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«Las nuevas cepas de gripe podrían ser preocupantes»

Hoy se podrían recordar muchos pensamientos de Umberto Eco relacionados con la ciencia, pero yo tenía ya planeado seguir hablando hoy sobre la gripe. Así que rescato aquel comentario que escribió referente a los logros alcanzados por la especie humana (a pesar de su manifiesta idiotez):

En 1918, a la edad de 40 años, mi abuelo materno se vio afectado por una forma de gripe vírica, conocida comúnmente como gripe española, que diezmaba gran parte de Europa. Murió en una semana, a pesar de todos los esfuerzos de tres médicos. En 1972, a la edad de 40, me vi afectado por una grave enfermedad que parecía muy similar a la española. Gracias a la penicilina, tras una semana ya estaba en pie. Así que es fácil comprender por qué, dejando de lado la energía atómica, los viajes espaciales y el ordenador, sigo pensando que el invento más importante de nuestro siglo es la penicilina (y en general, todos los medicamentos que hacen posible que la gente alcance los 80 años, mientras que en el pasado podrían haber muerto a los 50 ó 60).

Por supuesto, doy por hecho que Eco no estaría sugiriendo que la gripe se cura con penicilina, sino que la suya fue una enfermedad «que parecía muy similar a la española», pero obviamente de origen bacteriano si fue el antibiótico lo que obró su curación. Pero dejando de lado este detalle, lo que quiero resaltar está perfectamente expresado en sus palabras: son los avances en nuestro estado de salud general, lo que incluye no solo la medicina sino otros factores de calidad de vida, los que hoy han convertido la gripe en una preocupación menor para la mayoría de la población de los países desarrollados, una molestia que generalmente supone pasar un par de días descansando en casa. Antes la palabra gripe inspiraba pánico, mientras que hoy nos aterra tanto como rompernos una uña.

Partículas del virus de la gripe A H1N1. Imagen de NIAID/Flickr.

Partículas del virus de la gripe A H1N1. Imagen de NIAID/Flickr.

Pero esto no necesariamente va a ser así siempre, ni lo es en todas partes. Un humano elegido hoy enteramente al azar de entre los más de 7.000 millones sería con toda probabilidad alguien que no tiene acceso a unas condiciones dignas de vida, ni a un nivel sanitario e higiénico básico. Y por otra parte, como ya he señalado aquí, ni siquiera los menos concernidos con la realidad social mayoritaria del planeta Tierra pueden seguir pensando que las enfermedades originadas en una remota selva de Guinea son un problema exclusivo de los habitantes de una remota selva de Guinea, como demuestra el último brote de ébola.

Sin necesidad de recurrir al caso de un virus tan letal como el ébola, la gripe continúa siendo una amenaza global. Aunque es sencillamente imposible saber a ciencia cierta cuántas personas mueren de gripe estacional en el mundo (los datos varían salvajemente según las fuentes, y la mayoría de los fallecimientos sintomáticamente sospechosos no son confirmados), ni siquiera es necesario asustar con el dato máximo manejado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) de medio millón al año; nos basta con saber que la gripe y sus complicaciones matan cada año a miles, y que se ceban especialmente en los perfiles de salud más débiles.

Es por esto que, como también he comentado ya aquí, culpar a la OMS de haber sobreactuado con aquel brote de gripe de 2009 es no solo ignorante, sino también insolidario. La OMS puede tener sus muchos defectos y errores, pero entre ellos no se cuenta el de reaccionar con la mayor resonancia pública posible contra una amenaza cuyo alcance futuro es imposible predecir; solo un ciudadano sano de un país rico, sin excesiva preocupación por quienes no sean ciudadanos sanos de países ricos, puede manifestar estas críticas.

El problema con la gripe de 2009 no es que fuera necesariamente más virulenta (y no lo es), sino sobre todo que entonces era nueva. Y toda gripe nueva dejará una estela de muertos entre quienes no son ciudadanos sanos de países ricos antes de dejar de ser nueva para convertirse en la gripe nuestra de cada año, como ha sucedido después con la de 2009.

Un pequeño resumen sobre las gripes: las hay de tres tipos, A, B y C. La mayoritaria en humanos es la A. Cuando nos referimos a la gripe A de 2009, lo de menos es la «A», ya que todas las gripes estacionales, anteriores y posteriores, suelen ser de este género. A efectos prácticos, quédense con la idea de que probablemente la mayoría de las gripes que han cogido y cogerán a lo largo de su vida son gripes A. Dentro de este género existen diversos subtipos según las variaciones de dos proteínas de su envoltura: hemaglutinina (H) y neuraminidasa (N). Se conocen 18 formas distintas de la primera, numeradas de H1 a H18, y 11 de la segunda, de N1 a N11. Así pues, existen muchas combinaciones posibles. Actualmente las más frecuentes en la gripe A estacional humana son H3N2 y H1N1.

Pero incluso dentro de un mismo subtipo, también hay variaciones. La (mal llamada) gripe española de 1918, la que mató al abuelo de Umberto Eco y a decenas de millones más, era H1N1. También era H1N1 la de 2009, pero era diferente a la española y a las gripes estacionales H1N1 que circulaban por entonces, por lo que para hacer referencia a una cepa específica hay que añadir más criterios, como H1N1/09, en referencia al año del brote; o más específicamente y dependiendo de dónde se aísle, por ejemplo A/Mexico/InDRE4487/2009(H1N1), en el caso de una muestra de la gripe A (H1N1) de la pandemia de 2009 recogida en México y perteneciente a la cepa InDRE4487.

El caso es que la gripe A H1N1/09, en su momento nueva, ha reemplazado después a la H1N1 que circulaba entonces, convirtiéndose en *la* gripe A H1N1 estacional que tenemos ahora. Y según los informes recientes, es también la mayoritaria en esta estación (por delante de la cepa actual de H3N2 y de la gripe B), por lo que si usted coge la gripe durante estas semanas lo más probable es que se trate de la H1N1 de la pandemia de 2009. La vacuna de este año protege contra esta cepa, así como una H3N2 y otra B.

El problema con las gripes es, según me cuentan Emanuele Montomoli y Claudia Trombetta, expertos en gripe de la Universidad de Siena (Italia), que «la naturaleza de los virus de la gripe los hace particularmente propensos a la variación genética, lo que resulta en diversas cepas nuevas contra las que los humanos tienen poca o ninguna inmunidad». Montomoli ha colaborado en los estudios epidemiológicos de la OMS y del Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (ECDC).

Según los investigadores, «las nuevas cepas de gripe H9N2 y H10N8 podrían ser preocupantes por sus características». Montomoli y Trombetta sitúan el mayor riesgo en un criadero tradicional de la gripe A, China y el sureste de Asia, donde «es más común el contacto estrecho entre los humanos y las aves de granja»; pollos y gallinas son a menudo las fuentes de nuevas cepas de gripe, como sucedió con la muy peligrosa gripe aviar H5N1 que surgió en Asia en 2004 y que rebrota esporádicamente.

Sin embargo, los dos expertos aseguran que «es difícil predecir cuál será la próxima cepa pandémica», por lo que «es complicado producir una cantidad adecuada de dosis de vacuna para una campaña global en poco tiempo». Es decir, recalco, que ni siquiera los expertos mundiales en gripe pueden anticipar qué riesgos correremos a causa de estos virus en cualquier momento futuro. Por suerte, añaden, la autoridad de vigilancia global de la OMS mantiene un constante seguimiento de la evolución de las cepas para beneficio de todos. También de aquellos, columnistas y otros virus insidiosos, que solo se acuerdan de la existencia de la OMS para criticar a toro pasado su escasa capacidad sobrenatural de adivinar el porvenir.

