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Cuernos sintéticos de rino, ¿solución o simple negocio?

Hoy traigo una muestra de que no todos aquellos interesados en que los rinocerontes continúen existiendo dentro de 20 años están convencidos de que la actual prohibición del comercio internacional de cuernos sea lo mejor para lograrlo. Quienes sí lo piensan, como la Born Free Foundation (BFF) de la que hablé ayer, alegan razones cuyo resumen general viene a ser que la legalización podría elevar la demanda, y el riesgo de esta posibilidad aconseja no tocar el veto vigente desde 1977.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional de Meru (Kenya). Imagen de J. Y.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional de Meru (Kenya). Imagen de J. Y.

Pero ¿ha funcionado el veto? Este gráfico, publicado en Science en 2013, muestra de un vistazo la evolución de la caza furtiva de rinos de 2000 a 2012.

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Organizaciones como BFF alegan que hasta 2007 el veto estaba cumpliendo su función, ya que el furtivismo contra los rinos se mantenía a niveles muy bajos. Y que el ascenso vertiginoso a partir de 2008 es un fenómeno esporádico no relacionado con la demanda tradicional, sino provocado por la repentina moda en Vietnam de adquirir polvo de cuerno de rinoceronte como capricho caro de los nuevos millonarios.

Pero si los datos son objetivos, las interpretaciones son libres. ¿Realmente fue el veto lo que mantuvo el furtivismo a raya hasta 2007? ¿O fue simplemente la ausencia de demanda, ya que China había retirado en 1992 el cuerno de rino su farmacopea tradicional a raíz de su entrada en el CITES? Sin duda, el surgimiento de una nueva oleada de demanda a partir de 2008 disparó la matanza de rinos a pesar del veto. Por este motivo, hay quienes piensan que no hay pruebas suficientes para evaluar los efectos del veto ni mucho menos su posible modificación.

Entre estos se cuenta la ONG británica Save the Rhino International (STRI), la mayor entidad dedicada específicamente a la conservación de los rinocerontes, y uno de cuyos principales promotores fue Douglas Adams, autor de La guía del autoestopista galáctico. Según me cuenta Cathy Dean, directora de STRI, Suráfrica emprendió un exhaustivo estudio de 18 meses a cargo de un comité de expertos, con vistas a la posible presentación de una propuesta de legalización del cuerno de rino en la reunión del CITES que se celebra estos días en Johannesburgo. Sin embargo, finalmente la moción no fue presentada. Por este motivo la pequeña Suazilandia, que planeaba votar a favor de la propuesta para poder vender su stock de cuernos, decidió en el último momento presentar la suya propia de manera precipitada.

«Suráfrica no ha publicado los resultados del comité», dice Dean. «¿No sería útil para las partes del CITES, los 182 países, poder ver el informe del comité para poder tomar una decisión informada?», se pregunta. La visión de STRI es que se trata de una cuestión compleja con múltiples variables, y que por tanto no se puede liquidar con ideas preconcebidas o eslogans. «En SRTI aún no tenemos una postura definitiva sobre si legalizar el comercio internacional de cuerno de rino ayudaría a asegurar la supervivencia a largo plazo de las especies de rinos, o si aceleraría su extinción», concluye Dean. «Creemos que no hay suficientes pruebas disponibles para formarnos una opinión clara».

Dean confiesa no saber si realmente la legalización elevaría la demanda, una postura mucho más juiciosa que la de quienes afirman tajantemente que sí. Hoy por hoy, lo único que sabemos es que la demanda ha aumentado sin la legalización. Por ello, Dean considera que como mínimo el veto no es una varita mágica, y que la batalla deberá continuar en todos los campos donde se libra actualmente, desde la sabana hasta las calles de Vietnam.

En esta lucha se ha abierto recientemente un nuevo frente. Un puñado de compañías biotecnológicas han anunciado que pronto comenzarán a fabricar cuerno de rino artificial mediante nuevas tecnologías de bioimpresión en 3D. Cuando empresas como Pembient o Rhinoceros Horn anunciaron sus planes de poner a la venta este producto, muchos palidecieron, ya que este material abre un agujero legal no cubierto por el CITES (nota: las resoluciones del CITES afectan únicamente al comercio internacional, mientras que cada país es libre para legislar sobre el comercio interior).

La gran mayoría de las ONG, incluyendo BFF y STRI, se han manifestado en contra de la comercialización de este producto. No todas: Traffic, que lucha contra el comercio internacional de especies, fue más cauta al sugerir que esta vía no debería descartarse directamente sin un análisis más profundo.

No por casualidad, Matthew Markus, CEO de Pembient, está presente estos días en la reunión del CITES en Johannesburgo, según contó Business Insider. Pero la legitimidad de la aspiración de Markus de poner a la venta un producto que no es ilegal se tambalea con sus declaraciones. El empresario dijo a BI que reducir la demanda de cuerno «no sería ético», ya que «estas prácticas se basan en miles de años de tradición cultural; son mucho más viejas que Acción de Gracias».

Lo cual es un engaño deliberado, ya que Markus sin duda debe conocer que la nueva demanda vietnamita no guarda absolutamente ninguna relación con la medicina tradicional china, sino que es una moda de nuevos ricos nacida del rumor según el cual un expolítico de aquel país se había curado el cáncer tomando polvo de cuerno. Como he mencionado más arriba, el cuerno de rino ya no está presente en el recetario oficial publicado por la Administración Estatal de la Medicina Tradicional China. Las palabras de Markus revelan su lógico deseo de una demanda potente, escudado en un argumento falaz.

