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Con una vacuna, la vida de Nelly sería otra

Serge Wingi, UNICEF en República Democrática del Congo

Con motivo de una campaña de vacunación contra la polio hace un par de meses visité la aldea de Kayombo, conocida por la gran cantidad de gente que se opone a las vacunas debido a las creencias populares y tradicionales.

Al llegar al pueblo, me fijé en una joven de unos veintipico años. Parecía que estaba en las calles de Kinshasa, no en una pequeña aldea en medio de la provincia de Tanganica. Sentada a la sombra, con una trenza perfecta, la chica se maquillaba mirándose en un pequeño espejo. Intrigado, pregunté por ella a unos cuantos aldeanos, que rápidamente me dijeron que Nelly era la hija mayor del jefe de la aldea.

Con una vacuna, la vida de Nelly sería otra

Nelly ha aprendido a vivir con su estado /©UNICEF

Inmerso en mis actividades, me olvidé de la presencia de Nelly, que tanto me había llamado la atención al llegar. Solo por la tarde, cuando me iba, me acordé de ella. Venía detrás de nosotros gritando “¡esperad!, ¡esperad!”, porque quería venir con nosotros a Kalemie para vender allí comida.

Solo cuando la vi acercándose al coche comprendí que detrás de su gran sonrisa, sus ojos maquillados y su ropa moderna se ocultaba un gran dolor. Ella utilizaba sus brazos para moverse hacia nosotros. ¿Cómo una chica joven, con toda la vida por delante, podía llevar una carga tan pesada? Pasé la mayor parte del viaje entre la aldea y Kalemie haciendo preguntas a Nelly.

“Nací con buena salud, pero cuando tenía cuatro años de pronto no podía sostenerme sobre mis piernas”, me contó.

En ese momento, nadie en la aldea pensó en la posibilidad de la polio. “Mis padres atribuyeron la enfermedad a brujería”, continuó. Durante meses, la llevaron a todos los brujos y curanderos de la zona. “Pasé días enteros con el cuerpo enterrado hasta el estómago para estirarme las piernas”, recuerda. Pero no hubo ningún cambio, excepto que las posesiones de la familia desaparecieron ante sus ojos. Todos los “cuidadores” cogieron los caballos, gallinas, ropas o utensilios de cocina a cambio de cuidar de ella.

Solo tras incontables fracasos, los padres de Nelly decidieron llevarla a un centro de salud. Las pruebas de laboratorio rápidamente revelaron que era polio, una enfermedad que causa una parálisis irreversible.

Con ambas extremidades inferiores paralizadas, Nelly es incapaz de sostenerse sobre ellas, lo cual le obliga a arrastrase. “Mi estado me causa mucho dolor, pero con el tiempo he aprendido a vivir con ello”, me asegura. A pesar de su discapacidad, Nelly ha puesto en marcha un pequeño negocio para tener algo de independencia. La joven va y viene entre su aldea y Kalemie vendiendo productos que compra a los granjeros locales.

Como madre de una niña de dos años, Nelly sigue estrictamente el calendario de vacunación. “No quiero que le pase lo mismo que a mí”, explica. También anima a todas las madres de la aldea a vacunar a sus hijos.

Con una vacuna, la vida de Nelly sería otra

Nelly no quiere que a su hija le pase lo mismo que a ella /©UNICEF

Durante las recientes campañas de vacunación contra la polio, Nelly y su padre se implicaron mucho en su comunidad para encontrar a los niños no vacunados y animarles a vacunarse. “Mi hija está así debido a mi ignorancia”, me confesó el padre de Nelly con la voz entrecortada. Como jefe de la aldea, anima a todos los padres a vacunar a sus hijos para mantener la polio fuera del pueblo. “No puedo ver más casos de polio aquí. Los trabajadores sanitarios deben vacunar a nuestros hijos”, explica más convencido que nunca.

El trabajo de UNICEF y sus aliados.

Más de tres millones de niños recibieron sus vacunas durante las recientes campañas de vacunación en las provincias de Alto Lomami, Tanganica, Alto Katanga y Lualaba. Sin embargo, en algunas comunidades un número importante de niños sigue sin estar protegido debido a la continua oposición a las vacunas. UNICEF apoya al gobierno en la concienciación a los hogares reticentes y en la movilización de cientos de representantes comunitarios, movilizadores sociales y auxiliares.

Malaria: una emergencia silenciosa e invisible

Por Sandra Smiley, responsable de Comunicación de MSF en República Democrática del Congo

Son algo más de las ocho de la tarde. Acabo de llegar, jadeando y resoplando, a la base de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Bikenge, provincia de Maniema. El equipo de promoción de la salud – Albert, Daniel y Gaston – está ya allí, esperándome. Van lo suficientemente vestidos, con sus camisas de cuello, como para verse con la reina de Inglaterra; pero hoy nuestra tarea es concientizar la comunidad respecto a la malaria. «Lo siento, llego tarde», les digo sin apenas aliento. «Tuve que responder una llamada de emergencia.»

A medida que recorremos la avenida principal de Bikenge, intercambiamos jambos (“hola” en swahili) con otros peatones. Los ciclistas pasan bamboleándose. No hay coches en estas carreteras: las que conducen a la ciudad son tan malas que sólo los todoterrenos 4×4 las pueden transitar. Como resultado de esto las mercancías se mueven, dentro, fuera y alrededor de Bikenge, casi exclusivamente en bicicletas o en la espalda de alguien.

A la sombra de un bananero nos reunimos una multitud. Los chicos comienzan sus explicaciones. Hablan de que es la malaria: una enfermedad parasitaria transmitida por un mosquito que puede provocar síntomas desagradables. Sin tratamiento se transforma en una patología grave que causa complicaciones, como la anemia. Una vez que la enfermedad llega a este punto puede ser letal.

