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Batangafo: «Lo único que le queda a toda esa gente es su propia vida»

Por Natacha Buhler, responsable de comunicación de MSF en RCA

Desde finales de julio de 2017, los combates entre las facciones ex-Seleka y anti-balaka han vuelven a incendiar el norte de la República Centroafricana. Miles de personas se han visto obligadas a abandonar sus refugios en Batangafo y alrededores, en donde estaban instalados desde la crisis en 2013-2014. Muchos de ellos han buscado protección en el complejo hospitalario administrado por MSF.

«Estoy cansada de correr. Mientras se siga oyendo el zumbido de los disparos, me quedaré en el hospital». Esther tiene 30 años y vive en una cabaña hecha con ramas. Junto a ella están su hija y su hermano menor. La cabaña está justo detrás del edificio en el que se encuentra el quirófano de nuestro hospital en Batangafo. El 29 de julio de este año, tras el enésimo estallido de violencia entre las facciones de la antigua coalición Seleka y la anti-Balaka, Esther y unas 16.000 personas más, buscaron refugio en este lugar.

Esther Ngaindiro, de 30 años, vive en el hospital de Batangafo desde el brote de violencia del 29 de julio. Antes, vivía en el emplazamiento de Baga para desplazados internos, donde algunos de sus familiares fueron asesinados durante los enfrentamientos. Ahora está en el hospital con su hija y otros miembros de su familia. Su madre decidió quedarse en Baga, ya que cree que si ella si Esther se separan, habrá más opciones de que alguna de las dos sobreviva para cuidar de la familia © Natacha Buhler/MSF

Los «acontecimientos», como se conoce aquí la violencia que devastó el país en 2013 y 2014, todavía están presentes en la mente de todo el mundo. No todos los que huyeron de Batangafo en 2013 regresaron cuando pasó la gran oleada de violencia. Muchos tenían miedo de volver a sus casas y por eso unas 23.000 personas decidieron quedarse durante todo este tiempo en los campos de desplazados de la zona.

Sin embargo, si algo tengo comprobado en el tiempo que llevo aquí, es que en este país la violencia se ceba de manera especialmente cruel con los más débiles.  Aquellos que ya habían perdido todo en el pasado, vieron en julio cómo sus precarias cabañas quedaban completamente calcinadas, lo cual les llevó a tener que huir una vez más.

«No sé por qué pelean. Cualquier motivo parece ser suficiente para comenzar a luchar de nuevo; para aprovechar la oportunidad de saquearlo todo y dejarnos sin lo poco que tenemos. En los enfrentamientos de julio, algunos de mis familiares fueron asesinados y todas mis pertenencias fueron destruidas o robadas», continúa Esther, que, como tantos otros, llevaba en uno de estos campos desde hacía tres años.

Hoy, Esther está en el hospital junto con miles de personas, con la esperanza puesta en que este lugar pueda brindarles un mínimo de seguridad. Y ojalá pudiéramos dársela, pero a día de hoy, por desgracia, ni siquiera un hospital puede considerarse a salvo de los combates o de las bombas. Lo que sí vemos es que la cantidad de personas desplazadas que acoge el recinto varía de acuerdo con la evolución del conflicto. A veces somos más y otras veces somos bastantes menos.

Desde que estallara la violencia en Batangafo, algunas personas que habían buscado un refugio intentaron volver a casa cuando la situación se calmó. Pero se vieron forzadas a refugiarse de nuevo en el hospital cuando la violencia resurgió a principios de septiembre © Natacha Buhler/MSF

Tras los incidentes de julio, la violencia continuó en Batangafo durante los meses de agosto y septiembre de este año, hasta que los ex-Seleka y anti-Balaka firmaron un nuevo alto el fuego. Luego, en octubre, surgió un nuevo grupo de «autodefensa» con las mismas ganas de pelear que todos los demás. Fue fundado en un pueblo situado no muy lejos de aquí y allí es donde ahora se están librando los combates; más allá del río que separa la ciudad de la comunidad vecina, Saragba. Muchos de los que llegan al hospital huyendo de allí lo hacen sin absolutamente nada. Y casi todos nos hablan de aldeas totalmente quemadas y de cuerpos sin sepultar.  La violencia aquí no cesa.

«Mi madre se quedó en el campo de desplazados. Me dijo que era mejor si nos separábamos, porque si algo le sucedía a una de nosotras, entonces la otra podría cuidar de la familia», comenta Esther. «La temporada de lluvias fue dura, las lonas que usamos no nos resguardaban de la lluvia. Pasamos muchas noches de pie, apretujados los unos contra los otros. Se ha acabado la temporada y todavía seguimos aquí. No hay nada que hacer. Antes, me dedicaba un poco al comercio. Pero hace ya mucho que se nos acabó el dinero».

