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Arresto domiciliario, una «tradición» en los Territorios Palestinos Ocupados

Copyright: Anna Surinyach/MSF
Copyright: Anna Surinyach/MSF

 

Por Lali Cambra, periodista de Médicos Sin Fronteras.

Hadi y su familia han vivido desplazados desde la guerra de 1948. Hadi tiene dieciocho años y lleva la vida típica de un adolescente en un campo de refugiados en Jerusalén Este: como muchos otros jóvenes en Palestina, Hadi dejó el colegio hace dos años para poder ayudar a su familia, de seis miembros. Su padre no trabaja porque sufre problemas de salud crónicos, así como problemas psicológicos. Hadi y su hermano mayor son los únicos que ganan algo de dinero para su familia. “Dejé la escuela porque la educación que recibimos es deficiente. A la vez, quería ganar dinero para ayudar a mi familia y para labrarme un futuro”.

Pero Hadi lleva detenido en su casa un año. Fue arrestado en el control policial que separa el campo de la ciudad de Jerusalén, durante unas confrontaciones entre palestinos y los soldados destacados en el control. Hadi y un amigo habían salido a ver lo que sucedía, cuando, de acuerdo con su testimonio, fueron sorprendidos por agentes de la fuerza secreta de inteligencia (musta’reben) que procedieron a una detención muy violenta. Los pegaron de tal manera, que lo único que Hadi recuerda es haberse despertado en el hospital, rodeado de guardas. Fue trasladado a un centro de detención para ser interrogado, una interrogación que duró cinco días y tras los que fue puesto en libertad previo pago de una fianza de 16.000 shekels (más de 3.300 euros) que sus padres tuvieron que pedir prestados a familiares y amigos. Hadi fue puesto bajo arresto domiciliario hasta que los juzgados dictaminen de qué cargos se le acusa y qué día será el juicio. Su madre es su responsable: “muchas veces pienso que estoy jugando un doble papel, de guardia de prisión y de madre y son dos papeles incompatibles; por un lado quiero protegerlo, que no rompa las condiciones de su internamiento, por otro lado me desgarra el corazón verlo, sin poder salir de casa y en constante estrés”.

Los psicólogos que trabajan con Hadi resumen su condición al inicio de su tratamiento: “estaba muy preocupado y tenía reacciones psicológicas al hecho de no ser capaz de controlar su destino, especialmente porque no sabe cuánto va a durar su arresto ni qué va a ser de él. Tenía momentos de tensión con miembros de la familia, se enfadaba porque el resto podía ir y venir cuando él estaba encerrado. Estaba en un estado de sospecha constante que podía llevar a estados obsesivos o de paranoia, pensaba que estaba siendo vigilado por los vecinos. Y el problema se agravaba porque la policía llamaba de vez en cuando a la casa, para que él supiera que lo controlaban. Hadi estaba en una estado constante de alerta, algo tremendamente exhausto”. Hadi dice: “muchas veces pienso en salir, en romper mi encierro y que así me lleven a prisión. Por lo menos en la cárcel tendré a gente en mi misma condición y puedo saber cuándo entro y cuándo salgo y puedo hacer planes para después. Ahora me siento muy desamparado, sin ninguna posibilidad de hacer nada y he perdido la confianza en todo y en todos”.

La intervención terapéutica con Hadi consiste en elaborar un plan de intervención con orientación psicosocial que permita a Hadi retomar el control de su destino y salir del estado de desamparo e impotencia que siente. El plan supone devolverle la motivación psicológica para cambiar su realidad. Para ello necesita ser consciente de la realidad psicológica en la que vive, algo que el consejero de MSF le ayuda a conseguir.

En la actualidad Hadi está todavía bajo detención domiciliaria y hay indicios de que será sentenciado pronto y su arresto oficializado. Pero ahora Hadi es capaz de decir: “te puedo asegurar que no dejaré que nadie me robe de mi humanidad. No conseguirán que me vuelva una persona violenta y desafiaré a la realidad porque ese no es mi destino, no importa las circunstancias en las que me encuentre”.

El arresto domiciliario se remonta en Palestina a los años del mandato británico, cuando fue usado contra los palestinos. Israel adoptó este método de castigo tras ocupar Gaza y Cisjordania en 1967. Desde entonces, se ha usado en diferentes épocas y con diferentes grupos. Sin embargo, el arresto domiciliario es un fenómeno creciente especialmente en Jerusalén Este (bajo ocupación directa Israelí) y que ahora es aplicado a menores palestinos.

Irak: «En el campo de Domeez, nuestros propios compañeros también son refugiados»

Sólo unas semanas después de abrir sus puertas por primera vez, el 4 de agosto, la unidad de maternidad en el campo de refugiados Domeez, en el norte del Kurdistán iraquí, ya está llena de mujeres sirias, muchas de ellas a punto de dar a luz. Todas quieren aprovechar la amplia gama de servicios de maternidad – desde controles prenatales a vacunas postnatales – proporcionados por el personal de Médicos Sin Fronteras. La particularidad de  estos trabajadores es que también ellos son refugiados.

Por Talia Bouchareb, periodista de MSF en Domeez.

Ayla Hamdo, nacido el 4 de agosto, fue el primer bebé de la nueva maternidad. Su peso al nacer fue de 3,2 kg y su estatura de 52 cm. Copyright: Gabrielle Klein/MSF
Ayla Hamdo, nacido el 4 de agosto, fue el primer bebé de la nueva maternidad. Su peso al nacer fue de 3,2 kg y su estatura de 52 cm. Copyright: Gabrielle Klein/MSF

 

El Campo de Domeez, que se encuentra a unos 10 km al sur de la ciudad de Dohuk, fue planeado inicialmente para una población de 30.000 personas. Tres años después, alberga el doble de esta cifra, por lo que es ya el mayor campo de refugiados en el Kurdistán iraquí. A medida que los meses van pasando, y con pocas esperanzas de que sus residentes puedan regresar a sus hogares, el campo se parece cada vez más a un animado pueblo sirio, con tuktuks (bici-taxis) llevando personas de un lado a otro y tiendas en las que venden desde shawarma, hasta ordenadores. También hay locales donde se hacen cortes de pelo o se venden vestidos de novia.

Como los matrimonios y los nacimientos se han multiplicado, y la población del campamento ha crecido, también lo ha hecho la necesidad de una unidad médica dedicada a la maternidad. Los estudios que manejamos nos desvelan que uno de cada cinco habitantes del campamento es una mujer en edad reproductiva, y que 2,100 bebés nacen en el campo cada año.

Como resultado de esta situación, hemos decidido ampliar los servicios de salud en el campamento. Llevan ya funcionando dos años, pero hemos creído conveniente dar un paso más en cuanto a la cantidad y a la calidad de los mismos.

Hasta hace poco, nuestra clínica había estado proporcionando servicios básicos de salud reproductiva, pero las mujeres tenían que hacer el largo camino hasta la ciudad para dar a luz en un hospital que está muy saturado. Sin embargo, con la nueva unidad de maternidad en marcha y funcionando, ahora sólo tenemos que referir los partos de alto riesgo a Dohuk, lo que libera mucha de la presión sobre el hospital.

El equipo de MSF felicita a la madre de Ayla. Copyright: Gabrielle Klein/MSF
El equipo de MSF felicita a la madre de Ayla. Copyright: Gabrielle Klein/MSF

Hoy he visitado a Golestan, una orgullosa madre de tres hijos, que está descansando en la cama. Su hijo recién nacido, bien envuelto, duerme junto a ella. «Yo di a luz en el hospital de Dohuk el año pasado, porque mi parto tenía complicaciones que no podían ser atendidas aquí», me dice. «Sin embargo, esta vez me han animado a permanecer en cama durante unas horas, las enfermeras revisan mi estado a cada rato… es como estar de vuelta en la Siria de hace unos años, sólo que aquí es gratis”, me explica emocionada.

«Ayudar a las mujeres durante el parto es sólo un aspecto de la atención que ofrecemos aquí, pero además de ayudar a las mujeres a dar a luz de forma segura, también nos aseguramos de darles un seguimiento adecuado – desde el comienzo del embarazo hasta el final del proceso, a través de consultas postnatales. Con este enfoque integral también podemos proporcionarles vacunas, ayudar con la lactancia materna y ofrecer consejos de planificación familiar, todos los cuales tienen un gran impacto en el bienestar de las madres y los niños», me explica Adrián Guadarrama, responsable médico de MSF en Domeez.