Daniel explica cómo se manifiesta la malaria en un niño. © Sandra Smiley/MSF
Daniel explica cómo se manifiesta la malaria en un niño. © Sandra Smiley/MSF

Lo que cuenta sobre la enfermedad un superviviente me permite comprender que saben de qué estamos hablando. Conocen que deben usar mosquiteras para protegerse, también saben la manera de identificar la malaria y que deben visitar una clínica médica cuando sus hijos enferman.

Pero el problema es, dicen, que los precios que se cobran por la atención sanitaria son demasiado altos. La mayoría de los hospitales y clínicas de la República Democrática del Congo operan sobre una base de recuperación de costes, lo que significa que, aunque el propio servicio sea formalmente gratuito, el paciente tiene que pagar por todo lo demás: guantes, pruebas, medicamentos… Tratar a un niño de la malaria puede llegar a costar más de 50 dólares, una suma que muy pocos pueden permitirse. Y, para cuando la situación es tan desesperada como para pedir dinero a sus familiares, amigos y vecinos, a menudo ya es demasiado tarde.

La charla pasa a centrarse en los signos y los síntomas de la malaria: falta de apetito, dolor de cabeza, escalofríos y vómitos. Y como si fuera una señal un sonido fuerte y desagradable surge desde el interior de la multitud. Alguien está enfermo. Todas las cabezas se giran hacia la fuente de ese ruido: una niña en brazos de su abuela, escupiendo, con episodios de tos y arcadas.

Desde luego, no soy un profesional de la medicina; mi formación médica se limita apenas a un curso de primeros auxilios y a un par de temporadas de Anatomía de Grey. Sin embargo, sé cuándo un niño está enfermo cuando lo veo. Por eso, pongo la mano sobre la frente de la niña: está caliente al tacto.

«¿Sabéis dónde está el centro de salud de MSF?», pregunto. La abuela dice que sí.

«Vamos. Veamos a las enfermeras de la clínica», le digo. «No le costará nada. Y es mejor hacerlo que lamentarlo”.

Mwinyi, el supervisor de enfermería del ambulatorio termina su papeleo. En un día corriente, más de la mitad de los pacientes a quienes atenderá tiene la malaria. © Sandra Smiley/MSF
Mwinyi, el supervisor de enfermería del ambulatorio termina su papeleo. En un día corriente, más de la mitad de los pacientes a quienes atenderá tiene la malaria. © Sandra Smiley/MSF

Por la tarde, de vuelta a la base, escaneo el último informe de actividad del centro de salud de Bikenge apoyado por MSF. En medio de tablas y gráficos, es preciso destacar un dato en particular: la mitad de los pacientes ingresados en urgencias la semana pasada padecía malaria.

Me gusta pensar que, de donde procedo, si uno de cada dos pacientes que entra en una sala de urgencias sufre de la misma enfermedad, potencialmente mortal pero prevenible, habría una respuesta y una acción masivas e inmediatas. Se llevarían a cabo campañas de prevención a gran escala y la ciudadanía exigiría que se depuraran responsabilidades.

Pero aquí nada de esto sucederá. La población parece haber aceptado que sus hijos enfermen. ¿Y por qué no habrían de tener esa actitud? ¿Qué más pueden hacer? A pesar de la manifiesta necesidad, las mosquiteras no se distribuyen. Las aguas estancadas -auténticas piscinas de malaria- no son drenadas y los centros de salud hacen pagar a gente que no tiene dinero.

Una enfermera toma una muestra de sangre de un niño para realizar  un test rápido de malaria en el área de triaje del centro de salud de Bikenge. © Sandra Smiley/MSF
Una enfermera toma una muestra de sangre de un niño para realizar un test rápido de malaria en el área de triaje del centro de salud de Bikenge. © Sandra Smiley/MSF

Kahuzi, el monte que todo lo ve

Por Ana de la Osada, enfermera y coordinadora médica de MSF en Kalonge, RDC.

Kalonge. Al fondo, el monte Kahuzi. Foto: Ana de la Osada
Kalonge. Al fondo, el monte Kahuzi. Foto: Ana de la Osada

El monte Kahuzi, un antiguo volcán ya extinguido, es el pico más alto del Parque de Kahuzi-Biega. Desde Kalonge siempre es fácil encontrarlo. Kahuzi conoce todo lo que pasa en este pequeño pueblo de Kivu Sur, en la República Democrática de Congo. Y no es de extrañar, porque desde su cumbre a 3.308 metros seguro que tiene una buena perspectiva. Se podría decir que Kahuzi es “el monte que todo lo ve”.

Kalonge. Foto: Ana de la Osada
Kalonge. Foto: Ana de la Osada

Kahuzi también sabe del ritmo que la vida tiene por aquí. La luz, la lluvia, el sol… todo influye en las actividades de la gente, sobre todo si tenemos en cuenta que aquí, en un mismo día, podemos llegar a tener todas las estaciones del año. Digamos que Kalonge es “térmicamente inestable”, que aquí las apariencias engañan. Conseguir hacer un buen pronóstico del tiempo en este pequeño lugar es todo un desafío, incluso para los meteorólogos más atrevidos.

Sin embargo, eso forma parte de su encanto. Trabajar aquí, como MSF lleva haciendo desde 2008, es en parte un privilegio. Las colinas verdes que nos rodean dibujan un paisaje digno de ver, y el contraste con el marrón de los caminos hace que a veces no sepas hacia donde prefieres mirar. El monte Kahuzi lo sabe y por eso mismo contribuye también con su fuerte presencia a la belleza de este lugar: el sol desperezándose detrás de él, las nubes que muchas veces compiten entre ellas para rodear su cumbre, los cielos rosados del atardecer que hacen que la luz ambiente cambie a un color más grisáceo, los relámpagos que asoman tras las nubes amenazando tormenta…

Kahuzi vigila la base de MSF día y noche. Conoce nuestros movimientos entre la casa y la oficina, entre la oficina y el hospital y nuestras salidas a los pueblos remotos de la periferia.Está al corriente de que dentro de unos meses MSF terminará su trabajo aquí, entre colinas, caminos y gentes amables deseosas de saludarnos. Sabe que nos instalamos aquí de manera temporal, para dar apoyo a una población maltratada por los desplazamientos, ligados siempre a esos episodios de violencia que en este país son tan frecuentes. Sin embargo, ahora la situación es distinta, más calmada y con más recursos a nivel sanitario, lo cual nos ha obligado a replantearnos si nuestra presencia en este lugar sigue siendo indispensable.