Aunque refugiarse en el hospital de Batangafo puede ser la opción más fiable en términos de seguridad, también contiene riesgos ocultos como el contagio de enfermedades. Un hospital es esencialmente un sitio donde tratar a personas enfermas © Natacha Buhler/MSF

Hay poco que celebrar cuando pensamos en cómo será el futuro en Batangafo. Esther, como muchos, dice que espera que vuelva a reinar la paz para poder comenzar a ganar dinero y poder cuidar de su familia. Su mayor anhelo es el de enviar a su hija a la escuela. Pero no se acaba de creer que eso sea algo que pueda llegar a suceder algún día. «Para que haya paz, no puede haber hombres armados», dice mirando al suelo. “Pero aquí los hombres no están dispuestos a dejar la violencia de lado”.

 

Médicos Sin Fronteras (MSF) ha prestado apoyo al hospital de Batangafo desde 2006, brindando atención médica gratuita a la población de la ciudad y de sus alrededores. La organización también ha establecido redes de trabajadores comunitarios en los cinco ejes fuera de la ciudad, de modo que el tratamiento para la malaria y para la diarrea siempre está accesible para la mayor parte de la población sin tener que desplazarse hasta el hospital. En la carretera de Ouogo, donde actualmente se libran los combates, solo dos trabajadores de 16 lograron llegar al hospital para reabastecerse del suministro de medicamentos paras sus respectivas zonas. La inseguridad también impide que el equipo de MSF acceda a aquellos lugares donde se libran los combates. La mayor parte de la población que vive allí ha huido al bosque o al campo, donde no tienen acceso a la atención médica, mientras que los puestos de salud en las aldeas han sido saqueados, destruidos o abandonados.Los trabajadores sanitarios también son víctimas del conflicto y, como todos los demás, se vieron obligados a huir para tratar de poner a salvo sus vidas.

MSF lleva trabajando en la República Centroafricana desde 1997 y hoy brinda asistencia médica a las poblaciones de Bria, Bambari, Alindao, Batangafo, Kabo, Bossangoa, Boguila, Paoua, Carnot, Zemio y Bangui. En 2016, la organización atendió un millón de consultas médicas, vacunó a 500.000 niños contra diversas enfermedades, realizó 9.000 intervenciones quirúrgicas y ayudó en el parto de 21.000 bebés en el país. Sin embargo, desde comienzos del año, con la intensificación del conflicto armado, la organización ha tenido que adaptar cuatro de sus 16 proyectos para responder a las necesidades más  urgentes de las personas directamente afectadas por el conflicto.

La silenciosa crisis del este de Camerún

Asentamiento de refugiados en la región Este de Camerún. UNICEF/A.Brecher

Asentamiento de refugiados en la región Este de Camerún. UNICEF/A.Brecher

Después de la guerra civil, 260.000 refugiados centroafricanos encontraron asilo en su vecino Camerún. De ellos el 62% son niños, que viven en condiciones verdaderamente precarias en asentamientos de refugiados o en comunidades de acogida. Más de 88.000 niños siguen sin poder ir al colegio. Debido a la grave falta de financiación, es imposible actualmente para UNICEF y sus aliados dar una respuesta que asegure que ningún niño queda atrás.

“No soy feliz en casa. No quería casarme, no quería tener un bebé. Quería ir al colegio. Con 13 años se es demasiado joven para ser una adulta”.

Kulsumi intenta sonreír, pero sus ojos están llenos de esa tristeza que ningún niños debería sentir jamás. Estamos en Tongo Gandima, un pequeño pueblo de la región este de Camerún, a cien kilómetros de la frontera con la República Centroafricana (RCA), el país del que huyó en 2014 cuando la violencia llegó a su pueblo.

“A mis padres les asesinaron delante de mí”, recuerda Kulsumi. “A mi hermano mayor también, al final hui sola. Seguí a un pastor, cuando se puso a dormir lo hice yo también. Por la mañana nos marchamos. Nunca he vuelto”.

Después de unas semanas de camino llegó a Camerún. Primero vivió en el asentamiento de refugiados de Gado. Después cuando encontró una familia de acogida, se mudó al pueblo de Tongo Gandima.

“Ahí es cuando las cosas fueron mal. Mi familia de acogida no tenía dinero para mandarme al colegio. Me casaron con un chico mayor que yo. No quería, pero no tenía otra opción. Ahora soy la madre de un bebé de 4 meses. Quiero a mi hijo, pero a veces siento que me han robado mi infancia”.

Kulsumi con su hijo. Foto: UNICEF/A.Brecher

Kulsumi con su hijo. Foto: UNICEF/A.Brecher

Kulsumi es una de las miles de niñas con historias desgarradoras similares. Un matrimonio temprano es el destino de más de la mitad de las chicas jóvenes que viven en una de estas dos regiones afectadas por la crisis: la región Este y Adamawa. Los padres prefieren no enviar a sus hijos al colegio para que puedan ayudar en casa en el trabajo del campo, y entregan a sus hijas para casarlas.

Cuando una niña llega a la pubertad, se la aparta del colegio”, explica Sylvie Ndoume, una directora de colegio del pueblo de Gado. “Hace 10 años que trabajo aquí y en todo este tiempo he visto solo a una niña llegar a noveno. Aquí el precio de una niña es un pack de cervezas y una gallina, que se le da al padre. Y ahí se acaba la historia”.