Antes de que la unidad de maternidad abriera, muchas mujeres sirias en Domeez optaban por dar a luz en sus tiendas de campaña en el campamento, en lugar de viajar al hospital de Dohuk. Zozan, otra mujer que ya hace siete meses que dio a luz y que hoy ha venido en busca de vacunas para su niño, es uno de los muchos ejemplos que nos hemos encontrado: «Llamé a una partera siria para que me ayudara a dar a luz en casa, y todo fue bien, pero hubiera sido mejor estar cerca de los médicos: en una tienda de campaña siempre hay un riesgo«. Como medida para evitar que las mujeres sigan dando a luz en sus casas, las autoridades locales han dejado de emitir certificados de nacimiento a los bebés que no nacen en los centros asistidos por personal sanitario.

Parteras rellenando el partograma para hacer el seguimiento del primer parto que tuvo lugar en la nueva maternidad de MSF en Domeez. Copyright: Gabrielle Klein/MSF
Parteras rellenando el partograma para hacer el seguimiento del primer parto que tuvo lugar en la nueva maternidad de MSF en Domeez. Copyright: Gabrielle Klein/MSF

«Nuestra unidad de maternidad se creó en un tiempo récord, con la ayuda de las autoridades locales de salud. Todo sucedió muy rápido. Presentamos nuestra propuesta, las autoridades la aprobaron de inmediato y luego proporcionaron los materiales de construcción y todo el equipo médico. Ahora la unidad es gestionada por parteras, y muchos de los nuevos empleados han tenido que adaptarse a una manera diferente de trabajar», me dice Adrián. «El principal reto ha sido encontrar y capacitar a las parteras porque muchas están acostumbradas a trabajar a la sombra de los médicos. Cuando les dijimos que llegaría un día en el que ellas estarían gestionando el lugar, casi no se lo podían creer, pero ahora aquellas promesas se han convertido en una realidad».

Margueritte, una de estas parteras, me dice que «el primer paso es siempre darse el tiempo para examinar a las pacientes y escucharlas. Hemos estado enseñando a todas las nuevas parteras un enfoque más completo de cómo atender los partos».

Lo bueno y novedoso al mismo tiempo es que aquí nuestro personal tiene una estrecha relación con los pacientes, ya que la mayoría de ellos también son refugiados de Siria. Actualmente contamos con un ginecólogo, nueve parteras y cuatro enfermeras, que son las que proporcionan la atención continua.

Un familiar se ocupa de Ayla mientras su madre recibe los cuidados post-parto. Copyright: Gabrielle Klein/MSF
Un familiar se ocupa de Ayla mientras su madre recibe los cuidados post-parto. Copyright: Gabrielle Klein/MSF

Nuestros promotores de salud han recorrido durante estas semanas el campamento para informar a las mujeres acerca de los nuevos servicios que se ofrecen, mientras que el boca a boca también ha sido fundamental para atraer a las mujeres a la nueva unidad. Su apertura también apareció en la primera página del periódico local del campamento (sí, sí, aquí ya han creado hasta un periódico local), así que ahora tenemos a mujeres que ni siquiera estaban en el campo y que vienen desde una cierta distancia para poder dar a luz aquí.

Ahlam, que se prepara para salir de la unidad con su bebé recién nacido, se ha registrado en el campo de refugiados Gowergosk, a unas dos horas en coche de Dohuk. «He oído por mi cuñada que había parteras sirias y una maternidad nueva», me dice, «así que me mudé aquí hace unas semanas, sólo para poder dar a luz. Una vez me que me sienta más fuerte voy a volver a Gowergosk «.

Y la verdad es que es un placer poder observar lo fácil que resulta el poder devolver un poquito de esperanza a toda esta gente que lo está pasando tan mal y que no saben si algún día podrán vovler a sus casas. Al menos, aquí han construido algo que cada vez se va pareciendo más a un hogar.

Divididos caeremos: Cómo la organización comunitaria es clave para vencer al sida

Por Solenn Honorine, periodista de MSF en Johanesburgo, Sudáfrica.

Mzwandile Mabusela recoge sus medicinas en Hospital Mpilo, en Bulawayo, Zimbabue.  Fotografía: Juan Carlos Tomasi

Mzwandile Mabusela recoge sus medicinas en Hospital Mpilo, en Bulawayo, Zimbabue.
Fotografía: Juan Carlos Tomasi

Hoy concluye la Conferencia Internacional del Sida en Melbourne que se ha venido celebrando del 20 al 25 de julio para explorar estrategias para vencer a la mayor pandemia de nuestros tiempos. El VIH sigue acabando con la vida de 1,6 millones de personas cada año, la mayoría de ellas en países pobres del África subsahariana.

Para hacer llegar el vital tratamiento antirretroviral (ARV) a los 16 millones de personas que siguen necesitándolo en todo el mundo, hay que conseguir superar una de las principales barreras: la distancia a los centros de salud. Los modelos comunitarios de atención médica son una de las fórmulas para simplificar el acceso al tratamiento. En el distrito de Gutu en la Zimbabue rural, la introducción del Grupo Comunitario de tratamiento antirretroviral por parte de MSF ha transformado la vida de las personas con VIH.

Cuando Arnon Chipondoro de 68 años supo que su hija Elizabeth era VIH positiva, se sintió profundamente aliviado. “¡Yo también!”, le dijo. Había estado viviendo con ese secreto durante tres años – un secreto que sospechaba que compartía con otros muchos en su aldea. En Zimbabue, uno de cada siete adultos vive con el virus que ataca de forma indiscriminada y que llega a sitios tan lejanos como la remota aldea de Lowlands, apenas un grupo de chozas con tejado de paja dispersas por la sabana.

Arnon Chipondoro y su hija Elizabeth forman parte ahora del grupo Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Arnon Chipondoro y su hija Elizabeth forman parte ahora del grupo Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Durante los tres últimos años, Arnon había estado saliendo sigilosamente de su casa a las cuatro de la madrugada para caminar a través del bosque bajo un cielo estrellado. Iniciaba su camino hacia el centro de salud con discreción: si los vecinos veían que iba allí con frecuencia, empezarían a rumorear sobre si era seropositivo o no. Arnon solo encendía la linterna de su móvil para cruzar el río que separaba su aldea de la ciudad de Gutu. Se subía los pantalones hasta medio muslo, con cuidado de no resbalar en las vacilantes rocas. “Es el mejor atajo”, explica. “Durante la estación de lluvias tenía que andar por la carretera y tardaba de cinco a seis horas en llegar al centro de salud”.

Cuando hacía bueno llegaba a la clínica a las siete de la mañana, lo bastante temprano de forma que solo las personas que habían dormido en el porche del centro de salud estuvieran por delante en la cola de pacientes que esperaban para ver a su enfermera o médico. Hacía mediodía regresaba corriendo a casa para llegara al caer la noche. “Y esto solamente para recoger los medicamentos, nada más. Ni siquiera veíamos al médico porque la gente como nosotros, que respondemos bien al tratamiento no necesitamos que nos examinen en cada visita”, interviene su amiga Varaidzo Chipunza. “Pero ahora es distinto. Ahora todo se ha agilizado y cuando llegamos a la clínica ya nos han preparado la medicación y no tenemos que hacer cola”.

Varaidzo pertenece al Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral de Arnon, un modelo creado por Médicos Sin Fronteras que fue introducido en el distrito de Gutu de Zimbabue hace un año. En estos grupos solo un miembro del tiene que desplazarse a la clínica cada vez para recoger la medicación de todos los pacientes que lo integran. Esto significa que, ahora, Arnon solamente tiene que desplazarse hasta la clínica una vez al año, cuando todos los miembros del grupo deben acudir juntos para su consulta anual con el médico y comprobar que su medicación funciona adecuadamente. En el resto de ocasiones, en lugar de desplazarse, recibe en su aldea, casi en la puerta de su casa, la medicación que necesita para sobrevivir gracias a miembro del grupo.

Varaidzo Chipunza y su marido Antony Chivanga viven con VIH desde hace tres años. Desde que se creó el Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral en su aldea de Lowlands resulta más fácil seguir el tratamiento. Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Varaidzo Chipunza y su marido Antony Chivanga viven con VIH desde hace tres años. Desde que se creó el Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral en su aldea de Lowlands resulta más fácil seguir el tratamiento. Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Todo ello se traduce en no tener que emplear todo un día de trabajo en el campo perdiendo además un día de unos ingresos ya de por sí bajos. En resumen, Arnon no tiene que elegir entre su salud a largo plazo y su supervivencia económica a corto plazo. Además, ahora forma parte de un grupo que le apoyará si tiene un problema con los efectos secundarios de las píldoras y con cuyos miembros podrá hablar sobre la carga que supone vivir con el VIH de por vida. Su grupo ya le ha ayudado a aliviar el peso que le suponía guardar su secreto.