Puesto de salud apoyado por MSF en la periferia de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF
Puesto de salud apoyado por MSF en la periferia de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF

Llegar a este punto no ha sido fácil y por supuesto hay días o momentos en que te preguntas si realmente deberíamos irnos o si por el contrario sería mejor quedarse, porque al estar inmerso en esta pequeña realidad las cosas se ven desde otra perspectiva. Aquí la objetividad se difumina ligeramente, porque muchas veces no es fácil que la parte racional se anteponga a la emocional, y en el pequeño día a día de Kalonge siempre se viven muchas emociones, buenas o malas, pero emociones al fin y al cabo.

No es fácil decir adiós, al menos nunca lo ha sido para mí. Despedirse de un proyecto, de un lugar en el que llevamos ya seis años, de toda esta gente a la que hemos dado tanto apoyo… pero, ¿quién dijo que este trabajo fuera fácil?

Nuestro objetivo en este tiempo ha sido facilitar a la población un acceso gratuito a la salud y para ello nos hemos sumergido en las actividades del Hospital de Kalonge y de ocho Centros de Salud, distribuidos en diferentes pueblos, en los que se da una atención primaria.

Mi posición como coordinadora del equipo médico del proyecto me ha dado la oportunidad de tener una visión global de las dificultades que hay a nivel de salud, pero también de todo lo que hemos logrado en este tiempo con nuestro trabajo. Lo que más destacaría es sin duda el apoyo que damos a las mujeres, las grandes luchadoras de una sociedad en las que la discriminación y la desigualdad de género están al orden del día.

La maternidad de nuestro hospital es el servicio con mayor actividad durante todo el año. El número de partos no depende de la estación en la que nos encontremos, y al contrario que otras enfermedades como la malaria o las infecciones respiratorias, ni la lluvia ni la estación seca dan tregua a nuestras mamás. Para que os hagáis una idea de lo frenético del ritmo, en Kalonge tenemos una media de 9 partos al día… lo cual supone que cada año unas 3300 mujeres dan a luz aquí.

El primer bebé nacido en la nueva maternidad. Foto: Ana de la Osada
El primer bebé nacido en la nueva maternidad. Foto: Ana de la Osada

Hace poco hemos terminado, gracias al apoyo y trabajo de nuestro equipo logístico, un nuevo edificio para la maternidad y la neonatología. Ahora hay más espacio las mamás y los bebés, más luz para levantar el ánimo en las situaciones difíciles, mayor capacidad para atender más pacientes. El día en el que “nos mudamos” al nuevo edificio fue emocionante: durante unas semanas tuvimos que trasladar la maternidad a una gran tienda de campaña, con las dificultades e incomodidades que eso conlleva para todo el personal médico y sobre todo para las mujeres que venían a parir al hospital. Sin embargo, los esfuerzos valieron la pena. Durante la mañana en la que estuvimos trasladando todo el material al nuevo edificio, una mujer se puso de parto, así que ese mismo día pudimos inaugurar el paritorio. Para mí fue una satisfacción pensar en la suerte que tuvo esa mamá al poder dar la bienvenida a su bebé en esa estructura nueva y confortable que habíamos construido. Fue nuestro primer bebé de la nueva maternidad y todos los que estábamos allí presentes. ¡Os podéís imaginar la enorme sonrisa que teníamos en la cara!

Las circunstancias y los contextos cambian, y nosotros estamos obligados a plantearnos a estar presentes allí donde más se necesite, donde vayamos a tener más impacto. Ojalá pudiéramos llegar a todo, pero no es así, y eso nos obliga a priorizar.

Mientras tanto, hasta la despedida, seguimos teniendo un gran trabajo por hacer: luchar contra reloj por dejar las cosas bien terminadas y dar el apoyo necesario para que tras nuestra salida las cosas puedan seguir rodando, que al fin y al cabo eso es lo más importante.

Recién nacido en la maternidad de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF
Recién nacido en la maternidad de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF

Nos vamos despidiendo paulatinamente y de manera programada. Cuidar la percepción que la población tiene de nuestra salida es ahora una de nuestras prioridades, porque pese a que dentro de poco ya no estaremos en Kalonge, MSF continúa trabajando en este inmenso país, lleno de necesidades que cambian día a día. El seguir siendo aceptados es parte fundamental para que podamos trabajar de la mejor manera posible.

Nosotros nos iremos, pero quiero pensar que un gran poso del trabajo que MSF ha hecho aquí también quedará: mujeres embarazadas que han podido parir en una estructura de salud en lugar de en una casa, niños a los que hemos curado de esa enfermedad tan terrible y a la vez tan fácil de tratar (cuando se tienen los medios) que es la desnutrición, personas desplazadas a las que les hemos facilitado el acceso a la salud…

Pese al paso del tiempo, el monte Kahuzi seguirá dominando el paisaje, vigilando todo lo que pasa por Kalonge. Y si en algún momento se da cuenta de que MSF tiene que volver, así nos lo hará saber.

Caminante, no hay camino… en Kalonge

Por Jana Brandt, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en Kalonge (República Democrática del Congo).

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Caminan, caminan y caminan. En Kalonge, aparte de algunos moto-taxis que no todos se pueden permitir, los medios de transporte no existen, ni siquiera los burros, las mulas o los caballos. Todo, realmente todo, desde muebles de madera hasta sacos de plátanos, se transporta a pie. La mayoría de las veces se lleva la carga sobre la cabeza. Y normalmente sobre la cabeza de la mujer.

