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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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La sardina ibérica está en peligro de extinción

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© EFE

Desde Santurce a Bilbao podrás lucir todo lo que quieras la pantorrilla, pero gritar como nos invita la famosa canción “¡quién compra sardinas frescas!” es cada vez más difícil en el Cantábrico. Porque apenas quedan. Parece mentira, pero la popular, humilde y sanísima sardina ibérica está en peligro de extinción.

La culpa no la tiene ni el cambio climático ni la contaminación, sino nuestro insaciable afán depredador. Se nos ha ido la mano. Pescadas compulsivamente por encima de la capacidad de la especie para reponerse, estamos llegando a un punto de no retorno. O se toma una decisión urgente limitando sus capturas, o las ricas sardinitas que comamos en el norte serán francesas o marroquíes hasta que también allí empiecen a escasear, pero nunca más portuguesas, gallegas, asturianas, cántabras o vascas.

Muchos científicos piensan que aunque dejáramos ahora mismo de pescarlas, no hay ninguna garantía de que la sardina vuelva a recuperar su área de distribución histórica en España y Portugal. En California pasó algo parecido a mediados del siglo pasado y han hecho falta 25 años de veda para alcanzar unas poblaciones aceptables. Si se decidiera hacer algo parecido en España, dejar de pescarlas, sería un desastre gastronómico pero, ante todo, una tragedia para las miles de familias de pescadores que viven de una pesca que este año ya ha limitado sus capturas a un 55% menos que en 2013 y cerrado los caladeros en septiembre. Aún así no es suficiente.

Frente a ello, los arrantxales vascos las están pescando ahora más que nunca, pero en Francia y como alternativa a un bonito del Norte cada vez más escaso. Y no lo hacen para llevarlas a nuestras sartenes, ávidas de pescado azul. En su mayor parte, las ricas sardinas terminan hechas puré como alimento para atunes en las granjas de engorde del Mediterráneo. De locos.

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Un decreto amenaza a los últimos ponis salvajes de Galicia

La única cabaña de caballos salvajes de España, la más numerosa de Europa, está en peligro de desaparecer. Los garranos o ponis gallegos están amenazados por un decreto regional que impone fuertes multas a los propietarios por dejarlos en el monte, como se ha hecho desde hace miles de años. Los resultados de esta norma irreflexiva han sido fatales. Hace dos años había entre 18.000 y 20.000 cabezas de este animal único en Galicia. Ahora, aunque no hay censo oficial, no quedan más de 16.000. Los últimos equinos indomables a los que la administración se empeña en domesticar a golpe de boletín oficial. Algo tan difícil como domesticar jabalíes.

La nueva normativa dificulta la tenencia de dichos caballos, encareciéndola con tasas y caros microchips identificativos (más caros que los propios potros), burocratizándola y obligando a encerrar los animales en “pastos registrados”. Si el animal no tiene chip, será sacrificado.

Los garranos galaicos tienen un enorme valor biológico como mantenedores de unos paisajes únicos donde las praderas se intercalan con los bosques. También ayudan a evitar los incendios forestales. Incluso podrían llegar a ser considerados subespecie equina independiente, la Equus ferus atlanticus. Pero sobre todo tienen una inmensa importancia cultural. Especialmente en reuniones ganaderas únicas como la tradición de los curros o “rapa das bestas”, fiesta anual donde se les encierra por un día para raparlos y sanearlos, siendo devueltos después al monte. Sobreviven en un ambiente hostil donde no podría vivir un caballo doméstico, en dura lucha con el lobo, a cuyas poblaciones ayudan involuntariamente a conservar reduciendo así el impacto en la ganadería.

El biólogo Santiago Bas López es el promotor de una cibercampaña lanzada a través de Change.org para proteger a los últimos garranos galaicos. En 15 días ha logrado más de 10.000 firmas. Su objetivo es salvar al caballo salvaje “de un decreto que lo aboca a la extinción”. La suya y la de una cultura milenaria.

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Qué fácil es ser pirómano y quemar bosques

Ya lo decía el abuelo: “Verano que dura, otoño cálido asegura”. Y qué mes de octubre más espléndido hemos tenido este año en el norte peninsular, cálido, soleado y sobre todo muy seco. Demasiado, porque la sequía ha dejado el monte como una yesca. Ideal para hacer las delicias de los pirómanos, esos personajes ansiosos por acercar el infierno a sus vecinos.

Sólo la pasada semana se registraron 400 incendios forestales en Galicia. 400 cerillazos en robledales, pinares, castañares, sotos y eucaliptales. 6.000 hectáreas (o campos de fútbol) de bosques repletos de vida. ¡Y de lobos!, dirán algunos. De esos bichos, alimañas inmundas, que sueltan los ecologistas para que haya más bichos en el campo. ¡Y de maleza! De zarzas que sólo valen para molestar y tener el campo todo sucio, desatendido.