Por otra parte, y si la apertura al comercio de cuerno natural podría legitimar el producto ante sus consumidores (como me decía la portavoz de BFF), mucho más aún lo haría la puesta a la venta de un sucedáneo sintético. Mientras organizaciones como WildAid se empeñan en la ardua labor de convencer al público en el sureste asiático de que el cuerno de rinoceronte no tiene absolutamente ninguna propiedad terapéutica, psicotrópica ni afrodisíaca (su composición es la misma que la del pelo y las uñas), el efecto que tendría la venta de un sustituto artificial puede resumirse en una frase al estilo de eso que últimamente viene llamándose cuñadismo, pero en versión vietnamita: «¿Lo ves? Si no sirviera para nada, ¿crees que lo venderían los americanos?».

«La legalización del cuerno de rino legitimaría su consumo»

Tras la pausa del fin de semana, la 17ª Conferencia de las Partes del CITES (Convención sobre el comercio internacional de especies amenazadas de fauna y flora silvestres) deberá votar la propuesta de Suazilandia de legalizar el comercio internacional de cuerno de rinoceronte, prohibido desde 1977. Como conté ayer, la propuesta no saldrá adelante por no contar con el apoyo suficiente, pero abrirá un debate que promete una continuación después de la conferencia.

Como ya expliqué, el asunto es más complejo de lo que parece a primera vista. Entre las opiniones contrarias al levantamiento del veto se encuentra la Fundación Born Free (BFF), una entidad conservacionista creada en Reino Unido por los actores que en 1966 protagonizaron la película Born Free (Nacida libre), después convertida en serie. La película se basaba en la historia real de Joy y George Adamson, una pareja de europeos que entregaron sus vidas a la conservación de los leones en Kenya (y ambos fueron asesinados por ello).

Un rinoceronte negro en la Reserva Nacional de Masai Mara (Kenya). Imagen de J. Y.

Un rinoceronte negro en la Reserva Nacional de Masai Mara (Kenya). Imagen de J. Y.

La postura de BFF me llega a través de su directora de comunicación, Shirley Galligan. En resumen, la fundación se opone «vigorosamente» a la propuesta de Suazilandia, alegando una serie de motivos. Para BFF es imperativo mantener la situación actual, ya que el veto del CITES «ha contribuido enormemente a la protección de los rinos». Galligan señala que el furtivismo contra estos animales se mantuvo a niveles bajos hasta 2007, y que si ha empeorado desde entonces es debido a la nueva demanda procedente de Vietnam que no tiene nada que ver con los usos tradicionales del cuerno, como ya expliqué.

La portavoz de BFF añade que la propuesta de Suazilandia, presentada en el último momento cuando el gobierno de aquel país supo que Suráfrica no elevaría su propia petición con el mismo contenido, no bastaría para cubrir la demanda de cuerno, por lo que no serviría para reemplazar el producto ilegal. «En cambio, complicaría perversamente la persecución [del mercado negro], al proporcionar un medio por el que los cuernos ilegales podrían blanquearse para entrar en el comercio legal», añade.

Además, Galligan traza un paralelismo con el caso del marfil procedente de los elefantes, que no está sometido a una prohibición tan estricta. La portavoz de BFF alega que las ventas puntuales de marfil autorizadas por el CITES «han resultado en un aumento masivo del furtivismo contra los elefantes y en la clara aparición de mercados paralelos de marfil, legal e ilegal, sobre todo en China». Galligan prevé que la legalización del cuerno de rinoceronte acarrearía consecuencias similares.

Pero más allá de las predicciones, que son siempre apuestas falibles, Galligan apunta un argumento cargado de buen juicio. Existen organizaciones como WildAid cuyo objetivo no es luchar contra el furtivismo, proteger a los animales o combatir el tráfico ilegal de especies, sino reeducar la demanda; hacer comprender a los consumidores de materiales como el cuerno de rino que la única poción mágica es la de Astérix y solo funciona en los cómics. Que las presuntas propiedades beneficiosas de este material, compuesto por el mismo ingrediente que el pelo y las uñas, se resumen en dos palabras: absolutamente ninguna. Y por tanto, que se trata simplemente de una moda estúpida que provoca perjuicios evidentes sin aportar a cambio ningún beneficio para los consumidores.

«La propuesta suazi minaría las actividades de reducción de demanda en los países consumidores, legitimando el producto a los ojos de los usuarios existentes y potenciales», dice Galligan. Desde el punto de vista científico, merece aplauso que las organizaciones conernidas por este problema se pronuncien en contra de las supersticiones peligrosas. Pero algo muy distinto es que este objetivo sea asequible. Incluso en países más desarrollados y educados que los del sureste asiático, como el nuestro, la creencia en fórmulas mágicas como la homeopatía continúa vigente. ¿Quiénes somos para dar lecciones de nada a nadie?

¿Quién le pone el cascabel al rinoceronte?

Desde el pasado sábado 24 y hasta el próximo miércoles 5 de octubre, en Johannesburgo se discuten asuntos de importancia que apenas tendrán cabida en los medios de por aquí, inundados hasta el ahogamiento por los juegos florales, minués de salón y exabruptos ocurrentes que la política nacional vomita cada día.

Los problemas que se debaten en la 17ª Conferencia de las Partes del CITES (Convención sobre el comercio internacional de especies amenazadas de fauna y flora silvestres) son reales, y no son solo de interés marginal para ecologistas y científicos: las decisiones del CITES afectan a cuestiones como las economías nacionales de muchos países, las redes del crimen organizado (el de especies es el cuarto comercio ilegal del mundo tras el de drogas, el de productos falsificados y el de personas) o el posible infortunado encuentro de cualquiera de ustedes, si alguna vez viajan a África, con una banda de cazadores furtivos que no dudaría en meterles una bala en la cabeza.

