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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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La crisis amenaza al comercio justo

Era previsible. Puestos a ahorrar en tiempos de escasez, lo primero de lo que prescindimos es de los lujos y de los extras. Desgraciadamente, injustamente, en este amplio sector de lo prescindible hemos incluido también la solidaridad. La primera víctima puede ser el Comercio Justo. Esos productos naturales como el café, el azúcar, el cacao y el té, pero también artesanía y ropa, de cuya altísima calidad nos beneficiamos como consumidores, al tiempo que ayudamos a mejorar la vida y el medio ambiente de un millón de productores pertenecientes a 548 organizaciones de 50 países menos desarrollados que el nuestro.

De acuerdo con un amplio informe publicado por Consumer Eroski, las ventas de Comercio Justo han pisado el freno en España. En el año 2000 supusieron unos ingresos de siete millones de euros, 17 millones en 2007, principalmente gracias a la entrada de estos productos en las grandes superficies. Pero aunque no hay datos para el año pasado, todo apunta hacia una desaceleración profunda que puede ser aún mayor en 2009.

Hace unos días hablaba con un amigo saharaui que vive en los territorios ocupados sobre la crisis y de qué manera les podía afectar a ellos. No le dio ninguna importancia:

«Peor que estamos no vamos a estar ya, a los pobres las crisis no nos afectan, eso es cosa de los ricos».

Está equivocado. Con la crisis se reducirán las magras ayudas oficiales al desarrollo, pero también nuestras colaboraciones voluntarias con las ONG que trabajan en esos países.

El problema del Comercio Justo no es exclusivo. Antes de pensar en los demás pensamos en nosotros mismos, eso parece inevitable. Después en los pobres que tenemos más cerca. Y al final, sólo al final, nos acordaremos de los desheredados más lejanos.

Esa falta de recursos externos tendrá repercusiones humanitarias, pero también sociales y por supuesto medioambientales.

El panorama se perfila sombrío. Pero nosotros, y nuestro consumo responsable, puede ayudar a mejorarlo. Piénsalo cuando salgas de compras.

Pagan 100 euros por comerse un pollo de pardela

Me avergüenzo de mis vecinos de Fuerteventura. De algunos pocos de ellos, los salvajes que están pagando hasta 100 euros a otros salvajes sin escrúpulos a cambio de tener el extraño privilegio de poder comerse un pollo de pardela en una noche de excesos gastronómicos. Dicen quienes la han probado que su carne sabe a pescado. Que o te encanta o te espanta.

Lo acaba de denunciar la Asociación de Amigos de la Pardela Cenicienta, cuyos responsables critican la impunidad de los furtivos ante la falta de vigilancia, este año acuciada por los efectos de la crisis, que ofrece a las personas con menos escrúpulos un recurso económico alternativo.

¿No sabes qué es una pardela? Pues nada menos que nuestro albatros español.

Las pardelas cenicientas de Canarias (Calonectris diomedea subespecie borealis) se alimentan ahora libremente en el litoral sahariano y en el sur de Marruecos, pero crían en pequeñas grietas de los acantilados canarios, donde les esperan sus siempre hambrientos pollos, uno por pareja, una bola de plumón blanco repleta de aceite de pescado.

Un aceite que tradicionalmente se recogía en las islas por sus supuestos poderes terapeúticos contra el reúma. La explicación dada por nuestros abuelos era tan simple como ingenua: si las pardelas viven en el agua y no tienen reúma, su aceite, visto como un condensado del animal, curará el reúma.

A partir del próximo mes, tras la independencia de las crías, las pardelas inician un impresionante periplo por el Atlántico que les lleva igual a Brasil que a las costas de Namibia o Sudáfrica. El mar es su reino.

Heraldos canarios de la primavera, llegan aquí en febrero y no se van hasta diciembre. Su canto nocturno, semejante al lloro de un niño, me produce siempre escalofríos, pero también una extraña sensación de libertad.

En todo el archipiélago crían 30.000 parejas, aunque su número está en retroceso por culpa de la imparable urbanización de la costa, la sobrepesca, los ataques de gatos y ratas a sus colonias, y también desgraciadamente por las matanzas de los furtivos.

Este montón informe de plumas son pollos de pardelas capturados ilegalmente en Fuerteventura. Lo hacen introduciendo largos ganchos en las colonias y enganchando a las pobres aves con ellos, e incluso metiendo hurones en los agujeros. ¡Vergonzoso!

Nos quedamos sin ganaderos

Las últimas estadísticas son terribles. Castilla y León ha perdido en apenas 20 años el 60% de sus ganaderos de ovino y caprino.

Según el estudio realizado por la Unión de Campesinos de Castilla y León (UCCL) en base a los datos que ofrecen las solicitudes de la PAC, entre el año 1988 y el 2008 se ha pasado de 24.236 a los 9.672 que existen en la actualidad.

La falta de relevo generacional es la causa principal de este preocupante descenso. Los jóvenes ya no quieren dedicarse a la ganadería como hicieron sus padres y sus abuelos. Y no se les puede culpar por ello, pues es una profesión tan sacrificada como escasamente rentable.

