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Las patatas contienen toxinas, nicotina y colesterol

Quien comience a leer estas líneas atraído por el chocante título posiblemente piense: a) que se trata de un gancho (lo que suele llamarse click-bait) con algún significado metafórico pero sin nada real detrás; b) que la afirmación del título se refiere a alguna clase de engendro transgénico creado por científicos malvados para enriquecerse a costa de envenenar a la población; o c) que se trata de alguna oscura venganza personal mía contra los productores de patatas, que algo me habrán hecho.

Pero no, no y no. Más detalles: a) Quien pase por este blog de vez en cuando sabrá que aquí solo se despacha ciencia rigurosa, salvo cuando se opina sobre un asunto opinable. b) Las patatas a las que se refiere el título son las de toda la vida, las que todos tenemos en la despensa; de hecho y como explicaré al final, hay un curioso caso que ilustra el delirio de los argumentos esgrimidos por los activistas antitransgénicos. c) No puedo demostrar que no es así, por lo que tendrán que confiar en mi palabra.

Las patatas podridas contienen solanina. Imagen de pixabay.

Las patatas podridas contienen solanina. Imagen de pixabay.

La historia que vengo a contar tiene un final no del todo feliz, sino que termina con una incómoda incertidumbre. Pero comencemos por el principio. Como ya expliqué recientemente a propósito del moho y la penicilina, esa idea de que nada en las especies comestibles puede ser malo para nosotros tiene tanto fundamento como la de que nada en las no comestibles puede ser bueno para nosotros; o sea, ninguno, dado que a las plantas no las ha colocado nadie en el mundo para servirnos como alimento. De hecho, si una planta tiene un propósito, es sobrevivir, es decir, evitar que la devoremos (y sin que pueda hablarse de un propósito, sí es el motor que impulsa la evolución de las especies).

Esta podría ser la razón de la existencia de ciertas toxinas en las plantas, a falta de una función metabólica conocida. Es el caso de los glucoalcaloides, un tipo de compuestos presentes en las plantas solanáceas, que entre otras muchas incluyen la patata, el tomate, la berenjena, el pimiento y el tabaco. Varios de los glucoalcaloides son tóxicos para muchas especies, por lo que se les supone una función protectora para la planta contra el apetito de quienes pretenden comérsela. Estas sustancias son una clase específica de los alcaloides, un grupo más amplio al que pertenecen compuestos tan conocidos como la morfina, la cocaína, la cafeína o la nicotina.

Y aquí aparece la primera curiosidad: la nicotina no solo está presente en el tabaco, sino también en otras solanáceas (y otras plantas, como por ejemplo el té). Ciertos estudios han analizado el contenido en nicotina de estos vegetales, encontrando que está presente en proporciones similares en tomates, patatas, pimientos o berenjenas, aunque lógicamente en cantidades cientos de miles de veces menores que en el tabaco. Según uno de estos estudios, la ingesta de nicotina en una dieta normal puede alcanzar los 2,25 microgramos al día, mientras que un solo cigarrillo aporta alrededor de un miligramo (1.000 microgramos).

Entre los glucoalcaloides se encuentran la solanina y la chaconina, dos toxinas presentes en muchas solanáceas, con la patata como ejemplo más típico y probablemente mejor estudiado. Estos compuestos se originan a partir del colesterol y…

Pero, un momento: ¿del colesterol? ¿En las plantas? ¿No habíamos quedado en que las plantas carecen por completo de esta grasa animal, precisamente porque es… una grasa animal?

A ello responden los bioquímicos de la Universidad Estatal de Ohio (EEUU) E. J. Behrman y Venkat Gopalan en su trabajo publicado en 2005: «El hecho es que el colesterol está muy extendido en el reino vegetal, aunque otros esteroles relacionados, como el β-sitosterol, generalmente aparecen en cantidades mayores».