Entre esos asuntos destaca la propuesta de Suazilandia, remoto y pequeño país en el cucurucho de África, para tumbar el veto al comercio internacional de cuerno de rinoceronte, vigente desde 1977. Hace unos días lo conté con detalle en otro medio, pero este es el resumen: aunque el cuerno de rino ya no se emplea oficialmente en la medicina tradicional china, hay una nueva oleada de demanda procedente de Vietnam, donde este material se ha convertido en el capricho de lujo de los nuevos millonarios. Le atribuyen toda clase de milagros, desde aliviar la resaca a curar el cáncer. Naturalmente, el cuerno de rinoceronte es tan eficaz para lo que sea como nuestros recortes de pelo o uñas, ya que todos ellos se componen de queratina.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de J. Y.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de J. Y.

Hay quienes elogian el veto del CITES como un gran triunfo, pero también quienes alertan de que la matanza de rinos continúa aumentando. Y entre estos últimos, algunos han aventurado la posibilidad de abrir una vía al comercio con el objetivo de cubrir la demanda con producto legal a un precio alto, pero inferior al del mercado negro.

Los defensores de esta postura esgrimen el argumento de que el cuerno de rinoceronte recrece después de cortado si se hace adecuadamente, y que por tanto puede cosecharse periódicamente de individuos vivos sin dañar a los animales. De hecho, en algunas regiones de África se despoja a los animales de sus ornamentos para protegerlos de los furtivos.

Todo lo cual, aunque no lo parezca, es materia de reflexión. Aunque no lo parezca, porque en cuestiones como estas la primera tentación es reaccionar visceralmente de manera irreflexiva. Quienes amamos África y su fauna queremos que siga allí por mucho tiempo, y cualquier movimiento que pudiera representar una nueva amenaza repugna a primera vista, sobre todo si como consecuencia de él alguien va a enriquecerse aún más.

En un segundo acercamiento, ya más fundamentado, existe ese viejo lema de que la legalización de lo que sea incrementa la demanda. Pero ¿es cierto? Los defensores del levantamiento del veto alegan que tal cosa no ha ocurrido en los países donde se han legalizado ciertas drogas. Y que por lo tanto el clásico eslogan dista mucho de ser una regla general.

Finalmente, y en el tercer nivel de análisis, resulta que los defensores de la vía del comercio legal no son solo quienes se beneficiarían económicamente de ello, como los criadores surafricanos que mantienen ranchos privados. Algunos de ellos son conservacionistas expertos con historiales académicos o científicos sólidos. En el caso de Suazilandia, la pretensión del país es vender su stock de cuernos y poner en marcha después un mercado estable anual con su cosecha regular de cuernos procedentes de rinos vivos. Los beneficios de este comercio, dicen, se destinarían a la protección de la especie.

Es cierto que la conservación de los rinos es una empresa muy cara, dependiente de países que no tienen precisamente economías desahogadas. Es cierto, en el otro plato de la balanza, que en África las grandes operaciones económicas suelen dejar bastante dinero en el bolsillo de quienes no deberían llevárselo (aunque casi, ¿y dónde no?). Pero también es cierto que los africanos se quejan de que quienes no sufren sus problemas se crean en el derecho a solucionarlos y en la posesión de la verdad sobre cómo hacerlo. Y no les falta razón: los países occidentales no pagan la conservación de sus rinocerontes, pero tampoco les permiten aprovechar sus propios medios para costearla.

Mientras escribo estas líneas, la propuesta de Suazilandia aún no se ha votado, aunque es imposible que alcance la mayoría necesaria de dos tercios de los 182 países del CITES. Pero por si alguien aún duda de que realmente este es un asunto que debería dar en qué pensar a ecólogos, conservacionistas, políticos, economistas y científicos, y con ellos a todos los demás, constato aquí otra sorprendente realidad: incluso entre las ONG conservacionistas no hay una postura unánime. Mañana lo contaré.

¿Puede un cambio de nombre ser letal para los elefantes?

Un elefante es un elefante es un elefante. ¿Qué importa cómo lo llamemos? Aún más, ¿en qué puede influir, fuera de los muros de la ciencia, que se le etiquete con un nombre científico u otro?

Un pequeño elefante huérfano toma su biberón en el David Sheldrick Wildlife Trust, en Nairobi (Kenya). Imagen de J. Y.

Un pequeño elefante huérfano toma su biberón en el David Sheldrick Wildlife Trust, en Nairobi (Kenya). Imagen de J. Y.

Sorprendentemente, las implicaciones pueden ser mayores de las que imaginarían, hasta el punto de que un cambio de nombre puede amenazar aún más la supervivencia de una especie en peligro de extinción. Piénsenlo por un momento: las leyes protegen a las especies, pero las leyes especifican los nombres de dichas especies. ¿Qué ocurre si los nombres cambian? ¿Podría una especie de repente encontrarse en un vacío legal que la desnude de toda protección?

En general, no. Pero puede ocurrir. Y precisamente esto es lo que cuenta un grupo de investigadores de Reino Unido y China en un estudio publicado en agosto en la revista Conservation Letters.

Los investigadores abordan el problema del cambio de nombre científico de las especies. El del elefante no es ni mucho menos un caso aislado; como conté ayer, y a medida que se aclara el dibujo de la filogenia evolutiva de las especies, muchas deben reubicarse y cambiar de denominación científica, lo que se conoce como nomenclatura binomial (género y especie, como Homo sapiens).

El problema surge cuando la legislación no recoge la nueva denominación. Los investigadores abordan específicamente el problema de China, un país donde tradicionalmente se ha masacrado a especies raras por la creencia de que partes de estos animales curan enfermedades humanas.

Aunque el gobierno chino (casi estaba tentado de escribir «los gobiernos chinos», pero no) firmó en 1993 el Convenio de Especies Amenazadas CITES y eso se tradujo en la retirada de su farmacopea tradicional de ingredientes como el cuerno de rinoceronte (acabo de publicar un reportaje sobre esto), lo cierto es que la Lista de Especies Protegidas establecida en la ley china no se actualiza desde 1989, según explican Zhou y sus colaboradores en el estudio.