La fuerza física de las mujeres congoleñas es impresionante. ¿Sacos de carbón de 30 o 40 kilos? Ningún problema, incluso estando embarazada. “Y aún así, andan más rápido que nosotras”, pienso avergonzada. Los habitantes de Kalonge caminan desde muy pequeños y la costumbre hace el hábito. Las niñas aprenden desde chiquititas a cargar agua en una botella pequeña o a transportar palitos de madera para hacer fuego en la casa.

Con los pies como únicos medios de transporte, la medición de las distancias en Kalonge es muy relativa. Cuando preguntas si fulano de tal vive lejos, la respuesta suele ser negativa: siempre dirán que vive “cerca”, aunque para nosotros sea lejos. Caminar durante una hora seguida hasta llegar a algún lugar es considerado “aquí al lado”. Caminar durante tres o cuatro horas para llegar a la oficina y entregar algún informe, o simplemente para saludarte, es absolutamente normal. “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, decía Machado, y no puede haber mejor descripción para la vida diaria de Kalonge.

Caminar para llegar al colegio. Caminar para trabajar los campos. Caminar para buscar madera. Caminar para llegar al mercado, no sólo para comprar, sino sobre todo para vender. Caminar para traer agua. Y muy importante: caminar para llegar a un puesto de salud, arrastrando el peso de una enfermedad. Es esta la realidad de Kalonge. Las distancias medidas en kilómetros para llegar a un centro de salud no son muy grandes (oscilan entre los 25 y 30 kilómetros para los trayectos más largos), pero esta distancia se vuelve penosa para cualquier persona castigada por una enfermedad y físicamente debilitada.

Sólo si el estado de salud del paciente es demasiado grave, es la familia o la comunidad quien lleva al enfermo al hospital. Caminando, por supuesto. Con los seis coches de MSF no tenemos la capacidad de transportar a todos los enfermos de Kalonge desde los centros de salud hasta el hospital. Kalonge tiene una población de 142.779 habitantes y materialmente es imposible cubrir todos los requerimientos sanitarios y logísticos que allí se presentan. Sólo a veces, durante las visitas semanales a los centros, podemos llevar al hospital en nuestros coches a algunos enfermos graves o urgentes.

Una imagen que se me ha quedado grabada en la memoria es la del padre que cargó con su hija de 3 años a la espalda durante horas, hasta llegar, desesperado, a uno de nuestros centros de salud: la pequeña estaba a punto de morir por los efectos de una fuerte anemia causada por la malaria. Llevaba la preocupación y el cansancio escritos en la cara c???????????????????????????????uando abrazaba con desesperación a la niña –Emedo era su nombre-, mientras los enfermeros le inyectaban glucosa y artesunato (un antipalúdico) para devolverle la vida.

Una vez estabilizada en el centro de salud, la llevamos en uno de nuestros coches al hospital, donde el equipo médico se ocupó de ella. Unos días más tarde se la veía dando sus primeros paseos por el recinto del hospital, agarrada de la mano de su padre, que ahora ya lucía una gran sonrisa. Cuando nos descubrió, se nos acercó y dijo en un francés que le salió con dificultad: “¡Dios va os dar alguna cosa!” Yo no soy creyente, pero reconozco que me emocioné.

Por suerte, el caso de Emedo no es frecuente en Kalonge. Aquí estamos a 1.800 metros de altura, y por tanto la malaria no suele ser un problema mayor, al revés que en las zonas cálidas de Kivu Sur, donde las epidemias de paludismo causan cada año muchas víctimas mortales. En Kalonge son más frecuentes las enfermedades diarreicas y las infecciones respiratorias debido al clima frío y la abundante lluvia.

Pero el caso de Emedo también demuestra que caminar lo es todo en Kalonge. En Kalonge, caminar es vida. En todos los sentidos, día tras día.

 

 Puedes leer otros posts de Jana desde Kalonge aquí.

 

 

¿Tenéis gorilas en Alemania?

Por Jana Brandt (coordinadora de Médicos Sin Fronteras en Kalonge, República Democrática del Congo)

“¿Tenéis gorilas en Alemania?”, me pregunta Joseph, el conductor que me lleva desde Kigali, capital ruandesa, hacia la frontera con la República Democrática del Congo (RDC). Es la primera vez que me dirige la palabra después de dos horas de viaje y después de vanos intentos de mi parte de establecer una conversación con él. Pero es la pregunta que finalmente rompe el hielo entre nosotros. Sonrío. Me encanta encontrarme con estas perspectivas culturales tan diferentes.

A mi respuesta negativa reacciona con sorpresa. “¿Y aguacates, árboles de aguacate, tenéis?” Otra vez negativa por mi parte. Cuando encima también niego la existencia de yuca, de caña de azúcar, de plantaciones de té y de café, me mira con sorpresa por el retrovisor para enseguida empezar a reírse a carcajadas.Entonces, si no tenéis nada de esto, ¿qué tenéis?

Le explico, y añado que en Alemania tenemos las cuatro estaciones y que en invierno hace mucho frío y que hay mucha nieve. Ruanda es el contrario: ¡es increíble lo verde que es este país! Durante las casi 6 horas que dura el viaje hacia Bukavu, capital provincial de Kivu Sur, situada en la otra orilla del lago Kivu (que separa RDC y Ruanda), los paisajes son bellísimos. Cuando le digo a Joseph cuánto me impresionan los paisajes que veo pasar por la ventana del coche, me responde “Oui, c’est tranquille le Rwanda!”*

¿Tranquilo? Es verdad. Todo parece seguir un ritmo muy pausado y resulta fácil describir el paisaje como idílico. Pero no puedo evitar que me vengan a la mente las imágenes de uno de los mayores genocidios de la historia humana. En 1994, aproximadamente 800.000 personas, sobre todo de etnia Tutsi (lo que equivale a un 11% del total de la población y un 80% de los tutsis que vivían en el país en aquel entonces), perdieron la vida a manos de milicias de Hutus en tan sólo 100 días, mientras la comunidad internacional miraba paralizada sin actuar y, peor, en ocasiones negaba lo que estaba sucediendo. A causa de un contraataque del Frente Patriótico Ruandés (FPR, tutsi), más de un millón de Hutus huyeron del país hacia la RDC, que por aquel entonces aún se llamaba Zaire.

