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El papel de las mujeres en los desastres naturales

Por Daniel Boyano Sotillo, cooperante de Cruz Roja.

En mis primeros días en el Departamento de Ancash, Perú, he observado que en esta zona son frecuentes fenómenos naturales con una actividad muy intensa debido a la subducción de la Placa de Nazca bajo la Placa Sudamericana, lo que genera actividad sísmica y volcánica. De hecho en un mes he sentido varios temblores de reducida intensidad. Asimismo, las condiciones climáticas se definen por una pequeña oscilación térmica anual y precipitaciones escasas pero intensas y concentradas asociadas al Fenómeno del Niño, como ha ocurrido este año.

Del mismo modo, tanto la actividad sísmica como las precipitaciones son causantes de movimientos en masa en gran parte del territorio de este departamento. Por lo tanto se considera que Ancash, vive en un territorio multiamenazas. Asimismo el problema se acentúa debido a la alta vulnerabilidad social, institucional, gestión, organizativa…

Esta situación a nivel departamental también se dan a nivel local, como es el caso de varias comunidades costeras de la provincia de Huarmey, donde actualmente resido y Cruz Roja Española y Cruz Roja Peruana están ejecutando un proyecto de emergencia por el fenómeno del Niño Costero 2017. Los efectos del Niño Costero de 2017, que se generó por el incremento de la temperatura superficial del mar, han provocado precipitaciones continuas en los meses de febrero y marzo, produciendo importantes daños en el municipio (250 viviendas colapsadas, 2.562 viviendas inhabitables y 938 afectadas).

Las familias se han visto obligadas a refugiarse en las zonas habitables de sus viviendas (principalmente carpas en techos), hacinados en casa de familiares, en alojamientos temporales, en el pabellón polideportivo y en zonas alejadas del casco urbano que han sido ocupadas mediante diferentes fases de invasión. En este contexto todas las personas sufren, pero no por igual. En una visita a los lugares antes mencionados se evidencia que las mujeres tienen menos acceso a los recursos que son centrales para los procesos posteriores a los eventos catastróficos, tales como trabajo y capacitación, participación en instancias de decisión, control de la tierra, acceso a recursos económicos como créditos, …
En relación con lo anterior también se percibe un significativo incremento en los niveles de violencia contra las mujeres y niñas, en especial, violencia sexual, abusos y violencia por parte de la pareja, lo que tiene un alto impacto en su salud integral.

Por otro lado las consecuencias del Niño Costero han generado incremento del trabajo de la mujer dentro del núcleo familiar, quedando reducido o desapareciendo el tiempo para ella misma, sobrecargando su salud mental y física lo que desemboca en tensión dentro de las familias.

Durante y después de este desastre, las mujeres han tenido que recomponer la estructura de su familia, atender a hijas, hijos, padres ancianos y otras personas que dependen de su apoyo. Además a menudo se quedan solas, pues su pareja suele salir a buscar empleo fuera del área afectada. Este aumento de trabajo, con incremento de las lluvias y dificultades para conseguir agua potable por colapso de pozos o destrucción de tanques, trae consigo que las mujeres tengan que desplazarse mayores distancias provocando lesiones por la carga de peso, menos tiempo para crecimiento personal… y enfermedades mentales que ya se están comenzando a manifestar. A esto hay que añadirle que como ya estaban en una situación de discriminación social, esta marginalidad se acentúa en condiciones adversas. De este modo, las mujeres ven aumentada su responsabilidad al interior de los hogares, la que de por sí es siempre muy alta por la tradicional división sexual del trabajo.

Puedo concluir después del Niño Costero 2017, que en Huarmey prevalece lo urgente y las inquietudes de género se ignoran o se desechan como irrelevantes.

A pesar de todo lo anterior se aprecia una apertura de ventana a la esperanza ya que las mujeres forman una parte vital de los esfuerzos de mitigación y respuesta a los desastres al ser especialistas en estrategias para romper el shock, el aislamiento y generar estrategias a nivel micro. Todo ello actuando dentro de sus roles tradicionales o trascendiéndolos.