Lo cierto es que quienes nos dedicamos a escribir sobre estos temas solemos ventilar de un plumazo la cuestión afirmando que las plantas no contienen colesterol. Pero en realidad es una sobresimplificación, y como se encarga de recordarnos una revisión publicada en 2016, «la cantidad de colesterol fabricada por las plantas no es despreciable». Según Behrman y Gopalan, el colesterol está presente tanto en las membranas celulares vegetales como en los lípidos de las hojas. Pero como en el caso de la nicotina, es minoritario con respecto a la fuente principal de esta grasa, el alimento animal: en las plantas alcanza unos 50 miligramos por kilo de grasa, mientras que en los animales es unas 100 veces mayor, de 5 gramos o más por kilo.

Pero eso sí, queda claro que el contenido en colesterol de los vegetales que comemos no es cero, aunque la regulación permita a los distribuidores de estos productos etiquetarlos como si lo fuera. Behrman y Gopalan resumían en una tabla el contenido medio en colesterol de varios aceites vegetales: el más bajo en esta grasa es, cómo no, el de oliva, con entre 0,5 y 2 miligramos por kilo, mientras que en el extremo contrario aparecen el aceite de maíz, con 55 mg/kg, o el de soja, con 29.

Pero hablábamos de la solanina y la chaconina. La presencia de estas toxinas en la patata no es ni mucho menos una novedad recién descubierta. De hecho, si alguna vez se han preguntado por qué sus abuelas retiraban los llamados ojos de la patata (los brotes), la razón es esta: esos puntos metabólicamente activos son lugares donde se producen solanina y chaconina en mayor medida. Los tallos y las hojas de la patata contienen también bastante toxina, por lo que en general no es una buena idea prepararse una infusión o una ensalada con estas partes.

En el tubérculo, la parte que nos comemos, la cantidad de solanina y chaconina es menor, pero ambas están presentes, sobre todo en la piel y en la zona superficial. Y pueden estarlo aún más, dado que la patata cruda está compuesta por células aún vivas. Esto es lo que ocurre cuando la patata envejece: es entonces cuando comienza a producir más toxina y puede convertirse en un alimento realmente peligroso, motivo por el cual se desaconseja vivamente consumir patatas cuando empiezan a volverse de color verde. Lo que envenena no es el verde, que corresponde a la inofensiva clorofila, pero la producción de este compuesto en el tubérculo se asocia también a la fabricación de la toxina. Por este motivo se recomienda conservar las patatas en un lugar oscuro, ya que la luz induce la producción de clorofila.

Patatas estropeadas (por su color verde), con alto contenido en solanina. Imagen de Rasbak / Wikipedia.

Patatas estropeadas (por su color verde), con alto contenido en solanina. Imagen de Rasbak / Wikipedia.

¿Y por qué la patata expuesta a la luz tiende a producir más toxina?, tal vez se pregunten. Posiblemente estemos ante otro de esos maravillosos mecanismos surgidos de la evolución: una patata que sobresale de la tierra, y que por tanto ve la luz, es un bocado apetitoso para cualquier animal. ¿Qué hace la patata entonces para evitar ser comida? Producir veneno. Así, la clorofila actúa como un sensor de luz para decirle a la patata que debe protegerse elaborando más toxina. Cuidado, las patatas golpeadas o dañadas también tienden a producir más solanina, lo que probablemente sea otro mecanismo de defensa contra los animales que desentierran los tubérculos.

Hay muchos casos descritos de envenenamiento por patatas. Históricamente se han asociado sobre todo a las hambrunas; cuando no había otra cosa que comer, se consumían las patatas pochas, lo que ocasionaba intoxicaciones e incluso muertes. Los síntomas digestivos pueden confundirse con una gastroenteritis bacteriana, pero además la toxina actúa sobre el sistema nervioso central interfiriendo con la comunicacion neuronal, por lo que puede causar alucinaciones, parálisis, convulsiones y otros trastornos neurológicos, incluso el coma.