En concreto, y según los autores:

Los nombres de 25 especies amenazadas, incluyendo 18 mamíferos, se han vuelto incongruentes con la ley china. Además, dos especies de primates, descubiertas recientemente en China, aún no se han incorporado a la ley. Otras seis especies de mamíferos se conocen por diferentes sinónimos en la ley china y en el CITES, dificultando la aplicación de políticas internacionales y la recopilación de datos de comercio ilegal de fauna.

Ya imaginan lo que esto supone. En palabras del estudio, la situación crea «una amplia gama de vacíos legales que potencialmente compromete la capacidad de perseguir el comercio ilegal de fauna». Aunque un tigre es un tigre, un abogado también lo es. Es un abogado, quiero decir, no un tigre.

Los autores concluyen que esta situación puede afectar a otros países, y que ello podría poner en peligro la protección de la fauna. «Recomendamos que los nombres científicos binomiales sean actualizados sistemáticamente en las 181 [hoy son ya 182] naciones firmantes del CITES», sugieren.

¿Afectará esto a los elefantes tras su previsible cambio de nombre? No en lo que respecta al elefante africano en China, dado que esta especie no es nativa del país y por tanto su comercio allí está regulado por las normas internacionales acordadas por los países firmantes del CITES. En cambio, sí podría afectar a los países donde el elefante africano es nativo, puesto que el comercio interior está fuera del ámbito de aplicación del CITES.

Pero el elefante asiático sí vive en China, por lo que el cambio podría concernirle en caso de que se viera afectado por la reorganización taxonómica. La Lista de Especies Protegidas de China ampara a la familia Elephantidae y específicamente al elefante asiático, Elephas maximus. Pero históricamente, la familia de los elefántidos ha sido como la casa de Gran Hermano, con distintos proboscídeos entrando y saliendo alternativamente a lo largo del tiempo; en el caso que nos ocupa, debido a las frecuentes revisiones taxonómicas. Esperemos que la nueva y aún pendiente no cree un nuevo agujero para el tráfico ilegal de especies amenazadas.

La doble cara de la caza

Como medio-keniano mestizo desde hace un cuarto de siglo, después de tantas horas al amanecer buscando leopardos en las riberas, con la esperanza de capturar su ardiente pelaje con mi cámara y sintiéndome un respetuoso intruso en su mundo, se comprenderá qué me corre por el cuerpo al observar esa foto. O cualquier otra similar de un millonario occidental de esos que llegan, matan y se van, probablemente sin estar seguros siquiera de si lo que han matado se llama leopardo, guepardo… ¿Leotardo? ¿Leonardo?

César Cadaval, con un leopardo abatido. Imagen de Twitter.

César Cadaval, con un leopardo abatido. Imagen de Twitter.

No imagino matar un animal a no ser que necesitara comérmelo para sobrevivir. Pero ante tanta bilis vertida en Twitter a propósito de la foto de marras, alguien tiene que explicar ciertos extremos que deben invitar a una reflexión un poco más profunda.

La caza se ha empleado tradicionalmente en muchos lugares del mundo como ayuda a la conservación de ecosistemas. Se matan animales enfermos que podrían extender epidemias. Pero también se sacrifican animales perfectamente sanos que han causado conflictos con la población humana, y que volverían a causarlos: elefantes que se acostumbran a frecuentar los cultivos, que reaccionan agresivamente contra sus propietarios y se vuelven irrecuperables; leones que se han habituado al contacto con los humanos y atacan con facilidad. Un ejemplo de esto último sucedió en el Parque Nacional de Aberdares, en Kenya, donde un león rescatado de un circo mató a una persona y tuvo que ser sacrificado.

Pero la caza también se ha empleado simplemente como método de control de poblaciones, como repasaba una revisión de hace unos años:

Hasta los años 70, los responsables [de la conservación] asumían que el sacrificio era necesario para impedir el aumento de las poblaciones, una premisa que justificó el sacrificio preventivo de ciervos en el Parque Nacional de Yellowstone y de elefantes en Zimbabwe y Uganda, y que fue la base de los planes de sacrificio de elefantes en el Parque Nacional de Tsavo, en Kenya, y en otros lugares.

Hoy este método se enfrenta cada vez con más objeciones éticas, incluso teniendo en cuenta que, según sostienen algunos científicos, el sacrificio controlado en las poblaciones de depredadores contribuye eficazmente a su sostenibilidad y reduce su riesgo de extinción. Algunos investigadores mantienen también que hay diferentes modelos de conservación, y que no hay necesidad de intervenir para mantener un estado concreto. En el caso de especies valiosas o en peligro se ha fomentado la translocación de animales de unas regiones a otras, pero se trata de un procedimiento muy costoso.

Pero mientras el sacrificio preventivo con fines de conservación resulta cada vez más cuestionable, paradójicamente existe también un movimiento en sentido contrario. Países como Suráfrica, Botswana o Zimbabwe han aprovechado la caza sostenible como jugosa fuente de ingresos para la conservación. Mientras, Kenya prohibió la caza en los años 70; cuando es necesario el sacrificio de algún animal, son los guardas de los parques quienes se encargan de ello. En Kenya la caza cuesta dinero al estado (a la gente) en lugar de generarlo.

Por este motivo, durante décadas ha existido en Kenya una corriente de presión que ha tratado de abrir el país a la caza bajo el argumento de rentabilizar la conservación. Personalmente me apenaría enormemente ver la caza legalizada en Kenya. Pero la nueva ley de conservación aprobada en 2013 ha abierto la mano al sacrificio restringido y autorizado en ciertos casos como método de control de población, cuando no exista posibilidad de translocación u otros procedimientos, y con un control registrado sobre los trofeos. Lo cual, en la práctica, y en un país como Kenya donde impera la corrupción, significará que quienes puedan pagarlo obtendrán permisos para abatir presas en ranchos privados y llevárselas a casa.

