Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Una guerra de arcos y flechas en Kenia

Chepilat es un humilde pueblo rural, situado en la zona occidental de Kenia. Precarias casas de ladrillos, caminos de tierra. Su calle principal marca el límite entre las provincias de Nianza y Rift Valley. Y también funciona como frontera natural entre dos grupos tribales: los kisii y los kalenjin.

Allí dio sus últimos coletazos la ola de violencia post electoral que dejó más de mil muertos en Kenia y 300 mil desplazados. Los miembros de ambas comunidades se enfrentaron con arcos y flechas. Las cifras de fallecidos varían: entre 14 y 30, dependiendo de la fuente consultada.

Tras haber presenciado la fallida reunión de paz entre ambas comunidades, me dirigí en numerosas ocasiones a Chepilat por si los enfrentamientos volvían a reanudarse. Pero el despliegue del Ejército en la arteria principal, esa suerte de muro que separa a ambas comunidades, ha evitado, hasta el momento, nuevos derramamientos de sangre.

La versión de los kisii

Sí fui testigo de cómo los primeros kalenjin volvieron al pueblo tras haber huido. Del reencuentro con quienes habían sido sus vecinos durante años para convertirse, repentinamente, en enemigos acérrimos. Y pude preguntar a unos y otros qué había generado la violencia.

Julius Makori Sane es el responsable del único dispensario del pueblo. Fue el primero en brindar atención médica a los que llegaban con las flechas enemigas incrustadas en el cuerpo. «Algunos me las pidieron, se las querían llevar de recuerdo», afirma, mientras me muestra las que conservó de los casos más graves, de aquellos que tuvieron que ser derivados a hospitales.

«No odiamos a los kalenjin. Hemos vivido con ellos toda la vida», me explica Makori, que pertenece a los kisii. «El problema es que ellos son pastores y nosotros agricultores. Y nos tienen envidia. Como somos gente de negocios, trabajadora, ganamos dinero y les compramos algunas tierras del otro lado de la calle y construimos allí casas. Después de las elecciones empezaron a decir que esas tierras les pertenecían y nos comenzaron a atacar».

Más allá de decir que no odia a los kalenjin, lo cierto es que el relato que hace de sus supuestas tradiciones guerreras, no los presenta bajo una luz demasiado «querible». «Es gente muy peligrosa, que hace cosas terribles a sus adversarios. Les cortan la cabeza, los brazos. Hacen rituales. Por la noche no puedes salir desprevenido, no puedes andar por su territorio».

La versión de los kalenjin

Para mi sorpresa, la versión que recojo de esos primeros kalenjin que regresan a Chepilat, es la contraria. Gerard San, comerciante de la zona, me dice que las casas quemadas del otro lado de la carretera, no son propiedad de los kisii sino de los kalenjin.

«No ves que son muchos y que viven en una provincia muy pequeña. Quemaron nuestras casas para echarnos, para seguir avanzando sobre nuestro territorio», me explica. «Dos terceras partes de las casas quemadas eran kalenjin, fabricadas con adobe, como las hacemos nosotros».

Según Gerard, los kisii hicieron una colecta para traer a los guerreros chincororo. «Fue algo planeado. Aprovecharon las elecciones para sacarnos de nuestro territorio», sostiene.

En respuesta, Julius Makori dice que sí, es cierto que hicieron una colecta para que los defendieran los guerreros de la secta chincororo, pero después de que los kalenjin comenzaran a atacarlos.

De sectas y tierras

Difícil saber quién comenzó, ya que resulta imposible encontrar fuentes objetivas. Las autoridades estatales no se hicieron presentes en la zona hasta que no se registraron los primeros muertos. Y, según me comentan ambas partes, los policías locales tomaron partido por su propia comunidad.

Con respecto al origen de la tensiones tribales en Kenia, recomiendo un artículo de John Lonsdale, profesor emérito de Historia Africana Moderna, que explica cómo el brutal poder colonial británico fue produciendo las primeras fracturas entre las comunidades autóctonas.

Otro tema fundamental, poco tratado por la prensa, es el de la tierra. Un bien escaso en Kenia, que los kalenjin exigen que se les devuelva en buena parte de la geografía basando sus reclamos en derechos ancestrales que entienden que los kisii y los kikuyus han vulnerado.

Un choque, entre nómadas y agricultores, que también tiene lugar en otras partes del continente, como sucede con los afar en Etiopía. Y que los expertos sostienen que se irán agravando a medida que avance el cambio climático.

Y, finalmente, una cuestión de la que nada se ha hablado en los medios de comunicación: las sectas. Por parte de los kikuyus, la secta mungiki, acerca de la cual ya escribí hace un mes. De los kisii: los guerreros chincororo.

Un aspecto apenas conocido de esta África que desde la distancia parece un conjunto homogéneo. Pero que no sólo se divide en tribus y etnias, sino también en numerosas sectas que se mueven en la sombra del poder.

Una cerveza para Obama en Kenia (y un presidente lúo para EEUU)

Hace un par de semanas, algunos de los periodistas con los que compartía hotel en Kisumu, tuvieron que dejar de cubrir las tensiones entre grupos tribales, que aún seguían latentes, para dirigirse a la casa de una anciana de la etnia lúo, situada en el pueblo de Nyangoma-Kogelo, a pocos kilómetros de la ciudad.

Sus agencias y periódicos así se lo habían pedido. Y la mayoría se quejaba de tener dedicar un día de trabajo a estar con esa mujer que, en lo personal era cálida y encantadora, pero a la que ya habían retratado y entrevistado decenas de medios de comunicación.

La percha informativa era el famoso Supermartes de las primarias de EEUU. Y la dama en cuestión, a la que acompañarían a lo largo del día entre nubes de micrófonos, cables y flashes, la “abuela” de Barack Obama.

La relación con Kenia

El senador de Ilinois y actual candidato demócrata a la Casa Blanca, nació en Honolulu, el 4 de agosto de 1961. Sus padres, Shirley Ana Dunham y Barack Husein Obama, se conocieron en la isla y decidieron formar allí una familia. Ella tenía 18 años y él 23.