Los desastres a menudo proporcionan a las mujeres una oportunidad única para que se valore y visibilice su trabajo, además pueden servir para cuestionar y cambiar su posición en la sociedad ya que han demostrado ser indispensables cuando se trata de responder a los desastres de origen ambiental.

Durante y después del Niño Costero de 2017, las mujeres peruanas construyeron casas y albergues, cavaron pozos y canales, remolcaron agua, montaron las cocinas en los refugios, lavaban ropa, cuidaron del grupo familiar, dieron apoyo emocional, mantuvieron las relaciones familiares y cuidaron a los enfermos, haciendo todo este trabajo de forma gratuita. A menudo, en contra de los deseos de los hombres y sin reconocerles esta labor, las mujeres han estado dispuestas y han demostrado ser capaces de asumir un papel activo en tareas tradicionalmente mal consideradas masculinas. Esto puede ayudar a cambiar la percepción social de la capacidad de las mujeres ya que se ha demostrado que son más eficaces en la movilización local para responder a los desastres, además de formar grupos y redes sociales que trabajan para satisfacer las necesidades más urgentes de la población local debido a su mayor empatía.

Como resultado de sus esfuerzos de respuesta a los desastres, las mujeres están desarrollando nuevas habilidades como el manejo agrícola y de recursos naturales que, en un entorno adecuado, podrían transferirse al mercado del trabajo.

Después de un desastre, es primordial que las medidas de recuperación respondan a las necesidades y las inquietudes de todos los grupos sociales y con perspectiva de género.

La lucha de la alfabetización: “Nada de lo que he vivido debe sucederle a mis hijos”

Por Gabriel Díaz, cooperante de Global Humanitaria

Casi siempre es difícil ponerse en lugar del otro. Lo es en las cuestiones cotidianas, las más simples; entender, comprender, sentir empatía aunque eso no signifique estar de acuerdo.

Un ejemplo: nuestro hijo lo deja todo por la PlayStation, sin que nosotros los hayamos estimulado a permanecer ese largo rato frente a la pantalla. Vemos cómo se concentra y emplea estrategias. Celebra cuando gana la batalla y se frustra cuando la pierde. Entretanto, nosotros soñamos (o no) con que lea El Principito. Seguramente, el tiempo, los límites y los criterios aprendidos en casa y en la escuela, forjarán parte de su personalidad, y él decidirá.

Ahora, demos un salto grande. Imaginémonos frente a un contrato que estamos obligados a firmar sin saber descifrar esa “sopa de letras” que tenemos ante nuestros ojos. Podemos ver pero no leer, como le ha sucedido a Henriette, quien ha participado en nuestro proyecto de alfabetización en Costa de Marfil. Ella remarca que no está dispuesta a que la historia se repita: “no quiero que mis hijos sean analfabetos como yo. Es un sufrimiento no poder escribir el propio nombre y estar siempre obligada a pedírselo a alguien. Nada de lo que he vivido debe sucederle a mis hijos”.

Alfabetización en Costa de Marfil. (Daniel Kone/Global Humanitaria)

Alfabetización en Costa de Marfil. (Daniel Kone/Global Humanitaria)

Esto, muy común en la Europa de hace algunas décadas, ocurre hoy en América Latina, Asia o África, con los padres de los niños que acuden a las escuelas con las que trabaja Global Humanitaria; tal es el caso de Basilea, quien nos recibió en su pequeña parcela de tierra en Puno, Perú. Sus manos saben labrar pero no escribir. Los habitantes de muchas de esas comunidades viven las consecuencias de cruentas guerras civiles, dictaduras devastadoras o políticas que redujeron el rol del Estado a su mínima expresión, educación incluida. En consecuencia, el analfabetismo ha sido masivo.

Por ese grado de abandono, entender la importancia que la educación tiene para ser jóvenes, mujeres y hombres libres, conscientes de sus derechos y obligaciones, no es tan fácil como puede parecer. Comprender que recibiendo instrucción básica podremos unirnos frente a los abusos sociales, laborales o de cualquier tipo, “no se cae de maduro” para quien no tuvo la oportunidad de recibirla.

