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No nos engañemos, esto es una guerra

Por Gordon Finkbeiner, coordinador financiero de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana.

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui, donde se hacinan más de 100.000 personas en condiciones infrahumanas. MSF es la única organización que les presta asistencia médica. (Copyright: Samuel Hanryon)

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui, donde se hacinan más de 100.000 personas en condiciones infrahumanas. MSF es la única organización que les presta asistencia médica. (Copyright: Samuel Hanryon)

 

No hay manera de expresarlo de otra forma: esto es una situación de guerra. Guerra abierta, con artillería pesada y morteros que son disparados arbitrariamente en diferentes partes de la ciudad, con helicópteros sobrevolando la ciudad y con explosiones que te cortan la digestión. Tras la llegada de las tropas francesas a la ciudad, durante algunos días pareció haberse asentado en Bangui una aparente calma esperanzadora. Sin embargo, tras ese breve paréntesis, ahora se ha instalado un estado de confusión total en cuanto a quién combate a quién: los rebeldes exSéléka, los milicianos anti-Balaka, las tropas francesas, las fuerzas de mantenimiento de paz compuestas por congoleños y burundeses y sus a menudo temidos colegas del Chad (percibidos en muchas ocasiones como escasamente neutrales)… demasiados tipos armados.

La gente está desesperada, hacinándose por decenas de miles en misiones religiosas o en campos de desplazados improvisados, como el que hay en el aeropuerto y que a día de hoy ya alberga a más de 100.000 personas. Solamente en Bangui más de medio millón de ciudadanos han dejado sus casas, aunque el número se dispara cada día que pasa. Uno de nuestros compañeros pasó una semana en el interior de una iglesia con su familia, durmiendo en el suelo junto a seis mil personas más. Algunos miembros de nuestro equipo sabían que su vida correría un grave riesgo si regresaban a sus casas, por lo que fueron improvisando día tras día dónde dormir, ocultándose y durmiendo en los bosques. Algunos han perdido a varios de sus familiares.

La residencia del embajador de Camerún, a meros cien metros de donde nosotros nos alojamos, está desbordada con más de mil nacionales que pretenden salir del país después de que unos compatriotas suyos fueran asesinados en Bangui. Un grupo de civiles chadianos fue atacado cuando trataba de huir de la ciudad hacia el norte, seguramente en su pretensión de llegar de vuelta a su país. 47 de ellos fueron masacrados, mujeres y niños incluidos. Ahora tratamos de evacuar a otro compañero porque sabemos que aquí en el proyecto ya no estaría seguro. No cuento con volver a verlo por aquí.

Pacientes atendidos en el hospital Comunitario de Bangui, uno de los centros médicos en los que el personal de MSF lleva a cabo cirugías. (© Samuel Hanryon)

Pacientes atendidos en el hospital Comunitario de Bangui (© Samuel Hanryon).

El dinero y los suministros comienzan a ser un problema, pues los bancos y tiendas están cerrados. La Navidad no ha tenido lugar, no hace falta decirlo. Las escuelas, que antes del cinco de diciembre habían finalmente hallado cierta regularidad al permanecer no sólo abiertas, sino llenas de alumnos, han cerrado. En total, sólo han conseguido estar abiertas cuatro meses este año. Seguimos viendo familias enteras en las carreteras, empujando carros en los que acumulan aquellas pertenencias que han podido rescatar, y tratando de llegar a algún lugar seguro. Dejan su casa atrás, aún sabiendo que ésta será con toda probabilidad saqueada o destruida.

Las perspectivas actuales son nefastas, pero también impredecibles. Pasamos de ver cadáveres degollados amontonados por docenas en las calles, a una situación de casi normalidad. Y ahora, de nuevo, otra vez gente refugiándose de las balas… y todo esto en tan sólo dos semanas. Será difícil que la tensión existente actual amaine y que los sentimientos de odio y venganza den lugar a la reconciliación que todos deseamos.

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui, donde los equipos de MSF pasan más de 500 consultas y ayudan a dar a luz a una media de 7 bebés al día (© Samuel Hanryon)

Campo de desplazados Mpoko, en el aeropuerto de Bangui. (© Samuel Hanryon)

En el lado positivo cabe destacar que tenemos un gran equipo y que en la actualidad, además de los muchos proyectos regulares con los que contamos en el país (hospitales que tienen una cobertura regional), también operamos y proveemos otros dos hospitales en Bangui en los que estamos dando asistencia de emergencia.

Por otro lado, hay varios equipos de MSF pasando consultas y ocupándose de las actividades de agua y saneamiento en varios de los campos de desplazados de la ciudad, donde también tratamos de luchar contra el cólera y el sarampión.

Todo ello con las dificultades obvias e impredecibles a las que nos enfrentamos a diario y bajo los riesgos e incluso amenazas que rodean a la misión. Si uno se para un minuto a analizar el caos en el que está sumido todo el país, al final no puede por menos que pensar que cada vida que logramos salvar, cada persona a la que conseguimos ayudar, resulta casi casi un pequeño milagro.

Traspasar el muro

Aamil (en Hebrón).

Aamil (en Hebrón).

30 años, estaba prometido, era fuerte, había tenido trabajo en Jerusalén. Todo parecía ir bien.

Pero construyeron el muro y perdió el trabajo. Aamil es de Hebrón. Alguien, a través de contactos, le ofreció la posibilidad de entrar de nuevo, desde Hebrón, y trabajar, ganar dinero para la boda. “Era mi primera vez, la primera vez que intentaba volver a Jerusalén. Sin permiso”, dice Aamil.