Pero a los dos años, Barack padre se fue a estudiar Economía a Harvard con una beca. Lo hizo solo, ya que la aportación económica resultaba suficiente para mantener a una persona.

Desde allí volvería, tiempo más tarde, a su país natal, Kenia, para trabajar en el gobierno de Jomo Kenyatta. Su hijo apenas lo vería nuevamente en una ocasión.

La madre de Obama hijo, que es blanca y oriunda de Kansas, se casó entonces con un administrador de petróleo indonesio, y a los seis años de edad el pequeño Barack se marchó vivir a Yakarta. Allí asistió a una escuela católica, siendo protestante y en un país de mayoría musulmana.

Que la realidad no te arruine el titular

Recién en 1988, Obama hijo, que había tenido una carrera académica brillante, viajó a Kenia en busca de sus raíces, ya que una editorial le había dado la posibilidad de publicar sus memorias. Un libro, “Sueños de mi padre”, que vio la luz en 1995 y en el que Obama admite haber consumido marihuana y algo de cocaína durante su juventud.

Quizás se debiera a que la relación del candidato demócrata con Kenia es en realidad bastante tenue. Tal vez fuera consecuencia de que la persona a la que todos iban a entrevistar no era realmente su abuela, Habiba Akumu, que se había marchado hace años, sino la mujer que se había hecho cargo de la familia en su lugar: Sarah Ogwel.

Pero lo cierto es que aquella mañana, después de un temprano desayuno en el Hotel Imperial, donde se congrega la prensa internacional en Kisumu, los periodistas que partieron en dirección al pueblo de Nyangoma-Kogelo – mientras que los demás nos íbamos hacia Chepilat para ver si la tensión seguía entre los kisii y los kalenjin -, parecían arrastrar un poco los pies.

Una cerveza para Obama

En Kenia, la posibilidad de que Barack Obama llegue a presidente de EEUU, ha generado toda clase de reacciones. Más allá del distante vínculo del senador con esta parte del mundo, la «obamanía» parece haber calado entre parte de los kenianos.

La cerveza Senator, de la compañía East African Breweries Limited, que por su bajo coste intenta competir con las bebidas ilegales como el changaá y el buzaá, ha adquirido un nuevo nombre en los barrios humildes. Ahora se la llama orgullosamente “Obama”. Como muestra este vídeo de la CNN, la última moda es el «otra ronda de obama, para mí y para mis amigos, yo invito».

Curiosa ironía, ya que el padre de Obama, desencantado con el gobierno de Jomo Kenyatta, se entregó a la bebida hasta el punto de que en 1982 murió en un accidente de tráfico en Nairobi.

Dejaba a sus espaldas varias mujeres e hijos. Dos que había tenido en su aldea antes de partir hacia EEUU. Otros dos que había engendrado con Ruth, una estadounidense que lo había acompañado en su regreso a Kenia. Y un sexto, consecuencia de su último matrimonio, con una africana.

En África, la familia extendida hace de seguridad social. El familiar que ha logrado triunfar tiene la obligación de ayudar a todos los demás, por muchos y distantes que sean. Hecho este que ha dado pie a innumerables bromas en Kenia, sobre la cantidad de parientes que golpearán a la puerta de la Casa Blanca si gana Obama. “Media Kenia estará allí”, me dice un amigo, riendo.

Un lúo al frente de EEUU

Los dos hijos que Obama padre tuvo con Ruth emigraron a los EEUU, y uno de ellos se convirtió al islam. Otro tema complicado para el senador de Ilinois que, además del color de piel, cuenta con un elemento que puede resultar inquietante para los votantes de la América profunda.

Su apellido, Obama, puede ser fácilmente confundible con Osama. Sí, Osama Bin Laden. Y su segundo nombre, Husein, no es otro que el del dictador iraquí de las inexistentes armas de destrucción masiva. Quizás por eso Doris Lessing afirmó que un hombre con semejantes características no durará al frente de la Casa Blanca y será asesinado.

Para los kenianos, otra broma común, que he escuchado una y otra vez, es que, como están las cosas ahora en el país, resulta más probable que un lúo llegue a la presidencia de los EEUU que a la de la propia Kenia.

Raila Odinga, el candidato al que le robaron las elecciones, podría haber llegado a ser el primer jefe de gobierno lúo de la historia keniana. Y es cierto que, dado el descarado fraude electoral de Mwai Kibaki, y la firmeza con la que se niega a soltarse del poder, tengan que pasar al menos dos años para que Odinga vuelva a intentarlo en las urnas.

Con un arma en las manos

No me gustan las armas. Al tener una en mis manos, más que seguridad o poder, lo que experimento es la profunda desazón de saber que alberga la posibilidad latente de terminar, tanto por accidente como de forma premeditada, con la existencia de otro ser humano.

Aunque luego, cuando leo noticias como las violaciones masivas de mujeres en la República Democrática del Congo (destino al que pienso dirigirme en algunos meses), me enfrento a una disyuntiva moral: me pregunto por qué no las usan los miembros de la MONUC, la misión más extensa de Naciones Unidas en el mundo; por qué no salen de sus cuarteles en los Kivus y se enfrentan de una vez por todas a Laurent Nkunda y a sus hombres.

Alguien tiene que detener a las milicias tutsis que violan a las niñas y mujeres frente a sus familiares, que las cortan en pedazos, que les meten trozos de botellas en la vagina, que se las llevan a sus campamentos y las convierten en esclavas sexuales, como describe la desgarradora crónica publicada por la Revista Pueblos.

Y cuya lectura os recomiendo encarecidamente para no seguir indiferentes al peor conflicto que ha tenido lugar desde la Segunda Guerra Mundial y que ha causado la muerte de cinco millones de personas en una década.

Armas, armas, armas

A lo largo de los meses que llevo recorriendo el mundo para dar vida a Viaje a la guerra, he sostenido numerosas armas. Siempre con la intención de hablar con sus propietarios acerca de la procedencia de las mismas. ¿Cuántos les han costado? ¿Dónde las han conseguido?