Tal vez nos indigna que un buen chorro de dinero pueda comprar la muerte de un animal. E indudablemente nos repugna la actitud soberbia y ufana del gran cazador blanco que hoy resulta ya tan anacrónica. Con todo, el debate científico sobre la caza como método de ayuda a la conservación continuará, y debe continuar. Pero por favor, que al menos las fotos se las guarden para ellos mismos.

El buen tiempo ya no es buen tiempo

Nunca la sierra de Madrid me había recordado tanto a Kenya. El tiempo que tenemos estos días por aquí, ya a mediados de noviembre, es el típico clima de Nairobi (salvo por los cielos despejados) en lo que ellos llaman invierno, que cae en nuestro verano. Noches frescas que se caldean rápidamente por la mañana hasta que sobra la manga, sin que la temperatura llegue nunca a la grosería de hacernos sudar. Allí lo llaman eterna primavera. Aquí debemos llamarlo cambio climático.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Aumento previsto de las temperaturas entre mediados del siglo XX y mediados del XXI. Imagen de NOAA/GFDL.

Una aclaración. Meteorólogos, climatólogos y geofísicos nos advierten de que no debemos dejarnos llevar por las impresiones momentáneas y locales. O, dicho de otro modo, que no debemos mezclar tiempo y clima, salvo por el hecho de que el estudio del clima necesita mucho tiempo (discúlpenme el penoso juego de palabras).

Pero si tenemos días de temperaturas aberrantes para esta época del año, y los días crecen a semanas, y esto ocurre en un gran trozo de planeta, y las semanas logran que un mes se declare el más caluroso a escala global de la historia registrada, como ya ha ocurrido este año en febrero, marzo, mayo, junio, julio, agosto y septiembre, y si esto resulta en que un año sea también el más cálido en los registros, como sucedió en 2014, y si ya son 38 años consecutivos con una temperatura global superior a la media del siglo XX, y si 2014 ha batido el récord de concentraciones de gases de efecto invernadero, y si se anuncia que la temperatura global en 2015 ya va a superar en 1 °C la media de los niveles preindustriales, y que los esfuerzos a presentar en la próxima conferencia del clima de París aseguran un aumento de la temperatura de 3 °C, un grado por encima del objetivo de 2 °C que se consideraría el máximo límite aceptable del mal menor…

Pues vaya, esto ya empieza a parecerse a aquello del que toca una trompa, toca una oreja grande, toca un colmillo, toca una pata, y llega a la conclusión de que todo aquello probablemente constituye lo que viene siendo un elefante.

Esto, independientemente de que no todas esas impresiones aisladas y esporádicas sean coincidentes. Por ejemplo, el pasado septiembre tuvimos que abandonar las cosas propias del verano antes que otros años, porque el mes vino más frío de lo habitual en España. Y sin embargo, en todo el planeta fue el septiembre más cálido de todos los septiembres que han sido en la historia de la meteorología moderna. Cualquiera que haga el menor esfuerzo por mover la maquinaria pensante sobre sus hombros tiene ahora al fácil alcance de sus entendederas cuál es la temperatura del asunto, nunca mejor dicho, a escala global.

A estas alturas, negar la realidad de un cambio climático, con independencia de sus causas, sólo puede venir motivado por una cerril ceguera deliberada. Pero entrando en sus causas, no es necesario ser un especialista para comprender que más de doscientos años vertiendo al aire cantidades ingentes de gases de efecto invernadero obligatoriamente deben afectar al comportamiento de la atmósfera. En las muy contadas ocasiones en que se han producido agresiones comparables –episodios de vulcanismo masivo y extremo, como el del Decán, o impactos de asteroides–, el resultado ha sido la extinción de la mayoría de las especies terrestres. Por tanto, negar el impacto antropogénico actual, por un lado, y la gravedad de sus previsibles efectos, por otro, sólo puede venir motivado por un no menos cerril fanatismo ideológico, ya que dudosamente quienes lo niegan pueden aportar un modelo climático alternativo que justifique sus alegaciones.

Hubo un tiempo en que las denuncias de un deterioro climático antropogénico peligroso para casi todo lo que ahora entendemos como vida en la Tierra se consideraban una patraña maliciosa urdida por una maligna conspiración comunista destinada a derribar el sistema. Pero como broma ya está bien. Hoy solo personajes psiquiátricamente fronterizos pueden continuar sosteniendo que todo esto no es más que un sofisma populista. Quienes siguen oponiéndose de este modo a la evidencia son combustible fósil.

Dejando de lado este fenómeno cada vez más marginal, hay dos, estas sí, poderosas razones que frenan los intentos de los organismos concernidos por llamar a la acción global. En primer lugar, en esta sociedad regida por intereses inmediatos, efímeros y cortoplacistas, es difícil involucrar a público, empresas y gobiernos en una tarea cuyos rendimientos llegarán en las próximas generaciones, no en las próximas elecciones, el próximo ejercicio económico o el próximo Trending Topic. Aún más cuando estos rendimientos no consisten en ningún beneficio añadido, sino solo en que todo se quede como está ahora.

Lo resumo en lo que podríamos llamar el Axioma del Gasolinero, por la sencilla razón de que fue un gasolinero quien me lo enunció el otro día. «Este tiempo es mejor que el frío porque nos ahorramos la calefacción». Incuestionable, por eso es un axioma. Para quienes vivimos en climas templados, la calefacción es uno de los mayores bocados de nuestro gasto invernal. Paradójicamente, el cambio climático tendrá efectos económicos contrapuestos a corto plazo entre unos y otros sectores de las sociedades, y para algunos traerá beneficios inmediatos. Es de suponer que los propietarios de terrazas estarán haciendo caja este noviembre como no se han visto en otra antes.

