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A salvo en Turquía, los sirios siguen atormentados por la guerra

Por Caroline Willemen, asesora de salud mental de MSF

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer sale al patio soleado de una vieja casa en Killis (Turquía), nos saluda y llama a su hijo para que limpie con un trapo un par de sillas de plástico para que nos sentemos. Su nombre es Loubna* y durante la próxima media hora compartirá con dos agentes comunitarios de salud mental sus reflexiones sobre lo que supone ser una refugiada siria.

Mientras, su hijo pequeño juguetea y se esconde detrás de ella. El niño tiene curiosidad por los dos extraños que acaban de entrar en su casa, pero al mismo tiempo se muestra inquieto.

Los dos trabajadores son parte de un equipo de diez personas que visitan cada día a los refugiados sirios en sus hogares y también en lugares públicos para ofrecerles una primera atención psicosocial e identificar quienes de ellos necesitan seguir un tratamiento psicológico.

Muchas de las personas a las que atendemos llegaron a Turquía hace varios años. Su sentimiento de inseguridad ha menguado pero siguen afectados por la guerra por muchísimas razones. La primera de ellas, la proximidad a Siria, tanto emocional como física. Aquí en Killis, a unos pocos kilómetros de la frontera, puede verse desde las colinas y a veces incluso escuchar el sonido distante de los bombardeos.

Pero mucho más difícil de afrontar son los fuertes lazos emocionales con su país. Todos aquí tienen familiares o amigos en Siria de los que no han tenido noticias desde hace demasiado. Y cuando las tienen son historias desgarradoras de la rutina diaria de un país en guerra.

Luego están los desafíos propios de vivir en el extranjero. La población de Killis es hoy una mezcla casi al 50% de sirios y turcos. Sin embargo, para muchos refugiados encajar en un país que no es el suyo sigue siendo una lucha constante. Tal y como Loubna nos cuenta mientras tomamos café, “es difícil ser un extranjero cuando no se tiene trabajo ni un hogar y la familia está lejos”.

La mujer duerme poco. Cuenta que antes era muy sociable, pero que ahora, sin embargo, evita el contacto con el resto de personas. Loubna vive con sus cuatro hijos y su cuñada en una casa austera. Cuando amanece, el patio se torna un lugar acogedor, pero los plásticos que cubren las ventanas recuerdan rápidamente el frío invierno que esta familia acaba de atravesar. Las condiciones en las que viven los sirios también pueden generar tensiones. Los hogares que visitamos oscilan entre los que son algo confortables y garajes que han sido convertidos en precarios habitáculos, con poca luz natural y ausencia de privacidad. No es extraño que la salud mental de los refugiados se resienta en esta situación.

Siempre me siento algo incómoda cuando entro a estos hogares acompañando a nuestros agentes de salud mental, que también son sirios. Sin embargo, es una agradable sorpresa ver que a la gente no parece importarle la presencia de un extranjero. Durante nuestras visitas, encontramos a las mujeres y a los niños casa, dispuestos a conversar con nosotros y compartir sus experiencias. Nos sirven interminables rondas de café o té y siempre me impresiona ver lo rápido que mis colegas se ganan la confianza de las personas a las que asistimos.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Tal y como nos dice una pequeña de diez años: a ella le encanta su profesora y de mayor quiere ser también maestra. Pero entonces su madre empieza a llorar en silencio. Fátima*  explica que ella concibe la educación como la herramienta más importante que se le puede dar a un niño para su futuro. Pero muestra también una gran preocupación por sus dificultades económicas, que le obligarán a dejar de llevar a sus hijos a la escuela para que empiecen a trabajar. Es solo un ejemplo de cómo los niños resultan afectados por esta guerra. Loubna menciona que los juegos infantiles han cambiado y que ahora incluyen armas, tiroteos y aviones de guerra. Un reflejo de lo que los más pequeños consideran algo normal.