Desde aquel lanzagrandas RPG israelí que unos vendedores de armas me mostraron en Líbano, a las pocas semanas del final de la guerra con Hezbolá de 2006. Un conflicto, entre la milicia chií y el Estado hebreo que acaba de alcanzar su momento más tenso después del asesinato de Imad Mugniyah en Damasco y las amenazas abiertas de Hasan Nasralá (que también pueden ser leídas en clave interna, según señala Mohamad Bazzi en el Council for Foreing Relations).

Pasando por los oxidados AK47 que emplean los nómadas afar de Etiopía, y que compran por unos 140 dólares en el mercado negro, para enfrentarse a los oromo, aunque también como símbolo de «hombría» y estatus social con el que han reemplazado a sus antiguas lanzas.

Hasta el regreso a Líbano, a un año de la guerra, con ese viejo fusil M16 que los soldados libaneses, desplegados por primera vez en años al sur del río Litani, sostienen en lo alto del castillo de Beaufort, recuperado tras la salida de las tropas hebreas del país en el año 2000.

Y la última ocasión, la semana pasada, junto a los jóvenes que componen la secta kissi conocida como «chinkororo«, que al comienzo de los enfrentamientos con los kalenjin vinieron a Chepilat desde la frontera con Tanzanía, pagados por los propios vecinos del pueblo.

Esos guerreros adolescentes que me explicaron cómo luchan con sus archos y flechas, según os contaré con más detalles mañana. Unas armas que, en comparación con las modernas, podrían parecer poco amenazantes, pero que al ver el número de muertos que se sucedieron en esta localidad (en especial aquellas que dicen que tenían veneno de serpiente), y la dimensión de las heridas de los supervivientes, se comprende que no es así.

Y al tener un arco y una flecha en mis manos, otra vez esa perturbadora sensación de poder sobre la existencia ajena.

Asunte gana veinte euros al mes en Kenia (y trabaja doce horas al día)

Generosas avenidas arboladas, centros comerciales, bancos, coches y restaurantes de lujo. Situada a 1.500 metros por encima del nivel del mar, Nairobi es una las ciudades más prósperas del África oriental.

Hogar de las elites gobernantes y empresariales kenianas. Centro de operaciones de las organizaciones humanitarias que trabajan en Sudán y Somalia. Punto obligado de paso de los turistas que se dirigen a disfrutar de la flora y fauna de zonas protegidas como Masai Mara.

Pero también es una urbe de hirientes contrastes. El 60% de los habitantes de la capital de Kenia, vive en barrios de chabolas. Más de dos millones de personas que han llegado huyendo desde las regiones postergadas de este país, empujadas por la falta de tierras para cultivar, por la ausencia de posibilidades laborales.

Esas personas que cada mañana parten a pie de barrios de chabolas como Kibera para dirigirse a sus puestos de trabajo en el centro de la ciudad. Camareros, recepcionistas de hoteles, guardias de seguridad, empleadas de hogar, jardineros…

Una marea humana irrefrenable, que lucha por progresar, que hace verdaderos malabarismos para mantenerse aseada a pesar de la falta de agua corriente, de lavabos, de luz; que al alba avanza por las calzadas de tierra rodeadas de míseras casetas de chapa y cartón, y que en el trayecto se van convirtiendo en aceras de grandes baldosones coloniales, en arterias pobladas de coches y flanqueadas por imponentes edificios.

La historia de Gregory

Como Gregory, el joven de 22 años que se levanta cada día a las cuatro y media de la mañana para entrar al trabajo de guardia de seguridad en la décima planta del Hotel 680.

Un empleo aburrido, tedioso, cuyas horas intenta matar con los periódicos del día anterior que recoge de las habitaciones de los huéspedes que ya se han ido (porque no puede darse el lujo de pagar los 35 chelines que cuesta el Daily Nation, el equivalente a 35 céntimos de euro).

Al regreso de cada viaje por Kenia lo encuentro allí. Hablamos de la realidad del país. Me cuenta que tiene dos hijas. Y que gana 4.000 chelines (40 euros) al mes, de los que gasta 2.000 chelines (20 euros) en transporte y 1.000 chelines (10 euros) en el alquiler de la mísera caseta en la que vive junto a su mujer.

«Para pagar la cuota de la escuela, que me cuesta 150 por niña, y para la comida, sólo me quedan 1.000 chelines«, afirma, sentado en esa descalabrada mesa de madera en la que se le va la vida. «Con mi mujer ahorramos todo lo que podemos, pero con esto de la violencia los precios están subiendo y no sabemos qué vamos a hacer».

Gregory, que viene de la región de Kisumu, entra a trabajar a las seis de la mañana y sale a las seis de la tarde. Tiene media hora para comer. Y sólo goza de cuatro días libres al mes. Una vida de esfuerzo y sacrificios por un escueto beneficio de 10 euros.

A pesar de todo, Gregory no se queja. Al verme cada mañana, sonríe. Quiere saber a dónde me dirijo. «¡Kisumu!», exclama sorprendido. «Eso sí que debe estar mal».

Cuando le pregunto que espera para el futuro, me responde: «Ahora la cosa está muy difícil, pero cuando se calme y vuelvan los turistas, buscaré otro empleo. En algunos te pagan hasta 6.000 mil chelines«.

Asunte, aún menos

Pero 4.000 chelines, aunque parezca una burla, no es el sueldo mínimo en Kenia. El salario más bajo en esta parte del orbe, que ganan las asistentas domésticas, es de 2.000 chelines (20 euros). Como Asunte, la compañera de Gregory, que limpia las habitaciones y que sufre un horario igual de abusivo.

Durante las noches, la música del bar Simmer’s, que está situado a las puertas del Hotel 680, me despierta una y otra vez. Abro la ventana. Miro el reloj. Fumo.

A través de las ventanas de los edificios de oficinas veo a tantos guardias de seguridad que intentan conciliar el sueño en las posiciones más inverosímiles. Muchos tienen otros empleos, por lo que, en realidad, este es su único momento de descanso.