Sin dudas resta mucho por hacer: 57 millones de niños no tienen acceso a la educación, de acuerdo con el último informe de Educación Para Todos, de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Vivimos en un mundo injusto, con grandes desigualdades y segregación social. Por eso, además de cooperar para que la educación llegue a todos, es importante compartir, acercarse, al día a día de niños del Perú rural profundo y olvidado, al de las niñas indias abandonadas que hemos conocido en los hogares de acogida, de los guatemaltecos que hasta hace poco desconocían su propia historia. Ésta es una manera de intentar ponernos en su lugar y de no olvidar, para que la historia no se repita.

Aparentemente hoy existe el consenso global necesario para que todos los niños reciban educación primaria. ¿Puede resultar incómodo para ciertos intereses que los sometidos de siempre tengan las herramientas para dejar de serlo? Es muy probable. Pero en buena medida está en nuestras manos hacer que el derecho a la educación, que llevó siglos conquistarlo, sea por fin un hecho.

Así, caminando juntos a pesar de la distancia, las nuevas generaciones podrán cambiar el rumbo de su historia.

Violencia machista y resistencias al cambio en Perú

Por Gabriel Díaz, cooperante de Global Humanitaria

“La pobreza tiene nombre de mujer. Las mujeres (del campo) que son agredidas viajan hasta la comisaría más cercana, caminan horas, gastan el poco dinero que tienen, y cuando llegan, muchos funcionarios les dicen que vayan más tarde. La mujer que vive en el campo no tiene otro remedio que volver a la casa y seguir con la misma situación, compartiendo el mismo techo con su agresor”.

Así lo ha comprobado Belia Quiñones, quien lleva 20 años trabajando como abogada, defendiendo los derechos de las mujeres del campo, las más vulnerables de Perú. Buena parte de ese tiempo lo ha dedicado a luchar contra la violencia doméstica, a cambiar esquemas machistas y a fortalecer la ley. “Pero las resistencias son grandes”, explica a Global Humanitaria en Puno.

“Tenemos que sensibilizar a la población a todos los operadores que intervienen cuando se da un caso de violencia contra una mujer. Medicina legal, jueces, fiscales y funcionarios policiales están rotando permanentemente de un puesto a otro”.

 Juan Díaz (Global Humanitaria)

Juan Díaz (Global Humanitaria)

Ése es un problema, la rotación, y también la ley peruana que sólo procesa por vía penal aquellos casos en los que aparece agresión física o tentativa de homicidio. Y si la sentencia es menor a cuatro años no se hace efectiva, basta con que el agresor se presente en el juzgado, firme un control mensual y observe ciertas reglas de conducta.

Esto es una gran prueba del grado de indefensión en que se encuentran mujeres que sufren amenazas, agresiones psicológicas o maltrato que no deja rastros físicos, dice Quiñones. Y si la agresión es visible, no existen garantías de que la ley se vaya a cumplir. “El machismo está muy arraigado. El 85 por ciento de los casos de violencia familiar afecta a mujeres”.

“Por ejemplo cuando hay reuniones comunitarias sólo los hombres se sientan en las sillas, mientras las mujeres se sientan en el suelo. Las mujeres no hablan. Los hombres llegan a caballo, las mujeres a pie. Pero son ellas las que tienen que llevar la comida”, agrega.

El cambio pasa básicamente por la educación, con profesionales que trabajen en las escuelas el tema de género, pero el panorama no es favorable. La abogada peruana asegura que para atener los casos de violencia que ocurren en 13 provincias hay un sólo psicólogo que trabaja para el distrito judicial de Puno Región.

“Queremos que en Perú el desarrollo económico vaya de la mano de igualdad de oportunidades y de justicia, el desarrollo social es mucho más importante que el material”, concluye.

 

La conservación de los saberes ancestrales en Bolivia

Por Gabriel Díaz, cooperante de Global Humanitaria.

bol-2Los agricultores, como los navegantes, saben observar y descifrar las señales de la naturaleza, porque así manda la tradición y porque no a todas partes llegan los pronósticos meteorológicos convertidos en espacios estrella de la tele.

