hay a la hora de difundir ciencia es que de lo que yo os diga a lo que vosotros escribáis hay diferencia, y entonces me preocupa un poco lo que podáis poner o que le deis un toque sensacionalista.

¡Sensacionalista! Acusar a un periodista de tal cosa sin conocerle de nada es como abrir una conversación con un médico tildándolo de matasanos, o con un detective tratándolo de huelebraguetas. Evidentemente, nunca escribí sobre el trabajo de aquella señora.

Sin embargo, y en mi práctica habitual de repartir a dos bandas, es cierto que algunas prácticas periodísticas no ayudan precisamente a rebajar las fricciones de esta relación. Incluso dejando fuera el tratamiento de las noticias que tanto desagradaba a la investigadora (es cierto que hay tratamientos sensacionalistas, pero también que algunos científicos ven sensacionalismo en titulares como «dormir ayuda al cerebro a tirar de la cadena», tan alejado del que ellos preferirían: «el sueño se asocia a un incremento significativo del flujo convectivo entre el fluido intersticial y el líquido cefalorraquídeo para la eliminación de metabolitos potencialmente neurotóxicos»), el periodismo puede llegar a fabricar una versión propia e inexacta de los científicos y de su labor, más inspirada en los clichés que en la realidad. Un ejemplo es el que abre este artículo: el Quimicefa y la bata.

Y precisamente de clichés y mitos vengo hoy a hablar aquí. Los comentarios de Cook y Craig surgen a propósito de un artículo publicado por el segundo y por la investigadora Marguerite Evans-Galea en The Conversation, un medio de origen australiano que precisamente representa lo mejor que periodistas y científicos pueden hacer juntos cuando hay voluntad de entendimiento mutuo. Craig y Evans-Galea dedican su artículo a desmontar siete mitos populares sobre los científicos. Con algunas diferencias entre la situación australiana y la española, llama la atención lo extendidos que están algunos de estos falsos conceptos incluso en un país perteneciente a una cultura, la anglosajona, con mayor tradición científica que la nuestra. Aquí resumo los mitos señalados en el artículo, con un breve comentario sobre su aplicación a nuestro país:

1) El salario de los investigadores lo pagan sus centros de investigacion.

Bien, comenzamos precisamente con un ejemplo de diferencia entre Australia y España. El modelo anglosajón tiene más tradición de mecenazgo, y es muy frecuente que los investigadores reciban su sueldo de financiadores ajenos a su instituto. En España, en cambio, hay una mayor tradición de investigadores funcionarios, tanto en el CSIC como en las universidades, si bien es cierto que el modelo tiende a precarizarse. A menos que un proyecto incluya específicamente financiación para becas o contratos, lo habitual es que la paga de los becarios proceda de fuera de su instituto, aunque a menudo tanto este como los fondos sean públicos.

2) Los investigadores cobran por publicar en una revista científica.

Esto es común a todos los países, y marca una diferencia entre periodistas y científicos: a los primeros se les paga por escribir, mientras que los segundos a menudo deben hacer un desembolso para ver sus resultados publicados. Esto se debe a que muchas revistas científicas no incluyen publicidad; su negocio está en las suscripciones y en la tarifa que cargan a los investigadores. No todas las revistas cobran por publicar, pero las que lo hacen pueden cargar por encima de los 1.000 euros, y aún más si se elige la opción open access. El acceso abierto es a menudo como esa campaña de los hoteles que insta a no echar las toallas a lavar por motivos ecológicos: bajo un fin presuntamente noble se esconde un jugoso negocio que ahorra enormes costes de lavandería. El acceso abierto, concebido como un instrumento para que la ciencia se comparta, a los editores de las revistas les pone los ojos de dólar como en los dibujos animados: si quieres que tu artículo esté accesible públicamente y tenga mayor difusión, perfecto; pero amigo, te va costar caro. Con todo esto, el de las revistas académicas es un gigantesco negocio, con ingresos de cientos o incluso miles de millones de euros y márgenes que superan el 30 y hasta el 40%.

3) A los investigadores se les paga para que trabajen muchas horas.

En la ciencia no se pagan horas extras, pero haberlas, haylas, y muchas. El trabajo sin horarios de los científicos nace del puro espíritu vocacional, pero también, y hablando de mi experiencia directa en la biología, de protocolos experimentales infernales que a veces obligan a trabajar durante 15 o 20 horas seguidas. Las células en cultivo no saben que hoy es domingo. Supongo que otras disciplinas tienen sus propios condicionamientos; por ejemplo, los astrofísicos no pueden pedirle al exoplaneta que se espere al lunes para transitar frente a su estrella. Y a todo ello se añade que hay que escribir y entregar los proyectos antes de que se cierre el plazo.