Le dijeron qué zona del muro tenía que buscar para poder pasar. El controvertido muro construido por Israel para separarse de los territorios, para prevenir atentados terroristas. Así, que, como le habían dicho, esperó a encontrarse con otros trabajadores que intentarían pasar. Llegaron y fueron seis, los que treparon por unas cuerdas ya dispuestas, ya utilizadas por otros. Al llegar arriba y mirar abajo, ya estaban los soldados:

        Os hemos estado esperando”, dijeron. “Me quedé arriba sin saber qué hacer”, recuerda Aamil.

        Bajad, no os haremos nada, os haremos salir por el control”. “Me quedé arriba mucho tiempo, intenté dialogar con ellos”, explica.

        Sólo queremos trabajar”.

        “Lanzad vuestros documentos de identidad, bajad y os llevamos al control, sin haceros nada”.

        “¿Es una promesa?”

        “Sí”.

Bajé. Casi sin tiempo que me diera tiempo a tocar el suelo, me agarraron por la pierna, comenzaron a pegarme fuerte, a reírse de mí. Le dije, “soy árabe como tú, ¿cómo me haces ésto?, ¿cómo te puedes, encima, reírte?” Me hicieron cantar. Me volvieron a pegar muy fuerte, cuatro de ellos. En el estómago, en el páncreas, en la cara, la nariz sangrando, el brazo roto por dos partes. Uno me preguntaba si era de Hamas o de Fatah. Me llevaron al jeep”.

Aamil pensaba que lo peor había pasado, que lo llevaban a prisión y que allí no le pegarían. Pero no. El jeep avanzó por una puerta del muro, al exterior, cerca de donde habían saltado, en un monte alejado de todo. Y allí lo dejaron tirado.

No podía ni gritar. No tenía dinero en el móvil. Intenté llamar a cobro revertido, pero nada. En los servicios de emergencia sí me cogieron el teléfono, “lo siento, muchas gracias por llamar”. Pensé que me moría allí. Pasaron horas”.

Uno de sus amigos recibió en Hebrón una llamada extraña: del constructor que había sugerido a Aamil cruzar el muro. No había llegado. El amigo llamó a Aamil que pudo explicarle dónde estaba más o menos. Fue el amigo quien llamó a la ambulancia y la ambulancia a Aamil. “Describí la montaña, los pueblos que veía, la curva de la carretera, no llegaban nunca, no me veían, no eran capaces de encontrar el monte, ni con la luz de mi móvil, ni con la luz del mechero. Me desmayé”.

La ambulancia le encontró a la una de la mañana y él calcula que eran las cinco y media de la tarde cuando había intentado saltar. Hospital: pelvis rota, codo y muñeca rota, vejiga rota. “El alma rota, y nadie nos puede tomar nuestra alma, excepto Dios”. Tardó meses en salir del hospital. MSF comenzó a tratarle por depresión. “Mi novia rompió el enlace, vio mi alma rota, vio a otro hombre en mí”.

Aamil tiene secuelas todavía, -seguramente permanentes aunque todavía va a fisioterapia y algo puede mejorar-, en el brazo que no puede mover bien y cojea un tanto. Es albañil. “¿Quién me va a contratar si así no soy productivo?”. Aamil es el único varón de la familia, el único que aportaba algo de dinero a la familia. “Ahora me dejan sólo en el cuarto, siento que no soy bienvenido en mi casa”. “¿Futuro? ¿hay esperanza? No soy optimista, no”.

MSF sigue apoyando a Aamil.

* Lali Cambra es periodista y responsable de Comunicación de MSF España para los Territorios Palestinos Ocupados.

Caminante, no hay camino… en Kalonge

Por Jana Brandt, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en Kalonge (República Democrática del Congo).

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Caminan, caminan y caminan. En Kalonge, aparte de algunos moto-taxis que no todos se pueden permitir, los medios de transporte no existen, ni siquiera los burros, las mulas o los caballos. Todo, realmente todo, desde muebles de madera hasta sacos de plátanos, se transporta a pie. La mayoría de las veces se lleva la carga sobre la cabeza. Y normalmente sobre la cabeza de la mujer.

La fuerza física de las mujeres congoleñas es impresionante. ¿Sacos de carbón de 30 o 40 kilos? Ningún problema, incluso estando embarazada. “Y aún así, andan más rápido que nosotras”, pienso avergonzada. Los habitantes de Kalonge caminan desde muy pequeños y la costumbre hace el hábito. Las niñas aprenden desde chiquititas a cargar agua en una botella pequeña o a transportar palitos de madera para hacer fuego en la casa.

Con los pies como únicos medios de transporte, la medición de las distancias en Kalonge es muy relativa. Cuando preguntas si fulano de tal vive lejos, la respuesta suele ser negativa: siempre dirán que vive “cerca”, aunque para nosotros sea lejos. Caminar durante una hora seguida hasta llegar a algún lugar es considerado “aquí al lado”. Caminar durante tres o cuatro horas para llegar a la oficina y entregar algún informe, o simplemente para saludarte, es absolutamente normal. “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, decía Machado, y no puede haber mejor descripción para la vida diaria de Kalonge.

Caminar para llegar al colegio. Caminar para trabajar los campos. Caminar para buscar madera. Caminar para llegar al mercado, no sólo para comprar, sino sobre todo para vender. Caminar para traer agua. Y muy importante: caminar para llegar a un puesto de salud, arrastrando el peso de una enfermedad. Es esta la realidad de Kalonge. Las distancias medidas en kilómetros para llegar a un centro de salud no son muy grandes (oscilan entre los 25 y 30 kilómetros para los trayectos más largos), pero esta distancia se vuelve penosa para cualquier persona castigada por una enfermedad y físicamente debilitada.