Desde el principio de la crisis, el Ministerio de Educación, UNICEF y sus aliados han llevado a cabo campañas públicas a gran escala para convencer a los padres de que envíen a sus hijos al colegio. Pero de los 250 pueblos a los que iba dirigida solo se ha llegado hasta el momento a 59, debido a una falta de recursos que obstaculiza seriamente los esfuerzos que se realizan para que los niños vuelvan al colegio. Este año, la sección de educación de UNICEF solo ha recibido el 20% de la financiación necesaria para las crisis de las regiones de Adamawa y del Este.

Niños frente a espacios de aprendizaje construidos por UNICEF y sus aliados en asentamientos de refugiados en las regiones Este y Adamawa de Camerún. Foto: UNICEF/A.Brecher

Niños frente a espacios de aprendizaje construidos por UNICEF y sus aliados, en asentamientos de refugiados en las regiones Este y Adamawa de Camerún. Foto: UNICEF/A.Brecher

“Hoy en día hay 88.000 niños que no pueden ir al colegio. ¿Qué tipo de futuro les espera?” se preguntaba Felicite Tchibindat, representante de UNICEF en Camerún. “Solo el 12% de los niños iban al colegio en la RCA. Con nuestras intervenciones, hemos conseguido aumentar esta cifra hasta el 30%, pero sigue sin ser suficiente. Cuando los niños no están en el colegio, su capacidad para alcanzar su pleno potencial desaparece”.

Leila es la madre de seis niños. Escapó de la RCA en lo que recuerda como la peor noche de toda su vida. “Disparaban por todas partes”, recuerda. “Asesinaron a todos mis vecinos. Milagrosamente conseguí llegar con mis hijos al asentamiento de refugiados de Gado, pero sigo sin noticias de mi marido”.

Aunque consiguió que cuatro de sus hijos accediesen a la escuela, los dos pequeños Amadou, de 3 años y Hissen de 4, tienen que quedarse en casa todo el día. No hay actividades para los niños de su edad.

“Mis hijos han visto la guerra, a la gente morir, han escuchado el ruido de las armas. Sé que no están bien. Están muy callados, y a veces se ponen a llorar sin motivo. ¿Qué les pasará cuando tengan que ir al colegio?”

En 2016 UNICEF consiguió dar apoyo psicosocial a través de ONG aliadas a 15.000 niños, pero se estima que otros 75.000 niños necesitan este tipo de apoyo para recuperarse de sus horribles experiencias durante el conflicto.

Más de 200 alumnos en una sola clase. No es una imagen inusual en el este de Camerún Photo: UNICEF/A.Brecher

Más de 200 alumnos en una sola clase. No es una imagen inusual en el este de Camerún Photo: UNICEF/A.Brecher

Este estatus quo conduce a una “tormenta perfecta” que pone en peligro el futuro de miles de niños. La ausencia de servicios de protección significa que estos niños no se pueden recuperar como debieran de su sufrimiento. Cuando llegan al colegio se enfrentan a condiciones muy duras por falta de profesores e infraestructuras. No es inusual encontrarse en el este de Camerún con 250 alumnos para un solo profesor. Además es frecuente que dejen de ir a la escuela cuando llegan a la edad en la que pueden trabajar con sus padres o casarse.

“La situación es extremadamente difícil, pero no irreversible”, añadía Felicite Tchibindat. “Podemos convertirla en una oportunidad para que los padres puedan ofrecer una vida mejor a sus hijos. Pido a la comunidad internacional que no se olvide de estos niños. Esta no puede convertirse en una crisis silenciosa. Todavía estamos a tiempo de actuar, pero si no lo hacemos ahora mismo, deberemos hacer frente a consecuencias mucho peores en el futuro”.

Alexandre Brecher, especialista en comunicación de UNICEF Camerún

 

 

Laurentine, armada de esperanza

Por Omar Ahmed Abenza. Coordinador del proyecto de MSF en Ndele, República Centroafricana

Mercado Ndele. Arthur Roger/MSF

Mercado Ndele. Arthur Roger/MSF

Laurentine recorría a pie decenas de kilómetros una vez por semana para venir al mercado de Ndele. Aquí vendía las recolectas del cultivo para volver a su pueblo con el equivalente a unos seis euros  y una bolsita de plástico negra rellena de algunos productos que intercambiaba por sus mañocas y panochas. Pero hace apenas dos días, Laurentine vino en dirección al hospital y no al mercado. Llegó referida de Tiri, donde se encuentra uno de los cuatro centros de salud que gestionamos a lo largo del eje de Miamani; una carretera de unos 140km que une la ciudad de Ndele con Chad. Había discutido con su marido. Al parecer, con la rabia pasional aun corriendo por sus venas, éste le disparó por la espalda en el momento que ella salía de la casa para ir a trabajar al campo. La bala le alcanzó en la parte superior del trasero.