Lo más viral en febrero: la gripe

Esto les resultará curioso, pero lo cierto es que aún no sabemos por qué cogemos la gripe en invierno. Sí, habrán escuchado por ahí esa explicación tradicional: en la estación fría, los humanos nos apiñamos en espacios cerrados, donde viciamos el aire con nuestros gérmenes que compartimos alegremente.

Ilustración del virus de la gripe A atacando una célula. Imagen de H. Kolds&ostroke;/Oxford.

Ilustración del virus de la gripe A atacando una célula. Imagen de H. Kolds&ostroke;/Oxford.

Pero está claro que, al menos desde el éxodo rural de la Revolución Industrial y de la invención de la calefacción, este argumento simplón podría ser una explicación, si es que lo es, pero claramente no es la explicación. De las 24 horas de un día medio, unas 16 las pasamos haciendo lo mismo en verano y en invierno: trabajando y durmiendo en los mismos espacios cerrados. Y desde la invención de la climatización, muchos prefieren también pasar la mayor parte de su veraniego tiempo libre al fresquito del aire enlatado.

En realidad lo más probable es que el fenómeno sea mucho más complejo y obedezca a un conjunto de factores relacionados con la fisiología humana y el fitness del virus en cada estación. El problema que se encuentran los investigadores a la hora de estudiar este virus y su enfermedad es que el ratón, el rey de los modelos animales de mamíferos en biología, es un desastre como simulador de gripe: solo ciertas cepas de ratones de laboratorio contraen solo ciertas cepas de gripe, y sus síntomas ni siquiera se parecen a los nuestros; no moquean, ni tosen, ni padecen fiebre. Las investigaciones sobre gripe tradicionalmente han empleado hurones, pero imaginen ustedes lo que supone mantener una colonia de hurones.

Hace unos años, los científicos redescubrieron que la cobaya o conejillo de indias es un modelo estupendo para estudiar la gripe. *Re*descubrieron, porque, a pesar de que el nombre de este animal se emplea popularmente para referirse a un sujeto de experimentación, lo cierto es que hoy en día no suelen emplearse cobayas en los laboratorios. Y sin embargo, han vuelto debido a lo valiosos que resultan para investigar la gripe.

Precisamente empleando cobayas, un estudio de 2007 descubrió que el frío y el ambiente seco favorecen la transmisión de la gripe. Lo cual apunta y dispara al mito de los espacios cerrados de aire calentito: la conclusión sería que precisamente tenemos más probabilidad de coger la infección afuera, en el frío.

Curiosamente, frío y sequedad operan mediante dos mecanismos distintos. Según revelaban los investigadores, las condiciones de humedad afectan al propio virus y a las gotitas de líquido que lo dispersan en el aire. Algún otro estudio posterior ha confirmado que las epidemias repuntan después de períodos de mayor sequedad en invierno. Sin embargo, el efecto de la temperatura se debe al hospedador, el animal: a más frío, se dificulta el aclaramiento del moco en las vías respiratorias, por lo que las cobayas continúan liberando virus durante más tiempo; concretamente, 40 horas más.

Esto ya tiene bastante más sentido biológico. Y a ello se añade otro estudio publicado al año siguiente, cuya conclusión fue que la envoltura externa del virus de la gripe es más estable a bajas temperaturas, y esto fomenta su capacidad infecciosa para pasar de una persona a otra. Lo cual, de nuevo, apoya la idea de que la verdad (sobre el contagio de la gripe) está ahí fuera, y no aquí dentro.

Y esto nos lleva a una consecuencia interesante. A veces un mito se intenta desbancar con un contramito que resulta ser aún más falso. A saber: la explicación de los espacios cerrados se oponía a la idea de que la gripe se coge a causa del frío. Pero de los estudios recientes se deriva que uno sí puede enfermar por exponerse al tiempo gélido; siempre, claro, que haya otro allí para pasarle el virus. Y por cierto, basta con la respiración para contagiarse: en el estudio de las cobayas no hubo ni una sola tos o estornudo –ni mucho menos apretones de manos–, sino solo aire en circulación desde unas jaulas a otras. El aire transporta el virus en pequeñas gotitas de agua, o aerosoles.

Por supuesto que con toda seguridad hay otros factores que aún escapan. Por ejemplo, todavía no se ha estudiado extensamente la influencia estacional en nuestra buena forma inmunitaria, aunque algún estudio apunta a una posible mayor debilidad del organismo frente al virus de la gripe durante el invierno.

Lo único seguro es que la gripe no falta a su cita anual. Estos días ya estamos leyendo en los medios que el virus está multiplicando su incidencia en febrero, el mes favorito de los brotes de cada año. Si diciembre trae la Navidad y enero los Reyes Magos, febrero nos trae la gripe.

¿Qué fue de los microbios en el exterior de la ISS, y qué nos enseñarán?

Llevo más de un año tratando de seguir la pista a un experimento ruso en la Estación Espacial Internacional (ISS). Tratando, digo, porque Rusia siempre ha sido tan transparente como un botijo, y la caída de la URSS no ha mejorado las cosas; al menos en la parte de la que sé algo, la ciencia. Y aún puede ser peor, desde que hace unos meses Vladimir Putin decidió reinstaurar el pleno control político de la investigación científica a través de su nueva versión del KGB, como conté esta semana.

El cosmonauta Oleg Artemyev toma una muestra de la ventana nº 2 de 'Zvezda' el 19 de junio de 2014. Imagen de TsNIIMash.

El cosmonauta Oleg Artemyev toma una muestra de la ventana nº 2 de ‘Zvezda’ el 19 de junio de 2014. Imagen de TsNIIMash.

El experimento en cuestión, llamado TEST (Тест), forma parte de un programa más amplio destinado a evaluar el deterioro de las estructuras en el espacio. El cine nos tiene acostumbrados a las naves que pueden viajar por el cosmos durante años, décadas o siglos, y que siempre aparecen prístinas como si el chaval de Karate Kid acabara de darles cera y pulir cera. Pero incluso allí donde nadie puede oír tus gritos, y a pesar de que no haya meteorología atmosférica, ni columnas de aparcamientos, ni tráfico con el que colisionar en un semáforo, sí hay meteorología espacial: radiación ultravioleta, rayos cósmicos, viento solar, micrometeoroides, polvo espacial… Por no hablar de la propia fatiga de los materiales, que constantemente obliga a los astronautas de la ISS a ejercer de astroñapas.

En concreto, TEST analiza el posible daño debido al crecimiento de flora en el fuselaje exterior, es decir, microbios. Para ello, y como ya conté aquí, desde 2010 los cosmonautas rusos han estado recogiendo muestras de la superficie del Segmento Orbital Ruso de la ISS, que después se han bajado a la Tierra para su estudio microbiológico. El problema es que los experimentos rusos en la ISS dependen del Consejo Asesor Científico y Técnico para los Programas de Investigación Científica y Aplicada en Estaciones Espaciales Tripuladas (STAC), un órgano que a su vez pertenece al Instituto Central de Investigación en Construcción de Máquinas (TsNIIMash), rama de la agencia espacial Roscosmos que desarrolla tecnología aeroespacial con fines militares.