Fuego purificador. Sales al campo, preparas un montoncito de ramas, sacas el mechero y ya está, rápidamente las llamas limpian el monte y eliminan todo aquello que no nos gusta. Quizá también alguna casa, algún vecino, pero son accidentes, errores involuntarios, no hay maldad en ello. Bueno, es verdad, algunos lo hacen porque están un poco chiflados y se quieren llevar a todo el vecindario por delante al estilo de Nerón, pero tampoco son mala gente. Mejor estar paseando por el campo con la cerilla que pasarse todo el día rumiando su odio en casa ¿no os parece?

Además, quemar el bosque sale muy barato en España. Se llama impunidad. Todos los años dedicamos cientos de millones de euros a la vigilancia y extinción de incendios forestales, pero apenas nada para la auténtica prevención, la educación ambiental; no de niños en los colegios, que poco queman, sino de esa población adulta “de riesgo”.

¿Y la persecución del delito? Aún menos. Según WWFapenas el 3 por ciento de los incendios acaba con algún detenido. Así nos va. Porque mientras no haya una policía especializada en perseguir estos actos criminales, mientras la legislación no se endurezca y los jueces no se pongan las pilas, los incendios seguirán robándonos los bosques. Y el futuro.

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La crisis resucita las huertas

La crisis está devolviendo el viejo esplendor perdido a nuestras huertas. En Rusia existe el “índice de la patata”, según el cual, cuanto peor es la situación económica en el país, más aumenta la venta de patatas de siembra. En España ese índice se mide por el consumo de productos fitosanitarios. Y como me confirma el distribuidor de una importante multinacional química, al menos en Galicia este índice se ha disparado en el último año. Tras la explosión de la burbuja inmobiliaria, miles de trabajadores de la construcción se han quedado en el paro. Han vuelto a sus aldeas para encontrar en la tierra el perfecto lugar donde olvidar miedos y depresiones. También donde ayudar a llenar la despensa con buenos productos naturales.

Pero no sólo en los pueblos. En las ciudades está pasando algo parecido. En las anodinas urbanizaciones de adosados, las parcelitas de improductivo césped están dejando paso a pequeños huertos familiares, muchos de ellos ecológicos, donde sus orgullosos propietarios se afanan por lograr fresquísimos tomates, pepinos o alubias cuyos intensos sabores no habían probado nunca. También comienzan a desarrollarse proyectos colectivos promovidos por asociaciones vecinales y ayuntamientos. Incluso las azoteas, antes estériles, se transforman ahora en cuidadas zonas de cultivo.

Durante décadas de prosperidad económica, las huertas de nuestros pueblos cayeron en la incuria. Apenas un puñado de jubilados se aferraban a la azada, incapaces de quedarse en sus casas sin hacer nada. Sabios de esa bella arquitectura del surco, se habían convertido, sin saberlo, en los últimos jardineros de un paisaje tan evocador como biológicamente productivo, refugio de cientos de variedades vegetales únicas, pero también de una muy especial fauna en peligro.

Por suerte para todos, estos auténticos paraísos de la biodiversidad vuelven a estar de moda. Oler la tierra, trabajarla, recoger sus frutos, disfrutarla, sentirla. Al menos la crisis nos da alguna buena noticia.

La sequía deja a Galicia sin grelos

Tras el otoño más seco de los últimos 50 años y un invierno igualmente parco en precipitaciones, Galicia afronta la peor sequía de su historia con los embalses a la mitad de su capacidad y las primeras restricciones en el suministro de agua.

En esta ocasión la culpa no es del cambio climático. La tiene “La Niña”, un poco predecible fenómeno meteorológico producido a 10.000 kilómetros de distancia, en el Océano Pacífico ecuatorial, y al que el Atlántico responde con el desplazamiento de las altas presiones al norte ibérico, bloqueando la llegada de lluvias.

En la húmeda Santiago de Compostela, donde todo el mundo te asegura que “ya no llueve como antes”, empiezan a estar preocupados y hasta molestos. Me lo confirma mi amiga Sara, enfermera en el Hospital Clínico Universitario de esa ciudad. La gente achaca su creciente mal humor y los dolores de cabeza a la sequía.

Pero donde de verdad lo están pasando mal es en el campo. Galicia amarillea y, sin forrajes naturales, los ganaderos calculan unas pérdidas superiores a los 50 millones de euros. Incluso en algunos lugares están usando camiones cisterna para dar de beber a las vacas.

La agricultura no está mejor. El 40% de la producción de hortalizas de invierno, como los populares grelos , las nabizas o el repollo, se ha secado, provocando unas pérdidas de 6,5 millones de euros. Una Galicia sin grelos. ¿Se imaginan catástrofe gastronómica mayor? Por no haber, este año casi no ha habido castañas ni setas. Pero al contrario, las altas temperaturas han permitido una extraordinaria cosecha de miel, se supone que para endulzar las penas.

Si la primavera no llega lluviosa el verano puede ser catastrófico, entre incendios y restricciones. Así que sólo nos queda una solución: ahorrar agua como lo que es, un bien escaso. Sobre todo en Galicia.