Los casos más recientes descritos de intoxicaciones masivas por esta causa se dieron en colegios donde se utilizaron partidas de patatas viejas. En 1979, 78 niños de una escuela londinense y algunos monitores cayeron enfermos en lo que en un primer momento se pensó que era una intoxicación bacteriana, hasta que se identificó al culpable: un saco de patatas pochas. En 1983, otros 61 niños de un colegio en Canadá resultaron también intoxicados por solanina en las patatas. En ambos casos todos los enfermos se recuperaron; por suerte los envenenamientos por solanina ya no suelen ser letales, pero los expertos apuntan que posiblemente sean más frecuentes de lo que se cree, ya que en muchos casos pueden confundirse con la típica gastroenteritis cuando los efectos son leves y no hay síntomas neurológicos.

Patata con brotes. Imagen de Mathias Karlsson / Wikipedia.

Patata con brotes. Imagen de Mathias Karlsson / Wikipedia.

Obviamente, sería perfecto que pudiéramos comer patatas libres de solanina. Al fin y al cabo, con nosotros no la necesitan porque no van obtener ninguna ventaja de ella. ¿Podríamos obtener estas variedades? En algún caso ha sucedido justo lo contrario. En 1967 se lanzó al mercado en EEUU una nueva variedad de patata llamada lenape que era resistente al tizón o mildiu, una de las principales plagas de este cultivo. Sin embargo, tres años después tuvo que retirarse del mercado porque sus niveles de glucoalcaloides eran peligrosamente altos.

Lo esperpéntico del caso fue que posteriormente el caso de la patata lenape ha sido citado por activistas antitransgénicos para apoyar su oposición a la biotecnología agrícola. Lo cual es absolutamente ridículo, teniendo en cuenta que la lenape no fue obtenida por ingeniería genética (que aún no existía en 1967), sino por métodos tradicionales, cruzando una variedad comercial con otra silvestre peruana. Al parecer, en este caso la carga genética de ambas variantes se había sumado para producir una mayor dosis de la toxina.

Los resultados de los cruces naturales son impredecibles, algo que no ocurre con los cultivos transgénicos, donde se introducen (o se quitan) específicamente los genes deseados. De hecho, precisamente este mes un equipo de investigadores japoneses ha publicado la obtención de la primera patata completamente libre de solanina gracias a la eliminación de uno de los genes implicados en su síntesis por medio de la herramienta de edición genómica CRISPR/Cas9.

Claro que cabría pensar que esto no es realmente necesario, ya que podemos confiar en que las patatas en buen estado que comemos habitualmente no llevan cantidades de solanina que puedan provocarnos un envenenamiento agudo. Y es cierto. Pero ¿qué hay de los posibles efectos a largo plazo?

En tres palabras: no se sabe.

Comencé diciendo que el final de esta página iba a ser inquietante. En 2004, un artículo publicado por investigadores ucranianos y franceses se preguntaba: «¿Verdadera seguridad o falsa sensación de seguridad?». «Los glucoalcaloides de la patata, sobre todo la solanina y la chaconina, son extremadamente tóxicos para humanos y animales, y este problema no debería seguir siendo ignorado, ya que podría convertirse en una seria amenaza para la salud», escribían. En particular, los autores resaltaban que el límite máximo establecido de 200 mg/kg es seguro para evitar una intoxicación, pero que en cambio no se sabe si una exposición a largo plazo a bajos niveles de estas toxinas podría tener efectos genotóxicos (del tipo de los que provocan cáncer) o nocivos para los embriones en gestación.

Relevo de supervillanos: adiós, grasas saturadas; hola, azúcares

Nada más lejos de mi ánimo que tratar de ofrecer consejos nutricionales en este blog. Ese es el terreno de mi compañero Juan Revenga, que para eso es profesional de ello. Pero uno de los propósitos de este espacio sí es mostrar cómo funciona la ciencia, algo que resulta oscuro y mal entendido para muchos. Tal vez algún día me canse de repetir que la ciencia no puede proporcionar verdades, y que quien busque la verdad encontrará sin mucho esfuerzo una legión de poseedores de ella que estarán encantados de facilitársela, normalmente a cambio de alguna clase de beneficio. De momento, no ha llegado ese día.