Para tratar de neutralizar este efecto, autoridades y otras partes implicadas transmiten mensajes dirigidos a la fibra emocional. Por un lado, con simulaciones visuales de los efectos a largo plazo, como las imágenes (las últimas, publicadas esta misma semana) en las que aparecen varias capitales mundiales inundadas. Y por otro lado, con alusiones al sufrimiento que los efectos del cambio climático provocarán a las próximas generaciones.

No creo que nada de ello sirva de mucho. En cuanto a lo primero, no se puede decir que las imágenes causen una conmoción global, como se ha podido comprobar esta semana. Hay quien las encuentra hasta divertidas. Y en cuanto a lo segundo, exigir una responsabilidad sobre consecuencias tan diferidas es algo que no se entiende en la cultura actual. Por no hablar de que, a algunos, el carácter un poquito moñas de ciertos discursos sensibleros sobre nuestros hijos y nietos les genera algo de risa o incluso de rechazo. Será una reacción reprobable, pero limitarse a reprobarla resulta más bien poco práctico.

La segunda razón es que muchos aún no acaban de creerse que el cambio climático vaya a ejercer una influencia real sobre la vida humana y el estado actual de la civilización, sino que lo consideran un problema exclusivamente medioambiental. No a todo el mundo se le puede exigir que le preocupe la conservación de una especie de mariposa del Amazonas. Tanto por esta razón como por la anterior, se requiere un mayor esfuerzo de explicación y comunicación, cuyos resultados solo se manifestarán cuando situaciones como el grotesco tiempo primaveral que tenemos estos días se perciban con al menos una cierta inquietud, y no como un bendito regalo del otoño.

Les dejo aquí este mítico tema de la banda del tristemente desaparecido Joe Strummer, The Clash. En la apocalíptica London Calling, inspirada por el accidente nuclear de la central de Three Mile Island (Pensilvania) en 1979, Strummer cantaba: «No tengo miedo, porque Londres se está inundando y yo vivo junto al río». Resulta curioso que en tiempos de los Clash se creyera que el futuro no existía, se hiciera lo que se hiciera, y que 36 años después sea justo al contrario: hoy la ciudad alegre y confiada da el futuro por hecho, se haga lo que se haga; o aún peor, ni siquiera importa si hay futuro mientras el Whatsapp no se caiga.

¿Está la NASA esquivando la posible vida marciana?

Con todos los peros y salvedades que ya repasé en mi anterior artículo sobre el anuncio hecho público esta semana por la NASA, supongamos que, de acuerdo, aceptamos sales hidratadas por espectrometría píxel a píxel como animal de compañía: hay agua líquida fluyendo sobre Marte, ocasionalmente y en ciertas condiciones y emplazamientos concretos. Esto nos abre un paréntesis hasta la próxima vez que se nos anuncie que hay agua en Marte; y uno aún más largo, quizá infinitamente largo, hasta que se demuestre fehacientemente la verdadera presencia de agua líquida en Marte ante nuestros propios ojos, o más bien los de un robot destacado en destino. Lo de que esta agua proceda de un acuífero subterráneo, y no de la absorción de vapor atmosférico, ya es casi un deseo navideño.

Fotograma de la película 'The Martian' (2015). Imagen de Twentieth Century Fox.

Fotograma de la película ‘The Martian’ (2015). Imagen de Twentieth Century Fox.

Pero aún queda una burbuja de este plástico que el otro día dejé por explotar, y a la que ahora me dispongo a hincar las uñas. Durante la rueda de prensa retransmitida en directo por NASA TV, el periodista del New York Times Ken Chang planteó una pregunta similar a otras que hemos escuchado en anteriores convocatorias de la agencia relacionadas con Marte, hasta el punto de haberse convertido casi en un clásico.

Aunque con otras palabras, Chang vino a decir lo siguiente: si siempre hablamos de las pruebas que nos acercan hacia la posibilidad de descubrir vida en Marte, ¿por qué ninguna de las misiones actuales o planificadas de la NASA está específicamente diseñada para buscar esa vida en Marte? El periodista mencionó un comentario anterior de los oradores a propósito de la posibilidad de que el robot Curiosity, actualmente en Marte, inspeccionara unas marcas negras en su entorno que podrían ser Líneas Recurrentes en Pendiente, el tipo de estructuras en las que se ha detectado la presencia de agua líquida. A este respecto, Chang preguntó bajo qué condiciones podría llevarse a cabo esta investigación de Curiosity.

Quien respondió a la pregunta fue John Grunsfeld, físico, astronauta retirado y jefe del Directorio de Ciencia de la NASA. O mejor dicho, quien no respondió fue Grunsfeld, ya que se desmarcó hablando de protección planetaria, un asunto que también he tratado anteriormente en este blog en un par de ocasiones (una y dos).

En pocas palabras, la protección planetaria consiste en lo siguiente: a pesar de que las sondas sufren un estricto proceso de esterilización antes de empaquetarlas con destino al espacio, se sabe con certeza que un cierto número de microbios sobrevive a la descontaminación, especialmente aquellos que resisten las condiciones más extremas y que por tanto podrían medrar en ambientes como el marciano. Esto implica que los organismos terrestres podrían contaminar la posible vida nativa en lugares como Marte (e incluso que ya podrían haberlo hecho).

Pues bien, Grunsfeld decidió refrasear la pregunta de Chang de la siguiente manera: «¿Cómo podemos llevar una sonda como Curiosity, que puede no haber sido limpiada tan a fondo como, por ejemplo, las Vikings, a un área donde podría haber vida actual?». Personalmente, y a riesgo de equivocarme, creo que este no era en absoluto el sentido de la pregunta del periodista. Pero lo relevante es que Grunsfeld no solo dribló hábilmente lo que parecía una crítica directa al programa de exploración marciana de la NASA, sino que además dijo literalmente lo que traduzco a continuación:

Así que hacemos todo lo posible [para esterilizar las sondas], y después enviamos nuestras sondas a áreas que pensamos son las menos sensibles a la posibilidad de contaminar vida presente en Marte.