Sólo si el estado de salud del paciente es demasiado grave, es la familia o la comunidad quien lleva al enfermo al hospital. Caminando, por supuesto. Con los seis coches de MSF no tenemos la capacidad de transportar a todos los enfermos de Kalonge desde los centros de salud hasta el hospital. Kalonge tiene una población de 142.779 habitantes y materialmente es imposible cubrir todos los requerimientos sanitarios y logísticos que allí se presentan. Sólo a veces, durante las visitas semanales a los centros, podemos llevar al hospital en nuestros coches a algunos enfermos graves o urgentes.

Una imagen que se me ha quedado grabada en la memoria es la del padre que cargó con su hija de 3 años a la espalda durante horas, hasta llegar, desesperado, a uno de nuestros centros de salud: la pequeña estaba a punto de morir por los efectos de una fuerte anemia causada por la malaria. Llevaba la preocupación y el cansancio escritos en la cara c???????????????????????????????uando abrazaba con desesperación a la niña –Emedo era su nombre-, mientras los enfermeros le inyectaban glucosa y artesunato (un antipalúdico) para devolverle la vida.

Una vez estabilizada en el centro de salud, la llevamos en uno de nuestros coches al hospital, donde el equipo médico se ocupó de ella. Unos días más tarde se la veía dando sus primeros paseos por el recinto del hospital, agarrada de la mano de su padre, que ahora ya lucía una gran sonrisa. Cuando nos descubrió, se nos acercó y dijo en un francés que le salió con dificultad: “¡Dios va os dar alguna cosa!” Yo no soy creyente, pero reconozco que me emocioné.

Por suerte, el caso de Emedo no es frecuente en Kalonge. Aquí estamos a 1.800 metros de altura, y por tanto la malaria no suele ser un problema mayor, al revés que en las zonas cálidas de Kivu Sur, donde las epidemias de paludismo causan cada año muchas víctimas mortales. En Kalonge son más frecuentes las enfermedades diarreicas y las infecciones respiratorias debido al clima frío y la abundante lluvia.

Pero el caso de Emedo también demuestra que caminar lo es todo en Kalonge. En Kalonge, caminar es vida. En todos los sentidos, día tras día.

 

 Puedes leer otros posts de Jana desde Kalonge aquí.

 

 

Los muchos rostros del mal

por Minja Westerlund, psicóloga de Médicos Sin Fronteras en Papúa Nueva Guinea*

 

Entrada al Centro de Apoyo Familiar de MSF en Tari (© MSF).

Entrada al Centro de Apoyo Familiar de MSF en Tari (© MSF).

 

He de empezar explicándoos que Médicos Sin Fronteras proporciona ayuda médica y psicológica a las personas que han sobrevivido a una violación en Tari, Papúa Nueva Guinea. La violación no sólo es un delito que afecta a muchos aspectos de la vida humana, sino que también es una emergencia médica, un trauma psicológico que tiene consecuencias profundas en el ámbito de la familia y de la sociedad.

Aquella mañana de lunes comenzó de una forma triste en el Centro de Apoyo Familiar. Recibimos a una paciente que había sido violada por ocho hombres. La mujer había ido a visitar a unos familiares durante el fin de semana y, al bajar del autobús, fue asaltada por un grupo de hombres, que abusaron de ella por turnos. Llegó a nuestra clínica con la ropa desgarrada, llena de barro, y padeciendo un dolor físico agudo.

Otra paciente que se presentó en el Centro nos contó que el autobús en el que viajaba fue detenido por un grupo de ladrones, que sustrajeron a todos los pasajeros su dinero y objetos de valor. Además, forzaron a todas las mujeres: las apartaron del resto de pasajeros y las violaron.

Desde que empecé a trabajar en este proyecto y a ser testigo de todos los hechos terribles que vemos en nuestra clínica, me he preguntado innumerables veces por qué. ¿Por qué alguien comete estos crímenes horrendos? A veces, me inclino a pensar, como supongo que hace la mayoría, que quienes perpetran estos actos son malos por naturaleza. La gente se divide en ‘nosotros’ (‘los buenos’) y ‘los otros’ (‘los malos’). Este dualismo simplista de ‘buenos’ contra ‘malvados’, sin embargo, no es muy constructivo si queremos entender realmente los actos del mal.

Philip Zimbardo, profesor y psicólogo social, escribe las acciones horribles son posibles para cualquiera de nosotros en las circunstancias correctas (o equivocadas). Las situaciones y ambientes sociales tienen efectos significativos en el comportamiento de las personas, y no se trata sólo de variables de personalidad o de genes. Pensad en el ejemplo clásico de los campos de concentración nazis que estaban en manos de mujeres y hombres normales y corrientes.

Así, el profesor Zimbardo escribe que, con el objeto de entender el comportamiento extraño, deberíamos siempre comenzar por analizar la situación pero debemos evitar caer en el determinismo: la gente sigue siendo responsable de sus actos. Tampoco deberíamos categorizar a las personas como ‘buenas’ o ‘malas’. Cuando sostenemos ese enfoque de la gente como ‘buena’ o ‘mala’, aquellos considerados ‘buenos’ parecería que carecen de toda responsabilidad.

Sí, fue el violador quien violó, ¿pero qué pasa con aquellos de nosotros que contribuimos a mantener un sistema donde prevalece la desigualdad de género? ¿Alguno de los ocho hombres que violaron a nuestra paciente lo hubiera hecho si la hubiera conocido a solas, por separado?

Para terminar, si este tema os interesa, me gustaría recomendaros un libro del profesor Zimbardo: ‘El efecto Lucifer: el porqué de la maldad’.

La semana que viene os cuento sobre quienes vuelven a sonreír a pesar de todo.

