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Cuando el buen tiempo es mal tiempo

Durante el reciente vórtice polar que ultracongeló buena parte de EEUU, el bocazas de presidente Donald Trump tuiteó: «En el precioso Medio Oeste, la sensación térmica está llegando a menos 50 grados [centígrados], las temperaturas más frías jamás registradas. En los próximos días, esperen aún más frío. La gente no puede aguantar fuera ni siquiera unos minutos. ¿Qué diablos pasa con el Calentamiento Global? ¡Por favor, vuelve rápido, te necesitamos!»

 

Cómo no, el tuit recibió una avalancha de respuestas por parte de los científicos en Twitter y en la prensa. Y por si alguien aún se lo pregunta, como explicó la Administración Oceánica y Atmosferica de EEUU (NOAA), el calentamiento del mar eleva a la atmósfera más humedad, lo que resulta en tormentas invernales más potentes. Esta agencia respondió al tuit de Trump con otro, «las tormentas invernales no demuestran que el calentamiento global no esté ocurriendo», acompañado de un dibujo muy tontorrón para que hasta el presidente pudiera entenderlo (yo creo que el dibujo iba con malicia, juzguen ustedes).

 

Pero algo que probablemente nadie le haya explicado a Trump es que el mundo no se acaba en su frontera, ni siquiera construyendo un muro. Y que mientras a los cowboys se les quedaba el lazo tieso, en Australia tienen que comprobar que no hay serpientes en el inodoro y en la ducha antes de utilizarlos. No es broma: rozando los 50 grados, los animalitos escapan del sol refugiándose en los hogares y allí buscan un lugar para darse un chapuzón. Una mujer tuvo la mala fortuna de sufrir un mordisco al sentarse en la taza sin mirar antes. Por suerte, era una pitón, no venenosa; en Australia abundan las serpientes de mordedura letal.

Por nuestras latitudes y longitudes, y aunque según la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) el pasado mes de enero ha sido normal en el conjunto del país en cuanto a temperaturas y precipitaciones, esta normalidad también parece similar a la que se obtiene si se halla la media entre el congelador de EEUU y la barbacoa australiana: en la zona donde vivo, el entorno de la sierra de Madrid, la nieve prácticamente no nos ha visitado, y la AEMET confirma la impresión subjetiva: poca lluvia y temperaturas diurnas por encima de lo normal. Este mes de febrero nos ha robado el invierno y nos mantiene en una primaverilla anticipada que resultaría muy agradable… de no ser porque no debería ser así.

Cuando se habla de los efectos del cambio climático, suelen destacarse los más inmediatos y potencialmente catastróficos a corto plazo, como la elevación del nivel del mar o las consecuencias sobre las cosechas agrícolas. Pero me gustaría recordar aquí otros que no suelen mencionarse tanto, y que son igualmente desastrosos, pues amenazan con descomponer por completo el equilibrio de los ecosistemas, del que a su vez depende la supervivencia de la biosfera de la que también nosotros formamos parte.

A lo largo de la historia de la Tierra, las condiciones ambientales han ido cambiando, como la composición de la atmósfera (incluyendo el nivel de oxígeno) o las temperaturas. Toda la vida terrestre que hoy existe es una consecuencia de cómo la evolución biológica ha ido navegando por esos cambios; si ese recorrido geoclimático y atmosférico hubiera sido diferente, tal vez la vida en la Tierra hoy sería muy distinta. Tal vez los humanos no existiríamos.

Pero incluso con los cataclismos repentinos de extinción masiva, como el impacto de grandes asteroides, la vida ha continuado abriéndose camino, colonizando hasta los hábitats más extremos. Esto no nos dice nada sobre la probabilidad de que la vida haya surgido en otros planetas, pero sí nos enseña que, una vez aparecida, es muy difícil aniquilarla por completo. La vida es un fenómeno muy resistente.

