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La primera médica de la historia no era quien creíamos: adiós, Merit Ptah; hola, Peseshet

Durante décadas ha existido un nombre que ha coronado con honor todas las listas de las científicas históricas: Merit Ptah, la mujer egipcia que supuestamente vivió en torno al año 2700 a. C., que fue madre de un sumo sacerdote, pero cuyos méritos estaban muy por encima de «ser madre de»: las referencias a ella como jefa o supervisora de médicos la han situado como la primera mujer con nombre conocido en el campo de las ciencias y quizá incluso el primer ser humano versado en estos conocimientos, ya que su antigüedad iguala la de Imhotep, arquitecto de la pirámide escalonada de Djoser, en Saqqara, y que suele pasar como el primer nombre propio de –lo que hoy llamamos– ciencia.

Pues bien, parece que no fue así. Y si hoy vengo aquí a rectificar esta historia, a raíz de lo revelado por un reciente estudio, es porque yo mismo he incluido anteriormente a Merit Ptah en una de esas listas de pioneras que a partir de ahora quedará en internet como información errónea. Es lo que tiene el avance de la investigación.

Esto es lo que publiqué en 2016 en mi lista de pioneras de la ciencia en BBVA OpenMind:

Varias referencias citan a la médica egipcia Merit Ptah como la primera mujer científica de cuyo nombre existe registro. Habría vivido en torno al año 2.700 a. C., lo que la situaría en la Dinastía II, en el Período Arcaico del Antiguo Egipto. Sin embargo, las referencias son confusas: algunas hablan de una presunta inscripción en una tumba del Valle de los Reyes, lo cual es un anacronismo, ya que este lugar no comenzó a utilizarse como necrópolis hasta el siglo XVI a. C., unos 1.200 años después. Es más plausible otra versión que la sitúa en la necrópolis de Saqqara, cercana a la antigua Menfis y que sí sirvió como lugar de enterramiento desde la Dinastía I.

Merit Ptah no era una excepción en su época; las mujeres practicaban la medicina en el antiguo Egipto, muchas de ellas en la especialidad de obstetricia. Tal vez el nombre de Merit Ptah se conservó porque su hijo fue sumo sacerdote y dejó referencia escrita a ella como “jefa de médicos”. Por las fechas, Merit Ptah rivaliza en antigüedad con Imhotep, el polímata que diseñó la pirámide escalonada de Saqqara y al que a menudo se considera el primer científico con nombre conocido. Este título símbólico podría reclamarse para Merit Ptah, cuyo nombre hoy designa un cráter de impacto en Venus.

Merit Ptah y su esposo Ramose, en la tumba TT55 del Valle de los Reyes. Imagen de Stzeman / Wikipedia.

Merit Ptah y su esposo Ramose, en la tumba TT55 del Valle de los Reyes. Imagen de Stzeman / Wikipedia.

En mi defensa, señoría, ya citaba entonces las inconsistencias en los datos de la versión manejada por las fuentes; fuentes a las que enlazaba y que, como siempre en este blog, son publicaciones científicas y académicas. Pero incluso las publicaciones científicas y académicas pueden verse aquejadas de ese mal de replicar informaciones previas que en realidad son erróneas. Y durante décadas, nadie puso en duda el origen de todas ellas. Pero, en realidad, ¿cuál era ese origen?

Este es el trabajo detectivesco que ha emprendido Jakub Kwiecinski, médico e historiador de la medicina de la Universidad de Colorado. Buceando en las referencias históricas, Kwiecinski encontró la primera mención a la historia de Merit Ptah en un libro publicado en 1938 por su colega la canadiense Kate Campbell Hurd-Mead, que fue también una destacada activista en el feminismo de su época.

Sin embargo, algo del trabajo de Hurd-Mead ya estaba bajo sospecha: a lo largo de los años, otros autores ya habían mostrado que algunos de los personajes glosados en su libro sobre las mujeres médicas de la historia eran controvertidos o en realidad jamás existieron.

Cuando Kwiecinski indagó en la información sobre Merit-Ptah publicada por Hurd-Mead, hizo notar el anacronismo de situar la inscripción relativa a aquella mujer en una tumba del Valle de los Reyes, ya que no sería hasta más de un milenio después cuando comenzó a utilizarse aquel lugar para los enterramientos. El investigador rastreó entonces todas las listas conocidas de sanadores del Imperio Antiguo de Egipto, así como los registros de mujeres administradoras de aquella época de las que existe constancia. Merit Ptah no aparecía en ninguna de ellas.

