Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Lo peor de la guerra: aquellos que deciden que otros van a morir

Aprovecho este nuevo alto en Madrid para planificar los destinos del próximo año de Viaje a la guerra: Haití, Pakistán, Congo, Afganistán, Irak. Llamo a colegas de profesión, compro libros, mapas, leo informes sobre la realidad de estos países.

Pero también, quizás por este desapacible invierno que se ha ceñido sobre nosotros, por el cielo encapotado y el frío que siempre nos empujan a la introspección, reflexiono sobre lo que he visto a lo largo de estos tiempo. Una experiencia, bajo el sonido de las armas, junto al llanto de los supervivientes, que me ha transformado profundamente. No soy el mismo que se embarcó hace 16 meses en esta aventura.

Debo confesar que, en este momento, y desde la parte próspera del mundo, lo que más me cuesta aceptar y lo que más revuelve de las guerras no es sólo el dolor de la gente de a pie, la que se lleva la peor parte en todo enfrentamiento bélico, sino las tramas de poder que subyacen tras cada conflicto armado.

Tal vez este sentimiento tenga mucho que ver con las últimas entradas del blog, con las historias de hombres como Tim Spicer y Simon Mann, que se han hecho ricos gracias a la violencia, gracias a las influencias de las que gozan, gracias a la connivencia de los políticos.

Esos políticos que se lanzan a delirantes aventuras belicistas por las que nunca pagarán. Como Henry Kissinger, tal vez la persona viva que más muertes lleva en las espaldas, y que no sólo se sigue paseando por las fiestas de Nueva York y vendiendo los millonarios servicios de consultoría de su firma, sino que recibió el premio Nobel de la Paz.

Y toda esa otra clase dirigente que se llena la boca hablando de libertad y derechos humanos, y que si bien no participa en las guerras, es incapaz de levantar la voz, de tomar medidas efectivas, para poner fin a la violencia. En Sudán y Birmania, para no incordiar a China. En Irak e Israel, para no provocar a EEUU. Sin contar la caterva de sátrapas a los que apoyan, en Arabia Saudí, en Guinea Ecuatorial, porque el único valor que realmente las mueve no es otro que el poder.

Y es allí cuando entran las empresas que, a través de sus grupos de presión y desde la aséptica pulcritud de sus despachos, espolean las guerras para defender y expandir sus intereses, ya sea en la producción de armas, en el control de las fuentes de los hidrocarburos o en el negocio de la seguridad privada.

En el tercer nivel de este andamiaje se encuentran los grupos mediáticos que mienten y manipulan para legitimar la barbarie. Como la empresa News Corporation, del magnate Rupert Murdoch, abanderada de la agenda neocon, instigadora en cada una de sus cabeceras de la guerra de Irak, y que cuenta con José María Aznar entre sus asesores.

En definitiva, todos aquellos que se presentan ante la sociedad con un áurea de éxito y respetabilidad, pero que se mueven en la más oscura y hedionda ciénaga moral. Todo aquellos hijos de puta que fríamente deciden, como bien dice Robert Fisk, que para satisfacer sus ambiciones de poder otros tendrán que morir.

Los que viven de la basura en Bangladesh (1)

Siempre me ha conmovido la gente que vive de la basura. Como comentaba en la entrada de ayer, ese universo tan lacerante e inhumano me parece un reflejo difícil de superar de las terribles desigualdades que dividen a nuestro mundo, que lo separan irremediablemente entre los que lo tenemos todo y los que subsisten en la indigencia extrema.

Antes de sumergirme en La Chureca, quizás el más desgarrador de los basureros que he conocido en mi vida, recupero algunos recuerdos de otros lugares parecidos a los que me he acercado con mi cámara a lo largo de los años.

Comienzo este recorrido por la ciudad de Dhaka, capital de Bangladesh, a donde llegué por primera vez en 1995, y a la que volví en numerosas ocasiones para conocer en profundidad la labor de Mohamed Yunnus, el último premio Nobel de la Paz.

Salí al alba desde la estación de Sealdah, en Calcuta. Viajé durante tres horas en tren hasta llegar a la frontera oriental que separa a la India de Bangladesh. Crucé la frontera a pie, si mal no recuerdo, cabreado ante la ineptitud de los empleados de migraciones que demoraban horas en contrastar los datos de los pasaportes y estamparles el sello de salida. De allí un taxi hasta el puerto y luego un largo periplo en barco a través de vasto delta que conforma este país de 147 millones de habitantes, uno de los más densamente poblados del mundo.

Conocía de la historia de Bangladesh dos hechos trágicos. El primero, la lucha por la independencia de Pakistán Occidental en 1971. Pugna que se cobró la vida de cientos de miles de personas (gracias a la nefasta intervención, una vez más, del doctor Henry Kissinger, inverosímil premio Nobel de la Paz). El segundo suceso era el que había tenido lugar veinte años más tardes, y del que un médico amigo que había trabajado en las labores de asistencia humanitaria me había hablado en numerosas ocasiones: un tifón que alcanzó la categoría 5 y que mató a más de 135 mil personas en la región oriental de Chittagong (sólo hubo en la vida del país una catástrofe natural más cruenta: el ciclón Bhola, que en 1970 provocó medio millón de fallecimientos).

Llegué a Dhaka cuando ya era de noche. Tomé uno de los miles de coloridos cyclerickshaws que recorren sus grandes avenidas, y terminé en un hotel de mala muerte. Cuando abrí la ventana, descubrí que daba a un patio interior en el que se acumulaban montañas de basuras. Bajo las luces de un par de bombillas y las nubes de moscas, hordas de niños procuraban objetos de valor.