En medio de la noche vislumbro sus vidas como una continua y borrosa vigilia. Aburrida, repetitiva hasta el paroxismo, agotadora. Por supuesto que son libres de hacer lo que quieran, como señalaría Sartre, pero el perverso sistema que los atrapa, que tan poco consideración muestra por su destino, es tan abusivo que no sería descabellado llamarlo «esclavista».

Y mientras escucho esas machaconas melodías congoleñas que hacen bailar a los trasnochados del Simmer’s, me pregunto por qué los empresarios de este país no pagan mejores sueldos a sus empleados, por qué razón los obligan a llevar esas existencias tan apretadas y carentes de horizontes, tan de mierda, para ser claros.

Abriendo un poco la lente, me pregunto también por qué nos empeñamos en construir realidades así de injustas, por qué no comprendemos que nuestros destinos están íntimamente unidos. Erigir el propio bienestar en base a la desgracia ajena, además de inmoral, resulta un gravísimo error.

Como me decía mi buen amigo Patrick Kimawachi, intentando explicar la violencia en Kenia: «La gente está cansada de abusos, de explotación. Y lo peor de todo es que no tiene nada que perder«.

Ser pobre en Kenia: ¿cuánto gana Gregory?

Al repasar buena parte de los titulares de la prensa internacional, la impresión que le puede quedar al lector es que lo que ha sucedido en Kenia desde las fallidas elecciones del 27 de diciembre, se reduce a otro “enfrentamiento tribal” en esa África que vemos como un conjunto homogéneo, como una entidad única y coherente, cuando se trata sin dudas de la región culturalmente más diversa y compleja del planeta.

Otra consecuencia de la división arbitraria del subcontinente realizada por los poderes coloniales, que hace que sistemáticamente los grupos tribales colisionen.

Pero lo cierto es que se trata de un “análisis” simplista, reduccionista, como los que África sufre una y otra vez.

La pobreza como razón

En estas semanas de recorridos por las zonas más afectadas de Kenia, la única certeza que albergo es que la gente quiere vivir en un Estado justo, que respete sus derechos, que le asegure los servicios mínimos y que le permita prosperar.

Claro que la violencia se artículo en forma partidista, tribal, y en muchos casos resultó premeditada y manipulada, pero se trata apenas de la superficie del problema, la punta del iceberg. Era la percepción que tenía antes de partir hacia Nairobi, y que he confirmado en cada conversación que he mantenido, ya fuera con taxistas, maleteros, recepcionistas, vendedores, camareros.

Por eso se levantaron al alba el pasado 27 de diciembre. Por eso hicieron colas durante horas para votar. Querían un cambio político, querían contar, decidir. Un cambio que el presidente Mwai Kibaki les arrebató.

Una mera cuestión de sentido común: allí donde mis pasos me llevan desde hace años, ya sea en Asia, América Latina o África, lo que descubro una y otra vez es a millones de personas atrapadas en la miseria, víctimas de la explotación de sus elites económicas, del abuso de los sátrapas que los dirigen, y de las empresas y gobiernos extranjeros que casi siempre anteponen sus propios intereses.

Meros figurantes

Aunque mucho menos que sus vecinos del África Oriental, Kenia es de todos modos un país de contrastes desgarradores, que muchas veces pasan desapercibidos para el turista que llega al hotel Stanely, toma un café en la terraza del Oak Tree, cena en el restaurante Carnivore, va a las tiendas de souvernirs, y parte raudamente al safari de rigor en Masai Mara. El 50% de la población, 16 millones de personas, subsiste por debajo de la línea de la pobreza.

Nairobi es una ciudad de contraluces sociales hirientes, en las que te encuentras por las calles todoterrenos Hummer – que se han puesto de moda en esta parte del mundo – al tiempo en que el 60% de la habintantes de la capital keniana malvive en barrios de chabolas como Kibera o Mathare, casi siempre sin agua corriente, electricidad o saneamientos.

En los lujosos restaurantes de Westland, los empresarios y políticos locales, los llamados wabenzi – porque conducen Mercedes Benz, muchas veces de oscuro proceder, como sus fortunas – se juntan para comer sushi, tapas españolas o pollo tandori, atendidos por camareros, guardias de seguridad o cocineros que ganan miserias, que ven cómo la tan cacareada prosperidad de Kenia, supuesto modelo de riqueza y desarrollo para la región, no los afecta, no los toca.

Es más, los insulta, los ignora, los sitúan en la más absoluta invisibilidad, como meros figurantes de una realidad suntuosa, placentera, de la que no forman parte.

¿Cuánto gana Gregory?

Y poco un ejemplo en primera persona: Gregory Masante, el guardia de seguridad de la décima planta del hotel 680, la base que mantengo en Nairobi mientras me sumerjo en otras zonas del país. Un ejemplo interesante, que no es el de el caso extremo de hambre y marginación de quien pueda encontrarse en Kibera, sino del ciudadano medio keniano.

Cada vez que regreso de un viaje, Gregory, que tiene 22 años, continúa allí sentado, con su biblia junto al teléfono (en la que se lee escrita con boli la inscripción “Handle with care”). Al verme salir del ascensor, cargado de maletas, me dedica un sonriente: “¡Yambo!”. Y luego conversamos de los lugares en que he estado.

Otro contraste hiriente, que esta vez me tiene a mí como protagonista. Mientras mi vida transcurre por tantos escenarios y estímulos, la de este joven tiene siempre el mismo tedioso decorado, el mismo sueldo de hambre, los mismos horarios que no me animaría describir de otra forma más que de “esclavistas”.

¿Cuántas horas creéis que trabaja al día Gregory, que tiene dos hijos y vive a una hora del centro de la ciudad? ¿Cuál creéis que es el salario que pagan empresas como G4S a estos trabajadores? ¿Cuánto le queda de resto económico por su esfuerzo tras abonar el transporte en matatu, el alquiler y la escuela de sus hijos?

La respuesta, que mañana os daré, junto a otros testimonios de lo que significa ser un humilde trabajador en esta parte del mundo, creo que resume mejor la realidad de Kenia, y la de buena parte del planeta, que todos esos titulares y cables de prensa que insisten día tras día en el “odio tribal”.