El genocidio ruandés y sus consecuencias políticas han tenido y tienen un fuerte impacto en la política congoleña hasta el día de hoy, y son una de las causas principales de la violencia que sacude al Congo desde hace ya décadas (ya os contaré más de esto en otro momento). El campo de refugiados para congoleños por el que pasamos en coche, establecido el pasado enero tras la huida de miles de personas a Ruanda a causa de una nueva escalada del conflicto, es muestra de la relación entrelazada, pero infinitamente complicada, entre estos dos países vecinos.

Al final resulta que a Joseph le encanta hablar. Después del cuestionario sobre Alemania, empieza a darme un curso intensivo de suahili, lengua hablada entre otros en Ruanda y en Congo (es uno de los idiomas oficiales del país) y que suma nada menos que 45 millones de hablantes.

Primera lección: “¡hakuna matata! (“ningún problema”). Probablemente las palabras más conocidas de este idioma en occidente gracias al Rey León. ¡Ignorante de mí, que no tenía ni idea de que no era una invención de Disney, sino que realmente significa algo! En seguida: ¡hakuna matoto, hakuna matata!” (“sin hijos, sin problemas”). Muy útil saberlo. Siguen más palabras y a partir de allí, Joseph me pregunta cada 15 minutos a ver si me acuerdo de todo. Obviamente, no lo consigo. Empiezo a sentir el cansancio después de casi ya 24 horas de viaje (Barcelona-Doha-Etebbe-Kigali) y mi cabeza ya no da para más.

Vista del lago Kivu desde el lado congoleño (© Jana Brandt).

Vista del lago Kivu desde el lado congoleño (© Jana Brandt).

Cuando finalmente llegamos a la frontera con RDC, Joseph para el coche en la orilla del lago Kivu y me ordena bajar del vehículo y sacar una foto del puente que hace de frontera entre Ruanda y Congo. Sigo, cómo no, sus órdenes.

En la frontera me espera un coche de Médicos Sin Fronteras (MSF) para la última etapa del trayecto hacía Bukavu, que ya sólo dura media hora. Pero antes, sello de salida de Ruanda por parte de un oficial poco motivado y sello de entrada de su contraparte congoleña, no mucho más motivada.

Cuando el conductor de MSF me dice su nombre, Mohamed, me sorprendo de nuevo. ¿Mohamed? ¿Un nombre musulmán en un país con un total de 96% de cristianos? “Hay una pequeña comunidad musulmana en Bukavu”, me explica él. Una comunidad que forma parte del 1,2% de musulmanes en el país. Y efectivamente, nada más entrar Bukavu, pasamos por una mezquita.

Me doy cuenta de lo poco que sé del país que va a ser mi casa durante los próximos 9 meses y lo mucho que me queda por aprender. No es sólo mi primera vez en el Congo, sino también en África en general, así que la estancia aquí va a ser todo un reto para mí. Un reto al que me encanta enfrentarme, pero un reto que también me da mucho respeto. “Karibu a Bukavu”*, me dice Mohamed, mientras bajamos del coche delante de la oficina de MSF.

Ya verás”, me tranquiliza, “¡hakuna matata!

(Continuará)

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* “Sí, Ruanda es tranquilo”.
* “Bienvenida a Bukavu”.

Memorias del RUSK. Parte IV: rechinar de dientes.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

Ya en febrero habíamos comenzado a seguir las evoluciones endémicas del cólera en el eje lacustre del Lago Tanganika. Durante un par de meses le pisamos los talones. La primera vez que asomó y mató se nos había escapado por los pelos. El cólera puede matarte en 24 horas si no lo tratas. Vital es desplegarse de forma inmediata.

Pero esta vez, en abril, por fin pillamos la epidemia en un brote que, sin preaviso, se llevó consigo a 4 personas lejos de los hospitales. Nos medimos contra él en Kamanyola, de media 25 pacientes internados (muy lejos de las cifras de Haití, esto es una cosa chica), y tras llegar el RUSK, afortunadamente, ni una muerte más siquiera en la comunidad reportada.

Cuando abril todavía se deshojaba en el calendario, un equipo reducido del RUSK llevamos a cabo una misión de evaluación rápida de un posible brote de meningitis, con posible confusión de malaria, en una zona remota de los Kivus, Lulingu, sometida a un “embargo” de facto por el gobierno provincial al ser cuna de los sediciosos y rebeldes Raïa Mutomboki, una región por otra parte carente de control estatal y comercialmente hundida.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012)  © Juan Carlos Tomasi.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012) © Juan Carlos Tomasi.

El acceso, complicado a causa de un entramado de rutas de barro inundadas, nos obliga a volar hasta allá en avioneta y luego desplazarnos en moto. En los poblados objetivo de nuestra evaluación, se percibe de antemano una extraña atmósfera malsana, como de malformación necrosada, una gravedad un tanto oscura. Nos entrevistamos con las gentes del lugar: cuentan que, desde hace dos meses, algo está matando a los niños, y no comprenden cuál puede ser la causa…

Nuestra misión dura dos días: en esos dos días nos cruzamos con 2 duelos y un cortejo funerario, mueren en el hospital 5 niños (10 en toda la semana, más los que no nos queremos imaginar lejos de las estructuras sanitarias), visitamos 4 camposantos y cementerios que refugian, cada uno, unas docenas de tumbas recientes: la tierra está fresca, removida, las ofrendas florales todavía desprenden fragancia o luchan contra su ineludible sino, descomponiéndose lentamente. El último de ellos, Tchonka, alberga en su seno más de 60 nichos, dos tercios de ellos anfitriones de cuerpos diminutos… vuelve esa sensación de malformación lóbrega, de estar ante algo más grande que uno mismo. De que las flores fúnebres guardan escondida en su belleza un escalofriante secreto: nada es inmarcesible.