¿Cómo?

¿La NASA ha estado deliberadamente esquivando los lugares de Marte donde piensa que hay más probabilidad de que exista vida?

Lo cierto es que, curiosamente, durante el proceso de selección del emplazamiento de aterrizaje de Curiosity la NASA publicó lo siguiente:

El sitio de aterrizaje ideal tendrá claras pruebas de un entorno habitable pasado o presente […] El sitio de aterrizaje ideal también contendrá los elementos esenciales para la vida tal como la conocemos.

Y a continuación, en el mismo documento:

En el interés de la protección planetaria, la NASA puede elegir excluir sitios para exploración en los que se crea que haya probabilidad de la existencia presente de vida microbiana.

¿Sí, pero no? ¿Cómo se compadecen una cosa y otra? ¿Queremos un lugar habitable, pero no demasiado, solo la puntita, no vaya a ser que realmente haya vida?

Si me fuera dado elegir, con gusto destinaría una cuota de mis impuestos a la NASA –la única agencia espacial que ha puesto gente en la Luna y ha aterrizado con éxito en Marte, la única que tiene la voluntad, en el único país que tiene el dinero, para enviar humanos a otro planeta–, detrayéndolos de otros fines que sostengo fiscalmente contra mi voluntad y sin que se me ofrezca la opción de desmarcar una casilla en mi declaración de la renta. Pero si efectivamente estuviera sosteniendo aquella agencia con mis impuestos, como hace todo estadounidense, estas palabras pronunciadas por el jefe supremo de toda la ciencia que se hace en la NASA me causarían una profunda decepción con retrogusto a camelo.

Por supuesto que la planificación de cada misión debería incluir el máximo esfuerzo mesurado de cara a la protección planetaria. Pero anteponer la protección planetaria a la investigación astrobiológica es como prohibir la ciencia en las reservas naturales por miedo a que los resultados no compensen el daño que pueda causarse al entorno.

El argumento de que la introducción inadvertida de vida terrestre podría impedir la detección de vida nativa es muy cuestionable. En cambio, el argumento de que la introducción inadvertida de vida terrestre podría aniquilar la vida nativa es bastante razonable. Pero incluso en este caso, es una cuestión de prioridades, y la NASA haría bien definiendo claramente las suyas. Toda elección implica un riesgo y una renuncia. Pero sin asumir ese riesgo y esa renuncia hoy no tendríamos luz eléctrica ni tratamientos contra el cáncer. Y en cuestión de prioridades, el objetivo más trascendental de la exploración espacial, el único que puede justificarse por sí solo, es la búsqueda de vida alienígena.

Lo que nunca se ve en los documentales de naturaleza

Dejando de lado el insondable misterio de las audiencias reales de los documentales de la 2 (y otras cadenas televisivas), parece comprensible que el humano civilizado de hoy, ahogado por su bufanda de cemento y asfalto, desee de vez en cuando abrir una ventana desde su salón a una naturaleza prístina cada vez más difícil de encontrar. En los documentales, los leones asedian a las cebras a su antojo en un paraje que luce virgen, como si manos o pies humanos jamás hubieran dejado huella en él.

Y sin embargo, el «detras de las cámaras» a menudo puede ser algo bastante parecido a esto:

Vehículos apiñados junto al río Mara en la reserva de Masai Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Vehículos apiñados junto al río Mara en la reserva de Masai Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

La imagen fue tomada hace cuatro años en Masai Mara, Kenya; una de esas reservas que en los documentales parecen intactas e inmaculadas. Y el motivo de la aglomeración de vehículos todoterreno y minivans de turistas no era ningún suceso excepcional, sino algo cotidiano allí: los coches se apiñaban a la orilla del río Mara a la espera de presenciar cómo los rebaños de ñus vadeaban la corriente siguiendo su migración anual.

Se supone que el concepto de parque nacional o similar siempre tiene como objetivo común la conservación de la naturaleza, pero su aplicación es diferente según los casos. Sin mencionar la gestión de los parques que obliga a intervenciones, suelen existir usos compatibles más allá de la estricta preservación, normalmente relacionados con actividades tradicionales como la ganadería, la artesanía o la explotación de recursos a pequeña escala.

Otra de las actividades habituales en los parques nacionales es la científica, que incluye la investigación y la divulgación. Los espacios protegidos han prestado servicios impagables a la ciencia, al ofrecer la oportunidad de conocer la dinámica del entorno natural y de las criaturas que lo habitan. En los parques africanos, los equipos de investigación y de divulgación a menudo deben pagar una tasa especial por el derecho a filmar o a desarrollar sus proyectos científicos. Para los países africanos, esta es una vía más de sacar un rendimiento económico a su naturaleza privilegiada.

Pero filmación, investigación, turismo y conservación no siempre forman un puzle bien encajado. Por no hablar de la caza, prohibida en Kenya pero permitida en otros países africanos. Los equipos de investigación quieren trabajar sin interferencias molestas, y los realizadores de documentales tendrían que descartar el metraje si en sus tomas se colara el minivan de una agencia de safaris. Pero los visitantes, que pagan su entrada, tienen derecho a disfrutar de los parques sin que sus movimientos se vean restringidos por una señal de «no pasar».

¿Cómo se conjugan todos estos elementos entre sí y con el presunto objetivo principal del parque, la conservación de la naturaleza? Difícilmente. Y más en lugares como Masai Mara, donde la gallina de los huevos de oro de los safaris está convirtiendo un paraje antiguamente prístino en una pequeña ciudad dispersa por la que cada día pululan cientos de vehículos en busca de esa mítica escena de los leones y las cebras.