4) La investigación de calidad siempre encuentra financiación.

Si no la encuentra ni en Australia… Craig y Evans-Galea aportan el trágico dato de que en 2014 el gobierno australiano solo financió el 15% de los proyectos presentados. Se agradecerían datos sobre España si alguien los tiene a mano.

5) Los investigadores tienen cubiertos los gastos de suscripción a revistas y sociedades.

Igual que lo dicho para las becas, un investigador puede considerarse afortunado si su financiación le cubre otros gastos necesarios para su trabajo científico, pero ajenos a él.

6) Los investigadores están formados para manejar presupuestos y para escribir.

Este mito es muy bueno. Algunas carreras de ingeniería incluyen asignaturas de economía (al menos en mis tiempos) asumiendo que los ingenieros deberán gestionar presupuestos y gastos. Los científicos deben ocuparse de esto mismo sin haber recibido ninguna formación específica para ello. Y al contrario que los ingenieros, los investigadores no pueden solucionar los errores de estimación haciendo modificados, por lo que deben ser maestros de la optimización. Del mismo modo, gran parte del trabajo de un científico consiste en escribir: proyectos, estudios, revisiones, comunicaciones a congresos… Sin embargo, las facultades de ciencias tampoco ofrecen formación en comunicación, algo que además mejoraría la capacidad divulgadora de los investigadores. Naturalmente, Craig y Evans-Galea no mencionan algo que para ellos no es un problema: los científicos españoles deben escribir una buena parte de su producción en inglés.

7) Los investigadores tienen una carrera para toda la vida.

(Risas). No creo que en España nadie tenga la tentación de creer en este mito. Australia tiene 13 premios Nobel de ciencia. Nosotros, solo uno (más un coeficiente de Severo Ochoa), y él mismo ya dijo en su día que investigar en España es llorar.

Los científicos perfectos, en la serie 'The Big Bang Theory'. Imagen de CBS.

Los científicos perfectos, en la serie ‘The Big Bang Theory’. Imagen de CBS.

7+1) A los siete mitos de Craig y Evans-Galea añado uno más de mi propia cosecha. Aunque como fácilmente puede comprenderse, el mío no solamente incluye algo de frivolidad y sarcasmo, sino que realmente es una condensación de varios mitos. A saber, el investigador es un tipo (o tipa) tirando a feo, friki y mal vestido, a quien no le importa cobrar poco porque no tiene vida fuera del laboratorio ni le importan en absoluto las posesiones materiales, dotado de una inteligencia privilegiada pero con nulas habilidades sociales, cuya aparente misantropía se compensa por su ferviente deseo de salvar a la humanidad. En fin. En otro comentario al artículo de los australianos, John Pickard escribe: «Si algo de mi investigación hará del mundo un lugar mejor, no estoy seguro; pero me sacó de la calle».

¡Sorpresa! Las grasas saturadas no provocan infartos

Ya que la semana va de proclamas científicas controvertidas, a ver qué tal suena esta: las grasas saturadas no aumentan el riesgo cardiovascular, ni el de diabetes, ni elevan el colesterol, y ni siquiera hacen engordar. Tales son las conclusiones publicadas en la revista Annals of Internal Medicine por un equipo de científicos de las Universidades de Cambridge, Oxford e Imperial College London (Reino Unido) y de Harvard (EE. UU.), entre otras instituciones. Los investigadores han elaborado un metaestudio –estudio de estudios– recopilando más de 70 trabajos previos realizados con más de 600.000 personas de 18 países. «Las pruebas actuales no apoyan claramente las directrices cardiovasculares que aconsejan un alto consumo de ácidos grasos poliinsaturados y un bajo consumo de grasas saturadas totales», concluyen los autores. La afirmación es sorprendente y contradice lo que todos creemos saber. La pregunta es: ¿por qué creemos saber lo que creemos saber?

Un extenso estudio absuelve a las grasas saturadas, como las de esta hamburguesa, del riesgo cardiovascular. NCI/NIH.

Un extenso estudio absuelve a las grasas saturadas, como las de esta hamburguesa, del riesgo cardiovascular. NCI/NIH.