Existen sospechas de que podría ser una peste de meningitis, o una plaga de malaria… otros dicen que es la “sorcellerie”, lo que llaman la brujería o hechicería, y los ancianos murmuran que muchas familias están abandonando la aldea con la esperanza de salvar a sus críos del diablo, de hurtárselos al infierno. El equipo médico examina pacientes, hace pruebas, investiga historias médicas y se sumerge en la epidemiología de los años precedentes.

Los niños siguen marchitándose, cayendo como hojas del otoño. La guadaña, en este caso, no es finalmente la meningitis, sino la dichosa malaria, complicada con anemia. Es ella quien está segando la vida de niños a puñados cada semana. La malaria sigue siendo, parece, la enfermedad más mortífera en el mundo año tras año. Nunca antes en todos estos meses de RUSK estuve tan convencido de la necesidad de intervenir a toda costa, a cualquier precio, como hasta ahora.

Los que me conocen saben que jamás utilizo la expresión «salvar vidas» cuando hablo de mi trabajo. Es demasiado grande para un tipo como yo. Sin embargo, en esta ocasión… en esta ocasión estoy convencido de que tenemos que ser nosotros quienes actuemos, de que no hay nadie más que nada pueda hacer para evitar la mortalidad, salvo MSF. Y nunca antes había detestado tanto el bloqueo institucional que estamos sufriendo: tengo verdaderas ganas de matar a alguien… Cada día que la burocracia administrativa o la política gubernamental nos retrasan, ésta no es una exageración ni licencia poética, otro niño se marchita, otra hoja barre el otoño. En cuanto la ‘intelligentsia’ ministerial comprenda el dramatismo de la situación y acepte que MSF les eche una mano, el RUSK nos desplegaremos de inmediato*. El RUSK, yo mismo, no hacemos política, a duras penas sabemos hablar: somos implementadores, trabajamos con las manos, un poco al estilo de los herreros y artesanos.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012) © Juan Carlos Tomasi.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012) © Juan Carlos Tomasi.

El RUSK ha sido una escuela, de vida, de profesión, y de muerte. Digamos que cuando llegué a su seno, en esto de las emergencias tocaba de oído. Ahora creo que, en ocasiones, mal que bien, puedo arrancarle alguna melodía a algún que otro instrumento de cuerda, percusión o viento.

Pero todo, claro, viene con pleito. Después de estos 10 meses, en los que el RUSK ha sido toda mi vida, no puedo sin embargo desadherirme de ese sentimiento de haber perdido algo en este tiempo, quizá memoria, pureza, idealismo, arraigo… creo que avillané un poco mi relación con este trabajo, convirtiéndome poco a poco en mercenario. Perdiendo u olvidando en el camino varias otras facetas del tipo que yo era. Quizá también haya envilecido en cierto grado la relación con una parte de mí mismo, secuestrándola, amordazándola… No sé.

El caso es que, por el momento, esa alienación, ese extrañamiento o deriva respecto de quién eras, de tus asideros, de los tuyos, merece la pena: es en las emergencias donde realmente este trabajo cobra su plena vocación y naturaleza. Perdonen la cursilería, pero, realmente, la determinación de un grupo de profesionales, con nuestra rabia, nuestras miserias y nuestro desencanto a cuestas, juramentados en la persecución un objetivo común frente a la crudeza del terreno, significa algo: puede marcar la maldita diferencia.

Cuando la gente me dice, de vuelta a casa, “es increíble lo que hacéis, cuánto mérito tenéis”, a veces respondo: no somos héroes, sólo tipos enfurecidos, sólo tipos cabreados. Recios, furiosos, nos aferramos con fiereza a la rebelión contra la docilidad, contra el determinismo, el cólera o la malaria: como escribió Claudio Rodríguez, “se puede estar en derrota, pero nunca en doma”. Así pues, contraemos músculos, rechinamos dientes, y, tensándonos como un arco, nos aprestamos para la embestida.

Hasta la próxima.

 

*El RUSK comenzó la intervención contra la malaria en la zona de Salud de Lulingu, territorio de Shabunda, el 2 de mayo.

Si quieres leer otros posts de J. Mas Campos desde RDCongo, pincha aquí.

Memorias del RUSK. Parte III: la cresta de los desplazados.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

 

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

 

Tras acabar la vacunación, en una clínica móvil del proyecto regular de Kalonge, me voy a supervisar la reanudación de actividades de un centro de salud para desplazados. Todo se desarrolla sin sobresaltos, una delicia. Salvo el hecho de darme cuenta durante las largas marchas a través de las montañas que definitivamente el tabaco y la cerveza me han dejado el cuerpo magullado, inservible y con un gran lastre de equipaje superfluo: a este paso, en vez de descender las lomas hiriéndome los tobillos y las rodillas, las bajaré rodando.

Febrero: lo pasamos trabajando el músculo del cerebro, el poco que tengo: discutimos y estudiamos estrategia de emergencias con una experta de la casa. Un maldito placer trabajar a su lado, además de un verdadero honor. Jamás me impregné tanto de conocimiento útil de emergencias como en febrero. Una Mutzig a tu salud, jefa.

Entretanto la acción no se remansa: ese mismo mes de febrero comienza nuestra ronda de intervenciones «aero-transportadas», misiones de exploración e intervención inmediata, concebidas para durar pocos días y tener un gran impacto en la salud de la población a la que quieres asistir.

En este caso, la alerta es de desnutrición, y la población, unos 15.000 desplazados de una etnia perseguida sanguinariamente por otra (con causa, en los Kivus nadie es inocente).

Los desplazados (combatientes, civiles y familiares), se han refugiado en la cresta de una cordillera a la que sólo se puede acceder, de forma segura, por helicóptero.