En la aldea de Lowlands, Arnon, su hija Elizabeth y tres personas más, han decidido que su enfermedad no tiene por qué vivirse de forma aislada. En un intento por desafiar al virus han llamado a su grupo “Tashinga” – que en Shona significa “Hemos sufrido, pero luchamos”.

Elizabeth abre una delgada libreta llena de notas escritas a mano de forma impecable. “Es nuestra Constitución”, explica. Regla número uno: si un miembro del grupo tiene un problema, los otros tienen que ayudarle. Regla número dos: la participación en el grupo es obligatoria. Regla número tres: las discusiones del grupo son confidenciales. Y la lista continúa, ciñéndose a la ley que los cinco se han impuesto a sí mismos. Naturalmente, el dinero es una preocupación: cuando uno de ellos va a la clínica, recibe un dólar de cada integrante para compensar por el día de trabajo pedido en el campo, permitiéndole que coma en la ciudad. La solidaridad creada por un secreto compartido: como siempre sobra algo de dinero, el grupo lo guarda cada mes y está planeando poner en marcha una granja de pollo comunitaria.

Excepto que, en realidad, ya no hay secreto. El grupo Tashinga ya ha empezado a movilizarse, hablando con otros en la aldea de la necesidad de hacerse los análisis y comenzar el tratamiento cuanto antes. Esto no es solo fundamental para que no enfermen o mueran a causa del VIH si no que ha quedado demostrado que cuando los ARV funcionan bien, el riesgo de transmisión del virus se reduce hasta un 96%. La adherencia al tratamiento servirá para controlar la pandemia del VIH y esto solo puede ocurrir si la gente tiene acceso al tratamiento a pesar de los obstáculos. “Desde que se formó el grupo mi vida ha cambiado. Las reuniones con otras personas que viven con VIH me han ayudado a aceptar mi situación y ahora ya puedo hablar de ello en voz alta”, afirma Varaidzo.

Todos los miembros se conocían antes de la creación del grupo, no hay anonimato en una aldea del Zimbabue rural. Pero fue solo por casualidad que supieron de la situación de los demás, encontrándose en la clínica de Gutu. Hay al menos, dicen, cinco personas más en el pueblo que también han contraído el virus. “No quieren desvelar su condición, así que se esconcen yendo a otra clínica que incluso está más lejos”, explica Antony Chivanga, marido de Varaidzo. Se ríe. “Pero sabemos que al final acabarán por unirse a nuestro grupo”.

La estrategia de grupos comunitarios de Tratamiento Antirretroviral fue puesta en marcha por primera vez por MSF en Tete, Mozambique, en 2008. Forma parte un modelo comunitario de atención cuyo objetivo es superar las barreras para acceder y adherirse al tratamiento reduciendo la distancia a los centros sanitarios y el coste de los desplazamientos. El modelo está siendo progresivamente adoptado por otros países del sur de África y ha demostrado tener éxito en la continuación del tratamiento. Así, en Tete, más del 90% de las 8.100 personas que forman parte de los grupos seguían tomando antirretrovirales cuando la continuidad del tratamiento en todo el país era sólo del 64%. En 2012 el modelo de grupos comunitarios fue adoptado por el Gobierno de Mozambique como modelo para las personas con VIH.

Laurentine, armada de esperanza

Por Omar Ahmed Abenza. Coordinador del proyecto de MSF en Ndele, República Centroafricana

Mercado Ndele. Arthur Roger/MSF

Mercado Ndele. Arthur Roger/MSF

Laurentine recorría a pie decenas de kilómetros una vez por semana para venir al mercado de Ndele. Aquí vendía las recolectas del cultivo para volver a su pueblo con el equivalente a unos seis euros  y una bolsita de plástico negra rellena de algunos productos que intercambiaba por sus mañocas y panochas. Pero hace apenas dos días, Laurentine vino en dirección al hospital y no al mercado. Llegó referida de Tiri, donde se encuentra uno de los cuatro centros de salud que gestionamos a lo largo del eje de Miamani; una carretera de unos 140km que une la ciudad de Ndele con Chad. Había discutido con su marido. Al parecer, con la rabia pasional aun corriendo por sus venas, éste le disparó por la espalda en el momento que ella salía de la casa para ir a trabajar al campo. La bala le alcanzó en la parte superior del trasero.

Laurentine. Arthur Roger/MSF
Laurentine. Arthur Roger/MSF

Según les contó Laurentine a las enfermeras en el momento de ingresar, las discusiones con su marido eran frecuentes, pero no llegaban más allá de la leve violencia física, algo que desgraciadamente es muy frecuente aquí.  Desde luego, ella no esperaba tal reacción por parte de él.

A día de hoy, lo que parecía iba a ser una inmovilidad temporal causada por el impacto de la bala, vemos que se está convirtiendo en algo más crónico. Laurentine acaba de perder esta noche la movilidad de cintura para abajo, y no parece que vaya a ser reversible. Joven, madre de un niño de un año y con planes de traer al mundo aún a unos cuantos críos, ella no termina de creérselo y conversa con vivacidad con sus familiares. El marido, quien pese a todo la acompaña, tampoco parece consciente de las consecuencias de su reacción. Es como si no fuera con ellos, no dramatizan. Quizás aún tengan las esperanzas puestas en la medicina tradicional.

Si en lugar de un arma para disparar a su señora, hubiera tenido al alcance de la mano una hoz para descargar su pasión contra las mañocas y las panochas, otro gallo hubiera cantado. Pero por desgracia, desde el recrudecimiento del conflicto en la República Centroafricana y la consecuente escalada de violencia, las armas de fuego han entrado a raudales al país, sufriendo una deflación escandalosa. Hoy, cualquiera puede hacerse con una AK-47 de segunda mano por apenas cuarenta euros, o aún peor, con una granada de fabricación china por unos míseros dos euros. Lo paradójico del caso es que esa arma la pagó Laurentine con dos meses de trabajo. Pero, dadas las circunstancias, parece que a ella le va a salir mucho más cara.

Mercado Ndele. Arthur Roger/MSF
Mercado de Ndele. Arthur Roger/MSF

Pese haber vivido situaciones de conflicto similares durante los últimos años, me siguen atacando las mismas reflexiones los días en que anochezco con energía para seguir pensando. El día en que la calma llegue a este país, me pregunto qué pasará con todas esas armas y con los jóvenes que han hecho de ellas su oficio. Como Laurentine, intento no dramatizar. Me quedo pues, con la inocente esperanza de una República Centroafricana armada con hoces y no con AK-47, donde los jóvenes del campo se dedican a cultivar y los de las ciudades a reconstruir sus instituciones, y donde los desplazados retornan a sus casas con lo necesario para seguir viviendo en paz, sin armas, como lo hacían hasta hace relativamente poco.

En Ndele, MSF gestiona desde 2010 un proyecto de asistencia sanitaria a las víctimas de la crisis crónica que sufre la RCA. Entre las actividades de la organización en esta localidad del norte de la RCA se encuentran los servicios de obstetricia, las consultas externas, el tratamiento del VIH/sida y el apoyo a cuatro centros de salud cercanos. Cada semana, los equipos de MSF realizan unas 1.600 consultas – una tercera parte de las cuales son a niños menores de 5 años -, y unos  40 pacientes son ingresados en el hospital. 

Kahuzi, el monte que todo lo ve

Por Ana de la Osada, enfermera y coordinadora médica de MSF en Kalonge, RDC.

Kalonge. Al fondo, el monte Kahuzi. Foto: Ana de la Osada
Kalonge. Al fondo, el monte Kahuzi. Foto: Ana de la Osada

El monte Kahuzi, un antiguo volcán ya extinguido, es el pico más alto del Parque de Kahuzi-Biega. Desde Kalonge siempre es fácil encontrarlo. Kahuzi conoce todo lo que pasa en este pequeño pueblo de Kivu Sur, en la República Democrática de Congo. Y no es de extrañar, porque desde su cumbre a 3.308 metros seguro que tiene una buena perspectiva. Se podría decir que Kahuzi es “el monte que todo lo ve”.

Kalonge. Foto: Ana de la Osada
Kalonge. Foto: Ana de la Osada

Kahuzi también sabe del ritmo que la vida tiene por aquí. La luz, la lluvia, el sol… todo influye en las actividades de la gente, sobre todo si tenemos en cuenta que aquí, en un mismo día, podemos llegar a tener todas las estaciones del año. Digamos que Kalonge es “térmicamente inestable”, que aquí las apariencias engañan. Conseguir hacer un buen pronóstico del tiempo en este pequeño lugar es todo un desafío, incluso para los meteorólogos más atrevidos.

