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Un artículo culpa de la gravedad de la COVID-19 en la Ciudad de México a… la colonización española

Sé que un tema como el que hoy traigo aquí provocará un tipo de discusión muy ajeno a la ciencia, más motivado por las inclinaciones ideológicas de cada cual. Los fervorosos nacionalistas (acepción 1 de la RAE) se sentirán indignados y atacados, y lanzarán venablos contra la persona responsable del artículo que vengo a contar. Por el contrario, los fervorosos nacionalistas (acepción 2 de la RAE) aplaudirán y ensalzarán lo expuesto. También quizá lo hagan aquellos más cautivados por la creciente ola de repulsa contra todo lo que en el pasado de la humanidad no se regía por los estándares éticos hoy aceptables.

Tanto los nacionalismos de un bando y otro como las discusiones entre quienes los abanderan no me interesan lo más mínimo. Me limito a traer la cuestión aquí por un motivo: dado que el artículo en cuestión solo se ha publicado en inglés, posiblemente haya pasado inadvertido para otros expertos que sin duda podrían aportar más visiones académicas o científicas (es decir, informadas) sobre el particular, ya sea para refrendar o cuestionar lo propuesto.

Esta es la historia: todos hemos oído, sobre todo quienes alguna vez hemos viajado a México, que su capital se asienta en el antiguo territorio del que llegó a ser el núcleo de los aztecas, una ciudad llamada Tenochtitlán, asentada sobre el lago salado de Texcoco y surcada por canales al estilo de Venecia. Se dice que aquella ciudad acuática era magnífica, no solo por sus espléndidas construcciones, sino también porque su abundancia de agua dulce, aun con las inevitables enfermedades que ello conllevaba, aseguraba un suministro constante para beber e irrigar los cultivos, además de mantener la ciudad como un vergel. Los sistemas de diques preservaban la ciudad de inundaciones debidas a las crecidas, y los puentes de quita y pon la protegían además contra incursiones hostiles.

Sobre la magnificencia de Tenochtitlán hay referencias históricas. Suele citarse la obra del cronista de la colonización de México Bernal Díaz del Castillo, quien describió extensamente la ciudad con palabras elogiosas.

Recreación de Tenochtitlán. Imagen de Ckn8u / Wikipedia.

Recreación de Tenochtitlán. Imagen de Ckn8u / Wikipedia.

En esto llegaron, o llegamos, los españoles. Y ocurrió lo que cuenta en su artículo publicado en The Conversation la experta en políticas sociales Elena Delavega, de origen mexicano y profesora de la Universidad de Memphis, en EEUU. Bajo el epígrafe «Incompetencia española», Delavega escribe:

Esa buena gestión urbana terminó con la conquista española en 1521. Tenochtitlán fue destruida, sus palacios y calzadas convertidos en escombros en el fondo del lago.

Los españoles no entendieron la ecología acuática del área, ni comprendieron o respetaron la ingeniería azteca. Para reconstruir su capital, drenaron el lago.

Esta estrategia condujo tanto a sequías como a un inadecuado suministro de agua durante la mayor parte del año. La estación lluviosa, sin embargo, traía tremendas inundaciones. Se dice que en 1629 la peor inundación en la historia registrada de la Ciudad de México duró cinco años y mató a más de 30.000 personas por ahogamiento y enfermedades. Se cuenta que las iglesias celebraban misa en los tejados.

La estación lluviosa convertía partes de la ciudad en pozos negros, favoreciendo enfermedades asociadas al agua como el cólera, la malaria y la meningitis. Las enfermedades gastrointestinales también abundaban, porque los residentes usaban los ríos de la Ciudad de México para desechar la basura y las aguas fecales. Los cuerpos humanos y animales flotaban en las aguas estancadas, emitiendo un terrible hedor.

Ya en el siglo XX, prosigue Delavega, las autoridades mexicanas decidieron soterrar los numerosos ríos que aún cruzaban la capital para contener los brotes de enfermedades infecciosas. Y así se llegó a la ciudad actual, que la autora describe como «un hoyo polvoriento, una megalópolis contaminada donde cuesta respirar y la colada tendida a secar se vuelve rígida por la tarde», donde «los residentes regularmente llevan mascarillas durante las frecuentes emergencias por la calidad del aire».

«Ahora la mala polución del aire de la Ciudad de México, que contribuye a los altos índices de enfermedades respiratorias y cardiovasculares, está haciendo a la población de 21 millones de personas del área metropolitana más vulnerable al coronavirus». Delavega aclara que «el brote del coronavirus no fue causado por el aire contaminado», pero añade que «la mala calidad del aire de la ciudad, junto con la masificación y otros factores relacionados con la pobreza, crea las condiciones para que la COVID-19 enferme gravemente y mate a más personas». «Al tratar de eliminar las enfermedades del agua, la capital mexicana terminó ayudando a que un virus aéreo encuentre más huéspedes. Es una ironía de la historia que los aztecas seguramente lamentarían», concluye Delavega.

La autora no se equivoca al afirmar que la contaminación de las ciudades puede agravar las consecuencias de la pandemia de cóvid en muchos lugares. A los efectos nocivos de la contaminación ambiental urbana, que en los últimos años han subido puestos en la lista de preocupaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de las autoridades sanitarias, se suman los datos que apuntan a una posible influencia de este factor en la patología del virus SARS-CoV-2. Existen estudios que han correlacionado la polución del aire con mayores tasas de gravedad y letalidad de la cóvid, en el norte de Italia, en EEUU e incluso en varias regiones europeas incluyendo España.

Sin embargo y una vez más, insistamos: una correlación no demuestra una causalidad. Y aunque la idea de que la contaminación ambiental pueda agravar los efectos de la cóvid resulte razonable, también las hipótesis razonables hay que demostrarlas. En los estudios citados hay ciertas lagunas, ya que existen posibles variables de confusión que no se han descartado en todos los casos: diferencias entre unas y otras regiones estudiadas en lo que concierne a distribución de edades, patologías previas, acceso a recursos sanitarios o niveles de pobreza.

Pero incluso aunque el vínculo entre contaminación y gravedad de la cóvid quede finalmente demostrado… Pues, hombre, decir que unos tipos del siglo XVI no entendieron la «ecología acuática del área», en fin… Tampoco entendían la mecánica cuántica ni el funcionamiento de los ribosomas en la traducción del ADN.

Remontarse medio milenio atrás para culpar a otros (casi siempre a los mismos) de males actuales es muy cómodo. Y muy popular; el artículo de Delavega ha hecho titulares en varias newsletters de The Conversation que he recibido en mi buzón. Pero si comenzamos a repasar todos los casos en que los colonialistas llegaron a cualquier sitio, machacaron a las poblaciones indígenas, destruyeron sus asentamientos, construyeron otros nuevos y aquello acabó derivando en ciudades contaminadas donde hoy la cóvid se ensaña con sus residentes… Hay unos cuantos sobre los que quizá no resultaría tan cómodo escribir desde la Universidad de Memphis, una urbe de más de un millón de habitantes situada en el territorio de donde fueron expulsados los nativos chickasaw.