En otras palabras: con el ejército ruso hemos topado, a lo que se unen la rígida burocracia clásica en aquel país y el hecho de que muchos investigadores, como la responsable de TEST, Elena Shubralova, no hablen inglés (según me informaron). En mis intentos anteriores logré, después de meses pegándome cabezazos contra el acero de la maquinaria rusa, que me pasaran un documento (en ruso) en el que Shubralova resumía los progresos de TEST hasta octubre de 2014. Que yo sepa, aún no se han publicado resultados, aunque sí han aparecido conclusiones de otros experimentos relacionados llamados BAR y EXPERT sobre la microdestrucción de estructuras en la ISS (aquí, aquí y aquí).

En resumen, aquel documento revelaba que en el exterior de la ISS se habían encontrado esporas viables (=vivas) de bacterias de cuatro especies del género Bacillus, además de algo mucho más exótico: ADN de un tipo de bacterias que suelen encontrarse en el plancton del mar de Barents, un sector del océano Ártico.

Vayamos con las primeras. Bacillus es un género muy amplio de bacterias que pueden formar una especie de esporas latentes capaces de resistir condiciones muy adversas. El experimento TEST no es el primero que demuestra la viabilidad de las esporas de Bacillus en el espacio; como ya conté aquí, estudios anteriores en la ISS habían confirmado que estas bacterias pueden permanecer vivas en el exterior de la estación orbital durante un cierto tiempo. Pero lo que añade TEST es algo muy importante: muestra por primera vez (hasta donde sé) que la contaminación bacteriana puede sobrevivir en el espacio.

Al contrario que en experimentos anteriores, en el caso de TEST nadie puso ahí esas bacterias deliberadamente, sino que llegaron solas; tal vez ya estaban (los aparatos que se envían al espacio se esterilizan antes, pero algunos microbios resisten el tratamiento) o quizá escaparon del interior de la ISS, ya que algunas muestras se tomaron cerca de válvulas de drenaje y de escapes de los propulsores.

Y ahora, a lo que voy con todo esto. A propósito del reciente anuncio del posible descubrimiento de agua líquida en Marte, que ya comenté aquí, últimamente se ha discutido bastante sobre el problema de la protección planetaria, es decir, cómo evitar la contaminación biológica de los planetas y otros objetos espaciales visitados por sondas terrestres. Pongamos el caso de Marte: tal vez el ciudadano medio (el que tenga algún interés en la ciencia) pensaría que las misiones de la NASA en Marte se orientan intensamente a la búsqueda de marcianitos. No es así. La agencia estadounidense, la única que hasta ahora ha conseguido operar con éxito robots posados en Marte, esquiva deliberadamente los emplazamientos que se consideran más habitables, con el fin de prevenir una posible contaminación con microorganismos terrestres que viajen como polizones en las sondas.

En realidad, la NASA no hace sino cumplir la obligación que le impone el Tratado del Espacio Exterior, un acuerdo internacional promovido por la ONU en plena carrera espacial de los 60 y que tenía como fin prioritario la no militarización del espacio, pero que también prohíbe a los estados firmantes toda posible contaminación en el espacio profundo. Ahora hay quienes defienden esta exigencia a capa y espada, frente a quienes contemplan (contemplamos) la necesidad de trabajar paralelamente en el desarrollo de sistemas de mitigación que no bloqueen el progreso de la investigación astrobiológica en lugares como Marte, Encélado, Europa o Titán.

Estudios anteriores han demostrado la posible supervivencia de bacterias terrestres en el ambiente marciano y han revelado la contaminación de las sondas ya enviadas al planeta vecino. El experimento TEST hinca el penúltimo clavo en el ataúd de la protección planetaria: si la contaminación microbiana espontánea puede sobrevivir incluso en el espacio, cuánto más en una atmósfera como la de Marte; débil, pero atmósfera. Sería de esperar que los resultados de TEST, cuando lleguen a publicarse, se tomaran en cuenta a la hora de valorar si merece la pena seguir evitando los posibles hábitats más prometedores de Marte.

Polvo cósmico del fuselaje de la ISS en el guante del cosmonauta Oleg Artemyev. Imagen de TsNIIMash.

Polvo cósmico del fuselaje de la ISS en el guante del cosmonauta Oleg Artemyev. Imagen de TsNIIMash.

Por último, está ese extraño resultado del plancton marino. Aunque el informe de TEST no lo menciona, es casi seguro que en este caso de trata de restos de ADN de bacterias muertas. Pero en su documento, Shubralova no achacaba estos residuos a contaminación procedente del interior de la estación, sino a «una transferencia bacteriana significativa desde el mar a la órbita de la ISS», algo que se apoyaba en el hecho de que la composición química del polvo cósmico recogido del fuselaje sugería «una contribución significativa de origen terrestre y marino», escribía la investigadora. Shubralova concluía que probablemente se trataba de un mecanismo de «levantamiento de la ionosfera» que transfiere «aerosoles troposféricos», es decir, minúsculas gotitas de agua, desde la superficie de la Tierra hasta la ISS, en órbita a 400 kilómetros de altura.

De ser cierto, sería un absoluto bombazo. Anteriormente se ha demostrado la presencia de microbios a una altitud de 15 kilómetros (los aviones comerciales vuelan a unos 11), a 20 kilómetros, e incluso tal vez a 41 kilómetros. Los resultados de TEST multiplicarían por 10 la altura a la que puede llegar la biosfera terrestre; habría que reescribir los libros de texto.

Pero además, en la órbita baja a la que se encuentra la ISS, la presión atmosférica es de 0,0000001 torrs (milímetros de mercurio), más o menos la diezmilmillonésima parte que al nivel del mar; es decir, que básicamente no hay aire, como todo el mundo sabe. Ni por tanto, corrientes de aire. ¿Cómo demonios llegan las bacterias hasta allí? La propuesta de Shubralova implicaría que esas gotitas de agua trepan por corrientes ascendentes de aire y luego, se supone, flotan libremente hasta una altura de 400 kilómetros, un fenómeno nunca antes descrito. Los geofísicos tendrían que volver a la pizarra.

El experimento TEST aún prosigue. El pasado 10 de agosto, los cosmonautas Gennady Padalka y Mikhail Kornienko efectuaron una caminata espacial en la que, entre otras tareas, tomaron nuevas muestras de los paneles solares y de las válvulas de drenaje de los sistemas Elektron y Vozdukh, situados en el módulo Zvezda y que sirven respectivamente para obtener oxígeno del agua y eliminar dióxido de carbono. También limpiaron los residuos del escape de los propulsores en la ventana número 2 de Zvezda, de donde se habían tomado algunas de las muestras analizadas anteriormente. Esperemos ver los resultados publicados algún día.

¿Tiene sentido tirar a la basura la comida que cae al suelo?

Damos por hecho que el suelo es un lugar sucio, donde pisamos y donde acaban cayendo todos los detritos. Algunas culturas lo enfatizan con la costumbre de descalzarse al pasar del espacio público al privado, o al entrar en recintos que merecen un especial respeto. La comida que se nos cae al suelo sufre el destino del cubo de la basura, y el chupete que tiene la desgracia de tocar la calle a menudo se queda en la calle para siempre.

La regla de los cinco segundos. Imagen de Wikipedia.