Pero curiosamente, sí existió una mujer cuya descripción coincide con la de Merit Ptah: en una falsa puerta de una tumba del Imperio Antiguo, descubierta en Giza unos años antes de cuando Hurd-Mead escribió su libro, se encontró una referencia a una mujer llamada Peseshet, madre del sumo sacerdote que presuntamente ocupaba la tumba. Y Peseshet aparecía allí descrita como «supervisora de mujeres sanadoras». Sin embargo, aquella mujer vivió algo más tarde, en torno al 2400 a.C. Según Kwiecinski, la biblioteca personal de Hurd-Mead albergaba un libro que mencionaba aquel descubrimiento, aunque sin detallar el nombre de la mujer.

Y ¿qué hay de Merit Ptah? Este nombre se empleó en el antiguo Egipto, y de hecho así se llamaba la madre de otro sumo sacerdote, esposa de Ramose, un alto dignatario de Amenhotep III y Akenatón, mencionada en una inscripción en la tumba de su hijo, en el Valle de los Reyes, y que vivió en torno al 1350 a.C. Pero sin ningún indicio de que practicara la medicina de su época.

Así, concluye Kwiecinski en su estudio, publicado en Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, Hurd-Mead hizo un extraño batiburrillo con los datos de estas dos mujeres. «Desafortunadamente, Hurd-Mead en su propio libro confundió accidentalmente el nombre de la antigua sanadora, la fecha en la que vivió y la ubicación de la tumba», dice el investigador. «Y así, de un caso mal entendido de una auténtica sanadora egipcia, Peseshet, nació en tiempo más temprano la primera mujer médica, Merit Ptah». Debe quedar claro que Kwiecinski no ha descubierto ni redescubierto a Peseshet, sino que ha atado los cabos para revelar que era de ella de quien partía la falsa historia de Merit Ptah.

Con todo, el historiador destaca cómo la historia de Merit Ptah ha sido «un símbolo muy real de la lucha feminista del siglo XX por traer a las mujeres de vuelta a los libros de historia, y por abrir la medicina y la STEM a las mujeres». Pero advierte: casos como el de Merit Ptah, que podríamos asimilar a un ejemplo temprano de fake news, ocurren cuando a la ciencia se superponen factores ideológicos con su carga emocional. Nadie había puesto en duda la historia porque era deseable creerla. Y cuando la ideología se pone por delante del rigor, incluso cuando esa ideología es digna de apoyo, la ciencia desaparece.

A todo lo que menciona Kwiecinski hay que añadir además otro factor: más allá del efecto eco de internet, lo cierto es que incluso los académicos dieron por hecha la existencia de Merit Ptah. Como suelo escribir aquí, solo los estudios científicos son científicos; a un libro o un informe de un organismo, ya sea público o privado, por muy Naciones Unidas o Greenpeace que sea, no se le puede dar la misma validez que a un estudio científico, ya que no ha superado un filtro de revisión por pares. El problema surge cuando los académicos recogen el dato de Merit Ptah que ya circulaba previamente y lo incluyen en sus estudios; estos dan entonces a dicho dato un barniz de autenticidad, incluso si es falso, porque nadie realmente se ha preocupado de comprobar la veracidad de la fuente original.

Y por supuesto, quien dice libros o informes, dice blogs. Como este. Por eso les animo a que no crean lo que cuento aquí sin más, y que pinchen en los enlaces que siempre incluyo en estas páginas y que conducen a las fuentes originales, que esas sí son estudios científicos. Desconfíen siempre de quien quiera contárselo, pero no quiera llevarles a que lo vean con sus propios ojos.

Thomson, el físico que (realmente no) descubrió el electrón

Dicen los libros de texto que el físico inglés Joseph John Thomson descubrió el electrón el 30 de abril de 1897. De lo cual se sigue que la primera partícula subatómica acaba de cumplir 120 años.

Pero en realidad no fue exactamente así.

J. J. Thomson en su laboratorio. Imagen de Wikipedia.

J. J. Thomson en su laboratorio. Imagen de Wikipedia.

A los humanos nos vuelven locos los aniversarios, sobre todo cuando hacen números redondos. En cuanto algo cumple un año, ya nos estamos lanzando a celebrarlo, y luego vienen los cinco, los diez… Y todo hay que decirlo, es uno de los recursos de los que vive el periodismo, incluido el que practica este que suscribe. Y tampoco está mal recordar nuestra historia reconociendo a quienes lo merecen.

Pero a veces, estas efemérides deben servir para aclarar cómo no sucedieron las cosas. Los grandes descubrimientos científicos no suelen ser cuestión de una fecha concreta, ya que normalmente son fruto de un largo proceso de investigación. Incluso cuando hay un momento de eureka, un experimento que revela de súbito un resultado largamente esperado, este deberá esperar a ser divulgado, y a que la comunidad científica le dé su asentimiento.