Lanzamos dos misiones “heliportadas” del RUSK para evaluar la auténtica gravedad de la alerta, transportar un par de toneladas de alimento terapéutico para los niños desnutridos que podamos encontrar entre la lluvia y el frío, y hacer el seguimiento del impacto de nuestra acción.

Marzo: me llaman de otro de los proyectos regulares del Kivu Sur, Shabunda. En esta ocasión se trata de comandar la misión de re-evaluación de la seguridad en el eje sur tras las últimas deflagraciones del conflicto Raïa Mutomboki – FARDC (Fuerzas Armadas de RDC).

Debemos atravesar las incorpóreas líneas del frente y re-aprovisionar los centros de salud del citado eje sur, cerrado a causa del comercio de ráfagas y tiros, y del tragicómico extravío de una granada en algún charco del camino, durante la época de lluvias, culpa de algún soldado borracho. Jamás se la encontró, a la granada. Del soldado, primo de Gila, tampoco se volvió a saber, quizá lo suicidaron.

No obstante, esta vez, comparada con la aventurita de la evacuación de heridos en enero, la misión no fue sino un lindo paseo por el parque.

(Continuará)

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Memorias del RUSK. Parte II: truenos de pólvora y fuego.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

En esta misma cartografía de la violencia, Primero de Año entraría dentro de una antonomasia más truculenta: el contexto de Bunyakiri, convulso y enloquecido como un jabalí herido, jamás nos permitiría completar la vacunación sin mostrarnos, bufando, el hocico y sus colmillos.

El 31 de diciembre intercambiaron truenos de pólvora y fuego los Raïa Mutomboki (en swahili significa “la población en cólera[1]) contra las FARDC (Fuerzas Armadas de la RDC). El RUSK, inmersos en nuestra campaña, presenciamos cómo un joven llegaba al hospital ese mismo 31 de diciembre por la tarde, y descendía de la motocicleta que lo trasladaba, herido de plomo, exánime y sin esperanza. Tendido en el suelo, ya casi sin hálito, el chaval moría de bala poco a poco a la puerta del hospital, decantándosele la vida a chorros por el costado, mientras un coro de matriarcas dolientes le amortajaban con sus ropas ensangrentadas hasta cubrir su rostro exangüe.

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Esa misma tarde, comenzaron a llegar noticias inquietantes de varios otros heridos. Se desconocía localización, gravedad y número. Tras entablar contactos de seguridad con los jefes consuetudinarios y comandantes de FARDC y Raïa, a través de los que acordamos con ambas partes los términos de respeto a la neutralidad del “convoy humanitario” y de evacuación de los más graves cualquiera que fuera su afiliación, uniforme o etnia, el RUSK nos preparamos a intervenir… por algo somos el equipo de emergencias.

El corredor humanitario se abrió el 2 de enero a las 7 de la mañana, único momento de serenidad y calma de todo el día… Al cabo de media hora y durante todo el resto de la jornada, la misión de evacuación de heridos transcurrió en unas circunstancias tan extremas de tensión entre las dos partes del conflicto, que si bien el corredor humanitario (las luces de intermitencia parpadeando constantemente durante nuestra singladura en cada flanco de los 4×4) y nuestra integridad fueron respetados (sin perjuicio de ser en ocasiones bienvenidos con algunas amenazas, gajes del oficio), la neutralidad del convoy no lo fue tanto. Por ninguna de las partes, soldados regulares y milicias anárquicas.

De haber recogido a determinados heridos (de uno y otro lado, todo dependía del protectorado o pedazo de tierra de nadie en la que nos halláramos), hubieran con toda certeza sido ejecutados en el camino, sin vacilar, a manos de la miríada de grupúsculos incontrolados, sea turbas violentas, sea soldados exaltados, que, armados con machetes, ametralladoras y fusiles de caza, nos detenían incesantemente en el curso de la ruta para inspeccionar la identidad de nuestros pacientes.

Logramos nuestro objetivo a pesar de sentirnos en ocasiones protagonistas de escenografías propias de sórdidas películas basadas en las macabras historias del África reciente, imágenes todas que torturan el imaginario colectivo. Afortunadamente, pudimos llegar al hospital con los heridos, y salir airosos para contarla.

(Continuará)

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[1] Un movimiento popular nacido para proteger a la comunidad autóctona congoleña contra las acciones y venganzas de los FDLR, los antiguos hutus de las milicias Interahamwe, en vista de que las Fuerzas Armadas Congolesas (FARDC) se veían incapaces de hacerlo por sí mismas. Los Raïa Mutomboki visten grisgris y talismanes, se dicen poseedores de una poción mágica que les confiere resistencia anti-balas, y desde hace unos meses han trocado los machetes y las lanzas por rifles de caza y metralletas automáticas. Son los jóvenes airados del Congo, que hartos de ser víctimas, tomaron la determinación de tomarse la justicia por su mano.

Memorias del RUSK. Parte I: golpes al hígado.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

Hace mucho tiempo que no daba señales de vida, desde el brote de ébola. Disculpen, fueron tiempos azorados, frenéticos, preñados de aprendizaje, rabia y coraje. O eso, o que el trabajo me volvió algo introvertido.

Tómense estos posts como repaso y despedida. He pasado los últimos 10 meses embarcándome en toda clase de emergencias en la República Democrática del Congo, más concretamente en la provincia de Kivu Sur. Las siglas del equipo son RUSK, Réponse d’Urgence Sud Kivu, una reducida unidad de respuesta rápida formada por expatriados y congoleños bien avenidos, que viaja ligera, trabaja rápido y se acompasa armoniosa como un acordeón (insha’allah) en los momentos de trabajo de mayor sobrecarga.