La regla de los cinco segundos. Imagen de Wikipedia.

Pero ¿realmente tiene sentido todo esto? En algunos países se aplica una extraña norma arcana llamada la regla de los cinco segundos: si la comida cae al suelo, puede recuperarse siempre que se recoja antes de que transcurra ese intervalo. La regla se apoya en la extravagante presunción de que la contaminación es escasa o inocua si el contacto del alimento con el suelo dura menos de cinco segundos.

Aunque obviamente no existe ningún argumento racional para apoyar esta hipótesis, la popularidad de la creencia en el mundo anglosajón ha llevado a algunos a ponerla a prueba. Y como era de esperar, no aguanta una verificación experimental: un simple contacto instantáneo con una superficie contaminada basta para que la comida se impregne de bacterias peligrosas.

Claro que para ello es preciso que tales bacterias peligrosas estén presentes, y aquí es donde pueden llegar las sorpresas: en 2003 la estudiante estadounidense Jillian Clarke refutó empíricamente la regla de los cinco segundos, gracias a lo cual al año siguiente fue premiada con un IgNobel (ese reverso satírico de los Nobel). Pero lo curioso del caso fue que, para llevar a cabo el experimento, Clarke tuvo que impregnar el suelo de bacterias a propósito; resultó que el pavimento de la Universidad de Illinois en un lugar de tráfico constante apenas tenía contaminación microbiana. Por entonces la colaboradora de Clarke en dicha Universidad, Meredith Agle, declaró: «Fue un shock. Ni siquiera encontramos un número de bacterias en el suelo que pudiera contarse. Pensamos que nos habíamos equivocado, así que lo intentamos de nuevo, con el mismo resultado».

Pero sin desmerecer el trabajo de los limpiadores de la Universidad de Illinois, lo cierto es que los resultados de Agle y Clarke no hicieron sino corroborar lo que ya otros muchos estudios han mostrado: lo realmente sucio no son los lugares que pisamos, sino los que tocamos.

Como ejemplo más reciente, la web Travelmath ha publicado un análisis de las bacterias presentes en varios lugares de aviones y aeropuertos. El chocante resultado es que el lugar más sucio de un avión no es el baño, sino la bandeja abatible del respaldo del asiento, con 2.155 unidades formadoras de colonias o CFU (un término técnico para designar las bacterias individuales viables) por pulgada cuadrada. En contraste, el botón de descarga del inodoro solo tenía 265, poco más que la hebilla del cinturón de seguridad. De todos los lugares examinados, la medalla de plata de la inmundicia es para los botones de las fuentes de agua de los aeropuertos, con 1.240 CFU por pulgada cuadrada.

Los resultados están en consonancia con los de otros estudios. En 2011, la organización internacional de salud pública NSF determinó que el asiento del retrete ocupa un modesto undécimo puesto en la lista de lugares más sucios en el hogar medio, muy por debajo de, por ejemplo, el soporte del cepillo de dientes, el fregadero de la cocina, el pomo de la puerta del baño o los utensilios de las mascotas.

Otras investigaciones han descubierto que una mesa de trabajo típica contiene 400 veces más bacterias que el asiento del váter. Y aunque jamás se nos ocurriría pasar y repasar las yemas de los dedos por el lugar al que todo el mundo acerca sus posaderas para verter lo sobrante de sí, resulta que esto sería más saludable que hacerlo por el teclado del ordenador, las pantallas de smartphones y tablets o los botones de los cajeros automáticos, todos ellos más peligrosamente contaminados que el humilde e injustamente despreciado escabel de los mofletes de popa.

Así que, cuando se les caiga comida al suelo, y dependiendo de dónde ocurra, tal vez no haya razón para desecharla. Pero asegúrense de recogerla con guantes.

¿Contrajo Bruce Dickinson (Iron Maiden) un cáncer por el sexo oral?

El pasado agosto Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, se vio obligado a forzar el aterrizaje de su precioso triplano Fokker Dr.I (el mismo modelo en el que volaba el Barón Rojo) en una base de la Fuerza Aérea británica cuando se quedó sin combustible. El 4 de este mes, la banda ha lanzado The Book of Souls, su decimosexto álbum de estudio, después de una pausa de cinco años. Próximamente la web oficial del grupo anunciará las fechas de una grandiosa gira que en 2016 recorrerá el mundo a bordo del nuevo Ed Force One, un Boeing Jumbo 747 que Dickinson aún está aprendiendo a pilotar. Y hablando de todo un poco para los medios con ocasión del nuevo disco, Dickinson ha dicho que en 1988 se contuvo para no aporrear a Axl Rose (Guns N’ Roses) por burlarse del público canadiense francoparlante, y que aún se arrepiente de no haberlo hecho (y yo de que no lo hiciera).

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Pero el motivo por el que vengo a contar todo esto no es solo un maidenismo confeso que difícilmente tendría cabida de por sí en este blog. Además de todo lo anterior, Dickinson ha revelado que este año ha recibido tratamiento por un cáncer de lengua. Y que la causa de su enfermedad ha sido aquello que Anaïs Nin llamaba «canibalismo sensual», y que Verlaine describía más o menos así: «Deja que mi cabeza vague y se pierda en la aventura en busca de la sombra y el olor, en una misión encantadora hacia los sabores de tu gloria secreta».

O sea: sexo oral.

Pero ¿tiene sentido la sospecha de Dickinson?

La mala noticia es que sí. El potencial culpable es el Virus del Papiloma Humano (VPH). Con sus más de 150 variantes, el VPH se transmite por vía sexual, en ambos sexos y a través de cualquiera de los órganos que participen en la fiesta, en cualquiera de las combinaciones que a uno se le puedan ocurrir (incluyendo la más inocente: boca a boca).

En la mayor parte de los casos, probablemente el VPH no induce ningún síntoma; de hecho, el Centro para el Control de Enfermedades de EE. UU. estima que «la mayoría de hombres y mujeres sexualmente activos contraerán al menos un tipo de VPH en algún momento de sus vidas». De quienes sí desarrollan síntomas, los más leves se limitarán a verrugas genitales. Pero en algunos casos, y sin que se sepa exactamente por qué, el VPH puede provocar cáncer. El más divulgado, y el que ha impulsado las campañas de vacunación, es el de cuello de útero. Pero el VPH también puede causar cánceres en vulva, vagina, pene, ano, garganta, lengua y amígdalas.

Hace un par de años, el actor Michael Douglas declaró que su cáncer de garganta se debía también al sexo oral. Según el CDC, el VPH causa unos 1.700 cánceres de garganta en mujeres y unos 6.700 en hombres cada año, solo en EE. UU. En 2011 un estudio calculó que entre 1988 y 2004 el número de cánceres de garganta positivos para el VPH había aumentado un 225% en aquel país. La Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia estima que el VPH está adelantando al tabaco como causa mayoritaria de cánceres orales en la población menor de 50 años.

El problema es «bastante serio», en palabras de Dickinson. Lo cual resulta curiosamente parco para el cantante de un grupo que suele recrearse en una épica grandilocuente, y que además está sufriendo las peores consecuencias de este maldito virus.

¿Qué hacer? El primer frente de combate es la vacunación, pero solo sirve para adolescentes de ambos sexos antes de que inicien su actividad sexual. Para el resto de nosotros ya es demasiado tarde. En este caso se aplica la clásica precaución de utilizar preservativos, pero ¿qué hay del sexo oral? La Facultad de Medicina de Harvard recomienda usar algo llamado dique dental, consistente en una pieza cuadrada de látex que se emplea en cirugía dental, y que en el caso del sexo oral evita el contacto directo de la boca con los genitales.