El problema surge cuando a las conclusiones científicas se las secuestra de su terreno, que es el de la falsabilidad y la provisionalidad, y se las arroja a una palestra pública en la que se las obliga a comportarse como lo que no son. Y sin pretender en absoluto absolver en bloque a los científicos de esta irregularidad (como se verá más abajo), tampoco creo que la carga de la culpa descanse principalmente en sus hombros. Pero más allá del deporte de buscar culpables, el verdadero problema es que esa palestra pública funciona por principios dogmáticos que resultan casi inamovibles. En esos casos, la ciencia ha facilitado a los medios, a las autoridades y a la sociedad un pequeño monstruito inalterable e inmortal que ya ha escapado al control de su creadora, la propia ciencia.

Esta introducción se explica más fácilmente por el ejemplo, el que hoy vengo a exponer aquí. Como ya conté anteriormente, a mediados de la década de 1950 un fisiólogo de Minnesota llamado Ancel Benjamin Keys promovió un ambicioso y extenso estudio epidemiológico destinado a valorar la influencia de la dieta sobre las enfermedades cardiovasculares. Para ello reclutó a investigadores de siete países con el fin de comparar distintos patrones de alimentación y estilos de vida. De aquel proyecto, llamado precisamente Estudio de Siete Países, nació una regla que durante décadas ha permanecido esculpida en piedra casi como el primer mandamiento de una nutrición sana: los ácidos grasos saturados y el colesterol elevan el riesgo cardiovascular.

Desde su publicación en 1970, las conclusiones del estudio relativas a los lípidos de la dieta fueron convirtiéndose en un dogma predicado por las autoridades sanitarias y por los médicos a sus pacientes, llegando a calar en la sociedad como verdades inmutables y a sostener una industria multimillonaria de farmacia, parafarmacia, alimentos funcionales y terapias varias. Y sin embargo, al mismo tiempo ha ido tomando cuerpo una postura discrepante, la de quienes buscaban los datos que respaldaran esta presunta toxicidad de las grasas saturadas y, sencillamente, no acababan de encontrarlos.

Aumentan los estudios que absuelven a las grasas saturadas, como las de la mantequilla, del riesgo cardiovascular. Imagen de Armmark / Wikipedia.

Aumentan los estudios que absuelven a las grasas saturadas, como las de la mantequilla, del riesgo cardiovascular. Imagen de Armmark / Wikipedia.

Uno de los primeros en salir de este armario, al menos a través de un canal reconocido, fue el cardiólogo británico Aseem Malhotra, del Hospital Universitario de Croydon, en Londres. En 2013, Malhotra publicó un artículo en la revista British Medical Journal en el que escribía: «La grasa saturada no es el principal problema; desterremos el mito de su papel en la enfermedad cardíaca». Según este especialista, la «demonización» de las grasas saturadas había ignorado el hecho de que el mecanismo biológico de estas actúa sobre una clase de partículas de LDL (el llamado colesterol malo) grandes y ligeras que se conocen como de tipo A, que no son perjudiciales, y no sobre las verdaderamente dañinas, las de tipo B, pequeñas y densas. El problema de fondo, según Malhotra, era que el estudio de Keys se había limitado a establecer una correlación y que, escribía el cardiólogo, repitiendo una frase que ya es casi también un lema de este blog, «correlación no es causalidad».

Cualquiera podría imaginar que el artículo de Malhotra sería recibido con una oleada de rechazo por parte de la comunidad médica especializada. Pero sorprendentemente, o no, la respuesta de la Fundación Británica del Corazón fue algo más parecido a un «ejem»; hay pruebas conflictivas al respecto, admitieron, revelando claramente que tal vez la voz de Malhotra había sido la primera en elevarse, pero que lo había hecho sobre un considerable murmullo de fondo.