Kenia vive sus horas más angustiosas

La misa celebrada en la ciudad de Karicho en honor al parlamentario asesinado, David Kimutai Too, de la etnia kalenjín, empujó a huir a miles de kikuyus y luhya que se habían refugiado en el parque Moi. Temían que la ceremonia religiosa potenciara el odio y la violencia de quienes semanas antes ya los habían echado de sus casas a punta de machete.

Minutos antes del final de la misa, regreso al campo de desplazados, en el que durante la noche y la mañana se vivieron escenas sumamente angustiosas: hombres, mujeres y niños que corrían hacia los camiones contratados por el gobierno para subir sus pertenencias y partir a toda prisa.

La familia de Isak Nidchu ya se ha ido. Se encuentra en camino hacia las casas de sus parientes en Nakuru, ciudad del Valle del Rift de mayoría kikuyu, de la que a su vez miles de lúos fueron expulsados, en este brutal reajuste de la distribución del mapa étnico de Kenia, país en el que conviven 42 grupos tribales y 33 millones de personas.

Pero todavía quedan cientos de desplazados que no se han podido marchar. Para mi sorpresa, el Ejército, que esta mañana controlaba la calle que separa al parque del resto de la ciudad para evitar nuevos ataques, se ha marchado. El nerviosismo y el miedo entre la gente que se ha refugiado en una iglesia vecina, o que aguarda en la acera a que arriben más camiones, se hace evidente.

Oscar lleva dos semanas en el campo de desplazados. Aguarda en primera línea a que le llegue el turno para irse. “Mira a esos jóvenes kalenjín que caminan por la acera de enfrente. Han pasado toda la mañana amenazándonos. Tenemos miedo”, me dice de pie frente a las pocas pertenencias que le quedaron de la quema de su casa, y junto a su madre y sus dos hijos.

Oscar Chene es kikuyu, la tribu del presidente Mwai Kibaki, que se declaró fraudulentamente ganador de las pasadas elecciones del día 27 de diciembre, sumiendo a Kenia en el caos.

Pero Oscar, que tiene 32 años, y que se presenta sí mismo como comerciante, no quiere hablar de política. Lo único que le interesa es partir, dejar la ciudad a la que dice que pertenece, aunque no sea de la etnia kalenjin. Afirma que en el campo de desplazados han sufrido hambre, frío, enfermedades.

Le preocupa especialmente la salud de Joseph, su hijo más pequeño, que contrajo conjuntivitis y que se ve extenuado. Y se pregunta, sin un chelín en el bolsillo, cómo hará para empezar de nuevo, para volver a montarse un negocio en Nakuru y retomar su vida, pues allí no tiene ni parientes ni conocidos.

Llegan los colegas de AP a los que me encontré en la misa. También esperan para ver si al finalizar la ceremonia, la multitud, o parte de la multitud, vendrá hacia aquí para manifestar su rabia a los pocos desplazados kikuyus que aún quedan.

Les hablo de Oscar. Les digo que vale la pena escuchar su testimonio, ya que parece mostrar con hondura el drama humano de la gente que durante el pasado mes ha tenido que escapar de sus casas en Kenia para realojarse en otra región, para volver a empezar. Les señalo donde se encuentra Oscar. A los diez minutos recibo un sms de Katie, la redactora de AP con base en Kampala. “Hemos ido a comprar medicinas para Joseph, ahora regresamos”.

Mientras recorro las inmediaciones de la iglesia para recoger más testimonios de quienes no han logrado escapar a tiempo de Karicho, me encuentro con un trabajador de la organización Child Welfare Society of Kenia que lleva de la mano a un niño.

Conversamos. Me explica que, en el caos de la partida, el pequeño se perdió y ahora está solo. “Esta mañana hemos encontrado a seis niños en iguales condiciones. Nos hemos hecho cargo de ellos y nos vamos a poner en contacto con la policía y la Cruz Roja para tratar de averiguar dónde están sus parientes”, dice.

Más de 100 mil niños han tenido que abandonar sus hogares a lo largo del pasado mes. Han visto la violencia y la rabia de sus mayores. En cuestión de horas, lo han perdido todo y han tenido que refugiarse en los campos de desplazados.

Mañana sábado, el segundo parlamentario asesinado, Melitus Mugabe Were, será enterrado en Kisumu. Los sesenta refugiados kikuyus que quedan en esta ciudad de mayoría lúo, en la que ahora me encuentro, han buscado protección en dos comisarías.

Mientras tanto, las negociaciones continúan para buscar una solución al conflicto. La fecha límite para un acuerdo, que se suponían que era hoy, se ha postergado para el lunes. Y, a las cinco de la tarde, se espera que Kofi Annan de una rueda de prensa para explicar en que punto se encuentra el diálogo.

Kenia vive sus momentos más frágiles desde que la calma ha regresado hace dos semanas. No pocos especulan con que la violencia pueda volver a sacudir al país en las próximas horas.

Fractura y temor ante una misa en Kenia

Ayer, el campo de desplazados de Karicho se encontraba abarrotado de personas que, tras haber sido expulsadas de sus casas, malvivían bajo techos de plástico. Hoy, el lugar se encuentra desierto, en silencio.

Apenas quedan algunas familias que empacan rápidamente sus cosas y que han buscado protección en el jardín de la Anglican Church of Karicho, una iglesia vecina.

La razón de esta estampida humana, que en menos de veinticuatro horas ha transformado nuevamente la fisonomía del parque Moi, es la misa que esta mañana los kalenjin celebran en el otro extremo de la ciudad en honor de uno de los dos parlamentarios asesinados durante las últimas semanas: David Kimutai Too.

Reencuentro con la familia de Isack

Entre quienes aún no se han ido del campo de desplazados de Karicho encuentro a Isack Nidchu. Intento preguntarle qué está ocurriendo. Se disculpa, angustiado, mientras corre entre sus pertenencias y las coloca sobre una carretilla. “Ya ayer hablé contigo, hoy no puedo, nos tenemos que ir, perdóname”, me dice.

Saúl, el amigo y conductor que me lleva de un lado a otro en esta parte del país, al ver su desesperación, comienza a ayudarlo. Cargan cajas de metal en una carretilla. “Aquí tengo las cosas de cuando estudié ingeniería”, me explica Isack.