Cada sirio en este pueblo tiene una triste historia que contar. Pero también es impresionante comprobar su resiliencia. Aunque Loubna crea que jamás podrá regresar a Siria, guarda algo de esperanzas en el futuro y da gracias porque su familia está a salvo en Turquía. Fátima, por su parte, sonríe cuando dejamos su casa y agradece a los agentes comunitarios de salud mental la oportunidad de poder compartir sus pensamientos y sus miedos. Asegura que se ha quitado un gran peso de encima.

*Los nombres se han cambiado para proteger la privacidad.

Médicos Sin Fronteras apoya a Citizens’ Assembly, una ONG turca, en Killis desde 2013. Además de salud mental y ayuda psicosocial, MSF gestiona una clínica de salud primaria para la población que ha huido de Siria.

«Vivir huyendo se convirtió en nuestro día a día»

Arfa de 30 años, "vivir huyendo se ha convertido en nuestro día a día”

Arfa de 30 años, «vivir huyendo se ha convertido en nuestro día a día”

Sara Creta, periodista de Médicos Sin Fronteras (MSF).

Dejó Afganistán hace 4 meses junto a su marido y sus hijos porque ya no podían seguir viviendo allí. Los talibanes amenazaban a su marido constantemente por no respetar la voluntad del mullah y él estaba seguro de que un día acabarían por asesinarle. Por eso decidieron irse a Irán.

En Irán tampoco les acogieron bien. Arfa me decía que no paraban de hostigarles y de molestarles, así que, tras 5 días, emprendieron de nuevo la ruta y se dirigieron hacia Turquía.

En Turquía les obligaban a trabajar 12 horas al día si recibir apenas nada a cambio. Incluso ella, que por aquel entonces estaba embarazada de 9 meses, tenía que trabajar en las mismas condiciones lamentables que todos los demás. Apenas 10 días después de dar a luz, Arfa y su familia decidieron que había llegado el momento de intentar cruzar el Egeo. Como miles de personas más, se subieron a bordo de una lancha neumática atestada de gente y se lanzaron al mar. Eran conscientes de que podrían haber corrido la misma suerte que las 3.000 personas que murieron el año pasado haciendo ese mismo trayecto, pero afortunadamente los guardacostas griegos les rescataron y les salvaron la vida.

Después de embarcar en un ferry desde las islas griegas hasta Atenas, se pusieron en marcha hacia Macedonia. Pasaron sin demasiados problemas; por aquel entonces, los afganos sirios e iraquíes todavía estaban bien vistos en Europa y las autoridades les permitían cruzar las fronteras.

Después llegaron a Serbia, y una vez allí, se dirigieron a la frontera con Croacia. En aquella nueva frontera les informaron de que debían volver a Serbia. Se quedaron esperando a la intemperie en tierra de nadie durante un día y medio, pero nadie les informó de la situación legal en la que estaban ni de cuáles eran los motivos por los que no podían pasar.

En Serbia les dicen que vuelvan a Macedonia para que les expidan un nuevo permiso, pero Arfa y su familia no quieren regresar ni confían en que les vayan a dar ese permiso. En la frontera con Croacia, los funcionarios les dicen lo mismo: «o nos traes un visado sellado por Serbia o no podrás entrar en Croacia».

Arfa tiene niños, ha pasado mucho frío y se queja de que la policía croata no les ha ayudado en nada.  Es más, les culparon de su situación y les preguntaron que por qué no se habían quedado en su casa. El caso es que llevan tres meses esperando y no saben si podrán pasar en algún momento.

Me dice que han llorado mucho, que lo han pasado mal. Ahora llevan dos semanas en el campo de Sid, cerca de la frontera de Serbia con Croacia, donde han sido atendidos por Médicos Sin Fronteras. Cuando la conocí, no paraba de preguntarme si sabía por qué estaban cerradas las fronteras y si podía decirle qué podían hacer una vez llegados a ese punto. Me hubiera gustado poder ayudarle, pero lo cierto es que no tengo respuestas para esas preguntas.

Lo que más me marcó de Arfa fue la frase con la que se despidió de mí: «Si quieren que volvamos hasta Afganistán es mejor que nos maten. No tenemos nada, lo hemos perdido todo».