Sin embargo, eso forma parte de su encanto. Trabajar aquí, como MSF lleva haciendo desde 2008, es en parte un privilegio. Las colinas verdes que nos rodean dibujan un paisaje digno de ver, y el contraste con el marrón de los caminos hace que a veces no sepas hacia donde prefieres mirar. El monte Kahuzi lo sabe y por eso mismo contribuye también con su fuerte presencia a la belleza de este lugar: el sol desperezándose detrás de él, las nubes que muchas veces compiten entre ellas para rodear su cumbre, los cielos rosados del atardecer que hacen que la luz ambiente cambie a un color más grisáceo, los relámpagos que asoman tras las nubes amenazando tormenta…

Kahuzi vigila la base de MSF día y noche. Conoce nuestros movimientos entre la casa y la oficina, entre la oficina y el hospital y nuestras salidas a los pueblos remotos de la periferia.Está al corriente de que dentro de unos meses MSF terminará su trabajo aquí, entre colinas, caminos y gentes amables deseosas de saludarnos. Sabe que nos instalamos aquí de manera temporal, para dar apoyo a una población maltratada por los desplazamientos, ligados siempre a esos episodios de violencia que en este país son tan frecuentes. Sin embargo, ahora la situación es distinta, más calmada y con más recursos a nivel sanitario, lo cual nos ha obligado a replantearnos si nuestra presencia en este lugar sigue siendo indispensable.

Puesto de salud apoyado por MSF en la periferia de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF
Puesto de salud apoyado por MSF en la periferia de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF

Llegar a este punto no ha sido fácil y por supuesto hay días o momentos en que te preguntas si realmente deberíamos irnos o si por el contrario sería mejor quedarse, porque al estar inmerso en esta pequeña realidad las cosas se ven desde otra perspectiva. Aquí la objetividad se difumina ligeramente, porque muchas veces no es fácil que la parte racional se anteponga a la emocional, y en el pequeño día a día de Kalonge siempre se viven muchas emociones, buenas o malas, pero emociones al fin y al cabo.

No es fácil decir adiós, al menos nunca lo ha sido para mí. Despedirse de un proyecto, de un lugar en el que llevamos ya seis años, de toda esta gente a la que hemos dado tanto apoyo… pero, ¿quién dijo que este trabajo fuera fácil?

Nuestro objetivo en este tiempo ha sido facilitar a la población un acceso gratuito a la salud y para ello nos hemos sumergido en las actividades del Hospital de Kalonge y de ocho Centros de Salud, distribuidos en diferentes pueblos, en los que se da una atención primaria.

Mi posición como coordinadora del equipo médico del proyecto me ha dado la oportunidad de tener una visión global de las dificultades que hay a nivel de salud, pero también de todo lo que hemos logrado en este tiempo con nuestro trabajo. Lo que más destacaría es sin duda el apoyo que damos a las mujeres, las grandes luchadoras de una sociedad en las que la discriminación y la desigualdad de género están al orden del día.

La maternidad de nuestro hospital es el servicio con mayor actividad durante todo el año. El número de partos no depende de la estación en la que nos encontremos, y al contrario que otras enfermedades como la malaria o las infecciones respiratorias, ni la lluvia ni la estación seca dan tregua a nuestras mamás. Para que os hagáis una idea de lo frenético del ritmo, en Kalonge tenemos una media de 9 partos al día… lo cual supone que cada año unas 3300 mujeres dan a luz aquí.

El primer bebé nacido en la nueva maternidad. Foto: Ana de la Osada
El primer bebé nacido en la nueva maternidad. Foto: Ana de la Osada

Hace poco hemos terminado, gracias al apoyo y trabajo de nuestro equipo logístico, un nuevo edificio para la maternidad y la neonatología. Ahora hay más espacio las mamás y los bebés, más luz para levantar el ánimo en las situaciones difíciles, mayor capacidad para atender más pacientes. El día en el que “nos mudamos” al nuevo edificio fue emocionante: durante unas semanas tuvimos que trasladar la maternidad a una gran tienda de campaña, con las dificultades e incomodidades que eso conlleva para todo el personal médico y sobre todo para las mujeres que venían a parir al hospital. Sin embargo, los esfuerzos valieron la pena. Durante la mañana en la que estuvimos trasladando todo el material al nuevo edificio, una mujer se puso de parto, así que ese mismo día pudimos inaugurar el paritorio. Para mí fue una satisfacción pensar en la suerte que tuvo esa mamá al poder dar la bienvenida a su bebé en esa estructura nueva y confortable que habíamos construido. Fue nuestro primer bebé de la nueva maternidad y todos los que estábamos allí presentes. ¡Os podéís imaginar la enorme sonrisa que teníamos en la cara!

Las circunstancias y los contextos cambian, y nosotros estamos obligados a plantearnos a estar presentes allí donde más se necesite, donde vayamos a tener más impacto. Ojalá pudiéramos llegar a todo, pero no es así, y eso nos obliga a priorizar.

Mientras tanto, hasta la despedida, seguimos teniendo un gran trabajo por hacer: luchar contra reloj por dejar las cosas bien terminadas y dar el apoyo necesario para que tras nuestra salida las cosas puedan seguir rodando, que al fin y al cabo eso es lo más importante.

Recién nacido en la maternidad de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF
Recién nacido en la maternidad de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF

Nos vamos despidiendo paulatinamente y de manera programada. Cuidar la percepción que la población tiene de nuestra salida es ahora una de nuestras prioridades, porque pese a que dentro de poco ya no estaremos en Kalonge, MSF continúa trabajando en este inmenso país, lleno de necesidades que cambian día a día. El seguir siendo aceptados es parte fundamental para que podamos trabajar de la mejor manera posible.

Nosotros nos iremos, pero quiero pensar que un gran poso del trabajo que MSF ha hecho aquí también quedará: mujeres embarazadas que han podido parir en una estructura de salud en lugar de en una casa, niños a los que hemos curado de esa enfermedad tan terrible y a la vez tan fácil de tratar (cuando se tienen los medios) que es la desnutrición, personas desplazadas a las que les hemos facilitado el acceso a la salud…

Pese al paso del tiempo, el monte Kahuzi seguirá dominando el paisaje, vigilando todo lo que pasa por Kalonge. Y si en algún momento se da cuenta de que MSF tiene que volver, así nos lo hará saber.

“Esta es una enfermedad de héroes. Si logras vencerla, serás capaz de hacer cualquier cosa que te propongas”

Por Solenn Honorine, periodista de MSF Sudáfrica. Adaptado por Fernando G. Calero, periodista de MSF España. Fotos: Rowan Pybus

Siyabulela Qwaka 1

Siyabulela Qwaka es el último paciente que ha logrado vencer a la tuberculosis extrarresistente a los medicamentos (TB-XDR) en Sudáfrica y el cuarto desde que Phumeza Tsile mostrara cuál era el camino a seguir hace apenas 10 meses. Además de Siyabulela, otras tres personas iniciaron el tratamiento al mismo tiempo que él. Sin embargo, hace ya tiempo que todos ellos perdieron la batalla contra esta terrible enfermedad que termina con la vida del 87% de los afectados.

Cuando por fin termina su jornada, Siyabulela deja a un lado el arma que le ha acompañado a lo largo de estos dos últimos años de lucha: su sentido del humor. “Para quitarle trascendencia, solíamos hacer como si todo fuera una broma. Yo era consciente de que mi salud no estaba bien, pero hacía como si estuviera fuerte. Bromeaba con mis amigos acerca de mi muerte, pero en lo más profundo de mi interior, sentía que no quería morir”, explica.

Las dos docenas de pacientes a los que Siyabulela dirige su relato en la clínica II de Khayelitsha, un inmenso suburbio a las afueras de Ciudad del Cabo en el que viven unas 400.000 personas, asienten con la cabeza cada vez que Siyabulela habla. Es su ventana a la esperanza: el pasado mes de febrero logró vencer a la tuberculosis extremadamente resistente (TB-XDR). Todos ellos sufren la misma enfermedad a la que él venció. Y todos son conscientes de que el camino a la curación está lleno de obstáculos.

Siyabulela empezó el tratamiento al mismo tiempo que otros tres pacientes, hace ahora dos años y dos meses. Él fue el único que logró vencer a la enfermedad. Los demás han muerto hace tiempo, un infausto recuerdo en el que este grupo de apoyo prefiere no pensar. En Sudáfrica, solo el 13% de los pacientes diagnosticados de TB-XDR logran sobrevivir.