Las fechas que asociamos a ciertos hallazgos, como la relatividad general de Einstein cuyo  centenario celebrábamos en 2015, suelen ser las de su divulgación. Antes era común que los científicos leyeran sus trabajos ante los miembros de alguna institución científica. Hoy la fecha de un descubrimiento es la de su publicación en una revista después de que los resultados hayan sido validados por otros expertos en un proceso llamado revisión por pares.

En el caso de Thomson, la fecha del 30 de abril corresponde al día en que presentó sus resultados ante la Royal Institution. Pero el físico no presentó el electrón, sino el «corpúsculo», una partícula constituyente de los rayos catódicos que tenía carga negativa y cuya masa era unas mil veces menor que la del ion de hidrógeno.

En realidad, Thomson no fue el primero en intuir que el átomo no era tal á-tomo (indivisible), sino que contenía partículas subatómicas. Tampoco fue el primero en sugerir que esas partículas eran unidades elementales de carga eléctrica. Tampoco fue el primero en deducir que los rayos catódicos estaban formados por algo cargado negativamente, ni fue el primero en intentar calcular una masa para ese algo. Y por último, tampoco inventó la palabra «electrón»; esta había sido acuñada por el irlandés George Johnstone Stoney en 1891, un término esperando algo que designar.

El de Thomson es un caso peculiar. Acudo a Isobel Falconer, historiadora de matemáticas y física de la Universidad de St. Andrews (Reino Unido), experta en la figura de Thomson y autora del libro J.J. Thompson And The Discovery Of The Electron (CRC Press, 1997), entre otros muchos trabajos sobre el físico. Le pregunto si debemos considerar a Thomson el descubridor del electrón, y esta es su respuesta: «descubrir es una palabra muy resbaladiza».

«El trabajo de Thomson reunió un número de líneas separadas que presagiaron el electrón como lo conocemos», prosigue Falconer. «Al demostrar que podía manipular y adscribir masa y velocidad a cargas unitarias, concebidas como estructuras en el éter, reunió la visión mecanística británica y la visión continental de la relación entre electricidad y materia, haciendo de los electrones algo real para los físicos experimentales».

Más que un padre natural para el electrón, Thomson fue el padre adoptivo; recogió a una criatura ya casi existente entonces para presentarla en sociedad y hacerla visible ante los demás. La historiadora añade que la constatación de que los electrones podían explicar las propiedades periódicas de los elementos de la tabla consiguió unificar las visiones del átomo que hasta entonces separaban a físicos y químicos.

Todo lo cual es motivo más que suficiente para conceder a Thomson un lugar de privilegio en el hall of fame de la ciencia, sin necesidad de recordarle por el electrón. «Pienso que Thomson debería ser recordado como un físico prolífico y muy creativo, con gran visión y con olfato para los problemas interesantes, que estaba preparado para romper las reglas en la prosecución de esos problemas», dice Falconer. Tanto la historiadora como otros expertos en la obra de Thomson coinciden en su papel crucial en el cambio de siglo de la física, en su transición hacia la física de partículas. Y no solo a través de su propio trabajo, sino como director del laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, un criadero de premios Nobel.

De hecho, cuando Thomson recibió el Nobel en 1906 no fue por el electrón, sino por su línea principal de trabajo, la conducción de electricidad en recipientes llenos de gas. Curiosamente, el electrón llegó en tubos al vacío, algo que era más bien una rareza en su trabajo.

Tal vez al propio Thomson le sorprendería verse hoy en los libros como el padre del electrón. Según Falconer, era un tipo modesto. Y seguro que de otra paternidad se sentía mucho más orgulloso: vivió para ver cómo su hijo George Paget Thomson le seguía los pasos hasta el mismísimo altar de los Nobel, donde un segundo Thomson recogería su premio en 1937.

Museo Galileo, también hay ciencia en Florencia (y sin multitudes)

Dado que la cabra tira al monte, no podía pasar por Florencia este verano sin dejarme caer por el Museo Galileo, del que tenía muy buenas referencias.

Busto de Galileo Galilei en el Museo Galileo de Florencia. Imagen de J. Y.

Busto de Galileo Galilei en el Museo Galileo de Florencia. Imagen de J. Y.