Eso sí: adiós a los sabores de la gloria secreta de los que hablaba Verlaine.

El coronavirus MERS, un nuevo aviso que nos encuentra sin los deberes hechos

Cuando nos sentamos frente a la pantalla para presenciar el apocalipsis zombi, o la enésima invasión alienígena, podemos disfrutarlo sabiendo que nunca ocurrirá. Lo primero es imposible; lo segundo solo improbable, pero inmanejable por imprevisible. En cambio, cuando la amenaza toma la forma de la magnífica película de Steven Soderbergh Contagio, que anoche pude ver en La Sexta, los vellos del brazo se yerguen con buena causa: son muchos los epidemiólogos, virólogos y otros especialistas a los que durante años se les ha secado la boca a fuerza de repetir que en en este caso la pregunta no es si sucederá, sino cuándo.

Jude Law como el 'conspiranoico' conspirador en la película 'Contagio'. Imagen de Warner Bros.

Jude Law como el ‘conspiranoico’ conspirador en la película ‘Contagio’. Imagen de Warner Bros.

La película es admirable por el retrato realista que dibuja de una figurada pandemia letal, de sus respuestas, consecuencias y vicisitudes: el virus de la meningoencefalitis MEV-1 es enormemente plausible; los científicos hablan y actúan como científicos, con sus virtudes y debilidades; incluso los gráficos de los modelos estructurales de las proteínas del virus son realistas, algo que otros directores suelen sacrificar a cambio de absurdas imágenes que resulten más atractivas y comprensibles para el público.

Es especialmente loable que Soderbergh y el guionista, Scott Burns, no se hayan dejado seducir por el tópico facilón que habría vendido más entradas en taquilla: asignar los papeles de supervillanos a los políticos, ansiosos por conservar el sillón a costa de pisar las cabezas de sus representados, y a los directivos de las farmacéuticas, riendo en sus jacuzzis mientras hacen caja a costa del dolor ajeno. En su lugar, la película retrata muy acertadamente la realidad al mostrar que finalmente la única conspiración es la orquestada por el propio conspiranoico, el periodista interpretado por Jude Law, que se enriquece vendiendo su ética profesional a la gran industria homeopática. De todos los personajes principales, él es el único cuyas cuentas salen en rojo. Gracias, Steven y Scott.

El afán de la película por la crónica veraz queda remachado en la última secuencia, cuando una serie de planos breves explican el recorrido del virus desde su reservorio original, el murciélago. Un bulldozer de la compañía para la que trabaja el personaje de Gwyneth Paltrow derriba una palmera en la que anidan los murciélagos, que escapan del árbol. Uno de ellos arranca un trozo de una banana y lo deja caer sobre una granja de cerdos, donde un animal se lo come. El cerdo es después sacrificado y transportado al restaurante de un casino, cuyo cocinero se dispone a prepararlo cuando interrumpe su trabajo para saludar a Gwyneth Paltrow, que se convierte así en la paciente cero.

El recorrido infectivo del virus desde su reservorio animal a los humanos explica el hallazgo previo de los científicos de que el MEV-1 posee secuencias genéticas virales de murciélago y cerdo. Un caso parecido lo tenemos en el último virus que ha captado la atención de los medios, el MERS-CoV, coronavirus causante del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio. Esta semana se ha informado de la muerte de un ciudadano alemán que había pasado sus vacaciones en los Emiratos Árabes. La primera víctima europea del virus ha intensificado la alarma ante esta nueva amenaza, identificada por primera vez en Arabia Saudí en 2012.

El coronavirus MERS en una imagen de microscopía electrónica. Imagen de NIAID.

El coronavirus MERS en una imagen de microscopía electrónica. Imagen de NIAID.

El MERS-CoV se conoce también como gripe del camello (o más propiamente, del dromedario), ya que estos animales son posiblemente la fuente original de su transmisión a los humanos. Un estudio publicado en 2013 en The Lancet Infectious Diseases descubrió que los 50 dromedarios analizados en Omán tenían anticuerpos contra el virus, también presentes en 15 de los 105 animales estudiados en las islas Canarias. Curiosamente, los dromedarios canarios poseían mayores concentraciones en sangre de anticuerpos neutralizantes. Posteriormente se han encontrado signos del virus en el suero y la leche de camellos en otros países de África y Oriente Medio, apoyando la hipótesis de que estos animales han actuado como vectores de contagio a los humanos.

Sin embargo, tanto el MERS-CoV como su primo, el SARS-CoV, causante del Síndrome Respiratorio Agudo Grave que motivó una alerta mundial en 2003, son probablemente originarios de los murciélagos. De hecho, el virus es parecido a otro que circula entre los murciélagos en algunos países europeos, entre ellos España. Un nuevo estudio, aún sin publicar, describe que el virus ha experimentado frecuentes recombinaciones, es decir, intercambio de material genético entre distintas variantes que coinfectan el mismo huésped. Los investigadores, de la Universidad de Edimburgo (Reino Unido) y los Institutos Nacionales de la Salud de EE. UU., sugieren que estas coinfecciones probablemente se han producido en animales, ya que este fenómeno requiere una infección asintomática o al menos leve, algo que sucede en los camellos pero no en los humanos. «Así, proponemos que el MERS-CoV sobre todo infecta a, y se recombina en, los camellos», concluyen.

En cuanto a su transmisión en humanos, apuntan: «Hasta la fecha es difícil esclarecer si las infecciones humanas con MERS-CoV son el resultado de una transmisión asintomática sustancial entre humanos, o si se deben a repetidas zoonosis [salto de animales a humanos] del virus desde los camellos a los humanos, o bien a una combinación de ellos». Los científicos creen poco probable que el MERS-CoV llegue a los niveles de transmisión de nuestros patógenos más comunes o incluso del SARS-CoV, pero subrayan que se trata de un virus muy dinámico, lo que no descarta una posible adaptación a los humanos. En resumen, y por el momento, podemos confiar en que el MERS-CoV es menos contagioso que el SARS-CoV; pero a cambio, es más letal, con un 38% de mortalidad frente a un 10%, según la Organización Mundial de la Salud.

De momento, el virus solo es un problema en Corea del Sur, donde el brote surgido en mayo ha infectado ya a más de 150 personas, con 19 muertes. Pero después de la crisis del ébola, el caso del MERS-CoV debería servir de nueva advertencia; contra esto sí se puede actuar de manera preventiva. Ya expliqué aquí que las nuevas vacunas y terapias en curso contra el ébola no son el resultado de la reacción al brote que aún persiste en África, sino que son el producto del esfuerzo continuado que algunos países –sobre todo Canadá– mantuvieron cuando este virus aún no era una preocupación en los países desarrollados.

En el caso del MERS-CoV, tenemos la suerte que su detección inicial en 2012 suscitó las primeras investigaciones de cara a la obtención de una posible vacuna, y que parte del trabajo ha podido basarse en lo ya avanzado antes con el SARS-CoV. Gracias a esto, actualmente hay ya varias posibles vacunas candidatas, desarrolladas por pequeñas compañías como Greffex , Inovio y Novavax. Y gracias a que el CSIC posee uno de los mejores grupos de investigación en coronavirus del mundo, tendremos una vacuna basada en virus atenuado creada en el laboratorio de Luis Enjuanes, del Centro Nacional de Biotecnología.

