Un confuso magma de botellas de plástico, cartones, latas, residuos orgánicos, del que emana un vaho hediondo y sobre el que cuelgan varias bombillas sujetas a postes de bambú. Y en la penumbra de la noche bengalí, entre las nubes de insectos que crepitan bajo la luz acuosa de las bombillas, el sonido de la respiración de los niños que trabajan afanosamente.
Uno de ellos, Kamal, que tiene ocho años, me cuenta su historia. Sus padres lo enviaron desde el campo. El dinero que gana recogiendo desperdicios de la calle y clasificándolos, unos cuarenta euros al mes, se los hace llegar para que puedan salir adelante, para que puedan alimentar a sus hermanos, ya que la situación en las zonas agrícolas es realmente complicada. Escucho su testimonio con la habitual desazón que me produce la costumbre que impera en esta parte del mundo de entregar los hijos a intermediarios para que les consigan empleo en las ciudades.
Me obsesiono con este ejército de niños que pasa las noches trabajando en el solar atiborrado de desperdicios que se encuentra junto al hotel en el que me hospedo, y que puedo observar con solo abrir la ventana. Esas vidas perdidas en medio de la basura, de la marginación, de la enfermedad, que se parecen a tantas otras vidas que he conocido en mi vida. En la India se los conoce como cangalis (literalmente: “pordioseros”), en la Argentina como cartoneros, en Brasil como catadores. Los nombres varían, pero la historia de fondo es la misma: la miseria que empuja a la degradación física e intelectual.
Sigo a Mohamed, de nueve años, que al mediodía sale con su bolsa de arpillera al hombro en busca de objetos que puedan ser reciclados. Vestido apenas con un par de pantalones cortos que se ha sujetado a la altura del ombligo con un cinturón hecho de trozos de yute unidos por clips de metal, camina lentamente, meciendo la cabeza. Coge un trozo de hierro retorcido, oxidado, que sobresale de una alcantarilla; unos periódicos manchados de comida de una papelera. Su mirada se detiene en el afiche de una película bengalí. Sonriente, me dice que su héroe del cine es Sharuk Khan.
Pienso en otra constante que he encontrado en los jóvenes trabajadores que he conocido en todo el mundo: aunque tratan de parecer adultos, en las formas, en la mirada, en la pose, en la voz impostada – quizás para sobrevivir en un medio tan hostil, quizás porque saben que el bienestar de la gente que quieren depende de su esfuerzo -, lo cierto es que no dejan de ser niños cargados de gestos de inocencia, de sorpresa frente a la realidad.
Las organizaciones no gubernamentales calculan que cinco millones de niños trabajan en Bangladesh. Según el Informe Nacional sobre Trabajo Infantil 2002-2003, el 67% lo hace en el sector informal, sin protección legal, expuesto a duras condiciones que afectan a su salud.
Cuando Mohamed llena su bolsa de arpillera, regresa al solar donde se encuentra el hombre para el que trabaja. Coloca la bolsa en una antigua balanza para ver cuánto pesa, y luego descarga su contenido en una montaña de desperdicios.
Por la tarde, cuando ya ha realizado varios viajes por la ciudad, se dedica a clasificar la basura que ha ido recogiendo. Inmerso en el vaho pestilente de los desperdicios, reúne en un lugar el papel y el cartón, y en otro, los metales. No usa guantes ni protección alguna. Come allí mismo, sin lavarse la manos. Y duerme allí también, cuando no puede más de cansancio, acurrucado en una esquina junto a los otros niños.