De hecho, poco después fue esta misma fundación la que cofinanció un gran metaestudio –estudio de estudios– elaborado por investigadores de las Universidades de Oxford, Cambridge, Harvard y otras, en el que se reunieron los datos de más de 70 trabajos previos con un total de 600.000 pacientes de 18 países. La conclusión del metaestudio, publicado en marzo de 2014 en la revista Annals of Internal Medicine, fue un campanazo: “Las pruebas actuales no apoyan claramente las directrices cardiovasculares que aconsejan un alto consumo de ácidos grasos poliinsaturados y un bajo consumo de grasas saturadas totales”. El estudio resonó tanto en los medios que incluso la revista Time le dedicó una portada en la que se decretaba «el fin de la guerra» contra las grasas saturadas bajo el consejo: «Coma mantequilla».

Bien, es evidente que pocas cosas han cambiado. Las recomendaciones dietéticas no han variado, como tampoco lo han hecho los mensajes publicitarios que continúan retratando a las grasas saturadas y al colesterol como los grandes satanes de la dieta (por no extenderme, la absolución del colesterol llegó nada menos que del propio Keys, como ya conté aquí a partir de esta fuente original). Quizá por ello, algunos especialistas están profundizando en este nuevo enfoque de los patrones dietéticos. Y fruto de ello es un nuevo estudio que no se limita a cuestionar esas directrices, sino que va más allá al afirmar que las recomendaciones gubernamentales de ingesta de grasas que se introdujeron en 1977 en Estados Unidos y en 1983 en Reino Unido lo hicieron «en ausencia de pruebas que las apoyaran», y que por tanto «no deberían haberse introducido».

Al no encontrar información sobre los datos concretos que los comités reguladores de entonces habían empleado para basar sus directrices, los investigadores han reunido los estudios relevantes disponibles en aquella época, un total de seis ensayos que comprendían a 2.467 pacientes (todos ellos hombres) durante cinco años. En lo que se refiere a las grasas saturadas y el colesterol, los datos no muestran ninguna diferencia entre las muertes, tanto por enfermedad coronaria como por otras causas, entre el grupo de tratamiento y el de control. Y ello a pesar de que el grupo de tratamiento sí tenía un nivel de colesterol en sangre significativamente inferior al del grupo de control.

Según escriben los investigadores en su estudio, dirigido por la nutricionista de la Universidad del Oeste de Escocia Zoë Harcombe y publicado en la revista online Open Heart del grupo British Medical Journal, «los resultados de este metaanálisis apoyan la hipótesis de que los ensayos aleatorios controlados disponibles no sostenían la introducción de recomendaciones dietéticas sobre las grasas para reducir el riesgo de enfermedad coronaria o la mortalidad asociada». «Parece incomprensible que se introdujeran recomendaciones dietéticas para 220 millones de ciudadanos estadounidenses y 56 millones de británicos», concluyen los científicos.

Trufas de chocolate. Imagen de Nieuw / Wikipedia.

Trufas de chocolate. Imagen de Nieuw / Wikipedia.

El metaestudio encuentra su primera respuesta en la misma revista, en un editorial firmado por Rahul Bahl, del Royal Berkshire NHS Foundation Trust. Bahl aconseja precaución al interpretar los resultados de Harcombe y sus colaboradores, pero reconoce: «Ciertamente hay un argumento sólido de que un exceso de énfasis por parte de las autoridades públicas en la grasa saturada como el principal villano de la dieta para las enfermedades cardiovasculares ha distraído de los riesgos asociados a otros nutrientes, como los carbohidratos».

Y este es precisamente el dedo en la llaga; porque tanto Malhotra como el metaestudio de marzo de 2014 y el grupo de Harcombe coinciden en que hay un verdadero supervillano que hasta ahora ha pasado relativamente inadvertido en la trama de las enfermedades coronarias: el azúcar. Según estos y otros estudios, son los carbohidratos los que realmente tienen una incidencia demostrable en la enfermedad cardiovascular, lo que se une a sus efectos ya conocidos sobre la obesidad y el riesgo de diabetes de tipo 2.