Cogí mi cámara y bajé inmediatamente. Me presenté a un hombre obeso, que dirigía el lugar, y comencé a hablar con los niños. El primero de todos fue Kamal, un joven de ocho años que me contó cómo había terminado en aquel sitio tan abyecto.

Continúa…

Viaje a la guerra del sur del Líbano

Un coche de alquiler. Al que Alí, empleado del viejo pero no decadente hotel Mayflower, lugar de encuentro de los corresponsales extranjeros durante la guerra civil, me ayuda a subir las maletas. Me despido de la gente de recepción y salto emocionado al asiento del conductor. Dejo atrás ese alojamiento varado en el tiempo. Ese edificio poblado de sombras, de arañas de cristal, de cortinas de raso y grandes cuadros con retratos de militares ingleses del siglo XIX.

Un buen mapa del Líbano. Exhaustivo, prolijo en nombres y carreteras, que me guiará hacia el sur del país. Mis primeros encuentros con el caótico tráfico del barrio de Hamra son menos complicados de lo que pensaba. La gente conduce sin respetar los carriles, sin casi anunciar sus maniobras. Pero lo hace de forma lenta, como una suerte de danza febril, en la que cada pieza encaja aunque parezca de puro milagro.

Las heridas de la guerra. Puentes destruidos, edificios devastados. La situación ha mejorado notablemente con respecto al año pasado, cuando tardábamos horas en llegar al sur, aunque Fadhi se obstinara en salirse de la carretera o en avanzar en dirección contraria con tal de ahorrar tiempo. Eso sí, algunas obras de reconstrucción siguen sin estar terminadas: el puente de entrada Sidón; el que cruzas antes de sumergirte en la carretera que transcurre entre las plantaciones de plátanos y que te lleva a Tiro.

Los símbolos de Hezbolá. Omnipresentes, insoslayables, que celebran su supuesta «victoria divina» contra Israel por todas partes, hasta en los barrios cristianos y los feudos de los seguidores de Rafik Hariri y el bloque 14 de marzo. En algunos lugares, como en la entrada a la carretera secundaria que cruza el río Litani y desemboca en Tiro, tras pasar dos puestos de control del ejército libanés, una lanzadera coronada por carcasas de kaytushas que aún hoy apuntan hacia Israel. Un recordatorio de que el Partido de Dios, según afirmó el año pasado Sayed Hasán Nasralá, tiene aún más proyectiles que antes del comienzo de la guerra que se extendió entre el 12 de junio y el 14 de agosto y que costó tantas vidas.

Veinte días de viaje. Para descubrir cómo se encuentra, a un año de la guerra, este sur devastado por las bombas. Me dirigiré a Bint Jbeil y Maruna Ras, epicentros de los combates cuerpo a cuerpo. También volveré a seguir a los desactivadores de bombas de racimo. Si todo va bien, hablaré con autoridades, con médicos, con víctimas, con miembros de la FINUL y con militares libaneses, desplegados finalmente en la región como consecuencia de la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU, aunque sin animarse a tocar a Hezbolá, ni ellos ni los soldados españoles, franceses o italianos que pululan con sus carros blancos a todas horas por la zona.

Tiro. Esta maravillosa ciudad de 200 mil habitantes que fuera hogar de los fenicios, los griegos y los romanos (aquí se encuentra el mayor hipódromo romano del mundo), y que tiene un aire definitivamente mediterráneo con su pequeño puerto de pescadores y sus plácidas callejuelas flanqueadas por casas de piedra que desembocan inexorablemente en el mar, será mi base. Desde el hotel Al Farná, en el que se alojaron más de treinta periodistas extranjeros durante el conflicto bélico, partiré en busca de las historias. Aquí me he parapetado con una pila de artículos de periódicos y varios libros como La guerra fallida de Israel contra Hezbolá del corresponsal de Le figaró Renaud Girard y The 33-Day War: Israel’s War on Hezbollah in Lebanon and Its Consequences de Michel warschawski y Gilbert Achcar (uno favorable a la guerra, y el otro, crítico). Contento, en buena medida, de haber regresado a este bellísimo país en mejores circunstancias.

Muchos interrogantes. Mientras conduzco me pregunto cómo será la situación en estos momentos. Y cómo la observaré con la distancia de once meses. Lo que encontré el año pasado después de la guerra me conmovió profundamente, me hizo sentir indignación, dolor. No comprendía cómo Israel, con el permiso del «mundo desarrollado», había golpeado de semejante manera a la población civil. Me parecía no sólo inmoral, sino estratégicamente absurdo, contraproducente, como bien señaló el informe del juez israelí Winograd. La campaña de castigo colectivo articulada por Ehud Olmert tras el secuestro del soldado hebreo Gilad Shalit, que narro en mi libro Llueve sobre Gaza, extendida y magnificada sobre el Líbano, sin distinción entre combatientes y no combatientes, entre chiíes, drusos, cristianos o sunníes. Todos pagaron por el secuestro de Hezbolá de dos soldados en la frontera aquel nefando 12 de julio de 2006. Y el Partido de Dios salió aún más reforzado que en el año 2000, tras la retirada de las tropas ocupantes hebreas.

Y un vídeo. Estas son las imágenes que filmé al recorrer el sur de Líbano a principios de octubre de 2006. ¿Cómo se verá la situación un año más tarde, ahora que el dolor de las víctimas ya no es tan evidente, ahora que este país intenta volver a ponerse de pie?