 

*Minja es psicóloga. Su cometido principal en el proyecto de MSF en Tari ha sido facilitar atención en salud mental y apoyo psicológico a las víctimas de violencia sexual e intrafamiliar, fundamentalmente a mujeres. Más información sobre el trabajo de MSF en Papúa, en este vídeo.

 

 

Memorias del RUSK. Parte IV: rechinar de dientes.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

Ya en febrero habíamos comenzado a seguir las evoluciones endémicas del cólera en el eje lacustre del Lago Tanganika. Durante un par de meses le pisamos los talones. La primera vez que asomó y mató se nos había escapado por los pelos. El cólera puede matarte en 24 horas si no lo tratas. Vital es desplegarse de forma inmediata.

Pero esta vez, en abril, por fin pillamos la epidemia en un brote que, sin preaviso, se llevó consigo a 4 personas lejos de los hospitales. Nos medimos contra él en Kamanyola, de media 25 pacientes internados (muy lejos de las cifras de Haití, esto es una cosa chica), y tras llegar el RUSK, afortunadamente, ni una muerte más siquiera en la comunidad reportada.

Cuando abril todavía se deshojaba en el calendario, un equipo reducido del RUSK llevamos a cabo una misión de evaluación rápida de un posible brote de meningitis, con posible confusión de malaria, en una zona remota de los Kivus, Lulingu, sometida a un “embargo” de facto por el gobierno provincial al ser cuna de los sediciosos y rebeldes Raïa Mutomboki, una región por otra parte carente de control estatal y comercialmente hundida.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012)  © Juan Carlos Tomasi.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012) © Juan Carlos Tomasi.

El acceso, complicado a causa de un entramado de rutas de barro inundadas, nos obliga a volar hasta allá en avioneta y luego desplazarnos en moto. En los poblados objetivo de nuestra evaluación, se percibe de antemano una extraña atmósfera malsana, como de malformación necrosada, una gravedad un tanto oscura. Nos entrevistamos con las gentes del lugar: cuentan que, desde hace dos meses, algo está matando a los niños, y no comprenden cuál puede ser la causa…

Nuestra misión dura dos días: en esos dos días nos cruzamos con 2 duelos y un cortejo funerario, mueren en el hospital 5 niños (10 en toda la semana, más los que no nos queremos imaginar lejos de las estructuras sanitarias), visitamos 4 camposantos y cementerios que refugian, cada uno, unas docenas de tumbas recientes: la tierra está fresca, removida, las ofrendas florales todavía desprenden fragancia o luchan contra su ineludible sino, descomponiéndose lentamente. El último de ellos, Tchonka, alberga en su seno más de 60 nichos, dos tercios de ellos anfitriones de cuerpos diminutos… vuelve esa sensación de malformación lóbrega, de estar ante algo más grande que uno mismo. De que las flores fúnebres guardan escondida en su belleza un escalofriante secreto: nada es inmarcesible.

Existen sospechas de que podría ser una peste de meningitis, o una plaga de malaria… otros dicen que es la “sorcellerie”, lo que llaman la brujería o hechicería, y los ancianos murmuran que muchas familias están abandonando la aldea con la esperanza de salvar a sus críos del diablo, de hurtárselos al infierno. El equipo médico examina pacientes, hace pruebas, investiga historias médicas y se sumerge en la epidemiología de los años precedentes.

Los niños siguen marchitándose, cayendo como hojas del otoño. La guadaña, en este caso, no es finalmente la meningitis, sino la dichosa malaria, complicada con anemia. Es ella quien está segando la vida de niños a puñados cada semana. La malaria sigue siendo, parece, la enfermedad más mortífera en el mundo año tras año. Nunca antes en todos estos meses de RUSK estuve tan convencido de la necesidad de intervenir a toda costa, a cualquier precio, como hasta ahora.

Los que me conocen saben que jamás utilizo la expresión «salvar vidas» cuando hablo de mi trabajo. Es demasiado grande para un tipo como yo. Sin embargo, en esta ocasión… en esta ocasión estoy convencido de que tenemos que ser nosotros quienes actuemos, de que no hay nadie más que nada pueda hacer para evitar la mortalidad, salvo MSF. Y nunca antes había detestado tanto el bloqueo institucional que estamos sufriendo: tengo verdaderas ganas de matar a alguien… Cada día que la burocracia administrativa o la política gubernamental nos retrasan, ésta no es una exageración ni licencia poética, otro niño se marchita, otra hoja barre el otoño. En cuanto la ‘intelligentsia’ ministerial comprenda el dramatismo de la situación y acepte que MSF les eche una mano, el RUSK nos desplegaremos de inmediato*. El RUSK, yo mismo, no hacemos política, a duras penas sabemos hablar: somos implementadores, trabajamos con las manos, un poco al estilo de los herreros y artesanos.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012) © Juan Carlos Tomasi.

Intervención de emergencia de MSF en Minova y Kalungu para atender a los desplazados por el conflicto (Kivu Sur, abril de 2012) © Juan Carlos Tomasi.

El RUSK ha sido una escuela, de vida, de profesión, y de muerte. Digamos que cuando llegué a su seno, en esto de las emergencias tocaba de oído. Ahora creo que, en ocasiones, mal que bien, puedo arrancarle alguna melodía a algún que otro instrumento de cuerda, percusión o viento.

Pero todo, claro, viene con pleito. Después de estos 10 meses, en los que el RUSK ha sido toda mi vida, no puedo sin embargo desadherirme de ese sentimiento de haber perdido algo en este tiempo, quizá memoria, pureza, idealismo, arraigo… creo que avillané un poco mi relación con este trabajo, convirtiéndome poco a poco en mercenario. Perdiendo u olvidando en el camino varias otras facetas del tipo que yo era. Quizá también haya envilecido en cierto grado la relación con una parte de mí mismo, secuestrándola, amordazándola… No sé.