Los kikuyus y luhya que poblaban el parque Moi están huyendo rápidamente porque temen que el homenaje póstumo al parlamentario, que murió víctima de un crimen pasional, y no de la violencia que sacudió a Kenia durante el último mes, despierte otra vez la rabia de los kalenjin y se produzcan nuevas matanzas.

Paradójicamente, el acto que para unos es una razón de congoja, para los otros lo es de temor. El dolor y la rabia que se pueden transformar en violencia.

Recuperar las tierras ancestrales

A lo largo de la noche, la familia de Isack ha llevado las cosas hasta la puerta de la iglesia. Ahora todos, niños y adultos, se afanan en subirlas al camión que los aguarda a un costado de la carretera. La mujer de Isack pasa corriendo a mi lado.

Al poco tiempo de la erupción de la violencia en esta parte del mundo como consecuencia de las elecciones que Mwai Kibaki manipuló usando su poder como presidente sobre la comisión electoral, los kalenjin de la ciudad de Karicho comenzaron a echar a sus vecinos a machetazos, quemando sus casas, matando a los que se rezagaban en el camino.

Los kalenjin, que están al margen de la disputa electoral entre lúos y kikuyus, lo que reclaman es que se les devuelvan sus tierras ancestrales, que les fueron expoliadas por los británicos y que los distintos gobiernos democráticos aún no les han devuelto. En su lugar, llevaron a “inmigrantes” kikuyus.

La presión demográfica, la ausencia de terrenos para cultivar, es otra de las razones de la violencia en Kenia. Las fallidas elecciones abrieron viejas heridas.

Simon, otro de los hijos de Isack, también ayuda a sus padres. Ayer jugaba, manchado de tierra, entre las tiendas junto a sus hermanos y amigos. Hoy se ha puesto su mejor traje. Y como el resto de su familia, corre hacia ese camión que promete llevarlos a tierras más seguras.

En la misa me encuentro con dos periodistas de la agencia AP. La palabra en kiswahili que el cura repite una y otra vez, “amina” (paz), nos alienta a pensar que después del acto no habrá otro derramamiento de sangre, que las miles de personas que aquí se han congregado no saldrán a buscar nuevamente la justicia con sus manos. De todos modos, antes de que termine, volvemos al campo de desplazados.

Los que no se han podido marchar

Ya Isack y los suyos han partido hacia Nakuru, ciudad del Valle del Rift, de mayoría kikuyu, en la que los esperan sus parientes. Pero aún quedan decenas de personas. El Ejército, para mi sorpresa, se ha marchado.

Oscar, un hombre que permanece en la carretera junto a su madre, sus dos hijos y las pocas pertenencias que logró rescatar, me llama.

“Míralos”, me dice señalando a un grupo de jóvenes kalenjin que camina por la acera opuesta al parque. “Llevan toda la mañana amenazándonos. Y no tenemos cómo irnos, ya todos los camiones se han ido. No tengo dinero, mi hijo está enfermo. Necesitamos ayuda”.

Continúa…

Hambre, desesperación y miedo en Kenia

Los jardines de Moi se encuentran junto al centro de la ciudad de Karicho. Sin embargo, es tal el miedo de los desplazados, que no se animan a salir, que permanecen allí a pesar de la lluvia, de la falta de recursos. Temen a los que fueron sus antiguos vecinos. Temen a esos jóvenes kalenjin que se pasean por las inmediaciones, amenazantes.

“Vinieron por la noche y nos echaron. Después quemaron nuestra casa”, me dice Isack Nidchu, que es ingeniero y pertenece a la etnia kikuyu.

– “Yo nací aquí, soy de aquí, pero me tengo que ir”.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Tengo parientes en Nakuru. Iré con ellos y buscaré trabajo como ingeniero.

– ¿Y qué sientes hacia esos vecinos que te echaron de tu casa?

– No los odio, pero sí les tengo miedo. Nos queremos ir de aquí en cuanto sea posible.

Estos días, los periódicos recogen numerosas historias de familias que, al recibir a los desplazados, se están viendo sometidas a una enorme presión. Familias que, de diez o veinte integrantes, pasaron a tener cincuenta, sesenta. Carecen de espacio suficiente para dormir. Han tenido que sacar los cubiertos que usan para las bodas y las ocasiones especiales. Sufren escasez de comida.

Observo al hermano de Isack, que ordena la ropa que han podido rescatar, bajo el calor insoportable, en medio de polvo y el gentío. Acomoda los calcetines, las camisas en una caja de metal. Han creado una suerte de cerco con las maderas que rescataron de su vivienda, y han colocado las cosas de valor en el medio. Por las noches hacen guardia para que no les roben nada.

Sigo con mi cámara al hijo menor de Isack, que juega con un coche hecho de lata entre la gente, entre las tiendas. Según el periódico Daily Nation, más de 100 mil niños aún permanecen en los campos de desplazados. Expuestos a enfermedades, abusos. Sujetos a una gran presión emocional, por esa incertidumbre y ese miedo que perciben en sus padres.

Después me acerco a la mujer de Isack, que cocina para todos con la ración de maíz que les han dado en la Cruz Roja. La tienda que han armado está atiborrada de cosas. Cuadros, fotos de familia, adornos. Lo poco que han podido salvar del naufragio.

Junto a los jardines de Moi se encuentra la iglesia AC Karicho, desde la que la Cruz Roja organiza y distribuye la ayuda humanitaria para las 5.213 personas que aquí se han congregado.

Una joven, cuyo nombre es Mercy, recoge del suelo los granos de maíz que se ha caído de las bolsas de la Cruz Roja. Una imagen desgarradora, que habla de la desesperación y vulnerabilidad de esta gente, que en cuestión de horas perdió lo que había conseguido en toda una vida.

Al verme retratar a Mercy, uno de los pastores de la iglesia viene a regañarla indignado. Traje cruzado, zapatos de cuero. Manos en los bolsilos. Le dice que está dando una mala imagen del país, como si nadie la estuviera ayudando. Ella se disculpa y se va.