Laurentine. Arthur Roger/MSF
Laurentine. Arthur Roger/MSF

Según les contó Laurentine a las enfermeras en el momento de ingresar, las discusiones con su marido eran frecuentes, pero no llegaban más allá de la leve violencia física, algo que desgraciadamente es muy frecuente aquí.  Desde luego, ella no esperaba tal reacción por parte de él.

A día de hoy, lo que parecía iba a ser una inmovilidad temporal causada por el impacto de la bala, vemos que se está convirtiendo en algo más crónico. Laurentine acaba de perder esta noche la movilidad de cintura para abajo, y no parece que vaya a ser reversible. Joven, madre de un niño de un año y con planes de traer al mundo aún a unos cuantos críos, ella no termina de creérselo y conversa con vivacidad con sus familiares. El marido, quien pese a todo la acompaña, tampoco parece consciente de las consecuencias de su reacción. Es como si no fuera con ellos, no dramatizan. Quizás aún tengan las esperanzas puestas en la medicina tradicional.

Si en lugar de un arma para disparar a su señora, hubiera tenido al alcance de la mano una hoz para descargar su pasión contra las mañocas y las panochas, otro gallo hubiera cantado. Pero por desgracia, desde el recrudecimiento del conflicto en la República Centroafricana y la consecuente escalada de violencia, las armas de fuego han entrado a raudales al país, sufriendo una deflación escandalosa. Hoy, cualquiera puede hacerse con una AK-47 de segunda mano por apenas cuarenta euros, o aún peor, con una granada de fabricación china por unos míseros dos euros. Lo paradójico del caso es que esa arma la pagó Laurentine con dos meses de trabajo. Pero, dadas las circunstancias, parece que a ella le va a salir mucho más cara.

Mercado Ndele. Arthur Roger/MSF
Mercado de Ndele. Arthur Roger/MSF

Pese haber vivido situaciones de conflicto similares durante los últimos años, me siguen atacando las mismas reflexiones los días en que anochezco con energía para seguir pensando. El día en que la calma llegue a este país, me pregunto qué pasará con todas esas armas y con los jóvenes que han hecho de ellas su oficio. Como Laurentine, intento no dramatizar. Me quedo pues, con la inocente esperanza de una República Centroafricana armada con hoces y no con AK-47, donde los jóvenes del campo se dedican a cultivar y los de las ciudades a reconstruir sus instituciones, y donde los desplazados retornan a sus casas con lo necesario para seguir viviendo en paz, sin armas, como lo hacían hasta hace relativamente poco.

En Ndele, MSF gestiona desde 2010 un proyecto de asistencia sanitaria a las víctimas de la crisis crónica que sufre la RCA. Entre las actividades de la organización en esta localidad del norte de la RCA se encuentran los servicios de obstetricia, las consultas externas, el tratamiento del VIH/sida y el apoyo a cuatro centros de salud cercanos. Cada semana, los equipos de MSF realizan unas 1.600 consultas – una tercera parte de las cuales son a niños menores de 5 años -, y unos  40 pacientes son ingresados en el hospital. 

República Centroafricana: La espiral de violencia parece no tener fin (y II)

Por Natalie Roberts, médico de emergencias de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana

Poco después del éxodo de Bozoum, partí junto al jefe de proyecto desde Bozoum para hacer una misión exploratoria del resto de la región noroeste, desde la ciudad de Bosemptele, al sur de Bozoum, hasta la frontera con Chad y Camerún.

Tras la destrucción de los centros de salud, MSF puso en marcha clínicas móviles. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Tras la destrucción de los puestos de salud, MSF puso en marcha clínicas móviles. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Cuando llegamos a la primera de las aldeas, el jefe del puesto de salud me dijo que quería mostrarme algo. Pidió a toda la gente que me llevaran a sus hijos enfermos. El primer niño que vi era muy pequeño, evidentemente sufría de malaria y se veía en muy mal estado. Me ofrecí a llevarlo al hospital de Bozoum, pero la madre dijo que estaba demasiado lejos y que no se sentía segura de dejar su pueblo. Me invadió un sentimiento de impotencia porque el niño necesitaba urgentemente ser hospitalizado, pero lo único que podía hacer en esos momentos era darles algunos de los medicamentos que llevaba en mi equipo de emergencia.

En ese momento me di cuenta de que teníamos que ir más a menudo a los pueblos y de que podíamos conformarnos con trabajar solo en la ciudad. La gente tenía demasiado miedo de salir de sus aldeas, y además no había suficientes carreteras o medios de transporte en la zona como para llegar fácilmente. Cuando volaba hacía la República Centroafricana iba pensando que me tocaría tratar a mucha gente con traumatismos provocados por la violencia. Sin embargo, una vez que ya estaba instalada allí, me di cuenta de que, al menos fuera de Bangui, lo que había era mucha más gente muriendo a causa de enfermedades comunes en África, como pueden ser la malaria y otros problemas de salud, que por heridas de bala.

La gente había huido de sus casas y vivía ahora al aire libre, en el campo o en el monte, durmiendo en el suelo o debajo de los árboles. En las aldeas cuentan con pozos, pero ahora que estaban en el monte tenían que beber el agua que encontraban en los charcos o en los ríos.