En general, las directrices que orientan a un estilo de vida saludable, y que vienen dictadas por autoridades y organismos sanitarios, se apoyan en conclusiones de estudios epidemiológicos. Dícese de estudios elaborados de la siguiente manera: se parte de una hipótesis que se trata de demostrar como correcta y que normalmente se basa en una idea razonable (los epidemiólogos llaman a esto «plausibilidad biológica»). Se reúnen datos de una población de tamaño lo mayor posible. Se extraen estadísticas sobre distintas variables y se comparan. Y si se encuentra una correlación estadísticamente significativa, ¡voilà! Ya tenemos recomendación al canto. En ocasiones incluso existe un conflicto de intereses cuando los proyectos están financiados por partes implicadas, algo que solo recientemente ha empezado a especificarse obligatoriamente en las revistas científicas. Y cómo no, en una sociedad dominada por la publicidad, también se acaban tomando como consejos nutricionales lo que son simplemente eslóganes de marca científicamente cuestionables, pero que llegan a calar entre el público como si fueran verdades absolutas.

Los seguidores de este blog ya sabrán que soy muy crítico con los estudios epidemiológicos. No pretendo equipararlos con las investigaciones sobre el Bigfoot o el monstruo del lago Ness, pero sí con las pesquisas sobre precognición de las que también he hablado aquí. Muchas investigaciones en psicología se basan en los mismos métodos, por lo que ciertos trabajos que han validado la existencia de capacidades precognitivas en las personas han motivado que se cuestionen no ya dichos estudios, sino gran parte de la metodología que emplea la psicología experimental. Anteriormente he citado también aquí cómo las asociaciones estadísticas se pueden utilizar para mostrar lo que a uno le convenga, como la relación entre las muertes por ahogamientos en piscinas y el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage. Pero correlación no implica causalidad, y esto resulta problemático cuando el estilo de vida saludable que se recomienda a la población se basa en conclusiones epidemiológicas sin un fundamento causal empíricamente contrastado más allá de la «plausibilidad biológica».

Es por este y otros motivos que algunas recomendaciones sanitarias han ido cambiando de chaqueta a lo largo de los años. Cualquiera que supere los 40 podrá preguntar a sus padres (o los más jóvenes, a sus abuelos), sobre aquella época en la que el aceite de oliva era desaconsejable y se preferían los de girasol o soja, a los niños se les daba anís porque era beneficioso para ellos, y el pescado azul, hoy glorificado por su omega-3, era el mismísimo Lucifer con branquias. Respecto a las grasas, en los últimos años se han venido acumulando estudios que el pasado año llevaron al cardiólogo británico Aseem Malhotra a publicar un artículo en la revista British Medical Journal en el que animaba a «desterrar el mito del papel de las grasas saturadas en la enfermedad cardiovascular». Malhotra destacaba que la «demonización» de las grasas saturadas nació en 1970 con la publicación del llamado Estudio de Siete Países, un extenso trabajo epidemiológico al que debemos el conocimiento de los beneficios de la dieta mediterránea. Malhotra no objetaba a esto último, pero en cambio señalaba que las pruebas científicas no avalan la influencia de las grasas saturadas en el riesgo cardiovascular, y sí la de los azúcares. Con ocasión del artículo de Malhotra, la Fundación Británica del Corazón admitió que había «pruebas conflictivas» al respecto.

El nuevo estudio, cofinanciado precisamente por esta Fundación, viene ahora a asestar otro mandoble al «mantra de las grasas saturadas», en palabras de Malhotra. Es más: las conclusiones de los investigadores tampoco sostienen que las grasas conocidas como buenas –las insaturadas de vegetales y pescados, como el archifamoso omega-3– reduzcan el riesgo de infarto. En su lugar, los autores aconsejan disminuir el consumo de azúcares (carbohidratos), cuya incidencia en la enfermedad coronaria han identificado como mayor de lo sospechado. Y sí mantienen la advertencia contra las llamadas grasas trans (parcialmente hidrogenadas), ácidos grasos insaturados de origen artificial que se encuentran en muchos alimentos procesados. El estudio ha recibido tanta atención que ha merecido reportajes en algunos de los medios más influyentes del mundo, como el diario The New York Times, y ocupará la portada del próximo número de la revista Time (23 de junio) bajo el título «Coma mantequilla» y el subtítulo «Los científicos etiquetaron a la grasa como el enemigo. Por qué estaban equivocados».