Echar a los «inmigrantes» en Kenia

Los jardines Moi, que normalmente eran un razón de orgullo para los habitantes de la ciudad de Karicho, con su césped siempre cortado y sus flores, se ha convertido en un lodazal, se ha poblado de improvisadas tiendas de campañas hechas con plásticos de la Cruz Roja y ramas de esos árboles que antes servían de solaz para quienes venía aquí a pasear.

Un césped verde, generoso, como los cultivos de té que cubren las laderas de los cerros que rodean a Karicho y que conforman un paisaje de sinuosos caminos y casas de madera que recuerda a Ruanda.

La fisonomía que caracteriza a esta parte del hogar ancestral de los kalenjin, que después de las elecciones decidieron que no querían compartir ni con los kikuyus, los kissi, los luhya o los lúo, a los que salieron a echar a machetazos, a quemar sus casas, obligándolos a buscar refugio en los jardines de Moi.

Justamente otra de las razones que explican la violencia post electoral en Kenia es el concepto de “tierra ancestral”. Durante el dominio británico, la creación de grande emprendimientos comerciales agrícolas obligó a las autoridades coloniales a privar de parte de sus tierras a numerosos grupos autóctonos como los kalenjin.

Cuando en 1963 se alcanzó la independencia, estos grupos pensaron que sus tierras ancestrales les serían devueltas. Pero lo cierto es que el gobierno de Jomo Kenyatta la entregó a otras tribus, la vendió al sector privado.

Desde entonces llevan protestando para recuperar lo que consideran que es suyo. Y esta no es la primera vez en que la violencia estalla en Kenia. En 1997, docenas de personas murieron en enfrentamientos que también provocaron desplazamientos masivos de población.

Y cada año que pasa, la pugna por la tierra se vuelve más evidente, debido también al crecimiento poblacional. Según un artículo del Saturday Nation, la tasa de hijos por mujer era de 4,7 entre 1995 y 1998. Cifra que en 2003 aumentó a 4,8.

El 80% de los 33 millones de personas que viven en este país, depende del 20% del territorio cultivable. Una población joven – el 50% de los kenianos tiene menos de 15 años – que se encuentra sin trabajo, sin acceso a una tierra en la que dedicarse a la agricultura, y que en diversas zonas tras el fraude electoral salió a expulsar a los “inmigrantes” del territorio que creen que les pertenece por derecho ancestral.

En Eldoret, donde tuvo lugar el asesinato de 80 personas en una iglesia, el número de habitantes ha pasado de 50 mil a 200 mil a lo largo de la última década. El arribo masivo de personas provenientes de otras provincias y etnias fue despertando el resentimiento de los pobladores autóctonos.

La creación de un moderno aeropuerto, de la universidad Moi, de un hospital de referencia, así como la fertilidad de un suelo con gran potencial para la industria lechera, para el cultivo de maíz y mango, atrajo a los “inmigrantes”.

Lo trágico de esta historia es que no se enfrentaron a los grandes terratenientes, sino a otros agricultores tan pobres como ellos.

Un estudio publicado por el Sunday Nation señala que la principal demanda de los kenianos es la creación de una nueva constitución, que quite poder al presidente y lo pase al parlamento y a las provincias. Otra de las exigencias de muchos ciudadanos es que se solucione «el problema de la tierra”.

“El concepto de tierra ancestral es esencial para muchos africanos”, me dice David Otieno Ajiya, un médico lúo en Kisumu. “Es donde tienes enterrados a tus antepasados, es tu lugar en el mundo. Como la familia, que aquí actúa de red de seguridad social. Son conceptos que tienen un valor muy distinto al que se le puede dar en Europa. Aunque lo que está de fondo es la miseria, la frustración de la gente que no tiene un espacio para trabajar, para salir adelante”.

Un nuevo mapa étnico para Kenia

En la semana del aniversario de la muerte de Robert Nesta Marley os pedimos a todos los que kenianos que ayudéis a aquellos que han perdido sus casas, que se han tenido que marchar…

La vetusta radio de Saúl funciona tan mal como el resto del vehículo. El sonido sale a través de unos altavoces crepitantes, extenuados, en los que parece que alguien estuviera cocinando unos huevos fritos. El volumen sube y baja al ritmo de los baches que tapizan la carretera.

Os pedimos que permanezcamos unidos, que pensemos en nuestro maravilloso país . Y ahora, en Metro Radio, la Casa del Reggae, 24-7, una canción de Bob Marley que se inspiró en un discurso que el emperador Haile Selassie dio ante Naciones Unidas…

«Until the philosophy which hold one race, Superior and another inferior, Is finally and permanently discredited and abandoned, Everywhere is war, me say war…»

Hacia Karicho

Esta mañana hemos ido a Chepilat, donde se ha desplegado el ejército en la carretera que separa a los kisii y a los kalejin, por lo que no se han tenido lamentar nuevas muertes. Entonces nos dirigimos hacia la ciudad de Karicho, donde se encuentra el mayor campo de desplazados de la región.

A medida que avanzamos nos cruzamos una y otra vez con camiones cargados de enceres en los que la gente ha huido de la violencia. Esos desplazamientos que están configurando el nuevo mapa étnico de parte de Kenia. Un mapa étnico más homogéneo: en el que los kikuyus viven con los kikuyus, y los lúo con los lúo.

El polvo se cuela por las ventanillas, que no cierran bien. El sol se refleja en el cristal del parabrisas. Y el locutor de Metro Radio lee las noticias. Señala que, a una semana de que termine el plazo impuesto por Kofi Annan, las negociaciones parecen avanzar entre los equipos de Mwai Kibaki y Raila Odinga.

También menciona que se ha levantado la censura a las televisiones, que ya pueden comenzar a transmitir en directo, y que a varios políticos kenianos se les ha prohibido el ingreso a los EEUU como forma de presión.