El caso es que, por el momento, esa alienación, ese extrañamiento o deriva respecto de quién eras, de tus asideros, de los tuyos, merece la pena: es en las emergencias donde realmente este trabajo cobra su plena vocación y naturaleza. Perdonen la cursilería, pero, realmente, la determinación de un grupo de profesionales, con nuestra rabia, nuestras miserias y nuestro desencanto a cuestas, juramentados en la persecución un objetivo común frente a la crudeza del terreno, significa algo: puede marcar la maldita diferencia.

Cuando la gente me dice, de vuelta a casa, “es increíble lo que hacéis, cuánto mérito tenéis”, a veces respondo: no somos héroes, sólo tipos enfurecidos, sólo tipos cabreados. Recios, furiosos, nos aferramos con fiereza a la rebelión contra la docilidad, contra el determinismo, el cólera o la malaria: como escribió Claudio Rodríguez, “se puede estar en derrota, pero nunca en doma”. Así pues, contraemos músculos, rechinamos dientes, y, tensándonos como un arco, nos aprestamos para la embestida.

Hasta la próxima.

 

*El RUSK comenzó la intervención contra la malaria en la zona de Salud de Lulingu, territorio de Shabunda, el 2 de mayo.

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Nombres de Etiopía: Zuna

Por Eva Domínguez (enfermera y comadrona de Médicos Sin Fronteras en Aroressa, Etiopía)

Eva Domínguez con una de las pacientes embarazadas en el proyecto de MSF en Aroressa (© Faith Schwieker-Miyandazi/MSF).

Eva Domínguez (en el centro) con una de las pacientes embarazadas en el proyecto de MSF en Aroressa (© Faith Schwieker-Miyandazi/MSF).

 

El otro día os dije que quería hablaros de Zuna. Fue el primer parto que atendí en Sidama, y uno de los inolvidables.

Antes os hablaré de Ana. Es mi sufrida compañera de habitación, y digo sufrida por las veces que sonaba mi teléfono por las noches, entre emergencia y emergencia. Ana es médica internista con vocación de partera, y alguna noche me acompañaba en mis excursiones nocturnas.

Volviendo al parto de Zuna… Allí nos tenías a la una de la madrugada, las dos medio muertas de sueño, claro, de camino a nuestra casa de espera para embarazadas. Seguíamos al guarda, única persona entrenada para andar a oscuras en el barro, y precedía el cortejo una manada de burros. Muertas de sueño y muertas de risa.

Al llegar a la casa, todas estaban despiertas y señalaban a la parturienta. Estas mujeres ni se quejan, así que si las ves hacer el más mínimo gesto, estamos hablando de una dilatación de 8 centímetros por lo menos (hay que llegar hasta 10 para parir). Así que nos llevamos a Zuna al centro de salud.

Las futuras mamás, en la casa de espera de MSF en Aroressa (© Faith Schwieker-Miyandazi/MSF).

Las futuras mamás, en la casa de espera de MSF en Aroressa (© Faith Schwieker-Miyandazi/MSF).

No sé si os he contado ya que aquí no hay luz eléctrica. Zuna, mi mami, iba andando más rápido que nosotras por el barro. De repente, me metí en el fango hasta el tobillo. No podía moverme, empecé a patinar y teníais que verme intentando equilibrarme, resignándome poco a poco a sumergirme en el barro más y más. Entonces, mi Zuna se dio la vuelta y, cual gacela, me cogió en volandas y me levantó. ¡Ella, la parturienta, a mí, la matrona! Como podéis imaginar, nos hemos reído mucho de esto.

El parto de Zuna es inolvidable, como os decía, por haber sido mi primer parto en Etiopía. Pero también por el ‘show’ que nos montaron las dos acompañantes (que yo tengo la teoría de que eran parteras): cantos, rezos y un implacable deseo de cubrir a Zuna, que, entre contracción y contracción, también rezaba y cantaba a Jesusa y Magano (equivalentes a Jesús y Dios del mundo cristiano). ¿Que por qué cubrían a la parturienta? Pues es porque con el frío, los bebés en Sidama no salen, y a las dos de la madrugada, a 2.400 metros, os aseguro que hace mucho frío. ¡Yo tampoco saldría!

Las acompañantes también cubrieron de mantequilla el cabello de la mami, para darle la fuerza necesaria para empujar, y para alzar las manos al aire y pedirle a sus dioses que la ayuden en este trance. Como ni Ana ni yo hablábamos Sidama, pues gráficamente le explicamos que empujase “largo”, poniendo una cara importante de esfuerzo; así que ahí nos tenías a todas “empujando” para animarla.

Luego el nacimiento y las bendiciones. Escupen al niño para ahuyentar los malos espíritus, y cantan un grito agudo y algo así como un “lililili” (tres para chicas y cuatro para los chicos) para celebrar la llegada del bebé al mundo.

Y contentas, y llenas de abrazos y besos, nos volvimos a la cama. Como os decía, ¡un parto inolvidable!

¡Hasta la próxima misión!

 

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La remota Bibwe

 Por Angeline Wee (médico de MSF en Kitchanga, República Democrática del Congo)

Una de las áreas en las que trabajamos cuando estamos en la montaña congoleña es una aldea llamada Bibwe. Es remota. Apenas hay vehículos que lleguen hasta allí y hay una densa vegetación a ambos lados de la carretera. Somos la única ONG que trabaja en la zona. Otra organización no gubernamental ha rehabilitado la carretera justo hasta Bibwe. Es fascinante ver donde termina la carretera y comienza el bosque.