Pero incluso con toda esta anticipación, aún queda un largo camino por delante hasta que la inmunización contra el MERS-CoV llegue a los hospitales, y ya son muchos los expertos que advierten de que, en materia de nuevas enfermedades infecciosas, es prioritario que los esfuerzos, la financiación y los protocolos clínicos se adecúen en tiempo y forma a lo que aún no ha llegado, pero sin duda llegará.

La última de las voces advirtiendo sobre el hielo delgado que pisamos ha sido la de Bill Gates. En la cuarta cumbre anual sobre filantropía celebrada este mes por la revista Forbes, el cofundador de Microsoft participó en un coloquio sobre las lecciones aprendidas de la crisis del ébola. En opinión de Gates, la próxima epidemia de este virus no nos sorprenderá sin preparación, pero no podemos decir lo mismo de futuras pandemias causadas por otros patógenos de más fácil contagio. Y advertía: «Lo que con más probabilidad puede matar a diez millones de personas en los próximos 30 años es una epidemia». «La filantropía no es lo suficientemente grande para ocuparse de todo el problema. El gobierno debe asumir el papel dominante», demandaba Gates. Y lo cierto es que ya son demasiados avisos como para seguir ignorándolos.

Buceando en el hielo hacia el origen de la vida en la Tierra

El ser humano conoce los fósiles desde que tenemos registro histórico de nuestras andanzas por esta roca mojada, aunque al principio se confundieran con cosas tan exóticas como huesos de dragones o restos del diluvio universal. Y el hecho de que incluso se intentara explotarles un presunto poder afrodisíaco demuestra la indómita tendencia del ser humano a pensar en el sexo incluso cuando no viene a cuento para nada.

De no ser por los fósiles, solo podríamos imaginar cómo fue la vida terrícola que nunca conocimos. Haciendo un pequeño y rápido experimento mental en el que los fósiles no existen, los estudios genéticos (filogenéticos) nos desvelarían las relaciones de parentesco entre las especies existentes hoy y con ello podríamos estimar los momentos históricos de divergencia entre las distintas ramas evolutivas, aunque no tendríamos patrones de calibración biológicos fiables. Y puede que esto nos ayudara a averiguar qué formas de ciertos genes y qué rasgos fenotípicos son más ancestrales que otros. Y quizá incluso podríamos reconstruir virtualmente fragmentos de secuencias genéticas representativas de antiguas especies extinguidas.

Reconstrucción de una 'Titanoboa' devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Reconstrucción de una ‘Titanoboa’ devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Pongamos un ejemplo: gracias a las secuencias de ADN y a los rasgos fenotípicos podríamos calcular las distancias genéticas entre dos tipos de lagartos, y entre estos y, respectivamente, las serpientes y las culebrillas ciegas (anfisbenios). Sabríamos entonces que estas últimas están evolutivamente más próximas a los lagartos que las serpientes. Podríamos llegar a la conclusión de que estos tres grupos tuvieron un último ancestro común con patas, dado que las culebrillas ciegas del género Bipes aún conservan las delanteras, mientras que las serpientes las han perdido. La anatomía y la embriología nos ayudarían, ya que los embriones de las serpientes llegan a desarrollar unas yemas de patas traseras que luego se reabsorben; excepto en especies primitivas, como boas y pitones, que conservan vestigios de la pelvis y el fémur.

Pero es evidente que sin los fósiles jamás habríamos sabido de la existencia de Titanoboa, una bestia de casi 15 metros y más de una tonelada de peso que vivió hace 60 millones de años y que, según sus descubridores, apenas habría pasado por una puerta doméstica estándar, y podría haber engullido un bisonte si por entonces hubieran existido.

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Resulta que el panda es carnívoro y no lo sabe

Todos lo conocemos como oso panda, pero ¿es realmente un oso? El animal que simboliza la bandera global de la conservación de la naturaleza –gracias a su elección como logo de WWF– fue inicialmente identificado como oso en el siglo XIX, y colocado con los osos más comunes bajo el género Ursus. Sin embargo, los zoólogos lo reubicaron después en la familia de los prociónidos, con el mapache, también conocido como osito lavador por su costumbre de manipular la comida a la orilla del agua. Pero el panda tampoco iba a quedarse quieto ahí; en 1985, cuando secuenciar el genoma completo de una especie aún era un sueño loco, varios estudios moleculares publicados en Nature devolvieron al panda a la familia de los osos, pero situándolo como un disidente temprano de este grupo.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

Así pues, sí, el panda es un oso con todas las de la ley, tanto como el pardo, el polar o el de anteojos. Y es bien sabido que los osos, aunque pertenecen al orden de los Carnívoros, siguen en su mayoría una dieta más o menos omnívora, algo que se refleja también en su dentición. En un extremo se sitúa el oso polar, puramente carnívoro, mientras que el panda parece haber completado una transición evolutiva hacia la alimentación herbívora, cubierta en un 99% por el bambú.

Sin embargo, cuando en 2009 más de 120 investigadores, en su mayoría de China, lograron secuenciar el genoma completo del panda, encontraron algo sorprendente en el ADN del animal: una ausencia total de los genes necesarios para digerir el alimento vegetal. En su lugar, los científicos descubrieron que «probablemente el panda tiene todos los componentes necesarios para un sistema digestivo carnívoro». «Nuestro análisis de los genes potencialmente implicados en la evolución de la dependencia del panda hacia el bambú en su dieta muestra que el panda parece haber mantenido los requerimientos genéticos para ser puramente carnívoro, aunque su dieta sea primariamente herbívora», escribían.

Curiosamente, los autores del estudio, publicado en Nature, comprobaron que el panda con toda probabilidad carece de un tipo de papilas gustativas especializadas en detectar el sabor umami o sabroso, típicamente asociado a los alimentos ricos en proteínas animales. Así, los investigadores presumían que quizá el gusto había influido en la selección de su dieta. Pero con todo, no podían explicar por qué un animal de genes carnívoros, carente de enzimas capaces de digerir la celulosa, solo come bambú.

Y entonces imaginaron una solución: tal vez la respuesta estaba en la flora microbiana de su intestino. «La dieta de bambú del panda no parece estar dictada por su propia composición genética, y en su lugar debe de ser más dependiente del microbioma de su intestino», escribían. «Dado nuestro hallazgo de que algunos de los genes necesarios para la completa digestión del bambú faltan en su genoma, la investigación del microbioma del intestino del panda puede ser importante para comprender sus inusuales restricciones dietéticas».

Pues bien, el estudio del microbioma del intestino del panda por fin ha llegado. Y la sorpresa es aún mayor, puesto que los microbios de su intestino son también típicos de los animales carnívoros. Según publica hoy un equipo de investigadores chinos en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología, las tripas del panda contienen sobre todo Escherichia, Shigella y Streptococcus, bacterias asociadas a la dieta carnívora, en lugar de Bacteroidetes o especies de Clostridium degradadoras de fibra. Según el coautor del estudio Xiaoyan Pang, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, «este resultado es inesperado y bastante interesante, porque implica que la microbiota del intestino del panda gigante puede no haberse adaptado bien a su dieta exclusiva».