Siyabulela Qwaka 2En el proyecto de Khayelitsha, MSF está tratando por todos los medios de cambiar el signo de esta enfermedad introduciendo nuevos medicamentos en el tratamiento, como por ejemplo el Linezolid, un fármaco que fue desarrollado para luchar contra otra bacteria, pero que está ofreciendo unos resultados prometedores contra la TB-XDR, como demuestra el caso de Siyabulela. El problema es que en Sudáfrica el Linezolid está protegido por una patente y resulta tan caro que no puede administrársele a todos aquellos que lo necesitan. Cada pastilla cuesta unos 70$ y un paciente suele necesitar una por día durante los dos años de tratamiento, lo que eleva la suma a más de 85.000 dólares por paciente, lo cual resulta completamente inasumible para la mayoría de personas. Y eso, teniendo en cuenta que el Linezolid es sólo una más de las muchas pastillas que tienen que tomar. En los proyectos de MSF somos nosotros los que asumimos ese coste, pero la solución estaría en que se permitiera la entrada en el país del genérico que está disponible en otros lugares del mundo y que cuesta hasta 10 veces menos que el producto que comercializa Pfizer. Es cierto que hay otros medicamentos que ya están en la rampa de salida de las farmacéuticas, pero aún no están disponibles de cara al público y pasarán varios años hasta que se comercialicen.

“Fue un viaje muy largo”, recuerda Siyabulela. “Recuerdo que el día en que me dieron los resultados, el doctor me llevó a una habitación aislada en la que me dijo que no solamente era positivo, sino que era “triplemente positivo”. Ahí es cuando pensé que no había ninguna esperanza de salir vivo”.

Siyabulela Qwaka 3Aquello fue en marzo de 2012. 3 meses antes, una radiografía reveló el agujero que tenía en uno de sus pulmones. Tuberculosis. Hasta hace poco, la gente solía decir que el que contraía la TB-XDR o la TB-DR (una variante de la TB con menos resistencias que la XDR y cuyos pacientes tienen mayor esperanza de vida) era porque no había tomado de manera correcta el tratamiento, y que por ello había generado resistencias. Sin embargo, un reciente estudio de la Universidad de Ciudad del Cabo demostró que el 80% de los afectados por TB-DR en Sudáfrica contrajeron la bacteria simplemente respirándola. Al igual que Siyabulela, muchos de ellos nunca antes habían tenido tuberculosis antes de verse afectados por la variante resistente a los medicamentos.

El Linezolid fue el principio de aquello que Siyabulela llama, citando las palabras de Mandela, “un largo camino hacia la libertad”. Dado que ningún otro de los nuevos medicamentos para luchar contra la TB está aún en el mercado, los doctores que se encuentran ante un caso de TB-DR o XDR tienen que recetar las únicas medicinas que están disponibles a día de hoy: y todas tienen en común que son extremadamente tóxicas y que pueden llegar a producir terribles efectos secundarios. Phumeza, la primera paciente que logró vencer a la TB-XDR en Sudáfrica, se ha quedado permanentemente sorda como consecuencia de los efectos secundarios que le provocaron alguno de los viejos medicamentos que tuvo que tomar.

Aunque Siyabulela ha tenido la suerte de no experimentar efectos secundarios tan extremos, tampoco se puede decir que su largo periplo fuera un camino de rosas. El periodo más difícil para él fueron los 9 meses durante los cuales tuvo que ir día tras día a la clínica para que le pusieran unas dolorosísimas inyecciones (200 al final de ese periodo). Le dolía tanto que apenas podía sentarse. “Tampoco fue fácil tener que tomar una docena de pastillas diarias (unas 15.000 a lo largo de los dos años), y menos aún sabiendo como sabía que me producirían unas nauseas terribles”, añade.

Siyabulela Qwaka 4Siyabulela decidió que lucharía contra la enfermedad con todo lo que tenía. Peleó sin descanso y en todo momento por recuperar su salud y tuvo que dejar su trabajo como desarrollador de software para centrarse en seguir a rajatabla el difícil tratamiento, sobreviviendo a base de las ayudas sociales. “Fue una decisión difícil, sobre todo teniendo en cuenta que el 60% de la población en edad de trabajar de Khayelitsha no tiene un empleo, pero tenía que poner todas mis energías en esto”, insiste.

A los 28 años, la vida de Siyabulela se quedó suspendida en el tiempo, pero ahora que está curado, todas sus esperanzas y energías han vuelto a él con más fuerza que nunca. En los últimos meses de tratamiento se inscribió en diversos cursos de refresco que le sirvieron para ponerse al día de lo que se pedía en el mercado laboral después de tanto tiempo fuera. Ahora, tras seis meses de búsqueda con altos y bajos, finalmente ha encontrado un nuevo trabajo en una compañía de tecnología de la información.

Siyabulela ha ganado esta batalla por su vida y sabe que eso es algo que no está al alcance de cualquiera. Por ello, trata de animar a los demás pacientes recordándoles que algunos de los más importantes personajes de la historia reciente de Sudáfrica, como Mandela o Desmond Tutu, también tuvieron tuberculosis. “Eso tiene que motivaros”, les dice. “Esta enfermedad es una enfermedad a la que sólo los héroes pueden enfrentarse, pero si logras vencerla, podrás hacer cualquier cosa que te propongas en la vida”.

Siyabuela termina su charla y se sienta junto a los demás pacientes mientras estos le aplauden. Uno de ellos comienza a cantar un estribillo: “determinación, fuerza, esperanza”. El resto le acompaña a capella con ese ritmo que sólo los africanos tienen. Luego, todos juntos, a coro, se unen en una sola voz: “Aunque llueva, tienes que salir. Doctora Jenny, danos por favor Linezolid”.

Mentes Ocupadas: secuelas de un puesto de control

Por Thaer Medhat, psicólogo de Médicos Sin Fronteras en los Territorios Palestinos Ocupados

Hace unos meses, Abbas*, un niño de 14 años de Hebrón, fue atacado por soldados israelíes. Iba junto a su primo de camino a un pueblo cercano a Jerusalén para visitar a su padre que estaba trabajando. Para llegar hay que cruzar un puesto de control en la carretera. Allí, los soldados israelíes les pidieron que se bajaran del taxi. Siguieron sus instrucciones y se sorprendieron al ver que los soldados lanzaban sus perros sobre ellos. Abbas estaba aterrorizado y empezó a gritar. Algunas personas intervinieron y ayudaron a los niños a esconderse de los perros.

Las familias de presos requieren, por lo general, atención psicológica. Mujeres, madres o hijos acusan la ausencia del familiar encarcelado. En el caso de Adel, que se puso en huelga de hambre, agravó la condición de la familia. Fotografía: Juan Carlos Tomasi/MSF

Las familias de presos requieren, por lo general, atención psicológica. Mujeres, madres o hijos acusan la ausencia del familiar encarcelado. Fotografía: Juan Carlos Tomasi/MSF

Siete meses después, el padre de Abbas llevó a su hijo a la clínica de Médicos Sin Fronteras (MSF). Describió a su hijo como un niño triste y solitario. Explicó al psicólogo de MSF que el niño sufría mucho yo era capaz de salir solo de casa por sus miedos. Dejó el colegio, no se comunicaba con nadie y llevaba siempre un gorro. Por las noches tenía pesadillas.

Después de conocer al niño, el psicólogo se dio cuenta de lo deprimido y asustado que estaba. No iba solo a la sala de consulta; alguien de la familia tenía que acompañarle hasta la puerta del edificio. Cuando empezó la terapia, no era capaz de escoger la actividad o juego que quería hacer. Sufría muchísimo. Ni siquiera miraba al psicólogo, casi no hablaba o contestaba cuando se le hacía una pregunta. No hacía nada fuera de las sesiones; se quedaba en casa con un gorro que no se quitaba nunca y siempre estaba triste. El psicólogo estaba frustrado porque no podía ayudarle y, sobre todo, porque ni siquiera conseguía que hablara o jugara.

Entonces llegaron a un acuerdo terapéutico: el psicólogo le hizo entender por qué estaba en terapia. Le dejó claro que el objetivo de la terapia era ayudarle a sentirse como una persona normal otra vez, una parte importante de la familia. Abbas es el mayor de cinco hermanos.