Durante el último año, nuestro equipo había estado haciendo semanalmente clínicas móviles en Bibwe. En marzo, después de intensos trabajos de reparación y construcción, finalmente se estableció un centro de salud permanente que ofrecía un paquete básico de atención primaria de salud, atendida por enfermeras del Ministerio de Salud.

Poco después, comenzaron los enfrentamientos entre los diferentes grupos armados. Cientos de familias abandonaron Bibwe para  ir a aldeas más seguras y el pueblo fue saqueado. Nuestro personal también se vio obligado a evacuar por seguridad. El centro de salud fue saqueado dos veces… medicamentos y muebles robados… el sistema de agua y saneamiento destrozado… Los asaltantes rompieron el hormigón que cubre los depósitos de desechos pensando había dinero escondido, destrozaron el depósito de agua con machetes, rompieron las letrinas, robaron los techados de plástico…

Al final pudimos volver a Bibwe en mayo. Fue un comienzo muy lento ya que nuestros viajes se vieron interrumpidos a menudo por razones de seguridad y el centro de salud sólo podía funcionar como un puesto con los servicios más básicos. Fue una época frustrante para todos.

La asistencia en los partos es una parte integral del proyecto.  Sin embargo, no fuimos capaces de proporcionar este servicio durante varias semanas, ya que no contábamos con materiales adecuados. Se les pidió a las mujeres que fueran a parir a Mpati, donde hay un centro de salud al que también apoyamos. Pero para llegar hay a Mpati desde Bibwe, hay que caminar más de 2 horas. Esto y la inseguridad hizo que las mujeres prefirieran dar a luz en su casa.

Pasear por Bibwe era muy triste. Lo que antes era un pueblo animado había quedado reducido a una colección de casas quemadas. Un día, charlé con algunas mujeres que volvían de sus campos de cultivo. Se dirigían a Mpati. Les pregunté si el viaje era seguro. Se encogieron de hombros, sonriendo. «Depende de la suerte que tengamos. A veces nadie nos detiene. A veces nos detienen hombres armados y nos pueden robar todo o nos dejan algo. No son violentos siempre y cuando hagamos lo que ellos digan. Ya nos han robado todo el maíz, pero al menos nos quedan otros cultivos «.

Algunas semanas después, por fin conseguimos recuperar los tanques de agua, muebles y otros materiales. Hemos empezado a nuestros servicios de maternidad y volvemos a ser un centro de salud.

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Fotografía: Mujeres a la espera de ser atendidas en Kivu Norte, República Democrática del Congo (© Peter Casaer).

 

El padre de María vuelve a sonreír

Por Cormac Donnelly (médico de Médicos Sin Fronteras en Bentiu, Sudán del Sur)

He venido con Elijah, uno de nuestros conductores, a recoger a una niña al hospital del Ministerio de Salud en Bentiu. La habíamos traído por la mañana para que le pusieran una transfusión de sangre. En nuestro centro de alimentación terapéutica no tenemos laboratorio, y las únicas pruebas que podemos hacer son las pruebas rápidas de glucosa en sangre, de malaria, de kala azar (una enfermedad parasitaria), de sífilis y de hemoglobina. Los bajos niveles de hemoglobina son muy comunes entre los niños en la clínica debido a la combinación de varios factores, como la mala nutrición, los repetidos episodios de malaria y las parasitosis intestinales, que provocan la pérdida crónica de sangre en el intestino.

En occidente, por lo general, un nivel de hemoglobina inferior a 8 en un niño es preocupante, pero aquí los pequeños están adaptados a las anemias crónicas y pueden tolerar niveles más bajos de hemoglobina. Sin embargo, a veces el nivel es demasiado bajo y el niño debe luchar, corto de aliento, contra un ritmo cardíaco rápido. De hecho, algunos sufren insuficiencia cardíaca porque el corazón se esfuerza demasiado para mantener los órganos del cuerpo en marcha.

Mary, de 4 años, había sido ingresada dos días antes con desnutrición severa. Al examinarla, noté la palidez debajo de su párpado inferior así que le hicimos la prueba de hemoglobina. Efectivamente el resultado era muy bajo: 3,5 (debe ser mayor de 10). Su ritmo cardiaco también era más rápido de lo normal. Había que hacerle una transfusión de sangre. Normalmente, la decisión sería más fácil de tomar, pero en el caso de un niño desnutrido, la transfusión puede ser muy arriesgada ya que sus cuerpos ya luchan para asumir las perfusiones de suero. Íbamos a tener que llevarla al hospital del Ministerio de Salud. El primer día que fuimos, el suministro de energía falló y no pudimos hacer las pruebas a los potenciales donantes, así que tuvimos que volver al día siguiente.

Aquí hay muy pocas cosas que salgan fácilmente y a la primera, pero cuando sí funcionan, puede ser gratificante. Al segundo día, tenemos luz, y los análisis confirman que Dak, el padre de Mary, es compatible. Ahora estamos aquí para recogerlos a ambos y llevarlos de nuevo al centro nutricional. Puedo ver Dak con una sonrisa radiante, de pie junto a su hija, que ya tiene mejor aspecto.

En los días siguientes, su estado sigue mejorando: está respondiendo bien a la leche terapéutica y, poco después, a una alimentación terapéutica más sólida. Atendida por enfermeras y médicos, va recuperando fuerzas. Veo a su padre casi todos los días: siempre me saluda, siempre sonriente. Me gustaría conocer su historia así que un día nos sentamos a charlar.

Dak me cuenta que tiene 52 años, aunque parece mucho mayor. Su ropa es vieja y gastada. Obviamente no tiene demasiadas pertenencias materiales; lo que sí tiene son emociones y ganas de compartirlas. Dak nació en un pueblo fuera de Bentiu, pero ahora vive cerca de la ciudad. Había estado casado antes, pero su primera esposa murió de kala azar. Dak trata de mantener a su familia como agricultor, su principal cultivo es el maíz. También tiene tres vacas que proporcionan una pequeña cantidad de leche. En ciertas épocas del año pesca en el río con redes o anzuelos.