Quizá alguien se esté preguntando por qué este estudio debería considerarse más atinado que los utilizados anteriormente para sostener lo contrario. Una de las claves está en el prefijo «meta»: el análisis de una batería de estudios aumenta el tamaño de la muestra, lo que redunda en la fiabilidad de los resultados. Pero es que, además, los investigadores han incluido estudios que consideraban parámetros más objetivos que los cuestionarios dietéticos, como marcadores biológicos en la sangre, y lo que es más importante: subrayan que el efecto de las grasas saturadas sobre el LDL (el colesterol malo) actúa de forma predominante sobre un tipo de partículas grandes y de poca densidad cuya preponderancia, lo que se conoce como patrón A, no es perjudicial. Además, las grasas saturadas elevan el HDL, el llamado colesterol bueno. No es solo algo biológicamente plausible, sino una relación de causalidad.

El lema de los "ocho vasos de agua al día" es un mito sin respaldo científico. Walter J. Pilsak vía Wikipedia / Creative Commons.

El lema de los «ocho vasos de agua al día» es un mito sin respaldo científico. Walter J. Pilsak vía Wikipedia / Creative Commons.

El estudio socava un tótem dietético, uno más de los que han venido tambaleándose en los últimos años, como los perjuicios de la sal y la necesidad de beber ocho vasos de agua al día. Respecto a lo primero, las investigaciones acumuladas en los últimos años (más información aquí) apuntan que sigue vigente la recomendación de no abusar de la sal, pero que un consumo medio moderado es más beneficioso que nada en absoluto. Y con respecto a la tan arraigada patraña de los ocho vasos de agua, ni siquiera se apoya en ninguna clase de dato médico. Nadie parece saber a ciencia cierta cuál es el origen de este mito ni qué presuntos motivos lo inspiraron, pero lo cierto es que logró abrirse camino en las recomendaciones sanitarias sin que nadie pudiese citar ningún estudio científico que lo respaldara. Por suerte, los expertos están reaccionando y se esfuerzan por extender la recomendación de beber simplemente cuando se tenga sed y, si acaso, vigilar el color de la orina (demasiado oscura es signo de baja hidratación), pero el mito es persistente y su erradicación es difícil una vez se ha convertido en vox pópuli, sobre todo cuando, una vez más, la publicidad de la industria hace lo posible por perpetuarlo.

¿Un mito más antes de terminar? ¿Qué tal el del colesterol? Nadie dice que la acumulación de esta grasa en las arterias sea beneficiosa, pero otra cosa es pensar que la placa de colesterol de ese paciente procede del huevo frito que ingirió en la cena de ayer. «Esta idea de que comes algo, va a tu torrente sanguíneo y obtura tus arterias es simplemente falsa. No ocurre nada ni remotamente parecido», declaraba esta semana el cardiólogo de la Facultad de Medicina de Harvard Dariush Mozaffarian en un reportaje publicado en el diario The Washington Post (y ya saben qué responder al próximo que les repita aquella famosa frasecita: «eso va directamente a tus arterias»). Lo cierto es que la mayoría del colesterol de nuestro cuerpo lo produce el propio cuerpo. ¿Y qué efecto tiene el que ingerimos sobre el que producimos?

Para responder a la pregunta, nadie mejor que el responsable histórico de que el colesterol, junto con las grasas saturadas, se haya convertido en el gran Satán de la dieta: Ancel Keys, el promotor del Estudio de Siete Países mencionado más arriba. En 1991 (21 años después de la publicación de su gran obra), y en respuesta a un estudio en la revista The New England Journal of Medicine que informaba sobre el caso de un hombre que comía 25 huevos al día y presentaba niveles normales de colesterol en sangre, Keys escribió lo siguiente en una carta al director: «El colesterol de la dieta tiene un efecto importante en el nivel de colesterol en sangre en pollos y conejos, pero muchos experimentos controlados han demostrado que el colesterol de la dieta tiene un efecto limitado en humanos. Añadir colesterol a una dieta libre de colesterol aumenta el nivel en sangre en humanos, pero cuando se añade a una dieta sin restricciones, su efecto es mínimo». Es decir: después de haber dejado a media humanidad sin comer grasas (o, al menos, sintiéndose muy culpables al comerlas), el doctor Keys se nos desmarcó de esta manera. ¿Qué les parece? ¿Es o no es… ¡sorpresa!?