Pero hay muchos más problemas que explican la crisis del sector, como el descenso del precio de la carne y la leche, el aumento brutal del precio de los piensos, la paulatina reducción del importe de las primas y hasta la dificultad para encontrar pastores.

El otro día os comentaba cómo los sonidos tradicionales se extinguen. Alguno de vosotros se acordaba entonces del sonido del rebaño de ovejas pasando por delante de su casa. Ese murmullo tan especial de cientos de pisadas y cencerros está en crisis.

Pero si desaparece la ganadería extensiva, la tradicional, la de toda la vida, no sólo desaparecerá un sonido, ni siquiera una manera de vivir que ha mantenido a nuestra especie durante miles de años. La desaparición y/o industrialización de la ganadería es una tragedia medioambiental de altísimo calado. Nuestro paisaje, y con él mucha de nuestra fauna amenazada como los buitres o el lobo dependen directamente de ella. Y si la ganadería se extingue, ellos también se extinguirán.

Hace unos años participé en el Reino Unido en un proyecto de la The Royal Society for the Protection of Birds (RSPB) para la conservación del alcaraván (Burhinus oedicnemus). Pájaro estepario con escasas poblaciones en Inglaterra (347 parejas), el abandono de la ganadería ha reducido a la mínima expresión los pastizales donde antaño criaba este ave. Allí me quedé con los ojos a cuadros cuando vi que, para controlar el avance del bosque y mantener esos pocos lugares aptos para la especie, dedican mucho dinero a segar una hierba que antes se comían las ovejas.

¿Acabaremos haciendo nosotros lo mismo? Está claro que sí, si el abandono del campo continúa al mismo ritmo actual. Pero nuestras caras acciones serán apenas una gota en un mar de necesidades, absolutamente insuficientes para tratar de evitar la fuerte pérdida de la biodiversidad y de cultura que se nos avecina.

Negrito nació ayer. Y lo tiene muy difícil

Negrito nació ayer. “Demasiado pronto”, se lamenta Salva, su dueño, mientras trata inútilmente de que chupe del improvisado biberón hecho con una tetina en un viejo botellín de cerveza Tropical.

Negrito es un cabrito (baifo lo llaman aquí) negro como el azabache, con las patitas delanteras graciosamente pintadas de blanco, pero débil como el rocío de la mañana. Llegó muy pronto, prematuro que dicen los veterinarios. Tenía muchas ganas de ver este mundo nuestro. Demasiadas para su hermano gemelo, nacido muerto. El pastor lo ha metido con todo el cuidado en una caja vacía de plátanos, dejándolo junto al cercado. Así puede oler a su madre y ésta a él, tranquilizarse ambos, tomar fuerzas juntos.

A su alrededor, el Valle de Santa Inés, en la Betancuria majorera, se muestra más descarnado que nunca. “Esqueleto de isla” llamó Unamuno a Fuerteventura y tenía razón. No ha llovido nada desde hace un año. Bueno, el otro día cayeron las primeras gotas otoñales, tres litros, apenas un chaparrón, insuficiente para calmar la sed centenaria de estas montañas desoladas y desolladas.

Miro al baifito, a su madre y al resto de su rumiante familia, y me los imagino hambrientos. El campo está estéril en este año ruin como pocos, sin una brizna de pasto en kilómetros a la redonda.

Pregunto al pastor: ¿Qué comen sus cabras? Y él me mira con sonrisa socarrona; me conoce godo por el habla y por la pregunta. Otro peninsular. “Pues qué van a comer, pienso, maíz y alfalfa deshidratada”.

Todo le llega en contenedores venidos de la Península por barco y luego llevados en camión hasta el corral. Hace 40 años era muy diferente, estas tierras exportaban alfalfa. Pero la agricultura ha muerto en la isla. El turismo y la construcción son mucho más rentables y menos esclavo. “Ya nadie cultiva nada”, se lamenta Salva. “Todo lo compramos fuera y los precios son cada vez más altos”. Un 40 por ciento más en los últimos meses. Un saco de maíz le cuesta 10 euros, una ruina. Frente a ello, el precio de los exquisitos quesos de cabra que la madre de Salva sigue haciendo artesanalmente todas las mañanas se mantiene igual desde hace años. “Todo sube menos el queso”.

El milagro de la cabra majorera, la que lograba las mayores producciones de leche del mundo comiendo tan sólo raquíticos pastos salados en un desierto de piedras, es ya historia. Los ganaderos dependen ahora casi exclusivamente del contenedor y del precio mundial de los cereales. En sus alejadas majadas se ven afectados tanto por la especulación en China como por las malas cosechas en Canadá. Y la crisis de este mercado puede ser su ruina.

La lucha del baifito Negrito por la vida es también la de estas gentes del campo majorero aferradas a un sistema tradicional en peligro de extinción. Cada vez más modernizado, más artificial, y cada vez más débil. Les deseo mucha suerte. La van a necesitar.


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Fuerteventura, la isla canaria más cercana del continente africano, apenas a 100 kilómetros del Sáhara Occidental.