Todos los puestos de salud que visitábamos estaban en mal estado. La gente no tenía acceso a la atención médica porque no se atrevían a salir del bosque y porque tampoco tenían ya un lugar al que acudir para ser tratados. Por si fuera poco, los medicamentos de los puestos de salud habían sido quemados o robados. El personal sanitario que todavía seguía allí nos contó que muchos de los que habían huido estaban muriendo en el monte, pero era difícil evaluar el número total de fallecidos.

En cuanto nos organizamos, empezamos a organizar clínicas móviles en las aldeas. Cada mañana recibíamos de 600 a 700 niños, así que al final terminamos por crear un hospital pediátrico para niños con malaria en Bocaranga.

Durante esas primeras semanas, tengo que admitir que hubo momentos en los que llegué a sentir miedo. Corría el mes de febrero y todavía había muchos grupos armados en los alrededores. Los rumores circulaban por todos lados y cuando al día siguiente llegábamos a una aldea para confirmar los relatos y atender a la población, siempre nos encontrábamos con casas que seguían ardiendo.

En las aldeas, los atacantes van de casa en casa y no dejan títere con cabeza. La gente no tiene armas sofisticadas o pistolas. Es una violencia individual, cara a cara. En un momento dado, era difícil cruzarse con alguien que no portara algún tipo de cuchillo por la calle. Incluso los niños de seis o siete años andaban con grandes machetes. En otras circunstancias estos cuchillos se utilizaban para trabajar en el campo o para las labores diarias, pero cuando la tensión aumenta todo el mundo tiene miedo. Y uno es más susceptible de matar a alguien cuando tiene algo con lo que puede hacer bastante daño.

La mayor parte de los centro de salud sufrieron saqueos y quedaron inutilizables. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

La mayor parte de los centros de salud sufrieron saqueos y quedaron inutilizables. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Cada vez que había una escaramuza, veíamos pacientes que tenían heridas abiertas causadas por machetes y que corrían el riesgo de infectarse y de agravarse. Vimos a muchos pacientes golpeados con palos: os aseguro que aquí comprendí que verdaderamente es posible matar a alguien a palos. A menudo, las personas no nos contaban como había sucedido, pero podíamos llegar a imaginar que había sido bastante brutal. He visto heridas causadas por explosiones de bombas y por otras formas de violencia, pero la violencia cara a cara es difícil de digerir y de comprender.

Todos hablaban de los seres queridos que habían perdido. Fui a una aldea donde 23 personas habían sido asesinadas por una serie de atacantes que fueron matando a todo el mundo casa por casa. Un mes después, todos los supervivientes seguían reviviendo este terrible episodio en sus mentes y no lograban recuperarse.

Lo más difícil es que es casi imposible saber cómo y cuándo va a terminar esta situación. El conflicto afecta a todo el país y la espiral de violencia parece no tener fin.

República Centroafricana: La espiral de violencia parece no tener fin (I)

Por Natalie Roberts, médico de emergencias de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana

La ciudad de Bocaranga desierta tras los saqueos. La mayoría de las localidades de la ruta Bozoum – Bossemptele – Bocaranga habían sido incendiadas. Fotografía: MSF

La ciudad de Bocaranga desierta tras los saqueos. La mayoría de las localidades de la ruta Bozoum – Bossemptele – Bocaranga habían sido incendiadas. Fotografía: MSF

Tan pronto como me bajé del avión en Bozoum, me informaron de que acababa de producirse una refriega entre grupos armados que había dejado bastantes heridos. Me requerían de inmediato en el hospital. La pista de aterrizaje está ubicada a unos cinco kilómetros de la ciudad, y a lo largo de los diez minutos de camino en el 4×4 no dejé de ver casas quemadas ni un solo momento. No había un alma por las calles. Los rumores de que iban a producirse nuevos ataques y el miedo ante las consecuencias de los mismos habían hecho huir a todo el mundo.

Mientras nos acercábamos, íbamos tratando de imaginarnos qué situación nos encontraríamos en el hospital. Me bajo del coche y mis compañeros me llevan directamente hasta donde se encuentra el paciente más grave, un hombre herido de bala. Lo atendí mientras el resto del equipo se ocupaba de los pacientes con lesiones menos graves.

En ese primer momento sólo había cinco o seis pacientes. Pregunté si esos eran todos o si aún había más por llegar. Otro de los miembros del equipo me informó de que había varios heridos musulmanes que no habían podido desplazarse todavía hasta allí por miedo a ser atacados. Alrededor de una hora más tarde, 18 de estas personas llegaron al mismo tiempo.

Los heridos habían sido alcanzados por muchas esquirlas provocadas por la explosión de una granada que había sido lanzada en un barrio musulmán; otros tenían heridas de bala por el tiroteo que siguió. Un hombre resultó herido en un ojo y otros tenían heridas de diversa consideración en la cabeza.