El psicólogo también se reunió con el padre cada tres sesiones para proporcinarle habilidades para trabajar con la familia. Tenían que conseguir que Abbas se sintiera como un miembro valorado en la familia y se le pudieran pedir responsabilidades, lo que le ayudaría a sentir más confianza en sí mismo. Para el psicólogo no fue fácil trabajar  con la familia ya que todos sentían lástima por Abbas. Pero al final, les ayudó a darse cuenta que era su hermano mayor y no sólo ese niño que había sido atacado por los perros de los soldados.

Abbas y el psicólogo empezaron a jugar un juego donde uno de los dos forzosamente tenía que ganar. Abbas no se veía a sí mismo ganando, le parecía difícil jugar. Estaba muy triste y exclamó: “¡No puedo ganar!”. La terapia continuó y el psicólogo dudaba de que el tratamiento fuera a tener éxito si Abbas no estaba dispuesto a hablar sobre lo ocurrido. Durante una actividad conocida como “caja de sentimientos”, una herramienta que los psicólogos utilizan para que los niños hablen sobre sus miedos a través de dibujos o usando objetos, Abbas finalmente relató lo que le había pasado y explicó lo triste que se sentía. Preguntaba por qué le había ocurrido a él. Emplearon un juego de rol con unos soldados de juguete y el psicólogo le preguntó si quería decirle algo a los soldados. Y Abbas les gritó: “¡Maldito seáis! ¿Por qué?”. Por fin expresó abiertamente su enfado.

Después de aquello, Abbas acudió a las sesiones sin el gorro. El psicólogo le preguntó cómo se sentía tras quitárselo y Abbas contestó que su familia estaba contenta. Empezó a jugar cada vez más con sus hermanos y primos. La terapia acabó. El psicólogo estaba satisfecho pero, al mismo tiempo, también sentía pena porque Abbas no pudo volver al colegio al haber estado ausente tanto tiempo.

Actualmente, Abbas trabaja con su padre y cada día cruza el puesto de control donde tuvo lugar el incidente.

*Nombre ficticio para preservar la privacidad del paciente.

La respuesta al brote de Ébola se asemeja a una intervención en una zona de guerra

Mariano Lugli, coordinador de emergencias de Médicos Sin Fronteras para el brote de Ébola en Guinea

Miembros de MSF aseguran el traje de protección antes de entrar en el centro de tratamiento  del Ébola Copyright: Amandine Colin/MSF

Miembros de MSF aseguran el traje de protección antes de entrar en el centro de tratamiento del Ébola Copyright: Amandine Colin/MSF

Llegué a Guéckédou, donde comenzó el brote, hace dos semanas. La situación era confusa, los casos aún no se habían confirmado, pero todo apuntaba al Ébola. Así que establecimos medidas de protección para garantizar la seguridad desde el principio.

Lo primero que hicimos fue tratar de reducir el pánico entre el personal de salud, que a menudo son los primeros en verse afectados por la enfermedad. Los trabajadores de salud del hospital de Guéckédou se vieron afectados al igual que cuatro médicos en Conakry. Cuando ocurre un brote, una gran cantidad de personal sanitario huye porque están asustados. Así, en Guéckédou, los pacientes quedaron completamente solos durante dos o tres días.

Este es el motivo por el que incluso antes de la confirmación del brote de Ébola, realizamos sesiones de formación con médicos y enfermeros en las que explicamos cómo poner en marcha medidas de control de infección ante el virus en los hospitales con el fin de protegerse a sí mismos.

Había mucho que hacer en muy poco tiempo: la construcción de una sala de aislamiento para los pacientes (lo que hicimos en dos días) y el establecimiento del control de la infección en el hospital. El siguiente paso era identificar a las personas que habían tenido contacto con los pacientes y realizar un seguimiento continuado durante 21 días. Si no presentaban síntomas durante este tiempo, podrían ser declarados no contaminados. También comenzamos la vigilancia epidemiológica, organizamos actividades de sensibilización con los medios de comunicación locales para proporcionar información esencial a la población local y, al mismo tiempo, creamos equipos para identificar los posibles casos y llevarlos a las salas de aislamiento. Solo poniendo en marcha  todas estas actividades de forma inmediata puedes esperar contener la epidemia.

Se suponía que debía estar diez días, pero en mi camino de regreso a Conakry me dijeron que se habían confirmado casos en la capital así que me quedé. Como coordinador de emergencias, empleo mucho tiempo en reuniones, pero cuando tenía tiempo me gustaba ayudar al equipo médico que entra en las salas de aislamiento a recoger muestras de sangre y mantener el ánimo de los compañeros.

Monia Sayah, enfermera de MSF, explica al personal del hospital Guéckédou como se transmite el virus y como protegerse cuando tratan los pacientes. Copyright: Amandine Colin/MSF

Monia Sayah, enfermera de MSF, explica al personal del hospital Guéckédou como se transmite el virus y como protegerse cuando tratan los pacientes. Copyright: Amandine Colin/MSF

Resulta muy estresante trabajar en esta situación porque conoces la enfermedad, sabes cuáles son los riesgos, que no puedes cometer errores y que tienes para mantener la concentración en todo momento. Al mismo tiempo, los recursos humanos están bajo presión y estás cansado. Al principio, el equipo se levantaba a las dos y las tres de la mañana para hacer rondas en la sala de aislamiento.

Creo que se asemeja mucho a una intervención en una zona de guerra, hay una enorme solidaridad entre los miembros del equipo y todos tratamos de ayudarnos unos a otros. El hecho de tener que vestirse con ropa de protección para entrar en las salas de aislamiento y localizar pacientes en las comunidades es muy estresante para todos los involucrados, pero en términos de la solidaridad entre las personas, es muy positivo.

Hay gran estigma asociado al Ébola por lo que tenemos psicólogos que ayudan a los pacientes y sus familias. Situar a una persona en aislamiento es una decisión muy importante y resulta especialmente difícil con pacientes que se encuentran en el límite por los síntomas que presentan y su historial de contactos con pacientes infectados. Así que hemos creado zonas separadas dentro de la sala de aislamiento: una para los casos confirmados y otra diferente donde están los que aún la infección no ha sido confirmada mediante análisis de laboratorio. Ya en estos momentos, un laboratorio en Guéckédou  puede analizar las pruebas y en doce horas determinar si las personas tienen la enfermedad.

Regresé ayer a casa. Mi mujer es enfermera pediátrica. Trabajó en Liberia durante un brote de fiebre hemorrágica de Lassa, así que conoce este tipo de enfermedades. No me he atrevido todavía a decirle a mis padres donde he estado –aunque estos días va a estar en todos los medios italianos – así que voy a tener que contárselo pronto.

 

“Sí, estoy feliz por él, pero no olvido que los otros cuatro están muertos”

Por Jennifer Hughes, doctora de MSF y Goodman Makhanda, paciente afectado por tuberculosis extremadamente resistente a los medicamentos

Una madre junto a su hijo en el mostrador del dispensario de la zona industrial de Matsapha, Suazilandia. ©Sven Torfinn.

Una madre junto a su hijo en el mostrador del dispensario de la zona industrial de Matsapha, Suazilandia. ©Sven Torfinn.

Hace apenas dos semanas, y después de haber pasado más de dos años bajo tratamiento para la pre-TB-XDR (tuberculosis extremadamente resistente a los medicamentos), por fin pudimos confirmar oficialmente que Siyabulela Qwaka estaba curado. Se trataba de una grandísima victoria y de una excepcional noticia, ya que la probabilidad de curación para una persona con pre-TB-XDR o con TB-XDR es inferior al 20%, así que ese día, como no podía ser menos, preparamos una modesta celebración en la clínica de atención primaria de Khayelitsha, en Sudáfrica.

Siyabulela Qwaka fue uno de los primeros pacientes en formar parte del proyecto piloto que Médicos Sin Fronteras (MSF), en colaboración con los departamentos de salud locales, puso en marcha para mejorar los resultados del tratamiento a personas con pre-TB-XDR y TB-XDR, así como para tratar de encontrar alternativas válidas para aquellos pacientes de TB-MDR (multirresistente) que no estaban respondiendo a la medicación.