Todo lo cual añade un enigma más a este animal de difícil clasificación, complicada reproducción e incierta supervivencia. Y no se trata de un enigma menor: si este animal incluso ha llegado a sacarse de la zarpa un sexto «dedo», un falso pulgar que es en realidad un hueso modificado para agarrar el bambú, ¿qué sentido tiene que en dos millones de años su metabolismo no haya evolucionado de acuerdo a su dieta? O dicho de otro modo, ¿por qué un animal se obstina en consumir una dieta cuando todo en su organismo pide a gritos otra diferente? Los investigadores no han encontrado ni siquiera una hipótesis que aventurar: «Al contrario que otras especies de mamíferos que han desarrollado una microbiota intestinal (y también una anatomía del sistema digestivo) optimizada para sus dietas específicas, la aberrante coevolución del panda gigante, sus preferencias dietéticas y su microbiota intestinal sigue siendo un enigma», escriben.

En cambio, todo lo anterior sí explica otro hecho, y es la enorme voracidad de los pandas, que pasan hasta 14 horas de cada 24 consumiendo hasta 12,5 kilos de hojas y tallos de bambú; en realidad solo llegan a digerir aproximadamente el 17% de todo lo que ingieren, y el resto lo expulsan tal cual lo comieron.

Pero más allá del acertijo biológico, los científicos extraen una conclusión preocupante, y es si esta falta de adaptación complicará aún más la futura supervivencia del panda, del que en 2014 solo quedaban 1.864 ejemplares en libertad, según WWF. Para Pang, el coautor del estudio, la extraña discordancia entre la dieta de los pandas y su perfil alimentario sitúa a esta especie en un «dilema evolutivo». Según el director del estudio, Zhihe Zhang, también director de la Base de Investigación de la Cría del Panda Gigante en Chengdu, la conclusión es que la paradoja alimentaria del panda «puede haber aumentado su riesgo de extinción».

Ya hay una cura para el ébola

Quédense con este nombre: TKM-Ebola. Es el primer medicamento que ofrece un cien por cien de efectividad contra el ébola, a falta de conocer todos los detalles del estudio que hoy publica Nature y que describe un ensayo preclínico en monos con un fármaco que ataja eficazmente la enfermedad en la fase temprana de la infección.

Partículas del virus del Ébola (en verde) sobre una célula infectada (azul). Imagen de NIAID / Wikipedia.

Partículas del virus del Ébola (en verde) sobre una célula infectada (azul). Imagen de NIAID / Wikipedia.

A juzgar por los indicios desvelados antes del desembargo de la noticia, los resultados parecen espectaculares. Así lo resume en un comunicado el director del estudio, Thomas Geisbert: «Fuimos capaces de proteger a todos nuestros primates no humanos contra una infección letal de ébola Makona [la cepa causante del brote actual] cuando el tratamiento comenzó tres días después de la infección. En este punto, los infectados mostraban signos clínicos de la enfermedad y tenían niveles detectables del virus en la sangre».

Según exponen los investigadores, los animales tratados presentaban síntomas más leves y se recuperaron por completo. El tratamiento protegió a los monos de los daños renales y hepáticos del virus y de las alteraciones en sangre, logros cruciales para evitar la devastación producida por el ébola que causa la muerte de los pacientes. Los controles no tratados sucumbieron a la enfermedad entre los días octavo y noveno de la infección.

El fármaco ha sido desarrollado por la compañía Tekmira Pharmaceuticals, de Vancouver (Canadá), en colaboración con otras instituciones, entre ellas el Departamento de Defensa de EE. UU. El medicamento consiste en una nanopartícula de lípidos (LNP) que contiene pequeñas cadenas de ARN destinadas a interferir con el funcionamiento normal del virus, llamadas ARN pequeños de interferencia (siRNA, por sus siglas en inglés). Estos siRNA tienen una secuencia complementaria a la de las cadenas de ARN del virus, como las dos mitades de una cremallera, por lo que se unen a los ARN virales y los neutralizan. Los experimentos se han realizado en colaboración con la división médica de la Universidad de Texas en Galveston, poseedora de uno de los mejores centros del mundo de nivel de bioseguridad 4 para trabajar con patógenos muy peligrosos.

Es primordial subrayar que logros como estos no se obtienen de la noche a la mañana por arte de magia cuando las epidemias aprietan. Como en la clásica fábula de la cigarra y la hormiga, todos nos beneficiaremos ahora del trabajo de los países que invirtieron en investigación sobre el ébola cuando nadie más lo hacía: Canadá y EE. UU. De hecho, el primer estudio preclínico con los siRNA-LNP se publicó en la revista The Lancet en 2010.

En enero de 2014, Tekmira lanzó la fase I del ensayo clínico, la primera prueba en humanos que sigue a los estudios preclínicos y que constituye el paso inicial del largo proceso necesario para que un medicamento llegue al mercado. Sin embargo, en julio la Agencia de Fármacos y Alimentos de EE. UU. (FDA) decidió dejar el ensayo en suspenso cuando se detectaron síntomas de tipo gripal en varios de los sujetos. Esto no implica que el fármaco no sea válido, o que se vaya a detener su desarrollo. Simplemente, en la fase I se evalúa si el medicamento es seguro, y cualquier anomalía debe examinarse en detalle antes de proseguir.

En agosto, no obstante, la FDA autorizó el uso del medicamento para el tratamiento experimental de pacientes en riesgo crítico, una medida excepcional que se adopta en ocasiones para sortear el largo proceso de los ensayos clínicos cuando existe una verdadera emergencia de salud pública, como es el caso del actual brote de ébola. Gracias también a estas medidas se pudo administrar otro fármaco en pruebas, el ZMapp, a la enfermera española Teresa Romero y a otros afectados. El ZMapp (Mapp Biopharmaceutical, San Diego, California), constituido por anticuerpos contra el virus, es otro de los tratamientos actualmente en desarrollo, junto con el AVI-7537 de la compañía Sarepta Therapeutics (Cambridge, Massachusetts). Este último también se basa en ARN modificado, aunque su mecanismo de acción es diferente al del TKM-Ebola.

Aunque la confirmación oficial de la validez terapéutica del TKM-Ebola en humanos aún deberá esperar, los indicios son tremendamente prometedores. El día 10 de este mes, Tekmira anunció que la FDA ha levantado la suspensión de la fase I para dosis bajas, y la compañía planea la reanudación del ensayo clínico a lo largo de las próximas semanas, con resultados previstos para la segunda mitad del año. Mientras tanto, el medicamento ya se está empleando para tratar a los enfermos de ébola en Sierra Leona.

Una última gran ventaja del TKM-Ebola es que su diseño puede retocarse fácilmente para hacer frente a nuevas cepas del virus que puedan surgir en el futuro. La modificación de la secuencia de ARN es una alteración menor sin apenas incidencia en el proceso productivo; se trataría simplemente de secuenciar el genoma del nuevo aislado del virus, comprobar las variaciones en el ARN respecto a la cepa modelo y programar estos cambios en la máquina que sintetiza los siRNA. En palabras del presidente de Tekmira, Mark Murray: «El estudio demuestra que podemos adaptar rápidamente y con precisión nuestra tecnología de siRNA-LNP para dirigirla contra secuencias genéticas que emerjan en nuevos brotes de virus del ébola».

El autismo, ¿una insospechada conexión entre el intestino y el cerebro?

