Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Los que viven de la basura en Bangladesh (2)

Un confuso magma de botellas de plástico, cartones, latas, residuos orgánicos, del que emana un vaho hediondo y sobre el que cuelgan varias bombillas sujetas a postes de bambú. Y en la penumbra de la noche bengalí, entre las nubes de insectos que crepitan bajo la luz acuosa de las bombillas, el sonido de la respiración de los niños que trabajan afanosamente.

Uno de ellos, Kamal, que tiene ocho años, me cuenta su historia. Sus padres lo enviaron desde el campo. El dinero que gana recogiendo desperdicios de la calle y clasificándolos, unos cuarenta euros al mes, se los hace llegar para que puedan salir adelante, para que puedan alimentar a sus hermanos, ya que la situación en las zonas agrícolas es realmente complicada. Escucho su testimonio con la habitual desazón que me produce la costumbre que impera en esta parte del mundo de entregar los hijos a intermediarios para que les consigan empleo en las ciudades.

Me obsesiono con este ejército de niños que pasa las noches trabajando en el solar atiborrado de desperdicios que se encuentra junto al hotel en el que me hospedo, y que puedo observar con solo abrir la ventana. Esas vidas perdidas en medio de la basura, de la marginación, de la enfermedad, que se parecen a tantas otras vidas que he conocido en mi vida. En la India se los conoce como cangalis (literalmente: “pordioseros”), en la Argentina como cartoneros, en Brasil como catadores. Los nombres varían, pero la historia de fondo es la misma: la miseria que empuja a la degradación física e intelectual.

Sigo a Mohamed, de nueve años, que al mediodía sale con su bolsa de arpillera al hombro en busca de objetos que puedan ser reciclados. Vestido apenas con un par de pantalones cortos que se ha sujetado a la altura del ombligo con un cinturón hecho de trozos de yute unidos por clips de metal, camina lentamente, meciendo la cabeza. Coge un trozo de hierro retorcido, oxidado, que sobresale de una alcantarilla; unos periódicos manchados de comida de una papelera. Su mirada se detiene en el afiche de una película bengalí. Sonriente, me dice que su héroe del cine es Sharuk Khan.

Pienso en otra constante que he encontrado en los jóvenes trabajadores que he conocido en todo el mundo: aunque tratan de parecer adultos, en las formas, en la mirada, en la pose, en la voz impostada – quizás para sobrevivir en un medio tan hostil, quizás porque saben que el bienestar de la gente que quieren depende de su esfuerzo -, lo cierto es que no dejan de ser niños cargados de gestos de inocencia, de sorpresa frente a la realidad.

Las organizaciones no gubernamentales calculan que cinco millones de niños trabajan en Bangladesh. Según el Informe Nacional sobre Trabajo Infantil 2002-2003, el 67% lo hace en el sector informal, sin protección legal, expuesto a duras condiciones que afectan a su salud.

Cuando Mohamed llena su bolsa de arpillera, regresa al solar donde se encuentra el hombre para el que trabaja. Coloca la bolsa en una antigua balanza para ver cuánto pesa, y luego descarga su contenido en una montaña de desperdicios.

Por la tarde, cuando ya ha realizado varios viajes por la ciudad, se dedica a clasificar la basura que ha ido recogiendo. Inmerso en el vaho pestilente de los desperdicios, reúne en un lugar el papel y el cartón, y en otro, los metales. No usa guantes ni protección alguna. Come allí mismo, sin lavarse la manos. Y duerme allí también, cuando no puede más de cansancio, acurrucado en una esquina junto a los otros niños.

Los que viven de la basura en Bangladesh (1)

Siempre me ha conmovido la gente que vive de la basura. Como comentaba en la entrada de ayer, ese universo tan lacerante e inhumano me parece un reflejo difícil de superar de las terribles desigualdades que dividen a nuestro mundo, que lo separan irremediablemente entre los que lo tenemos todo y los que subsisten en la indigencia extrema.

Antes de sumergirme en La Chureca, quizás el más desgarrador de los basureros que he conocido en mi vida, recupero algunos recuerdos de otros lugares parecidos a los que me he acercado con mi cámara a lo largo de los años.

Comienzo este recorrido por la ciudad de Dhaka, capital de Bangladesh, a donde llegué por primera vez en 1995, y a la que volví en numerosas ocasiones para conocer en profundidad la labor de Mohamed Yunnus, el último premio Nobel de la Paz.

Salí al alba desde la estación de Sealdah, en Calcuta. Viajé durante tres horas en tren hasta llegar a la frontera oriental que separa a la India de Bangladesh. Crucé la frontera a pie, si mal no recuerdo, cabreado ante la ineptitud de los empleados de migraciones que demoraban horas en contrastar los datos de los pasaportes y estamparles el sello de salida. De allí un taxi hasta el puerto y luego un largo periplo en barco a través de vasto delta que conforma este país de 147 millones de habitantes, uno de los más densamente poblados del mundo.

Conocía de la historia de Bangladesh dos hechos trágicos. El primero, la lucha por la independencia de Pakistán Occidental en 1971. Pugna que se cobró la vida de cientos de miles de personas (gracias a la nefasta intervención, una vez más, del doctor Henry Kissinger, inverosímil premio Nobel de la Paz). El segundo suceso era el que había tenido lugar veinte años más tardes, y del que un médico amigo que había trabajado en las labores de asistencia humanitaria me había hablado en numerosas ocasiones: un tifón que alcanzó la categoría 5 y que mató a más de 135 mil personas en la región oriental de Chittagong (sólo hubo en la vida del país una catástrofe natural más cruenta: el ciclón Bhola, que en 1970 provocó medio millón de fallecimientos).

Llegué a Dhaka cuando ya era de noche. Tomé uno de los miles de coloridos cyclerickshaws que recorren sus grandes avenidas, y terminé en un hotel de mala muerte. Cuando abrí la ventana, descubrí que daba a un patio interior en el que se acumulaban montañas de basuras. Bajo las luces de un par de bombillas y las nubes de moscas, hordas de niños procuraban objetos de valor.

Cogí mi cámara y bajé inmediatamente. Me presenté a un hombre obeso, que dirigía el lugar, y comencé a hablar con los niños. El primero de todos fue Kamal, un joven de ocho años que me contó cómo había terminado en aquel sitio tan abyecto.

Continúa…