Y después se sumerge en el otro tema que domina la agenda en Kenia, la Copa de África:

¿Ganará Camerún o Egipto? No es de hombres sabios apostar, pero yo diría que Egipto va a volver a ganar. ¿Qué opináis? Podéis llamar al 600.007.002

El nuevo mapa de Kenia

Junto a la entrada de las aldeas vemos también una y otra vez a las familias lúo que están llegando desde las provincias de Central y Valle del Rift, las zonas de las que fueron expulsadas a punta de machete. Arriban con las pocas cosas que lograron rescatar. Conmocionadas por las muertes de la que fueron testigos. Las reciben parientes cercanos que de algún modo les harán lugar en sus viviendas.

“Los mungiki nos echaron. Yo era comerciante y lo perdí todo. No tengo dinero. ¿Cómo voy a empezar mi vida”, me dice Richard, el padre de una familia que desciende sus cosas bajo el impasible sol del mediodía.

Uno de sus hermanos, que huyó con él se acerca y me dice exaltado: “Pero queremos que sepan que nos robaron las elecciones, y que sin Odinga no habrá paz”. Y repite el lema que parece haber iniciado el fuego de la división tribal en este país: “No Odinga, no paz”.

Seguimos adelante. En Metro Radio suena otra canción de Bob Marley, a quien no dejan de honrar a todas horas al cumplirse 19 años de su muerte:

Get up, stand up: stand up for your rights! Get up, stand up: dont give up the fight! Preacherman, dont tell me, Heaven is under the earth. I know you dont know, What life is really worth.

Nos cruzamos con más y más familias que permanecen a un lado de la ruta, preguntándose cómo volverán a ponerse de pie para seguir adelante con sus vidas.

Camiones y crisis económica

Cuando nos estamos acercando a Karicho nos encontramos con hileras de camiones que fueron quemados. Algunos de ellos, que venían desde el Lago Victoria, desprenden un insoportable olor a pescado podrido.

Según la revista African Bussiness, este año el crecimiento del PIB de Keniana es muy probable que sea negativo, a diferencia del periodo anterior, donde alcanzó el 4%. Y, si la violencia se terminase ahora, la economía keniana, cuyas pérdidas han sido de miles de millones de euros, tardaría entre 12 y 18 meses en recuperarse.

Uno de los golpes más duros los recibió el turismo, vital para el bienestar de este país. La ocupación hotelera se redujo al 30% en Nairobi y al 10% en Mombasa. En el sector ya se han perdido 30 mil puestos de trabajo, señala el Daily Nation.

La industria también se vio duramente afectada. Su producción disminuyó al 50%. Pero no sólo Kenia está sufriendo como consecuencia de los enfrentamientos post electorales, también Uganda, Ruanda y la zona oriental de República Democrática del Congo que, al no tener salida al mar, dependen de esos camiones que llegan a Mombasa y después recorren las carreteras kenianas.

Los testimonios del horror

David, un joven que encontramos en la ruta, nos cuenta cómo fueron arrancados los conductos de los camiones a machetazos, para luego quemar las cargas que transportaban. Las turbas enfurecidas veían sus documentos, y si eran de alguna tribu adversaria, los ajusticiaban allí mismo.

Un testimonio desgarrador, como tantos otros que he recogido en estos días. Hamuda Hammad, fotógrafo palestino de Reuters, me comentaba durante la cena, cuyo menú se ha reducido a un par de platos por la falta de insumos: “En Nakura a la gente la sacaban de los coches y la mataban en la carretera. Había pilas de cuerpos desmembrados. Era terrible”.

En el hotel Imperial hay alojados periodistas de todo el mundo, como el reportero polaco-canadiense Piotr Andrews, también de la Agencia Reuters, que ha cubierto a lo largo de los últimos 18 años los principales conflictos armados del mundo. Y al que para mí es todo un privilegio poder conocer.

Estuvo con los integrantes del Bang Bang Club en Soweto, con Miguel Gil en los Balcanes, al que se supone que debería haber acompañado el día en que murió en Sierra Leona, aunque un giro del destino quiso que Kurt Schork fuera en su lugar. Uno de sus grandes amigos y compañeros de profesión fue, Taras Protsyuk, el periodista polaco que murió en el hotel Palestina junto a Couso en Irak.

Las descripciones de Andrews, como las fotogragías que ha hecho para Reuters, me ayudan asimismo a tomar conciencia de la dimensión del horror que se ha vivido en este país a lo largo del último mes.

¿Qué pasará?

Y como en toda Kenia, la conversación durante la cena pasa por tratar de vislumbrar qué será del futuro. Para algunos, estamos en los albores de una guerra civil. Los miembros de la famosa secta kikuyu, los mungiki, se están entrenando en Uganda, están recibiendo armas. Lo mismo por parte de los lúo. Por lo que un futuro choque sería mucho más encarnizado aún y la existencia misma del país podría estar en juego.

Para otros, la ola de violencia ha llegado a su fin. Por la presión internacional y por la economía. La gente tiene que trabajar para comer y no puede seguir peleando.

Otro tema de debate recurrente es si se debe crear una comisión de la verdad para que investigue lo sucedido y juzgue a los culpables de las muertes y los abusos sexuales.

Esta semana se reportaron solamente en el hospital de Nairobi, 242 casos de violaciones, de las 213 era mujeres y el resto varones. La mayoría fueron perpetradas por grupos de hombres. También se atendieron en el hospital 94 casos de abusos de niños

¡Pamoya!

Entramos a Karicho, un vasto y desolador campo de desplazados, la mayoría de cuyos moradores son kikuyus que están esperando a conseguir transporte para huir a Nakura.

Las autoridades les han dado un ultimátum de 24 horas, ya que aquí será enterrado uno de los parlamentarios muertos la semana pasada, y tienen miedo de que eso encienda el odio de la gente de la ciudad, en su mayoría kalenjin y que haya un nuevo baño de sangre.

Llega la hora de la publicidad en la radio, con esa palabra que se repite a todas horas, en carteles, en mensajes: ¡Juntos!

Hoy, en el aniversario de Bob Marley, envía un SMS con Safaricom al 242 con la palabra AMINA (PAZ) y estarás ayudando a todos esos kenianos que han tenido que dejar sus hogares. Hazlo con Safaricom. ¡Pamoya!¡Pamoya!