Tuvimos que tomar una decisión difícil sobre un paciente en particular: tenía una herida de bala en la ingle que había atravesado su arteria femoral. A primera vista no parecía tan grave, y de hecho el orificio de entrada era más bien pequeño, pero al ponerle de espaldas rápidamente vimos que el orificio de salida de la bala era más grande y que sangraba profusamente. Un gran charco de sangre cubrió el suelo en apenas segundos.

El paciente no habría sobrevivido a una operación o a un traslado hasta otro hospital. Como teníamos la esperanza de que coagulara, le hicimos una transfusión de seis unidades, algo que resulta muy difícil en un lugar donde no hay un banco de sangre. A pesar de esto, continuó sangrando durante horas y murió en el hospital esa misma noche.

Todos nos sentimos muy frustrados. No era más que una pequeña herida, pero estaba justo en el peor lugar posible y le había causado daños irreparables. Si esta misma herida hubiera estado unos cuantos centímetros más arriba o abajo, el paciente habría sobrevivido.

En la República Centroafricana la gente honra a sus muertos haciendo sonar los tambores durante la noche. El cementerio se encontraba muy cerca del hospital de Bozoum y también cerca de la casa donde dormía el equipo de Médicos Sin Fronteras. Cada vez que alguien se nos moría en el hospital, nos tocaba escuchar el retumbar de los tambores durante toda la noche. Era como una especie de penitencia que hacía imposible que pudiéramos olvidar que alguien acababa de morir.

MSF puso en marcha clínicas móviles para asistir a la población dado que los centros de salud habían sido saqueados o destruidos. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

MSF puso en marcha clínicas móviles para asistir a la población dado que los centros de salud habían sido saqueados o destruidos. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Esa noche, la mayoría de los pacientes no quisieron dormir en el hospital porque no se sentían seguros. Al día siguiente, fuimos al barrio musulmán para continuar tratando a los heridos. Era evidente que la gente se preparaba para huir de la ciudad: vaciaban sus casas de todas sus pertenencias y las colchonetas y ropa de cama se apilaban en las calles. El ataque contra el barrio musulmán había sido el tiro de gracia para una población que llevaba meses sufriendo las iras de sus propios vecinos.

Nos informaron de que un convoy transportaría a los musulmanes a Chad. La mayoría de estas personas había nacido en la República Centroafricana y había vivido toda su vida en Bozoum, donde tenían negocios, casa, familia. Al igual que cualquier otro habitante del pueblo, pertenecían a la comunidad local. Pero ya no hablaban de lo que les había pasado; simplemente habían aceptado que tenían que partir.

El convoy de camiones llegó dos o tres días más tarde. Contábamos el número de los que llegaban y de los que salían y cruzábamos los dedos para que no ocurriera nada. Sabíamos que su presencia podía encender la mecha de nuevo, puesto que en el pasado ya habían sido atacados otros vehículos que trataban de evacuar a la gente. Además, no estábamos seguros de si habría suficiente sitio para todos en el interior de los vehículos…. y temblábamos ante la mera posibilidad de que alguno de los grupos más marginados se quedará atrás.

Finalmente, la población entera de musulmanes, compuesta por dos o tres mil personas, subió a bordo de los 14 camiones. Sufría de verles allí: hacía calor y les esperaba un largo viaje de siete horas hasta la frontera. Cada camión estaba atestado de cientos de personas y de sus pertenencias. En algunos podía haber hasta 200 personas. Nadie nos informaba de dónde iban a dormir y a pesar de que contábamos con la presencia de una escolta armada ésta nunca detendría los posibles ataques que se produjeran.

Nos quedamos ahí mirando mientras la gente subía a los camiones. No había nada que pudiéramos hacer. Una comunidad entera había sido devastada. Sabíamos que lo mismo estaría ocurriendo en la mayoría de las ciudades del noroeste. Intuíamos que muchas otras personas estaban eligiendo la misma opción desesperada y que habían decidido dejar sus casas para ir a vivir en un campo de refugiados.

No nos engañemos, esto es una guerra

Por Gordon Finkbeiner, coordinador financiero de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana.

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui, donde se hacinan más de 100.000 personas en condiciones infrahumanas. MSF es la única organización que les presta asistencia médica. (Copyright: Samuel Hanryon)

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui, donde se hacinan más de 100.000 personas en condiciones infrahumanas. MSF es la única organización que les presta asistencia médica. (Copyright: Samuel Hanryon)

 

No hay manera de expresarlo de otra forma: esto es una situación de guerra. Guerra abierta, con artillería pesada y morteros que son disparados arbitrariamente en diferentes partes de la ciudad, con helicópteros sobrevolando la ciudad y con explosiones que te cortan la digestión. Tras la llegada de las tropas francesas a la ciudad, durante algunos días pareció haberse asentado en Bangui una aparente calma esperanzadora. Sin embargo, tras ese breve paréntesis, ahora se ha instalado un estado de confusión total en cuanto a quién combate a quién: los rebeldes exSéléka, los milicianos anti-Balaka, las tropas francesas, las fuerzas de mantenimiento de paz compuestas por congoleños y burundeses y sus a menudo temidos colegas del Chad (percibidos en muchas ocasiones como escasamente neutrales)… demasiados tipos armados.