Sin embargo, estas hecatombes súbitas marcan golpes de timón en el rumbo de la evolución; las cosas no suelen volver a ser lo que eran antes. Muchas especies dominantes desaparecen, y otras comienzan a medrar aprovechando el hueco libre en la naturaleza. El caso más conocido es de los grandes dinosaurios; después de su extinción a causa del impacto de un asteroide, tanto los mamíferos como el único grupo de dinosaurios supervivientes –las aves– comenzaron a expandirse. Los expertos discuten qué habría ocurrido de no haberse producido aquella carambola cósmica, y existen diferentes hipótesis sobre cuál habría sido el destino de los dinosaurios y de los mamíferos. Pero parece lo más probable que, de un modo u otro, hoy las cosas serían diferentes.

En estos tiempos nos encontramos en mitad de una catástrofe que nosotros mismos hemos provocado. La acelerada extinción de especies debida al impacto humano sobre la biosfera ha llevado a los científicos a definir un nuevo período geológico, el Antropoceno: aquel en el cual la principal fuerza directora de los cambios en el planeta ya no es la naturaleza, sino el ser humano.

Naturalmente, esos cambios se resumen sobre todo en el calentamiento global. Y además de todos esos efectos contundentes en los que solemos pensar, existe otro que puede marcar uno de esos grandes golpes de timón en la evolución de la vida, y por lo tanto el surgimiento de una nueva era biológica; no mejor ni peor, sino distinta.

Dicho de forma resumida, la naturaleza necesita el invierno. Tal vez podría pensarse que la estación fría es como un parón en la vida, un intermedio en el que todo permanece latente a la espera de que regrese la temporada cálida y todo lo vivo vuelva a salir de sus escondites. Pero no es así. En las plantas de los climas templados existe un fenómeno llamado vernalización, consistente en que el frío dispara ciertos procesos bioquímicos que estimulan la floración. Por lo tanto, sin invierno no hay primavera, o al menos no una primavera sana y fuerte.

Ocurre algo parecido en los insectos. Los bichos han encontrado distintas estrategias para sortear el tiempo frío; algunos mueren, otros se esconden, otros duermen en diapausa, algo parecido a la hibernación. Parece razonable pensar que el invierno serviría a los insectos para fortalecer genéticamente sus poblaciones, eliminando a los individuos menos resistentes y favoreciendo la supervivencia de los más aptos. Pero hay algo más, un fenómeno sorprendente que los científicos están empezando a conocer ahora y que ya conté aquí.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Como expliqué, experimentos recientes han descubierto que los insectos soportan mejor el calor durante el invierno; sí, el calor. La explicación más plausible es que los cambios bioquímicos que experimentan estos animales durante la estación fría, y que les ayudan a soportar las temperaturas gélidas, les confieren como efecto secundario el superpoder de aguantar también mejor el calor.

Pero estudiando este fenómeno, los investigadores descubrieron algo curioso: ese superpoder de resistencia a temperaturas extremas que los insectos adquieren durante el invierno les sirve para soportar amplias variaciones térmicas durante la primavera; más allá de tratarse de un simple efecto colateral, podría tener una misión biológica, ya que el frío ha preparado a los bichos para aguantar los caprichos primaverales. Si se presenta una primavera más cálida de lo normal después de un invierno suave, los insectos podrían morir. Y si los insectos no están presentes para polinizar las plantas y poner en marcha todos los mecanismos adicionales que mueven en los ecosistemas, puede imaginarse cuáles serían los resultados: no, la vida en la Tierra no se va a extinguir. Pero puede que en el futuro sea muy diferente, por obra y gracia de los humanos.

Frente a todo esto, la reacción más habitual es sacar los tridentes y las antorchas contra la raza humana: somos una plaga, un virus, una lacra, etcétera, etcétera. Pero personalmente no comparto en absoluto esta misantropía nihilista. Tampoco el derrotismo funesto. Una buena parte de la grandeza de este planeta somos nosotros mismos (obviamente, nadie se atribuye a sí mismo la pertenencia a esa plaga, virus o lacra; siempre son los demás). Y uno de los elementos de esa grandeza nuestra no es otro que haber conseguido la ciencia. En la cual podremos encontrar la clave para reparar lo que hemos roto.