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La fuga de cerebros, un concepto anticuado

En los años 90, el Departamento de Inmunología y Oncología (DIO) del Centro Nacional de Biotecnología (CNB) del CSIC era uno de los grupos de investigación más potentes y punteros de este país, liderado por un tipo de mente tan clara y afilada como excéntrica, Carlos Martínez-A., quien siempre solía preguntarte si habías descubierto algo; pero no en el laboratorio o en la sala de seminarios, sino desde el urinario de al lado.

Además de su brillante director, el DIO tenía algo fuertemente envidiado por otros grupos investigadores: dinero. A través de un convenio con la entonces compañía farmacéutica y biotecnológica Pharmacia, luego Pharmacia & Upjohn, hoy perteneciente a Pfizer, el DIO era entonces un raro ejemplo en España de colaboración público-privada. Los investigadores de la empresa trabajaban codo con codo con los que dependíamos de la rama pública, mezclados en los mismos laboratorios; nosotros vivíamos de magras becas, pero gastábamos también su dinero para nuestras investigaciones. Mucho dinero.

Tanto dinero que, mientras que en otros laboratorios reciclaban las puntas de pipeta, en el DIO el material llegaba a derrocharse con la misma alegría con que Di Caprio despachaba drogas en aquella de Wall Street, y de vez en cuando se nos tenía que convocar a todos para revelarnos la insana cantidad de eppendorfs, puntas o falcons que se habían tirado a la basura en el último mes.

Pues bien, incluso en aquel paraíso investigador de la España noventera, en todo un departamento de más de cien personas solo había un único investigador extranjero, un tipo nórdico afable y sosegado. En una ocasión le pregunté por qué había venido a investigar a España. Y fuera cierto o que se estaba quedando conmigo, me respondió que le habían hablado de que aquí se vivía bien y se trabajaba poco.

Indudablemente, las cosas han cambiado mucho desde los años 90. Pero no lo suficiente. Hoy son notablemente más numerosos los nombres extranjeros alistados en las filas de los centros de investigación españoles. Pero lamentablemente y cuando las actuales fórmulas del sistema han flexibilizado la incorporación de investigadores de todo el mundo a nuestros centros, aún se oye hablar de científicos que han elegido España por el clima y el modo de vida.

Esto viene a propósito de una noticia aparecida esta semana. Cuando leí que una gran compañía farmacéutica celebraba una jornada bajo el hashtag #StopFugadeCerebros, pensé: ¿en serio? ¿Todavía estamos así?

Imagen modificada de Academia Superior / Flickr / CC.

Imagen modificada de Academia Superior / Flickr / CC.

Entiéndase, el fondo y el espíritu son correctos y dignos de beneplácito: un programa de becas que busca impulsar la ciencia en España apoyando y financiando el fortalecimiento del tejido investigador de este país. Pero el enfoque, el recurso a la fuga de cerebros, era válido en tiempos de Severo Ochoa, que se exilió en el 36. En la ciencia del siglo XXI, es solo un gancho publicitario desencaminado, equívoco y anacrónico.

España no necesita retener talento investigador. Lo que necesita es atraer talento investigador. Y llegar a convertirse en una opción que los recién doctorados puedan considerar de igual a igual con la de marcharse a Gran Bretaña o a EEUU. Y que cada uno decida; en el mundo investigador, para muchos la idea de pisar otras tierras no es solo algo impuesto por la necesidad. La ciencia hoy es un asunto global, y muchos investigadores jóvenes quieren realmente vivir esa globalidad; muchos investigadores jóvenes ya no sueñan con ser funcionarios.

En mi trabajo me paso el día explicando avances científicos, y en la mayor parte de los casos la cosa va de esta manera: «el investigador chino-estadounidense…». O coreano-canadiense, o checo-alemán, o indio-británico. Investigadores cuyos trabajos merecen repercusión en los medios, y sobre los cuales es justo precisar que un día abandonaron sus países para establecerse en alguna de las mecas de la ciencia mundial, una decisión sin la cual probablemente jamás habrían alcanzado tales logros.

España no es una de esas mecas de la ciencia. Aquí quieren venir los futbolistas de todo el mundo, no los científicos. Hoy se publica en los medios que un senegalés emigrado a España de niño ha triunfado en un campeonato mundial de kárate. Y bien por él. Pero en otros países, otros senegaleses están triunfando en la ciencia. Y si Babacar Seck hubiera optado por la neurociencia en lugar de por el kárate, con toda probabilidad no se habría quedado en España. Ya, ya, seguramente tampoco tuvo esta oportunidad. Aquí. En otro país, tal vez sí.

Los extremos delirantes llegan cuando un medio de comunicación deportivo de Tenerife habla de un entrenador de fútbol de la isla que trabaja en la Península como un caso de fuga de cerebros. Pero no se trata solo de la aplicación futbolística de la expresión; también en su sentido ortodoxo, tan provinciano sería aplicarlo a un científico de Cuenca que trabaja en Madrid como a otro científico de Cuenca que triunfa en el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

Si el objetivo es impulsar la ciencia en España y fortalecer el tejido investigador, el camino no es retener, sino tentar, fascinar, encantar y seducir; ser un país científicamente sexy. Habremos llegado a ser una gran potencia científica no cuando hayamos taponado ninguna fuga de cerebros, sino cuando los mejores investigadores de todo el mundo se peleen por trabajar aquí. Distintos enfoques, un mismo objetivo, un mismo medio; lo que había en el DIO: dinero. Constrúyelo y vendrán. O se quedarán. O no. Ciencia y banderas no casan muy bien. Los cerebros deben ser libres para fugarse a donde les dé la real gana, allí donde sus sinapsis puedan funcionar más a gusto.