La gente está desesperada, hacinándose por decenas de miles en misiones religiosas o en campos de desplazados improvisados, como el que hay en el aeropuerto y que a día de hoy ya alberga a más de 100.000 personas. Solamente en Bangui más de medio millón de ciudadanos han dejado sus casas, aunque el número se dispara cada día que pasa. Uno de nuestros compañeros pasó una semana en el interior de una iglesia con su familia, durmiendo en el suelo junto a seis mil personas más. Algunos miembros de nuestro equipo sabían que su vida correría un grave riesgo si regresaban a sus casas, por lo que fueron improvisando día tras día dónde dormir, ocultándose y durmiendo en los bosques. Algunos han perdido a varios de sus familiares.

La residencia del embajador de Camerún, a meros cien metros de donde nosotros nos alojamos, está desbordada con más de mil nacionales que pretenden salir del país después de que unos compatriotas suyos fueran asesinados en Bangui. Un grupo de civiles chadianos fue atacado cuando trataba de huir de la ciudad hacia el norte, seguramente en su pretensión de llegar de vuelta a su país. 47 de ellos fueron masacrados, mujeres y niños incluidos. Ahora tratamos de evacuar a otro compañero porque sabemos que aquí en el proyecto ya no estaría seguro. No cuento con volver a verlo por aquí.

Pacientes atendidos en el hospital Comunitario de Bangui, uno de los centros médicos en los que el personal de MSF lleva a cabo cirugías. (© Samuel Hanryon)

Pacientes atendidos en el hospital Comunitario de Bangui (© Samuel Hanryon).

El dinero y los suministros comienzan a ser un problema, pues los bancos y tiendas están cerrados. La Navidad no ha tenido lugar, no hace falta decirlo. Las escuelas, que antes del cinco de diciembre habían finalmente hallado cierta regularidad al permanecer no sólo abiertas, sino llenas de alumnos, han cerrado. En total, sólo han conseguido estar abiertas cuatro meses este año. Seguimos viendo familias enteras en las carreteras, empujando carros en los que acumulan aquellas pertenencias que han podido rescatar, y tratando de llegar a algún lugar seguro. Dejan su casa atrás, aún sabiendo que ésta será con toda probabilidad saqueada o destruida.

Las perspectivas actuales son nefastas, pero también impredecibles. Pasamos de ver cadáveres degollados amontonados por docenas en las calles, a una situación de casi normalidad. Y ahora, de nuevo, otra vez gente refugiándose de las balas… y todo esto en tan sólo dos semanas. Será difícil que la tensión existente actual amaine y que los sentimientos de odio y venganza den lugar a la reconciliación que todos deseamos.

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui, donde los equipos de MSF pasan más de 500 consultas y ayudan a dar a luz a una media de 7 bebés al día (© Samuel Hanryon)

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui. (© Samuel Hanryon)

En el lado positivo cabe destacar que tenemos un gran equipo y que en la actualidad, además de los muchos proyectos regulares con los que contamos en el país (hospitales que tienen una cobertura regional), también operamos y proveemos otros dos hospitales en Bangui en los que estamos dando asistencia de emergencia.

Por otro lado, hay varios equipos de MSF pasando consultas y ocupándose de las actividades de agua y saneamiento en varios de los campos de desplazados de la ciudad, donde también tratamos de luchar contra el cólera y el sarampión.

Todo ello con las dificultades obvias e impredecibles a las que nos enfrentamos a diario y bajo los riesgos e incluso amenazas que rodean a la misión. Si uno se para un minuto a analizar el caos en el que está sumido todo el país, al final no puede por menos que pensar que cada vida que logramos salvar, cada persona a la que conseguimos ayudar, resulta casi casi un pequeño milagro.

Los pueblos sin gente de la República Centroafricana

Por Lali Cambra (Médicos Sin Fronteras)

No se ve gente en los pueblos, las aldeas están abandonadas, la gente sigue buscando refugio en los campos, lejos de los núcleos urbanos”. Así me describe la situación de la República Centroafricana (RCA) Liliana Palacios, coordinadora médica de los proyectos de Médicos sin Fronteras (MSF), que se encuentra de visita en el país.

Casi seis meses después de que los grupos armados de la coalición opositora Séléka avanzara desde el norte del país en marzo hasta tomar la capital, Bangui, y forzara al exilio al presidente François Bozizé, la emergencia humanitaria se recrudece en el país, con buena parte de su población desplazada. Liliana dice que lo importante ahora mismo es tratar de evitar que una situación que ya era crítica antes del golpe de Estado se agudice aún más, “pero para eso es necesaria la extensión de la ayuda humanitaria suficiente en el resto del país porque las necesidades son ingentes”.

Mujeres con sus niños esperando consulta con MSF (© Emilio Cuadrado).

Mujeres con sus niños esperando consulta con MSF en Bouca (© Emilio Cuadrado).