Es natural preguntarse: si resulta que los carbohidratos se perfilan como el principal factor de riesgo de infartos, ¿por qué nadie hasta ahora nos ha avisado? Casualmente, una posible respuesta ha saltado también recientemente a la prensa científica. El pasado 11 de febrero, una investigación publicada en British Medical Journal por el periodista Jonathan Gornall revelaba que algunos de los expertos que determinan las directrices nutricionales oficiales de Reino Unido reciben financiación de compañías alimentarias con grandes intereses en el azúcar, como Coca-Cola, Nestlé, Mars, PepsiCo, Unilever o Sainsbury’s. Entre los que han obtenido fondos para sus investigaciones o pagos en especie se encuentran 27 de los 40 miembros del Comité Científico Asesor de Nutrición (SACN) entre 2001 y 2012, así como investigadores de la Unidad de Investigación en Nutrición Humana del Medical Research Council. En un editorial motivado por el reportaje, la jefa de investigación de la revista, Elizabeth Loder, aclara que estas conexiones financieras no son prueba de mala práctica investigadora. «Pero contribuyen a la percepción de que la ciencia de la nutrición puede estar en venta», reconoce, y concluye: «No podemos esperar que el público confíe en una ciencia que parece estar en venta».

Ya dije más arriba que los investigadores no son siempre inocentes. Por suerte, en los últimos años las principales revistas científicas han introducido la obligación de declarar los conflictos de intereses. La ciencia está lejos de la perfección; pero al contrario de lo que puede decirse de otras esferas de la vida pública, en sus errores está la mejora, siempre que las servidumbres de la financiación y el dogmatismo le dejen espacio para maniobrar.

¡Sorpresa! Las grasas saturadas no provocan infartos

Ya que la semana va de proclamas científicas controvertidas, a ver qué tal suena esta: las grasas saturadas no aumentan el riesgo cardiovascular, ni el de diabetes, ni elevan el colesterol, y ni siquiera hacen engordar. Tales son las conclusiones publicadas en la revista Annals of Internal Medicine por un equipo de científicos de las Universidades de Cambridge, Oxford e Imperial College London (Reino Unido) y de Harvard (EE. UU.), entre otras instituciones. Los investigadores han elaborado un metaestudio –estudio de estudios– recopilando más de 70 trabajos previos realizados con más de 600.000 personas de 18 países. «Las pruebas actuales no apoyan claramente las directrices cardiovasculares que aconsejan un alto consumo de ácidos grasos poliinsaturados y un bajo consumo de grasas saturadas totales», concluyen los autores. La afirmación es sorprendente y contradice lo que todos creemos saber. La pregunta es: ¿por qué creemos saber lo que creemos saber?

Un extenso estudio absuelve a las grasas saturadas, como las de esta hamburguesa, del riesgo cardiovascular. NCI/NIH.

Un extenso estudio absuelve a las grasas saturadas, como las de esta hamburguesa, del riesgo cardiovascular. NCI/NIH.

En general, las directrices que orientan a un estilo de vida saludable, y que vienen dictadas por autoridades y organismos sanitarios, se apoyan en conclusiones de estudios epidemiológicos. Dícese de estudios elaborados de la siguiente manera: se parte de una hipótesis que se trata de demostrar como correcta y que normalmente se basa en una idea razonable (los epidemiólogos llaman a esto «plausibilidad biológica»). Se reúnen datos de una población de tamaño lo mayor posible. Se extraen estadísticas sobre distintas variables y se comparan. Y si se encuentra una correlación estadísticamente significativa, ¡voilà! Ya tenemos recomendación al canto. En ocasiones incluso existe un conflicto de intereses cuando los proyectos están financiados por partes implicadas, algo que solo recientemente ha empezado a especificarse obligatoriamente en las revistas científicas. Y cómo no, en una sociedad dominada por la publicidad, también se acaban tomando como consejos nutricionales lo que son simplemente eslóganes de marca científicamente cuestionables, pero que llegan a calar entre el público como si fueran verdades absolutas.

