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La ciencia es cultura por lo que tiene de inútil

Cuando hace unos años el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) comenzó a disparar protones, era frecuente escuchar en radio o ver en televisión cómo la noticia formaba parte de los contenidos informativos destacados, algo que la ciencia logra en raras ocasiones. En tales casos, el periodista no especializado en la materia (ni en la energía) solía contar con la interlocución de algún físico español del LHC para aclarar términos y conceptos, y quien invariablemente explicaba con más o menos maña divulgativa que el artefacto iba a permitirnos comprender mejor el nacimiento del universo.

Solía llegar entonces un lance de la entrevista en el que el periodista preguntaba: «¿Y esto para qué servirá?». Se evidenciaba así que «comprender mejor el nacimiento del universo» no era razón de suficiente peso, a juicio del periodista. Él o ella esperaba quizá que la tecnología del LHC facilitara algún avance indiscutiblemente útil, como un nuevo aparato médico para diagnosticar el cáncer o un microondas que enfríe para hacer bombones helados al instante. Y ahí tenías al pobre físico titubeando al buscar una puerta de salida con el argumento de que la antimateria se emplea con fines médicos en la tomografía de positrones y blablablá.

Esta misma situación se repite una y otra vez cuando se anuncian los ganadores de los premios Nobel de ciencia. Noticias y teletipos siempre parecen obligados a citar cuáles son o serán las aplicaciones prácticas de la investigación en cuestión, aunque a menudo muchas de ellas estén tan alejadas del trabajo científico premiado como el automóvil de la invención de la rueda. En cambio, llama la atención que el mismo criterio no se aplique a los ganadores del Nobel de, por ejemplo, Economía. Salvo en casos muy contados, se suele saldar la información mencionando que Fulano de Tal ha sido merecedor del galardón por sus «profundos estudios sobre la estructura del déficit público», o así, y no se considera necesario acompañar la noticia justificando que el trabajo del premiado ha aliviado los niveles de pobreza en un país, o evitado una guerra civil por los recursos en otro, o creado empleo en un tercero. (Nota: por si alguien lo está pensando, a Muhammad Yunus, el creador de los microcréditos, no se le concedió el Nobel de Economía, sino el de la Paz).

¿Por qué a la ciencia se le exige tanto utilitarismo? Cuando estaba en mi último año de tesis doctoral, me divertía escandalizar a algún becario novato asegurándole que la ciencia era un arte y que no servía, ni debía servir, absolutamente para nada, y demostrándole que los mayores avances, como la penicilina, la vacuna o la anestesia, nacieron gracias a afortunadas carambolas más que a la aplicación rigurosa del método de Popper.

La postura extrema era solo un juego mental por el gusto de discutir, y con clara inspiración wildeana («todo arte es completamente inútil«), pero se apoyaba en una cierta convicción personal. Si el argumento es que la ciencia recibe fondos públicos y por tanto debe devolver un rendimiento práctico a la sociedad, ¿por qué no aplicamos idéntico criterio a otras actividades culturales igualmente subvencionadas con los impuestos de los ciudadanos? Y podríamos hablar no solo de inversión directa, sino del coste de primar administraciones de Cultura al más alto nivel que históricamente casi parecen una exigencia estructural, mientras que sus equivalentes de Ciencia han aparecido y desaparecido como Guadianas sujetos a los bandazos políticos tan Typical Spanish.

Respondo a esta última cuestión: se supone que el rendimiento social de la cultura estriba en algo más que la creación o extensión del conocimiento. O si no, cabría preguntarse en qué contribuye a esto, por poner un ejemplo, Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar. Si existe una razón para subvencionar la cultura más allá de que no hacerlo es inaceptable, el producto que justifica tal inversión no puede ser exclusivamente utilitario. Ocho apellidos vascos hace reír. Una representación de Un tranvía llamado deseo conmueve. Una exposición de Cézanne acaricia la mirada. Etcétera.

En otras palabras: la cultura, o el arte, apelan a una experiencia humana que trasciende lo racional. La cultura, decía Cicerón, es el cultivo del alma. Y cuando esa experiencia resulta enriquecedora de un modo u otro es cuando no tenemos reparo en estamparle el sello de Cultura con «C» mayúscula. Mezclo deliberadamente los conceptos de cultura y arte; aunque las definiciones de estos términos sean muy dispares de acuerdo al diccionario, la imagen mental que nos formamos cuando hablamos de cultura es algo más parecido a lo que entendemos por arte, y habitualmente conceptuamos como cultura aquello que el criterio personal de cada cual considera arte.

Y aquí voy: si preguntamos a cualquiera si la ciencia es cultura, pocos opinarán que no es así. Y sin embargo, si ahondamos un poco descubriremos que en general se clasifica a la ciencia como cultura de otra clase, en otra definición, quizá más ortodoxa pero más alejada del concepto de gran cultura. En resumen, cultura con «c» minúscula. Por mi parte, sé que a todo aficionado a la ciencia, se dedique a ella o no, la perfección de un teorema, la elegancia de un abordaje experimental o un resultado sorprendente le suscitan algo más que una satisfacción racional. Nunca conocí a un científico que se levantara cada mañana con el ánimo de salvar a la humanidad, pero sí a muchos que se dedican a esto porque nada les produce mayor placer. La ciencia provoca una experiencia emocional, algo que Severo Ochoa llamaba «la emoción de descubrir«. Y sin embargo, uno sigue escuchando y leyendo diatribas contra el gasto en exploración espacial, que otros aparentan convalidar por el hecho de que gracias a la NASA tenemos el velcro (lo cual es absolutamente falso).

¿Significa esto que la ciencia no debe sentar las bases para curarnos el cáncer, el alzhéimer o el párkinson, o proporcionarnos microondas que enfríen para hacer bombones helados al instante? Nunca diría tal cosa. Pero la ciencia no es cultura porque logre todo eso, sino porque nos explica de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos, qué es todo lo que existe, cómo funciona, cómo ha llegado a existir y qué será de ello, y al hacer todo esto nos eriza el vello cuando nos clava la mirada desafiante y nos recita aquello de Roy Batty: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». La ciencia es muchas cosas. Pero si es cultura, no es como palanca para mover el mundo, sino como lágrimas en la lluvia.

Para ilustrar, aquí va un vídeo captado por la sonda de la NASA Solar Dynamics Observatory el pasado 2 de abril, que muestra el momento de la erupción de una llamarada solar. Disfruten de esta belleza.