Mi anterior visita a la República Centroafricana fue en noviembre, meses antes del golpe de Estado -recuerda-, e impresiona ver cuán diferente es ahora: no se ve gente en los caminos, las aldeas siguen abandonadas y en la zona de Batangafo, en el norte del país, la población sigue viviendo desplazada en los campos. En el resto del país es similar”.

En Batangafo, el hospital de MSF mantiene las actividades regulares que lleva ofreciendo desde 2006. El número de consultas ha aumentado en 5.000 casos entre enero y julio con respecto al año pasado (de casi 33.000 a casi 38.000), un incremento que podría deberse a la no apertura de algunos puestos de salud en la zona después del golpe de Estado (que forzó al personal del ministerio de salud a buscar refugio, principalmente en la capital).

Y, como siempre, es la malaria la primordial causa de búsqueda de atención médica entre la población: 31.556 casos registrados entre enero y julio, entre los llegados al hospital y a los puestos de salud. “Por lo general son los menores de cinco años los que aparecen con malarias graves que requieren ingreso, es decir, que la malaria viene ya complicada con una anemia severa o con malnutrición”. El 83% de entre los más de 1.800 pacientes ingresados en el hospital por malaria grave son niños.

En la República Centroafricana, uno de los países más pobres del mundo, cuyos habitantes cuentan con una expectativa de vida de apenas 48 años, en el que el sistema de salud público es deficitario hasta casi la inexistencia y donde apenas hay campañas de vacunación establecidas, los niños son las primeras víctimas en sucumbir ante cualquier turbulencia que altere su frágil existencia. La malaria arremete cada año cobrándose centenares de miles de vidas y, cuando aparece combinada con el sarampión o con la desnutrición, provoca que las tasas de mortalidad entre la población infantil se disparen.

La tumba del nieto de un jefe de "quartier" (barrio) en RCA (© Juan Carlos Cano).

La tumba del nieto de un jefe de «quartier» (barrio) en la localidad de Amada Gaza en RCA, fotografiada durante la misión exploratoria de MSF (© Juan Carlos Cano).

Juan Carlos Cano finalizó una misión de exploración que llevó a un pequeño equipo de MSF a diferentes regiones del país, y cuenta que en el oeste, en Gadzi, en Sosso, en Boda, vieron el efecto del desplazamiento de la población, la falta de alimentación adecuada, la vulnerabilidad ante, por ejemplo, el sarampión. “Había tumbas pequeñas, excavadas recientemente al lado de las casas. Sepultan los cuerpos de los niños cerca de la residencia porque creen que ayuda a la madre a volver a quedarse embarazada. Nunca había visto algo igual, cada casa, cada dos casas, una tumbita, a veces dos”, me explica.

MSF ha ampliado recientemente sus proyectos en Bossangoa, Bria, Gadzi y Bouca, que se añaden a los siete regulares que la organización ya operaba en diferentes provincias del país. Buena parte de los proyectos de emergencia se centran en la población más vulnerable, los menores de 5 años. En Gadzi, se iniciará próximamente una vacunación masiva de 27.000 niños contra el sarampión (que combinado con desnutrición o malaria puede resultar letal). En Bouca, cuyos cien kilómetros de distancia con Batangafo se recorren en más de tres horas en coche, las clínicas móviles atienden eminentemente a niños, madres y casos graves.

 

«Impresionan las largas colas de mamás con sus bebés, el saber que durante mucho tiempo no han tenido atención médica, que recorren kilómetros para llegar a las clínicas móviles con sus niños”. La gran mayoría, de nuevo, son pacientes afectados por malaria (casi 700 de unos 1.200). Liliana me explica que, por el momento, ni en Bouca ni en Batangafo están detectando niveles alarmantes de desnutrición (28 casos de desnutrición severa en Bouca, donde se iniciaron las clínicas móviles a principios de agosto), “pero todo depende de lo que pase en los próximos meses, la gente está ahora sembrando, más tarde de lo debido, por los problemas de desplazamiento e inseguridad; eso quiere decir que la cosecha será también más tarde y menor de lo habitual. Si llegamos a ver niveles alarmantes en esta zona, será dentro de unos meses”.

MSF ha dado la voz de alarma sobre la emergencia humanitaria en repetidas ocasiones antes del reciente golpe de Estado, pero sobre todo, después de que la ofensiva y toma del poder de Séléka iniciara un período de mayor turbulencia y caos en el país y exacerbara antiguas rivalidades, más o menos soterradas, étnicas económicas y políticas, con miles de personas desplazadas. La situación en el país es todavía muy volátil.

Han sido muchas las voces a nivel internacional, de instituciones y organismos, que llaman a ampliar la ayuda a la población de RCA. Se observa una creciente presencia de ONG y de agencias de la UN, pero no son ni suficientes ni lo suficientemente rápidas. Las necesidades que la población todavía presenta, debido su falta de acceso a servicios básicos, son enormes, mucho mayores que la respuesta que ahora mismo se está proporcionando.

 

(También desde República Centroafricana: Bruno da Silva Machado, administrador de terreno de Médicos Sin Fronteras en Ndélé.)