Los seguidores de este blog ya sabrán que soy muy crítico con los estudios epidemiológicos. No pretendo equipararlos con las investigaciones sobre el Bigfoot o el monstruo del lago Ness, pero sí con las pesquisas sobre precognición de las que también he hablado aquí. Muchas investigaciones en psicología se basan en los mismos métodos, por lo que ciertos trabajos que han validado la existencia de capacidades precognitivas en las personas han motivado que se cuestionen no ya dichos estudios, sino gran parte de la metodología que emplea la psicología experimental. Anteriormente he citado también aquí cómo las asociaciones estadísticas se pueden utilizar para mostrar lo que a uno le convenga, como la relación entre las muertes por ahogamientos en piscinas y el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage. Pero correlación no implica causalidad, y esto resulta problemático cuando el estilo de vida saludable que se recomienda a la población se basa en conclusiones epidemiológicas sin un fundamento causal empíricamente contrastado más allá de la «plausibilidad biológica».

Es por este y otros motivos que algunas recomendaciones sanitarias han ido cambiando de chaqueta a lo largo de los años. Cualquiera que supere los 40 podrá preguntar a sus padres (o los más jóvenes, a sus abuelos), sobre aquella época en la que el aceite de oliva era desaconsejable y se preferían los de girasol o soja, a los niños se les daba anís porque era beneficioso para ellos, y el pescado azul, hoy glorificado por su omega-3, era el mismísimo Lucifer con branquias. Respecto a las grasas, en los últimos años se han venido acumulando estudios que el pasado año llevaron al cardiólogo británico Aseem Malhotra a publicar un artículo en la revista British Medical Journal en el que animaba a «desterrar el mito del papel de las grasas saturadas en la enfermedad cardiovascular». Malhotra destacaba que la «demonización» de las grasas saturadas nació en 1970 con la publicación del llamado Estudio de Siete Países, un extenso trabajo epidemiológico al que debemos el conocimiento de los beneficios de la dieta mediterránea. Malhotra no objetaba a esto último, pero en cambio señalaba que las pruebas científicas no avalan la influencia de las grasas saturadas en el riesgo cardiovascular, y sí la de los azúcares. Con ocasión del artículo de Malhotra, la Fundación Británica del Corazón admitió que había «pruebas conflictivas» al respecto.

El nuevo estudio, cofinanciado precisamente por esta Fundación, viene ahora a asestar otro mandoble al «mantra de las grasas saturadas», en palabras de Malhotra. Es más: las conclusiones de los investigadores tampoco sostienen que las grasas conocidas como buenas –las insaturadas de vegetales y pescados, como el archifamoso omega-3– reduzcan el riesgo de infarto. En su lugar, los autores aconsejan disminuir el consumo de azúcares (carbohidratos), cuya incidencia en la enfermedad coronaria han identificado como mayor de lo sospechado. Y sí mantienen la advertencia contra las llamadas grasas trans (parcialmente hidrogenadas), ácidos grasos insaturados de origen artificial que se encuentran en muchos alimentos procesados. El estudio ha recibido tanta atención que ha merecido reportajes en algunos de los medios más influyentes del mundo, como el diario The New York Times, y ocupará la portada del próximo número de la revista Time (23 de junio) bajo el título «Coma mantequilla» y el subtítulo «Los científicos etiquetaron a la grasa como el enemigo. Por qué estaban equivocados».