Todo el personal se reunió para felicitar a Siyabulela, el cuarto paciente desde que se inició el proyecto que logra abandonar la clínica completamente curado. Cuando el héroe del día hizo un recorrido en voz alta por las dificultades que había pasado a lo largo de estos dos últimos años, las lágrimas de emoción empezaron a hacer presencia entre todos aquellos que estábamos en la sala. «Y todo esto, a pesar de que no soy VIH positivo… pues para ellos esta experiencia es aún mucho más dura», nos decía emocionado. Siyabulela enumeró los efectos secundarios que sufrió durante todos y cada uno de los días que estuvo bajo tratamiento y mencionó el estigma al que tuvo que hacer frente cuando la gente le etiquetó de «persona aquejada por TB de la mala». También rememoró la fuerza de voluntad que tuvo que tener para “arrastrarse” día tras día hasta a la clínica y esperar a que le administrase esas pastillas que tanto daño le hacían y que no le garantizan una cura. Todos aquellos que estuvieron a su lado durante estos dos años, tanto el personal de la clínica como los trabajadores comunitarios, merecen sentirse orgullosos de este logro y sentirlo en parte como suyo, pues Siyabulela no siempre aceptó de buena gana que la única opción que tenía para seguir vivo y poder continuar su carrera de Tecnología de la información era la de seguir el tratamiento. En los momentos más duros tuvimos que hacer un gran esfuerzo para convencerle de que tenía que seguir adelante. No fue fácil, pero hoy todos somos conscientes de que valió la pena animarle para que siguiera luchando.

Goodman Makhanda

El momento en el que le dieron de alta fue verdaderamente emocionante. Nos lo tomamos como un pequeño receso en la batalla para detectar, tratar y erradicar la TB-DR, una lucha que empieza por nuestra comunidad, pero que tiene la clara vocación de servir como ejemplo para todos esos lugares del mundo en los que la TB también está causando estragos. Sin embargo, yo que hace poco también fui diagnosticado de TB-XDR, sé que en el fondo de mi corazón había una pregunta que no dejaba de rondarme: ¿por qué ha de sentirse tan agradecido Siyabulela? ¿Será porque los médicos finalmente recibieron el diagnóstico correcto de que tenía pre-TB-XDR, “tan sólo” cuatro meses después de que llegara por primera vez a la clínica con los síntomas propios de la enfermedad?, ¿O debería estar agradecido por haber recibido un régimen de medicamentos que los médicos pensaban que podrían funcionar, aunque en el fondo no estaban muy seguros de que así fuera? ¿Quizás por el hecho de haber recibido un montón de dolorosas inyecciones que tenía que aguantar sin rechistar, confiando en que sirvieran para algo, mientras esperaba sentado a ver a ver si estos eran o no los últimos años de su vida? ¿O debería estar agradecido por haber sido considerado “elegible” para recibir el tratamiento, por haber tenido la suerte de estar en Khayelitsha y tener así la posibilidad de ser tratado con linezolid, un medicamento cuyo precio es demasiado alto para que su gobierno pueda ponerlo a disposición de las personas sin asistencia médica?… ¿O quizás fuera porque le dijeron que no le quedaba otra opción que tragarse 20 pastillas cada día durante dos años y aguantar los efectos secundarios terribles que iba a sufrir… y que aun así tendría que considerarse afortunado porque no había otras opciones disponibles? O, en definitiva, ¿por el hecho de que él no es una de las otras cuatro personas que comenzaron el mismo tratamiento a la vez que él? Personas, todas ellas, que hace tiempo que ya no están entre nosotros.

Durante los dos años de tratamiento, los pacientes de TB-XDR puedenm llegar a tomar hasta 20.000 pastillas. ©Sydelle WIllow Smith

Durante los dos años de tratamiento, los pacientes de TB-XDR puedenm llegar a tomar hasta 20.000 pastillas. ©Sydelle WIllow Smith

Si cada año hay miles de personas que están siendo diagnosticadas en Sudáfrica, yo lo que quiero es que alguien me explique por qué nunca había oído hablar de la TB-DR antes de resultar contagiado – a pesar de ser un paciente diabético que ha asistido a una clínica local por lo menos una vez al mes desde hace muchos años. Si esta enfermedad es realmente ese bicho asesino que infecta a la gente sólo con respirar, ¿no debería de haber decenas personas advirtiendo al respecto en todas las clínicas, taxis, escuelas y rincones de las hacinadas infraviviendas de Khayelitsha? ¿Por qué podemos conseguir tratamiento antirretroviral para el VIH si nuestro recuento de CD4 es de 350, y en cambio nadie hace nada para reducir el riesgo tan evidente de morir de tuberculosis? ¿No deberíamos exigir que alguien nos explicara cómo proteger a nuestras familias de una enfermedad que se transmite a través del aire y que nos afecta a todos, sin distinción de raza, sexo o comportamiento? ¿Y no deberíamos exigir tener acceso a un diagnóstico rápido y a un tratamiento eficaz si hemos tenido la mala suerte de respirar en el lugar equivocado y en el momento equivocado?

Jennifer Hughes

Una de las razones por las que decidí estudiar medicina fue que me gustaba la idea de que mis actos y mi conocimiento pudieran influir de manera positiva en la vida de las personas. Y siempre que fuera posible, en la vida de una importante cantidad de personas. Ver a Siyabulela curado me hace sentir feliz de ser médico, pero esa alegría se me apaga cuando recuerdo la mirada de tristeza de todos aquellos que iniciaron el largo camino del tratamiento y que no pudieron terminarlo, el abatimiento que sintieron cuando por fin fueron conscientes de que no me quedaba ninguna otra alternativa que ofrecerles. En esos momentos no puedo evitar pensar que me equivoqué cuando decidí dedicarme a la medicina, que tendría que haber sido maestra de escuela o planificadora de urbanismo, o incluso ingeniera, qué sé yo. Lo que sí sé es que cualquier persona que se dedique a una de estas profesiones puede contribuir más que yo a cambiar la vida las personas.

Y es que, ¿cuál es el impacto real que podemos conseguir médicos y enfermeras con nuestro trabajo, si en realidad lo único que podemos ofrecer a nuestros pacientes es, como mucho, un 20% de posibilidades de sobrevivir?

A nosotros nos dicen constantemente que deberíamos considerarnos afortunados de poder trabajar con pacientes de TB-DR en Sudáfrica, concretamente en Khayelitsha. Tenemos, por lo menos en teoría, los recursos suficientes para detectar, diagnosticar y tratar a la mayoría de casos sospechosos de TB prevalente y de TB-DR. En muchos otros lugares del mundo ni siquiera tienen acceso a una prueba de diagnóstico de laboratorio, y mucho menos a los medicamentos para tratar la enfermedad. Una vez que los pacientes han sido diagnosticados de TB-DR en Sudáfrica, la mayor parte de las opciones de tratamiento recomendadas por la OMS están disponibles para su tratamiento. Y para los pacientes con pre-TB-XDR y TB-XDR, hay un montón de grupos de trabajo que tienen por lo menos interés en ayudarles a acceder al mejor tratamiento disponible y en ofrecerles las mayores posibilidades de curarse. Obviamente, en otros países, no tienen ni la mitad de facilidades.  Pero la realidad es que a pesar de todos estos «lujos», el porcentaje de éxito que tiene el tratamiento de la TB en Sudáfrica sigue siendo tan bajo como el de cualquier otro lugar: menos de 50% de los pacientes con TB-DR, la “menos mala” de las tres “más malas” variantes de la enfermedad, completan el tratamiento con éxito.

Phumeza Tisile fue la primera surafricana en ganar la batalla a la TB-XDR. ©Sydelle WIllow Smith

Phumeza Tisile fue la primera surafricana en ganar la batalla a la TB-XDR. ©Sydelle WIllow Smith

Por eso necesitamos tener un régimen de tratamiento contra la TB que sea totalmente nuevo y que funcione realmente, un tratamiento que no haya sido desterrado de la época obscurantista de la medicina moderna para ser reutilizado. Necesitamos un tratamiento que la gente pueda tomar sin temor a perder alguna de sus funciones corporales, sin temor a volverse loco o a quedarse sordo. Exigimos que por fin haya un tratamiento que los departamentos de salud puedan adquirir a un precio razonable y que les permita tratar a los cientos, a las miles de personas que lo necesitan, y no uno por el que haya que pagar hasta 13.000$ por paciente, como es el caso del linezolid de Pfizer, el único que se ha demostrado mínimamente efectivo hasta ahora (siempre que se use combinado con otros) para curar a los pacientes de TB-XDR.

También es necesario que los recursos y la tecnología para asegurar un acceso rápido al diagnóstico estén disponibles para todo el mundo y poder identificar así a aquellos que necesitan acceder a mejores regímenes de tratamiento. Y que una vez que estén diagnosticados, todo el mundo pueda a acceder al tratamiento, no sólo aquellos que tengan la suerte de estar en el momento preciso y en el lugar adecuado.

