Estos días, tras la muerte de mi abuela y tras algunas lecturas, me han servido para reflexionar. Reflexionar me ha servido para ser aún más prudente en mis juicios, para dudar más de todo.
Le he estado dando vueltas a cómo apartamos a los niños de la muerte, lo que nos cuesta hablarle de la muerte, a lo mucho que cuidamos lo que decimos, a lo que les exponemos. Incluso a los que no nos cuesta hablar con naturalidad de muchos otros temas a priori delicados, con los niños y la muerte andamos de puntillas.
Afán de protección, querer mantenerles felices y a salvo, un lícito deseo de que crezcan sin miedo. Todo muy lógico.
Pero tal vez no lo estamos haciendo bien. Tal vez deberíamos hablar sin tanto cuidado, sin tantos misterios. Tal vez deberíamos enseñar a nuestros niños a no temer al segador, a no temer a lo que es natural e inevitable, a algo que se van a encontrar varias veces a lo largo de su vida. Tal vez sea un buen regalo que podríamos darles y que es independiente de cualquier creencia o de no creer que después haya nada, que es mi caso.
Difícil no temer nuestro fin y el fin de los que amamos, pero la postura más inteligente me parece al menos intentarlo. No tiene sentido vivir temiéndola, no tiene sentido vivir temiendo. La muerte no es cruel. La que es cruel con frecuencia es la vida a la que la gran mayoría nos aferramos.
La muerte está ahí y deberíamos prepararnos para mirarla de frente cuando nos la encontremos, que nos la encontraremos en carne propia y ajena con toda seguridad. Es imposible estar preparados para el dolor que nos cause, pero sí que está en nuestra mano intentar evitar vivir con miedo y acabar creyendo solo buscando consuelo ante el segador.
Eso creo hoy al menos.
Os dejo un fragmento de la recomendable guía Explícame qué ha pasado, de la Fundación Mario Losantos del Campo. Las imágenes que ilustran este post también proceden de esa guía.
Hoy en día al niño se le aleja lo más posible de la presencia real de la muerte. Por un lado, procuramos que “sepa” lo menos posible, así que, si pregunta, es posible que cambiemos de conversación, zanjemos el tema o respondamos con evasivas:
– «Papá, Carlitos me ha dicho que su abuelo ya no le va a ver más porque se ha muerto. ¿El abuelito también se va a morir?»
– «Bueno hijo, el abuelito está bien y te quiere mucho, no pienses en esas cosas»
Asimismo, si en el entorno familiar tiene lugar una muerte, normalmente tratamos de alejarlo de esta experiencia cuanto sea posible: se le aparta, se le lleva a casa de algún amigo o vecino para que esté distraído, se procura no hablar, ni llorar, ni “sentir” delante de él con la firme convicción de que lo mejor que podemos hacer por nuestros hijos es evitarles el dolor y el sufrimiento que la muerte de nuestros seres queridos provoca.
Pero, ¿por qué este empeño en alejar a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a los niños, de la realidad de la muerte? Esta pregunta tiene varias respuestas:
. Alejamos la muerte porque a todos los seres humanos nos inquieta y nos angustia enfrentarnos a ella
La muerte es una realidad cuanto menos inquietante, que pasamos toda la vida tratando de mantener a raya. Cuando nos angustia, cuando nos visita, es entonces cuando no nos queda más remedio que sufrir lo “inevitable”. Se hace muy difícil poder ayudar a los niños, acompañarles en sus inquietudes, curiosidades y en su dolor (cuando la muerte les toca de cerca) si nosotros mismos como adultos también sufrimos, nos inquietamos y nos angustiamos por ello.
Así pues, procuramos alejar a nuestros hijos, alumnos y niños de la muerte, movidos fundamentalmente por nuestras propias ansiedades. Pensamos que, si les ocultamos su existencia, podremos ayudarles a que crezcan sin esa inquietud tan molesta. En general, pensamos que es un hecho demasiado traumático para ellos.
. Todos los adultos sentimos la necesidad imperiosa de proteger a los niños del dolor y del sufrimiento que supone perder a un ser querido
Somos los adultos quienes, no pudiendo soportar el dolor y la pena del niño, tratamos de evitarle por todos los medios la posibilidad de sufrir “en exceso” por la muerte de un ser querido. Es como si, por resultarnos insoportable su dolor, quisiéramos fingir que no ha pasado nada, negamos, alejamos, racionalizamos lo que sucede con el fin de evitar lo que tanto tememos: al niño y su dolor. Así que nos convencemos con argumentos como estos:
“Cuanto menos sepa, menos sufrirá”; “Se le pasará pronto”; “Que no nos vea tristes y así no lo pasará mal”; “Hay que distraerle”; “No le puede afectar tanto, es muy pequeño”; “Si te pregunta, dile que no pasa nada, que todo está bien”; “No le hables de lo que ha pasado, se puede asustar y no queremos que lo pase peor”; “No puede afectarle, todavía no se entera”.
. Enseñamos a vivir a nuestros hijos alejándolos de la muerte
Hoy en día vivimos muy preocupados por que nuestros hijos vivan una vida lo más cómoda y fácil posible, queremos que no sufran, que no lo pasen mal, que las cosas no les cuesten demasiado, que lo tengan todo, que se sientan los mejores, etc. Con estos paradigmas de “una vida sin limitaciones”, donde todo es posible y sufrir es evitable, la muerte -la mayor de nuestras limitaciones- no tiene lugar y nos angustia tanto que la alejamos todo lo que podemos.
Algunos pedagogos y filósofos afirman que la enseñanza está derivando hacia lo que ellos llaman “una pedagogía de la infinitud”. En los proyectos educativos no se contempla ni el sufrimiento, ni el fracaso, ni la muerte. Los niños no están preparados para todo lo que sea inevitable y doloroso, así que, cuando se encuentran con alguna limitación, su frustración es tan grande y sus recursos son tan escasos que la posibilidad de una elaboración adecuada se hace tremendamente difícil.