Quizá alguien se esté preguntando por qué este estudio debería considerarse más atinado que los utilizados anteriormente para sostener lo contrario. Una de las claves está en el prefijo «meta»: el análisis de una batería de estudios aumenta el tamaño de la muestra, lo que redunda en la fiabilidad de los resultados. Pero es que, además, los investigadores han incluido estudios que consideraban parámetros más objetivos que los cuestionarios dietéticos, como marcadores biológicos en la sangre, y lo que es más importante: subrayan que el efecto de las grasas saturadas sobre el LDL (el colesterol malo) actúa de forma predominante sobre un tipo de partículas grandes y de poca densidad cuya preponderancia, lo que se conoce como patrón A, no es perjudicial. Además, las grasas saturadas elevan el HDL, el llamado colesterol bueno. No es solo algo biológicamente plausible, sino una relación de causalidad.

El lema de los "ocho vasos de agua al día" es un mito sin respaldo científico. Walter J. Pilsak vía Wikipedia / Creative Commons.

El lema de los «ocho vasos de agua al día» es un mito sin respaldo científico. Walter J. Pilsak vía Wikipedia / Creative Commons.

El estudio socava un tótem dietético, uno más de los que han venido tambaleándose en los últimos años, como los perjuicios de la sal y la necesidad de beber ocho vasos de agua al día. Respecto a lo primero, las investigaciones acumuladas en los últimos años (más información aquí) apuntan que sigue vigente la recomendación de no abusar de la sal, pero que un consumo medio moderado es más beneficioso que nada en absoluto. Y con respecto a la tan arraigada patraña de los ocho vasos de agua, ni siquiera se apoya en ninguna clase de dato médico. Nadie parece saber a ciencia cierta cuál es el origen de este mito ni qué presuntos motivos lo inspiraron, pero lo cierto es que logró abrirse camino en las recomendaciones sanitarias sin que nadie pudiese citar ningún estudio científico que lo respaldara. Por suerte, los expertos están reaccionando y se esfuerzan por extender la recomendación de beber simplemente cuando se tenga sed y, si acaso, vigilar el color de la orina (demasiado oscura es signo de baja hidratación), pero el mito es persistente y su erradicación es difícil una vez se ha convertido en vox pópuli, sobre todo cuando, una vez más, la publicidad de la industria hace lo posible por perpetuarlo.

¿Un mito más antes de terminar? ¿Qué tal el del colesterol? Nadie dice que la acumulación de esta grasa en las arterias sea beneficiosa, pero otra cosa es pensar que la placa de colesterol de ese paciente procede del huevo frito que ingirió en la cena de ayer. «Esta idea de que comes algo, va a tu torrente sanguíneo y obtura tus arterias es simplemente falsa. No ocurre nada ni remotamente parecido», declaraba esta semana el cardiólogo de la Facultad de Medicina de Harvard Dariush Mozaffarian en un reportaje publicado en el diario The Washington Post (y ya saben qué responder al próximo que les repita aquella famosa frasecita: «eso va directamente a tus arterias»). Lo cierto es que la mayoría del colesterol de nuestro cuerpo lo produce el propio cuerpo. ¿Y qué efecto tiene el que ingerimos sobre el que producimos?

Para responder a la pregunta, nadie mejor que el responsable histórico de que el colesterol, junto con las grasas saturadas, se haya convertido en el gran Satán de la dieta: Ancel Keys, el promotor del Estudio de Siete Países mencionado más arriba. En 1991 (21 años después de la publicación de su gran obra), y en respuesta a un estudio en la revista The New England Journal of Medicine que informaba sobre el caso de un hombre que comía 25 huevos al día y presentaba niveles normales de colesterol en sangre, Keys escribió lo siguiente en una carta al director: «El colesterol de la dieta tiene un efecto importante en el nivel de colesterol en sangre en pollos y conejos, pero muchos experimentos controlados han demostrado que el colesterol de la dieta tiene un efecto limitado en humanos. Añadir colesterol a una dieta libre de colesterol aumenta el nivel en sangre en humanos, pero cuando se añade a una dieta sin restricciones, su efecto es mínimo». Es decir: después de haber dejado a media humanidad sin comer grasas (o, al menos, sintiéndose muy culpables al comerlas), el doctor Keys se nos desmarcó de esta manera. ¿Qué les parece? ¿Es o no es… ¡sorpresa!?