¿Y yo qué puedo hacer?, me dirás ahora. Pues tú también puedes aportar tu granito de arena firmando el manifiesto de MSF contra la TB-DR –elaborado por pacientes y médicos en la web que hemos creado a tal efecto: msfaccess.org/tbmanifesto. La petición apela al acceso universal al diagnóstico y al tratamiento de la TB-DR, a que se desarrollen mejores regímenes de tratamiento y a que haya fondos disponibles para llevar a cabo estos programas. ¡Te animo a que te unas a la iniciativa y a que pases la voz! ¡Entre todos, podemos lograrlo!

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Goodman Makhanda nació y creció en la provincia de Eastern Cape, desde donde se trasladó a Khayelitsha con la intención de encontrar un trabajo. A día de hoy trabaja en una tienda de ropa en Ciudad del Cabo. Desde que el pasado año fuera diagnosticado de TB-XDR (su primer diagnóstico de  TB), se ha convertido en un poderoso altavoz para concienciar a su comunidad acerca de la enfermedad y para dar a conocer los retos a los que se enfrentan pacientes y personal sanitario a la hora de poder acceder a mejores tratamientos.

La Dr. Jennifer Hughes es la responsable médica de MSF en Khayelitsha. La organización médico humanitaria trabaja en colaboración con el Departamento de Salud y con varias contrapartes locales para responder a la epidemia de tuberculosis resistente a los medicamentos.

Sudán del Sur: El día que nos fuimos de Bentiu

Por Jean- Pierre Amigo, coordinador de emergencia de Médicos Sin Fronteras

El hecho de que MSF se haya visto obligada a evacuar varios de sus hospitales en diversas ocasiones a lo largo de los últimos meses es solo un efecto más de la violencia que asuela Sudán del Sur desde el pasado diciembre. Jean- Pierre Amigo, coordinador de uno de los equipos de emergencia de Médicos Sin Fronteras (MSF), relata cómo vivió la forzada marcha del equipo que trabajaba en Bentiu, capital del estado de Unidad.

En Bentiu, un pequeño pueblecito en el estado de Unidad, la situación era muy tensa desde hacía semanas. En el recinto de Naciones Unidas se refugiaban unas 8.000 personas que habían huido de sus casas, presas del pánico y por miedo a ser atacadas.

El ambiente era tenso; ni tan siquiera los niños jugaban y eso siempre es una mala señal. Nadie sonreía y tal era la desconfianza entre la gente que en cuanto se les acercaba alguien dejaban de hablar. Los diferentes grupos étnicos no se mezclaban y sentían miedo los unos de los otros.

Pusimos en marcha una clínica dentro de la zona de protección de civiles que hay dentro del campamento de la ONU al tiempo que otro de nuestro equipos continuaba su trabajo habitual en el hospital estatal de Bentiu. Antes del conflicto, habíamos estado llevando a cabo un programa de VIH/sida y de tuberculosis en dicho centro, pero en cuanto se desató la crisis decidimos transferir parte del equipo sanitario al bloque quirúrgico, donde estuvieron ocupándose de los heridos durante varias semanas.

La Inseguridad en Sudán del Sur ha obligado a decenas de miles de personas a huir de sus hogares. MSF recorrió la carretera entre Bentiu y Leer para distribuir alimentos a entre 10.000-15.000 personas que huían de los combates.  © Jean-Pierre Amigo/MSF

La Inseguridad en Sudán del Sur ha obligado a decenas de miles de personas a huir de sus hogares. MSF recorrió la carretera entre Bentiu y Leer para distribuir alimentos a entre 10.000-15.000 personas que huían de los combates. © Jean-Pierre Amigo/MSF

El conflicto se había extendido por todas partes. Aunque los enfrentamientos se producían lo suficientemente lejos de nosotros como para que no oyéramos los disparos, cada día nos traían numerosos heridos de bala. Por aquellas fechas, la mayoría de los heridos que lograba llegar hasta el hospital eran personas que habían participado directamente en los combates. Por desgracia, en luchas como éstas, los civiles heridos raramente consiguen llegar a tiempo a las estructuras de salud.

Cuando escuchamos decir que las fuerzas de seguridad se estaban acercando a Bentiu, supimos que con toda probabilidad la ciudad se iba a convertir en un campo de batalla. Reinaba el pánico y la gente empezó a marcharse de la ciudad. Los enfrentamientos se producían cada vez más cerca y resultaba peligroso circular por las calles. El 8 de enero, tras muchas dudas y después de intentar aguantar hasta el último momento, decidimos evacuar.

Cuando sabes que ya no puedes hacer nada y que tienes que dejar a los pacientes y marcharte, comienzas a sentir una mezcla de vergüenza e impotencia. Es una situación muy difícil. Dejamos suministros suficientes como para que al menos pudiesen seguir sus tratamientos, aunque no pudiesen acceder a ningún servicio de salud (una especie de ‘kit de emergencia’ que contenía todo lo que pudieran necesitar). Dos días después de marcharnos, supimos que el hospital estaba totalmente vacío y que todos los pacientes habían tenido que huir.

Un médico de MSF atiende a una mujer en la clínica que Médicos Sin Fronteras en el campamento de desplazados instalado en la Misión de la ONU para Sudán del Sur (UNMISS) en Juba. © Phil Moore

Un médico de MSF atiende a una mujer en la clínica que Médicos Sin Fronteras en el campamento de desplazados instalado en la Misión de la ONU para Sudán del Sur (UNMISS) en Juba. © Phil Moore

Evacuamos en coche rumbo a Leer, otra ciudad que está 130 kilómetros al sur de Bentiu. Por el camino, vimos a mucha gente abandonando la ciudad. La mayoría iba en la misma dirección que  nosotros, aunque a pie muchos tardarían varios días en llegar. Hacía mucho calor, apenas si hay pueblos por el camino y las distancias son muy largas. No hay un solo árbol que te proporcione un poco de sombra y cobijo. Las personas tenían que dormir en el bosque o a los lados de la carretera, por supuesto al aire libre y sin refugio. No teníamos la menor duda de que un viaje tan agotador sería difícil o incluso imposible de soportar para muchos.

El día después, y durante cada jornada a lo largo de los siete días siguientes, regresamos a la carretera que une ambas localidades y distribuimos alimentos energéticos a las entre 10.000 y 15.000 personas con las que cruzábamos por el camino. Más tarde, en Leer, encontramos a gente que nos lo agradecía y nos decía que no hubieran podido llegar hasta aquí sin la comida que les dimos.

De regreso, subíamos a nuestros vehículos a aquellas personas que necesitaban atención médica, dando prioridad a los heridos de bala, a las mujeres en estado avanzado de gestación y a las personas con mordeduras de serpiente. También llevamos a personas discapacitadas por la polio, amputadas de conflictos anteriores, invidentes y a muchos otros más.

En Leer, nuestro departamento de consultas externas estaba saturado. Hay muy pocos centros de salud en Sudán del Sur que sigan siendo operativos, así que la presión se ha incrementado sobre los pocos que todavía funcionan.

Médicos Sin Fronteras trabaja en el país desde hace 25 años. En los últimos dos meses ha realizado más de cien mil consultas (40% a niños menores de 5 años) y tratado casi 1.400 personas con heridas de guerra

Médicos Sin Fronteras trabaja en el país desde hace 25 años. En los últimos dos meses ha realizado más de cien mil consultas (40% a niños menores de 5 años) y tratado casi 1.400 personas con heridas de guerra

Es importante que MSF pueda seguir trabajando en Sudán del Sur. Somos una de las pocas organizaciones que consiguen llegar a lugares de difícil acceso, donde las personas carecen de asistencia. Eso es algo que hemos logrado gracias a nuestra independencia, a nuestra neutralidad y al hecho de que llevamos mucho tiempo trabajando en esta zona (en algunos lugares más de veinte años). La gente nos conoce y confía en nosotros. Y, lamentablemente, en muchos casos dependen de nuestra ayuda para poder seguir vivos.

Ahora, debido al saqueo y destrucción sistemáticos que ha sufrido las ciudades, tiendas y mercados, y con la época de escasez que viene asociada a la estación de lluvias, nos necesitan más que nunca.

Un equipo de MSF ha regresado hace escasos días a Bentiu para reanudar sus programas médicos. Hoy, más necesarios que nunca. Debido al deterioro de la situación de seguridad en el estado de Unidad, el equipo local de MSF en Leer se vio obligado a huir al bosque el pasado 30 de enero con varias docenas de pacientes gravemente enfermos. El hospital de MSF en Leer, el único hospital que todavía funcionaba en el estado de Unity, ahora está vacío sin personal y sin pacientes. MSF espera poder regresar a Leer tan pronto como lo permita la situación de seguridad.