La semana pasada comentaba aquí un campo científico emergente que está ganando momento y sentando un nuevo paradigma: la capacidad de la microbiota intestinal humana, las bacterias que viven en nuestras tripas, para influir sobre el funcionamiento de nuestro cerebro. El puente que establece este eje intestino-cerebro aún necesita de mucha investigación para ofrecernos una imagen nítida, pero lo más plausible es que se trate de mecanismos neuroendocrinos.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Entre los desórdenes neurológicos que podrían esconder una relación insospechada con las bacterias intestinales, los expertos han propuesto la depresión, la ansiedad, el dolor crónico y los trastornos del espectro autista. En este último caso, ciertos experimentos han encontrado vínculos causales demostrados que apoyan la credibilidad de otros estudios epidemiológicos. Como insisto siempre, la asociación estadística de datos puede conducirnos a desastrosos errores si las correlaciones no vienen con unos buenos cimientos experimentales, como está sucediendo últimamente con recomendaciones dietéticas que se tambalean cuando las pruebas no las sostienen.

Ahora, un nuevo estudio aporta un cable más a este puente que parece tenderse entre el autismo y la microbiota. Pero no es un estudio muy al uso, como tampoco su autor es un científico al uso. John Rodakis estudió biología molecular, una formación que unió a su MBA en la Escuela de Negocios de Harvard para dedicarse a la inversión de capital riesgo en empresas tecnológicas y biomédicas, un terreno en el que parece moverse con enorme éxito. Hay otro dato fundamental en su biografía: Rodakis es padre de un niño con autismo.

Como otros padres en parecida situación económica y personal, Rodakis ha emprendido un mecenazgo para dedicar una parte de su fortuna a la investigación sobre el trastorno que afecta a su hijo. Pero con una diferencia que claramente denota su formación científica: en lugar de sumar su esfuerzo a la corriente, como suele ser habitual, su fundación N Of One «se centra en la investigación emergente sobre el autismo que no está recibiendo financiación adecuada en relación a su mérito científico, en especial la investigación que trata las observaciones de padres y médicos como pistas potenciales sobre cómo funciona el autismo», en palabras de la propia institución.

Salvando casos particulares que incluso han merecido llevarse al cine (El aceite de la vida o Medidas extraordinarias), el mecenazgo en la investigación –de mayor tradición anglosajona– no suele fijarse en enfoques científicos alternativos, sino que habitualmente favorece a los investigadores líderes que representan el llamado mainstream (o corriente principal), o bien atiende sectores desasistidos por su impacto minoritario en la población general –como el de las enfermedades raras– pero sin abrir necesariamente abordajes nuevos. Como biólogo de formación, Rodakis tiene probablemente el criterio para apreciar que la posible conexión intestino-cerebro no es un fenómeno paranormal, sino que tiene un fundamento científico. Pero no es esta la única razón por la que está tanto preparado para evaluar este enfoque como interesado en financiarlo. Además, es su propia experiencia personal la que le guía.

Todo comenzó el día de Acción de Gracias de 2012, una festividad tradicional en EE. UU. Rodakis visitaba a unos parientes con su mujer y sus hijos cuando advirtió que los dos niños habían contraído amigdalitis, las típicas anginas. En el centro de urgencias, el médico de guardia les prescribió amoxicilina, un antibiótico comodín. La sorpresa llegó cuando el fármaco no solo curó la infección de los niños, sino que uno de ellos, diagnosticado con autismo moderado a grave, pareció mejorar de sus síntomas con el tratamiento.

«Comenzó a establecer contacto visual, que antes evitaba; su habla, que estaba seriamente retrasada, empezó a mejorar marcadamente; era menos rígido en su insistencia de costumbres y rutinas», escribe Rodakis en su estudio, publicado en la revista Microbial Ecology in Health and Disease y de libre acceso. El autor añade que el niño se mostraba más activo y que incluso comenzó a montar en un triciclo que sus padres le habían regalado seis meses antes y al que hasta entonces no había prestado atención.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Los progresos del niño también sorprendieron a los médicos, que no estaban informados de la circunstancia del antibiótico. Para sistematizar y confrontar los datos, Rodakis utilizó un software con el que registraba y evaluaba 20 parámetros del autismo. «Confío en que las mejoras que vimos eran reales, significativas y sin precedentes», resume. «Animaría a cualquier padre/madre que crea que está observando un fenómeno similar a que tome notas detalladas y cuidadosas y a que obtenga tanta documentación en vídeo como le sea posible, porque esa información puede ser útil en el futuro», añade.

A continuación, Rodakis investigó si había más casos descritos como el suyo, y descubrió que otros padres compartían sus observaciones (aunque en ciertos casos, por el contrario, los antibióticos parecían agravar los síntomas). Encontró también un único estudio previo, publicado en 2000 a partir de un ensayo realizado en un hospital de Chicago, en el que otro antibiótico –vancomicina– también mejoró los síntomas de autismo. Por último, el autor indagó en el campo emergente de la conexión intestino-cerebro y encontró que otros estudios sugerían una relación entre la microbiota intestinal y algunas condiciones cognitivas y funcionales del cerebro, entre ellas el autismo.

Con todo ello Rodakis, que como inversor profesional parece ser un tipo de soluciones concretas, tomó varias medidas. Primera, crear su fundación N of One, una expresión empleada en inglés para designar un ensayo clínico con un solo paciente. Segunda, reunir un equipo científico multidisciplinar para investigar la conexión microbiota-autismo desde distintos enfoques. Tercera, organizar y patrocinar el Primer Simposio Internacional del Microbioma en la Salud y la Enfermedad con Especial Atención al Autismo, que se celebró en junio de 2014 en Arkansas. Y cuarta, reunir las presentaciones del simposio y un artículo relatando su propio caso en un número especial sobre microbioma y autismo de la revista Microbial Ecology in Health and Disease. Se trata de una publicación revisada por pares, aunque minoritaria y con un índice de impacto histórico muy bajo; pero por su planteamiento y desarrollo formal, quizá el artículo de Rodakis no habría encajado en muchas de las revistas más habituales.

Naturalmente, Rodakis admite que aún es pronto para definir el peso real del microbioma en el desarrollo y evolución del autismo, y que este vínculo no será aplicable a todos los casos. Tratándose de un amplio espectro de trastornos, tal vez apuntar a una única causa común sería como intentar hacer lo mismo con el cáncer. Al autismo se le atribuye un componente genético; la última prueba ha llegado también esta semana en la revista Nature, en la forma de un gen llamado CTNND2 que parece estar involucrado en casos de autismo familiar. Además, los estudios neurológicos han mostrado que existe una huella del autismo en el cableado neuronal, sugiriendo que cualquier tratamiento farmacológico siempre estaría limitado por factores estructurales.

Tampoco Rodakis pretende que los antibióticos sean una opción terapéutica aceptable, ni siquiera para los casos susceptibles. Pero como buen biólogo, sabe que el hecho de comprobar un efecto importa más que el hecho de que el efecto sea favorable o contraproducente: si hay un efecto, es que existe una interacción, y esta siempre puede manipularse para orientarla hacia el resultado deseado. Ahora, argumenta Rodakis, se trata de emplear los antibióticos como herramientas de investigación para ayudar a definir el mecanismo de esa interacción. Y una vez comprendido este mecanismo, si es que existe y si es que llega a comprenderse, tal vez se abra un nuevo campo de batalla en el tratamiento y la prevención del autismo.