En 2010, un estudio llevado a cabo por investigadores británicos reveló que las poblaciones de grandes mamíferos han mermado un 59% entre 1970 y 2005 en los parques africanos, incluyendo espacios como Masai Mara y su reflejo al otro lado de la frontera tanzana, el Serengeti. Hace dos años, una revisión a gran escala de estudios publicados sobre áreas protegidas de todo el mundo descubría que parques y reservas ayudan a preservar los bosques, pero los datos relativos a la conservación de especies fueron débiles e inconcluyentes.

Tal vez estos datos no sorprendan, pero deberían servir para mantener encendida la sirena de alarma. O algún día los documentales de naturaleza deberán hacerse por animación digital.

¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?

Mezclar ranas y peces de colores, mala idea

Al contrario que aquí, en otras latitudes lo más común es preferir tierra bajo los pies a un ascensor en el centro. Como ejemplo, en Reino Unido el 87% de los hogares tiene jardín, un total de 22,7 millones de viviendas, según un censo de 2008. Lo que nos llevaría, si se quisiera, a preguntarnos si la burbuja del ladrillo no es algo genéticamente programado en los cromosomas del español medio y de lo que, por tanto, nunca nos liberaremos. Pero no parece que se quiera.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

Una rana común en un estanque. Imagen de Javier Yanes.

También en las islas británicas, de admirable tradición científica y naturalista, hay más costumbre de dedicar un jardín a algo más que piscina y barbacoa, disponiendo recursos para que el espacio exterior de los hogares sea más una extensión de la naturaleza que del propio recinto urbanizado. Incluso el gobierno destina campañas a ello, algo que aquí desataría carcajadas; pero con casi 23 millones de jardines, es obvio que la suma de estas parcelas comprende una buena parte del entorno natural británico.

De los recursos en los jardines, los más sencillos incluyen comederos/bebederos para pájaros y cajas nido, que prestan refugio a las aves en época de anidación y alimento en las estaciones de escasez. Pero también, asombrosamente, el censo británico registra entre 2,5 y 3,5 millones de estanques. Los espacios acuáticos en los jardines, tanto en Gran Bretaña como aquí, ofrecen casa a un sinfín de especies animales, desde insectos hasta anfibios y reptiles, y esto es especialmente crítico en un país generalmente seco como España.

Todo el que abre un estanque en su jardín suele pasar por la inevitable tentación de los peces de colores para añadir un toque de vida. Tentación que hay que resistir: todo estanque será colonizado tarde o temprano por anfibios como ranas y sapos. Quien quiera un estanque puramente ornamental, con carpas doradas y kois, encontrará de todos modos que las ranas no van a renunciar a una jugosa charca permanente, y en primavera aparecerán los renacuajos. Incluso conviviendo ranas y peces, y a pesar de que estos devoren todo renacuajo que se les cruce por delante, algunos pueden llegar a madurar.

Por tanto, la mejor opción es prescindir de los peces. Los estanques ayudan a mantener las poblaciones de anfibios, que son cada vez más escasas, y manteniendo estos espacios acuáticos lo más salvajes que sea posible prestamos un servicio a la conservación medioambiental. Pero además, hay otra buena razón para no mezclar ranas y peces ornamentales. Según cuenta un estudio publicado este mes en la revista PLOS One, los peces podrían ser un vector de transmisión de la ranavirosis, la enfermedad que está devastando las poblaciones de anfibios en todo el mundo.

Los Ranavirus se identificaron por primera vez hace décadas, pero ha sido en los últimos años cuando la extensión de esta infección, junto con la de un hongo patógeno que produce la quitridiomicosis, ha comenzado a suponer una seria amenaza para las comunidades de anfibios en América, Europa y Asia. En Reino Unido se estima que el virus ha acabado con el 80% de la población de rana bermeja, y está causando estragos en muchos otros países, incluida España. Las ranas infectadas sufren úlceras y hemorragias masivas y a veces pierden alguno de sus miembros antes de morir.

Los investigadores, de la Universidad de Exeter, han examinado los factores asociados a la ranavirosis en los estanques de Reino Unido, a través de los informes de muertes recibidos por la ONG Froglife entre 1992 y 2000. Entre estos factores aparece la presencia de peces exóticos en los estanques.

Ya ha quedado claro que en este blog no se apoyan los estudios basados en correlaciones que no demuestran un vínculo de causa y efecto por vías más convincentes, y este es uno de esos casos. Parece lógico pensar que la vía más probable de contagio del Ranavirus entre las ranas sean las propias ranas, o los sapos que a menudo comparten los mismos hábitats. Pero dado que los Ranavirus también infectan a los peces –de hecho, se cree que proceden de ellos–, es posible que estos puedan actuar como reservorios del virus. Una prueba a favor es que las ranas, por mucho que salten, difícilmente pueden salvar un océano; la vía más probable de expansión del virus de unos continentes a otros es el comercio de animales exóticos.

De la variedad de factores que los investigadores han relacionado con la incidencia del virus, han insistido en la presencia de los peces como factor de riesgo. Los autores del estudio apuntan que los peces no solo pueden amplificar la población viral, sino que además inducen en las ranas un patrón hormonal de estrés que debilita su sistema inmunitario. Los productos de jardinería y de cuidado de los estanques también pueden afectar a la capacidad de las ranas para responder a la infección.

Y aunque los humildes anfibios casi siempre pasen inadvertidos frente a estrellas de la conservación como las ballenas o los osos panda, de la magnitud de esta amenaza da cuenta la frase con la que los científicos abren su trabajo: «Los anfibios son el grupo taxonómico en mayor riesgo del planeta, con un tercio de especies actualmente clasificadas como amenazadas».