Situado a espaldas de la archigigafamosísima Galería de los Oficios, mirando hacia el cercano Ponte Vecchio sobre el Arno, lo primero que sorprende es lo bien que se respira por allí. En cada rincón hiperturístico de la capital toscana se embuten masas de gente cual chorizo en tripa, buscando la belleza que mareó a Stendhal y el encanto que sedujo a E. M. Forster. Aunque la primera sigue intacta, es difícil disfrutar de ella cuando el segundo ha desaparecido por completo, disuelto en el parque temático turístico en el que vienen convirtiéndose ciudades como aquella. Pero por suerte, en el Museo Galileo puedes respirar tranquilo e incluso extender los brazos sin empujar a nadie; por desgracia, porque esto revela la escasa prioridad por la ciencia de la inmensa mayoría de los turistas que visitan Florencia.

Pero al grano. Cabe advertir de que el museo no es casa-museo. Galileo, nacido en Pisa pero florentino de por vida, residió en varios lugares distintos de la ciudad. Su morada más conocida, donde sufrió arresto domiciliario y donde murió, es Villa Il Gioiello, que se encuentra en Arcetri, a las afueras. Pero el museo no ocupa una residencia del astrónomo, sino que es la reconversión (desde 2010) del antiguo Museo de Historia de la Ciencia, ubicado junto al río en un céntrico palacio del siglo XI.

El Museo Galileo presume de albergar una de las mayores colecciones del mundo de instrumentos científicos antiguos. Todavía he podido leer por ahí que el auge de la ciencia en Florencia fue una señal de su decadencia artística, ignorando que en el Renacimiento aún no se había inventado la confrontación actual entre ciencias y letras; humanismo y ciencia eran inseparables, con Leonardo como ejemplo de cabecera. Lo cierto es que la ciudad fue tan importante para el conocimiento como lo fue para el arte: los Medici y los Duques de Lorena impulsaron el progreso científico con su mecenazgo, como queda bien reflejado en la colección del museo. Y no olvidemos que el mapa con el que Colón convenció a los Reyes Católicos procedía de Florencia.

Las dos plantas (más sótano) del museo reúnen aparatos de todas las ramas históricas de la ciencia. Hay instrumentos meteorológicos, ópticos, geográficos, eléctricos, mecánicos, químicos, astronómicos y quirúrgicos, si no me dejo nada. Hay cilindros electrostáticos, barómetros, botellas de Leyden, microscopios, esferas armilares, mapas, globos terráqueos, modelos anatómicos de cera, relojes…

En fin, un paraíso para quien sienta fascinación por los cacharros antiguos, y una buena oportunidad para explicar a los niños cómo, por qué y para qué se inventaron muchos de aquellos cachivaches. Y por supuesto, hay telescopios, incluyendo los primeros de Galileo y también algunos de los primeros gigantescos telescopios de precisión. Tampoco falta la reliquia, en forma de huesudos dedos del astrónomo, a poca distancia de los libros que le valieron una condena de por vida.

El museo también ilustra algunos fenómenos científicos curiosos, como la paradoja mecánica del doble cono que (solo) aparentemente rueda cuesta arriba, un artefacto inventado en el siglo XVIII. También se ilustra el concepto de anamorfosis, un dibujo o escultura cuyo sentido solo puede percibirse cuando se refleja en un espejo deformado o se observa desde un punto de vista distinto al natural. Finalmente, abajo hay una pequeña sección interactiva, de esas de apretar botones. A mis hijos les encantó, aunque es bastante birriosa en comparación con los museos dedicados a ello, y por tanto es la parte menos interesante.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: modelos anatómicos en cera de fetos en el útero materno; telescopios y obras de Galileo; huesos de los dedos de Galileo; anamorfosis de una esfera armilar en un espejo convexo. Imágenes de J. Y.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: modelos anatómicos en cera de fetos en el útero materno; telescopios y obras de Galileo; huesos de los dedos de Galileo; anamorfosis de una esfera armilar en un espejo convexo. Imágenes de J. Y.

Una última curiosidad a destacar es que el Museo Galileo, tal como hoy lo conocemos, es sobre todo el producto del empeño de una mujer, la historiadora de la ciencia y museóloga Maria Luisa Righini Bonelli (1917-1981). Aunque ella no lo creó, sino que recibió el encargo de dirigirlo en 1961, sin su intervención quizá el museo habría desaparecido cuando en 1966 un desbordamiento del Arno inundó el edificio y dañó gravemente la colección.

Righini Bonelli, que vivía en un apartamento en el propio inmueble, sacó de allí los instrumentos más valiosos, sin ayuda y con sus propias manos, arriesgando su vida sobre la cornisa que une la sede del museo con la Galería de los Oficios. Hasta el 20 de noviembre de este año, una exposición temporal en el sótano del museo recuerda la hazaña de la mujer que salvó un precioso tesoro histórico-científico para que hoy todos podamos seguir disfrutándolo. Aunque seamos solo unos pocos.