Casarse con su segunda esposa le costó 40 vacas, el equivalente a tres años de ahorros. Ahora tienen cuatro hijos, de edades comprendidas entre los 2 y los 6. Su hijo mayor está en la escuela y parte de las ganancias de la cosecha del año pasado fueron para los gastos escolares, uniformes, lápices y un cuaderno de ejercicios. El resto de reservas de la cosecha del año pasado se agotó un mes atrás, así que ahora dependían de la caridad de la familia. “Sufrimos mucho porque no hay donde trabajar, dependemos de la familia”.

Faltan todavía tres meses para que la cosecha de este año esté lista. No me atrevo a preguntarle cómo piensa aguantar hasta entonces, si la nueva cosecha será capaz de alimentar a su familia y pagar la escuela. Sólo le pregunto qué espera del futuro. “Rezo por la paz Sudán del Sur, y en que esta nueva generación traiga algo bueno”.

* Cormac Donnelly, de Galway, Irlanda, trabaja en el proyecto de nutrición de MSF en Bentiu, en Sudán del Sur. Los nombres han sido cambiados para proteger el anonimato de los pacientes.

Sólo he visto dos tractores

por Esperanza Santos (enfermera de Médicos Sin Fronteras en Níger)

No sé si os he contado que estamos en la época de lluvias, así que ha habido unos cuantos tormentones; sobre todo son de madrugada o a primera hora de la mañana. Es muy curioso ver toda esta zona, que ya la había visto en el 2010 pero en otros meses, en octubre y noviembre y ahora está completamente cambiada. Las fotos que tenía de la otra vez, en 2010 eran paisajes con mucha arena, pueblitos de barro, todas las casas de adobe con su granero de adobe también al lado y ahora nada que ver, ¡¡ahora todo está verde!! Bueno, no os vayáis a pensar que es el bosque tropical, pero ahora encima de la arena hay matorrales verdes y los cultivos están creciendo.

En octubre recogen el cultivo y secan el grano para hacer la harina. Por eso precisamente, esta es la peor época del año para la desnutrición; la colecta del año pasado ya se les ha acabado, les quedan unos meses para poder recoger la nueva y ahora tienen que comprar la harina en el mercado. Si a esto sumamos la subida de los precios del mercado gracias a nuestra estupenda crisis internacional y la especulación sobre los precios del cereal, volvemos siempre a lo mismo, siempre son los mismos los que se llevan la peor parte.

También debe ser la temporada de la colecta de las cebollas, ¡madre mía!, ¡qué cantidad! La verdad es que no se ve mucha más variedad de productos, pero eso sí, cebolla hay para parar un tren. Además ponen los puestos de venta a los lados de la carretera (es lo normal, para vender a los que pasan), así que hay veces que cuando voy con el coche a algún centro de salud, paso por un pueblo que huele todo a cebolla, no os lo podéis imaginar…

A un lado y a otro de la carretera sólo ves sacos y sacos preparados para que alguien los compre, si se pudiese subsistir a base de cebolla, seguro que no teníamos tanto desnutrido en el programa.

La verdad es que es muy bonito ver a la gente preparando su cosecha, labrando la tierra, recogiendo hierbas para alimentar al ganado pero te paras a pensar y te das cuenta de que esto tan bonito y bucólico tiene un trasfondo bastante menos poético y más real.

Supongo que una de las causas por las que Niger ocupa el puesto 172-173 en el ranking mundial (de un total d 176 países) tiene que ver con que desde que vine a Níger sólo he visto 2 tractores y fue en el camino de Niamey a Madaoua (9 horas de coche atravesando buena parte del país, una de las más fértiles por cierto) y porque la gente trabaja la tierra con un palo de madera con un trozo de metal atado con una cuerda en el extremo, secan el grano al sol y las mujeres lo muelen para hacer la harina machacando el grano en una especie de mortero grande de madera.

El problema del hambre y la desnutrición en este país es un problema estructural, no es una crisis puntual, es una emergencia crónica, continuada en el tiempo. Por eso, quizás, es más difícil de asumir y de afrontarlo (por lo menos para mí); porque cuando he visto niños desnutridos en otros contextos (en conflictos, campos de desplazados), creo que espontáneamente la mente hace una relación causa-efecto y te parece que es una cosa temporal, que si se resuelve el conflicto, también eso se resolverá. Aunque desgraciadamente no sea siempre así, pero aquí es complicado porque la causa es tan grande, hay que cambiar tantas cosas (tanto en el país, como en las leyes de comercio internacional, como en la especulación sobre materias primas…), que es más complicado ver la salida a esta situación eso es lo que agota a mi mente de vez en cuando. Pero no, hay que seguir luchando, cada pasito que se dé es importante

 

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Fotografía: Campos en la región Madaoua, dónde MSF gestiona un proyecto de nutrición para prevenir y tratar la desnutrición © Juan-Carlos Tomasi

Yin A Mat Po?

Por Verónica Ades (ginecóloga de Médicos Sin Fronteras en Sudán del Sur)

Cuando la mujer acudió a nosotros, no tenía ningún hijo vivo. Había estado embarazada dos veces, pero en ambos embarazos los bebés nacieron muertos. En su primer embarazo había estado de parto varios días, durante los cuales el bebé murió, aunque lo había expulsado vaginalmente. En el segundo, empujó y empujó, pero no logró dar a luz de forma natural. Se le realizó una cesárea, pero aún así el bebé falleció.