En un margen de tiempo relativamente corto, hemos pasado del agujero de la capa de ozono y las consecuencias del efecto invernadero hasta instalarnos en el cambio climático, que no parece ser otra cosa que la fatiga de la madre naturaleza ante tanto desmadre humano. Y así lo perciben los campesinos cochabambinos del centro de Bolivia, que están padeciendo las consecuencias de estos cambios. En ese sentido y sin ánimo de enaltecer desmesuradamente ninguna cultura –casi todas tienen sus bienes y sus males-, los quechuas y aimaras han mantenido un diálogo con la naturaleza que no deja de sorprendernos a quienes provenimos de la ciudad.

Habituados a vivir de lo que la tierra les ofrece, tanto la siembra como la cosecha se convierten en un rito que implica mucha observación previa, con todos los sentidos. Se ve, se huele, se escucha, se palpa. Así lo vive desde hace décadas don Julio Morales, quien a los 82 años comparte su sabiduría con hijos y vecinos, lo que la tierra, la fauna y el cielo anuncian.

Por ejemplo, a comienzos de agosto, Julio levanta las piedras del terreno que habita en el Valle Alto cochabambino. Dependiendo del grado de humedad que presenten, la cosecha de papa (allí hay más de 110 variedades), será buena o mala. Es lo que lo que académicamente se denominan bioindicadores o predicciones agrícolas basadas en indicadores físico atmosféricos que intentan minimizar los efectos del cambio climático. Pero para mantener esta variedad de papas y otros productos como la cebada, es vital preservar el cultivo rotativo, respetar el tiempo de descanso de la tierra, manejarla en diferentes alturas, comunitariamente y con abonos naturales. Esto resulta fundamental para garantizar la seguridad alimentaria familiar y reducir los índices de desnutrición infantil.

Las familias del lugar observan el viento, el comportamiento de ciertos animales, el florecimiento de las plantas, las heladas, las nubes y el brillo y nitidez de las estrellas, a unos 4.000 metros de altura. Y de forma muy coherente, la población rural plantea que el ciclo escolar coincida con el agrícola. Esto prevendría el éxodo constante de los jóvenes del campo a la ciudad, dejando atrás una concepción de la vida que no tiene que ver con el “tener” sino con el “ser integral”, hombres y mujeres viviendo en armonía con su entorno.

Pero el desafío es duro: las multinacionales los presionan y amenazan la producción e intercambio local de semillas, llevando pesticidas depredadores y el mercantilismo que desprecia la economía de trueque. A todo esto la tierra da muestras de cansancio, el clima no ayuda y frente a los que mueven los hilos del poder en la agroindustria estos campesinos se encuentran desamparados, muy solos.

Tras visitar y conocer a campesinos e indígenas del sur de Perú y Bolivia, uno reafirma la convicción de que las fronteras entre países son artificiales y nada justificables. Y también lo son las fronteras interiores –o mentales- que vamos generando y fomentando muchas veces, por desconocimiento o una educación que crea consumidores y no ciudadanos.

Por todo esto, de la mano de CENDA (Centro de Comunicación y Desarrollo Andino) y la comunidad, desde Global Humanitaria desarrollamos proyectos que contribuyen a la conservación o recuperación de los conocimientos ancestrales* de estas culturas milenarias, las más postergadas del continente americano. Aunque es mucho más lo que nos une de lo que nos separa, a la vista está que es preciso dialogar y encontrar espacios de entendimiento, porque cada pueblo debería poder ejercer el derecho de vivir a su manera, en paz con sus vecinos.

Tan sencillo y tan complejo.

El Perú casi invisible

Por Gabriel Díaz, cooperante de Global Humanitaria.