Estos 10 meses requieren, de la parte de un amnésico como yo, una cronología de efemérides que pretenda ser mi particular cuaderno de bitácora para no perder memoria de cuanto acaeció en este interregno. Intentémoslo, pero ya les aviso que será largo y vendrá por partes:

Septiembre de 2012. Hace calor y fumo demasiado. La encomienda de las emergencias debuta a lo grande con una de las más terribles fiebres que existen en el mundo, las hemorrágicas del Ébola en Isiro, Provincia Oriental de Congo. Si lo recuerdan, ya desacralicé su aura demoníaca en otra historia “novelada”.

Equipos de MSF durante una intervención de emergencia para atender a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Equipos de MSF durante una intervención de emergencia para atender a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Octubre, sudor y entrenamiento: aterrizo en el RUSK y comienzo un aprendizaje exhaustivo para prepararme como emergencista. Como peso pluma que soy en esto, encajo los primeros golpes en el hígado al enfrentar las turbulencias propias de cada comienzo: los puentes se quiebran a nuestro paso, las carreteras se hunden… qué diablos, nadie dijo que fuera a ser fácil. Pero apretamos los dientes y nos decimos, como en el poema de Kipling: músculos, ¡resistid!

En noviembre repican marciales las marchas bélicas en la lejanía: estamos al quite en todo el feo embrollo del grupo insurrecto M–23, cuando la ciudad de Goma cae ante sus legiones en poco más de tres días. Al sentarse los grandes generales a negociar, finalmente la guerra no llega a desatarse. El equipo médico del RUSK colabora en la “re-apertura” del proyecto de Minova tras su evacuación. Aliviados por la incruencia y la benignidad del desenlace (si bien, momentáneo), deponemos los escudos, pero proseguimos la guardia.

Diciembre y enero nos deparan la oportunidad de emprender una acción preventiva contra una epidemia de sarampión que ya había contagiado a más de 700 niños en una inestable y volátil zona del Kivu Sur, Bunyakiri. Luego de asegurarnos de que a los niños ya enfermos se les dispensa el tratamiento adecuado, durante 6 semanas recorremos largas distancias en coche, en motocicleta y a puro pie por parajes de selva, montañas y barro.

Tenemos la inmensa buenaventura de conocer paisajes de una exuberancia y belleza tales, que a veces me pregunto quién es el verdadero beneficiario de este trabajo: son increíbles los hallazgos que, sin buscarlos, puedes encontrarte… los hay que pagarían fortunas con tal de presenciar tales portentos.

Al cabo de las Navidades, y a pesar de las vacaciones y sus colegios cerrados, en contra de las grandes distancias que las madres y los niños deben recorrer para acceder a los sitios de vacunación de MSF, pese a la lluvia torrencial o al calor tempestuoso, y, sobre todo, a despecho de la violencia y las armas que dejan pendiendo de un hilo el devenir cotidiano de la existencia en este selvático rincón, exuberante de vegetación y ríos, azotado cíclicamente por violencias y masacres, hemos vacunado a más de 65.000 niños, acabando afortunadamente con la epidemia.

(Continuará)

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La remota Bibwe

 Por Angeline Wee (médico de MSF en Kitchanga, República Democrática del Congo)

Una de las áreas en las que trabajamos cuando estamos en la montaña congoleña es una aldea llamada Bibwe. Es remota. Apenas hay vehículos que lleguen hasta allí y hay una densa vegetación a ambos lados de la carretera. Somos la única ONG que trabaja en la zona. Otra organización no gubernamental ha rehabilitado la carretera justo hasta Bibwe. Es fascinante ver donde termina la carretera y comienza el bosque.

Durante el último año, nuestro equipo había estado haciendo semanalmente clínicas móviles en Bibwe. En marzo, después de intensos trabajos de reparación y construcción, finalmente se estableció un centro de salud permanente que ofrecía un paquete básico de atención primaria de salud, atendida por enfermeras del Ministerio de Salud.

Poco después, comenzaron los enfrentamientos entre los diferentes grupos armados. Cientos de familias abandonaron Bibwe para  ir a aldeas más seguras y el pueblo fue saqueado. Nuestro personal también se vio obligado a evacuar por seguridad. El centro de salud fue saqueado dos veces… medicamentos y muebles robados… el sistema de agua y saneamiento destrozado… Los asaltantes rompieron el hormigón que cubre los depósitos de desechos pensando había dinero escondido, destrozaron el depósito de agua con machetes, rompieron las letrinas, robaron los techados de plástico…

Al final pudimos volver a Bibwe en mayo. Fue un comienzo muy lento ya que nuestros viajes se vieron interrumpidos a menudo por razones de seguridad y el centro de salud sólo podía funcionar como un puesto con los servicios más básicos. Fue una época frustrante para todos.

La asistencia en los partos es una parte integral del proyecto.  Sin embargo, no fuimos capaces de proporcionar este servicio durante varias semanas, ya que no contábamos con materiales adecuados. Se les pidió a las mujeres que fueran a parir a Mpati, donde hay un centro de salud al que también apoyamos. Pero para llegar hay a Mpati desde Bibwe, hay que caminar más de 2 horas. Esto y la inseguridad hizo que las mujeres prefirieran dar a luz en su casa.

Pasear por Bibwe era muy triste. Lo que antes era un pueblo animado había quedado reducido a una colección de casas quemadas. Un día, charlé con algunas mujeres que volvían de sus campos de cultivo. Se dirigían a Mpati. Les pregunté si el viaje era seguro. Se encogieron de hombros, sonriendo. «Depende de la suerte que tengamos. A veces nadie nos detiene. A veces nos detienen hombres armados y nos pueden robar todo o nos dejan algo. No son violentos siempre y cuando hagamos lo que ellos digan. Ya nos han robado todo el maíz, pero al menos nos quedan otros cultivos «.

Algunas semanas después, por fin conseguimos recuperar los tanques de agua, muebles y otros materiales. Hemos empezado a nuestros servicios de maternidad y volvemos a ser un centro de salud.

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Fotografía: Mujeres a la espera de ser atendidas en Kivu Norte, República Democrática del Congo (© Peter Casaer).