No puedo ni imaginarme lo que se siente. En Estados Unidos, de donde yo soy, dar a luz un bebé muerto en un embarazo a término es un hecho excepcional. En Sudán del Sur, por el contrario, es inusual que una mujer no haya perdido al menos un hijo en el parto o durante su infancia, por desnutrición, malaria, infecciones, por enfermedades no identificadas… He conocido mujeres que han dado a luz a siete hijos y han visto morir a tres, o que han dado a luz a cuatro, de los que solo sobrevive uno. De hecho, cuando nos llega una mujer, lo primero que le preguntamos es cuántos hijos ha tenido. La segunda pregunta es cuántos viven.

Tal vez aquí forme parte de la vida, pero sería difícil argumentar que estas mujeres sufren menos. No puedo realmente hablar por ellas ni saber qué sienten, si tienen expectativas diferentes a las nuestras o si procesan el duelo de una forma más eficaz. Pero desde mi punto de vista, el duelo es el duelo y, lo reconozcas o lo ocultes, está ahí y siempre lo estará. Lo único que cambia es cómo lo procesas.

He notado que aquí hay muchas enfermedades psicosomáticas. En vista de lo duras que son estas mujeres, sería de esperar que no se viesen demasiados problemas médicos no urgentes, que la gente acudiese al hospital solo por temas realmente serios. Pero aquí he visto bastantes casos de histeria, en los que las mujeres se desmayan, colapsadas hasta tal punto que ni siquiera responden a intentos de reanimación dolorosos, como el frotamiento del esternón. Cuando despiertan, siempre hay una complicada historia de fondo relacionada con los dramas familiares, las experiencias traumáticas y la tristeza.

Otras mujeres sufren “dolor corporal total” (término que aprendí en el Bronx): un dolor corporal generalizado sin origen aparente ni descripción precisa. A menudo reconocen estar experimentando, por un motivo u otro, una importante agitación emocional y suelen reconocer, cuando lo sugieres, que su dolor seguramente esté relacionado con esas emociones: muestran un grado de autoconocimiento que no esperaba encontrar. A menudo les receto paracetamol o ibuprofeno y, en función de la gravedad de las emociones, un sedante suave, y las dejo más o menos un día en el hospital para que reciban AMC (“atención, mimos y cariño”). De vez en cuando, todos necesitamos un buen descanso.

Así que creo que, de un modo u otro, las muertes de sus pequeños sí que afectan a estas mujeres. Son tremendamente estoicas. Nunca he visto aquí a una mujer que haya perdido a su bebé (y he visto a muchas ya) reaccionar con lágrimas, ni tan si quiera con una expresión facial que indique tristeza. Es realmente desconcertante. Yo seguramente estaría inconsolable y sonoramente emotiva. Pero supongo que aquí opera un factor cultural muy fuerte y no parece que las emociones se expresen en el rostro.

Volviendo a la mujer de la que os hablaba al principio, que había perdido anteriormente dos bebés, pudimos comprobar que tenía la pelvis fatal, y que ningún bebé podría salir por ahí con vida: necesitaba una cesárea. Aunque fuera ya la segunda, y supusiera además que en adelante no podrá tener partos naturales, significaba también que quizá por fin, alumbrara a un bebé vivo.

Durante la intervención, me alegré de haber tomado la decisión: la pelvis era diminuta, como les ocurre a muchas otras mujeres, y hasta me costaba trabajo introducir la mano para levantar la cabeza del bebé. Este lloró inmediatamente. Era niña. Pincé dos veces el cordón y se lo pasé al enfermero. La limpiamos, la examinamos y la envolvimos en una toalla. Katie, la matrona australiana, acercó a la niña a la cara de su madre para que la pudiera ver mientras terminábamos la cesárea. La expresión de la madre no cambió, pero por sus mejillas cayeron lágrimas al ver que la pequeña estaba sana.

Al finalizar la cirugía y mientras retirábamos las telas, probé mi escaso vocabulario dinka con la mujer.

 “Yin a pwal?”, le pregunto. (¿Estás bien?)

Asiente una vez. Sin expresión.

“Meth a pwal?” (¿Está bien la bebé?)

Asiente una vez. Sin expresión.

Le pido al enfermero que le pregunte si se siente feliz.

“Yin a mat po?”, traduce él.

Ella responde.

“Es feliz”. Sigue sin mostrar ninguna expresión.

La A veces me resulta difícil que mis pacientes tengan tan poca respuesta emocional. Me doy cuenta de que estoy acostumbrada a mi propia cultura, incluso a la cultura ugandesa, con la que tengo más experiencia. En ambas se sonríe mucho como acto reflejo. Cuando entablas contacto visual con alguien, el primer instinto es sonreír.

Aquí me resulta más difícil conectar. Las personas entablan contacto visual, pero no mueven ni un solo músculo de la cara ni sienten obligación alguna de reconocer la comunicación. Intento comprenderlo. El personal local con el que trabajo ha sido muy cálido y amigable, con sonrisas y apretones de manos. A veces los extraños responden al contacto visual con una sonrisa, pero no es frecuente. No cabe duda de que, culturalmente, no se espera que sonrías. Pero lo más sorprendente es cuando ocurre con una paciente a la que acabas de operar, con la que has logrado un resultado muy feliz y deseado. No están obligadas a sonreír, pero me resulta muy difícil comprender que se pueda reprimir una sonrisa en un momento como este. Me he acostumbrado a no esperarlo y a no preocuparme por ello, pero me resulta fascinante.

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Fotografía: En el  Hospital Civil de Aweil, MSF trabaja en colaboración con el Ministerio de Salud para tratar de reducir la mortalidad materna e infantil, el tratamiento de la desnutrición y responder a las emergencias. © Takuro Matsumoto / MSF