Desfile cívico-militar por el 192 aniversario de la independencia de Perú. EFE

Desfile cívico-militar por el 192 aniversario de la independencia de Perú. EFE

Perú celebra cada 28 de julio el aniversario de su independencia, y por ello en Lima no queda rincón sin banderas y escarapelas rojas y blancas, los colores de la bandera de la nación andina. “Yo me llamo Perú”, “Viva Perú”, “Estoy orgulloso de ser peruano”, son frases que se leen y escuchan sin cesar en carteles públicos y en la televisión. Entretanto, el centro de la capital era escenario el día anterior de una masiva protesta contra la corrupción y las promesas incumplidas por el gobierno encabezado por Ollanta Humala. Según parece, la corrupción no está reñida con el amor a la patria y la injusticia social tampoco.

Hasta en la más remota localidad de Puno, departamento situado al sur del país, tampoco faltaron las marchas escolares, los cantos nacionalistas, los globos rojos y blancos, y todo tipo de símbolo dedicado al amor a la patria. En casas, edificios públicos y privados, en las solapas de los dependientes de tiendas, taxistas o funcionarios, siempre el rojo y el blanco. Sin embargo, a todas luces Perú no es una nación, en Perú hay muchas naciones, distinguidas por lenguas diferentes, identificadas por rasgos culturales muy distintos, condicionadas por una geografía que incluye costa, selva y montañas que llegan a superar los 5.000 metros sobre el nivel del mar.

De todas maneras y aunque esto salte a la vista de cualquiera, la voz oficial insiste por estos días que el Perú es uno, sin diferencias. Pero me pregunto: ¿a qué se debe tanta insistencia nacionalista? Imposible no cuestionárselo luego de ver a cientos de hogares sin agua potable, caminos intransitables, niños que tosen como adultos, postas sanitarias (cuando las hay) carentes de recursos humanos y medios técnicos, campesinos sin acceso a la tierra. Casi me atrevería a asegurar que lo único que se encuentra en buen estado en el Perú remoto son los templos católicos: majestuosos, siempre impecables.

Al recorrer los pueblos rurales, se puede ver que en el Perú remoto las macro-cifras de crecimiento económico no se han traducido en mejores condiciones de vida para sus habitantes. Definitivamente no. Me pregunto si los políticos saben que los niños quechuas y aymaras de Puno no pueden aprender en su lengua materna. Como me dijo un maestro, “los pequeños viven alienados”. ¿Por qué? Porque hasta los seis años hablan una lengua que luego abandonan por el castellano cuando llegan a la escuela. Y porque los planes escolares hablan de osos hormigueros y elefantes e ignoran a las llamas, a las vicuñas y a las truchas con las que ellos conviven.

Un líder comunitario me comentaba que las mujeres muchas veces no van al centro de salud porque no hay quien las atienda en su lengua. Existe un choque entre culturas, entre la medicina convencional occidental y la tradicional. Ellas, las mujeres quechuas o aymaras, no pueden parir en cuclillas en un centro de salud convencional, por poner un ejemplo. Una abogada de Puno, experta en violencia machista, me aseguraba que la pobreza tiene rostro de mujer, y eso también es notorio cuando tras los golpes o martirios psicológicos llegan –si lo consiguen- a concretar la denuncia. Primero: la mayoría no tiene dinero para trasladarse a denunciar. Segundo: es posible que, en caso de llegar a la policía, no sean comprendidas o les indiquen que regresen más tarde.

Con todo esto intento decir que la complejidad de un país, con sus fronteras artificiales marcadas por cuatro doctores, va mucho más allá de sus trajes típicos y artesanías. Y han pasado más de 190 años… Es imperioso respetar y proteger a los más postergados, que en este caso son los pueblos originarios, por más que suene a frase hecha. ¿Estarán los políticos al tanto de que los niños de Puno caminan hasta cuatro horas para llegar a la escuela?, ¿dónde está el Estado?

En las comunidades rurales es común encontrarse con pequeños que viven solos porque sus padres salen a trabajar durante semanas; esos niños no tienen más comida que la que les pueda ofrecer el comedor escolar. Eso sí, con el estómago vacío cantarán el himno y bien enseñados gritarán “¡Viva Perú!”. ¿Tendrán que pasar otros 190 años? Esperemos que no.