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Relevo de supervillanos: adiós, grasas saturadas; hola, azúcares

Nada más lejos de mi ánimo que tratar de ofrecer consejos nutricionales en este blog. Ese es el terreno de mi compañero Juan Revenga, que para eso es profesional de ello. Pero uno de los propósitos de este espacio sí es mostrar cómo funciona la ciencia, algo que resulta oscuro y mal entendido para muchos. Tal vez algún día me canse de repetir que la ciencia no puede proporcionar verdades, y que quien busque la verdad encontrará sin mucho esfuerzo una legión de poseedores de ella que estarán encantados de facilitársela, normalmente a cambio de alguna clase de beneficio. De momento, no ha llegado ese día.

El problema surge cuando a las conclusiones científicas se las secuestra de su terreno, que es el de la falsabilidad y la provisionalidad, y se las arroja a una palestra pública en la que se las obliga a comportarse como lo que no son. Y sin pretender en absoluto absolver en bloque a los científicos de esta irregularidad (como se verá más abajo), tampoco creo que la carga de la culpa descanse principalmente en sus hombros. Pero más allá del deporte de buscar culpables, el verdadero problema es que esa palestra pública funciona por principios dogmáticos que resultan casi inamovibles. En esos casos, la ciencia ha facilitado a los medios, a las autoridades y a la sociedad un pequeño monstruito inalterable e inmortal que ya ha escapado al control de su creadora, la propia ciencia.

Esta introducción se explica más fácilmente por el ejemplo, el que hoy vengo a exponer aquí. Como ya conté anteriormente, a mediados de la década de 1950 un fisiólogo de Minnesota llamado Ancel Benjamin Keys promovió un ambicioso y extenso estudio epidemiológico destinado a valorar la influencia de la dieta sobre las enfermedades cardiovasculares. Para ello reclutó a investigadores de siete países con el fin de comparar distintos patrones de alimentación y estilos de vida. De aquel proyecto, llamado precisamente Estudio de Siete Países, nació una regla que durante décadas ha permanecido esculpida en piedra casi como el primer mandamiento de una nutrición sana: los ácidos grasos saturados y el colesterol elevan el riesgo cardiovascular.

Desde su publicación en 1970, las conclusiones del estudio relativas a los lípidos de la dieta fueron convirtiéndose en un dogma predicado por las autoridades sanitarias y por los médicos a sus pacientes, llegando a calar en la sociedad como verdades inmutables y a sostener una industria multimillonaria de farmacia, parafarmacia, alimentos funcionales y terapias varias. Y sin embargo, al mismo tiempo ha ido tomando cuerpo una postura discrepante, la de quienes buscaban los datos que respaldaran esta presunta toxicidad de las grasas saturadas y, sencillamente, no acababan de encontrarlos.

Aumentan los estudios que absuelven a las grasas saturadas, como las de la mantequilla, del riesgo cardiovascular. Imagen de Armmark / Wikipedia.

Aumentan los estudios que absuelven a las grasas saturadas, como las de la mantequilla, del riesgo cardiovascular. Imagen de Armmark / Wikipedia.

Uno de los primeros en salir de este armario, al menos a través de un canal reconocido, fue el cardiólogo británico Aseem Malhotra, del Hospital Universitario de Croydon, en Londres. En 2013, Malhotra publicó un artículo en la revista British Medical Journal en el que escribía: «La grasa saturada no es el principal problema; desterremos el mito de su papel en la enfermedad cardíaca». Según este especialista, la «demonización» de las grasas saturadas había ignorado el hecho de que el mecanismo biológico de estas actúa sobre una clase de partículas de LDL (el llamado colesterol malo) grandes y ligeras que se conocen como de tipo A, que no son perjudiciales, y no sobre las verdaderamente dañinas, las de tipo B, pequeñas y densas. El problema de fondo, según Malhotra, era que el estudio de Keys se había limitado a establecer una correlación y que, escribía el cardiólogo, repitiendo una frase que ya es casi también un lema de este blog, «correlación no es causalidad».

Cualquiera podría imaginar que el artículo de Malhotra sería recibido con una oleada de rechazo por parte de la comunidad médica especializada. Pero sorprendentemente, o no, la respuesta de la Fundación Británica del Corazón fue algo más parecido a un «ejem»; hay pruebas conflictivas al respecto, admitieron, revelando claramente que tal vez la voz de Malhotra había sido la primera en elevarse, pero que lo había hecho sobre un considerable murmullo de fondo.

De hecho, poco después fue esta misma fundación la que cofinanció un gran metaestudio –estudio de estudios– elaborado por investigadores de las Universidades de Oxford, Cambridge, Harvard y otras, en el que se reunieron los datos de más de 70 trabajos previos con un total de 600.000 pacientes de 18 países. La conclusión del metaestudio, publicado en marzo de 2014 en la revista Annals of Internal Medicine, fue un campanazo: “Las pruebas actuales no apoyan claramente las directrices cardiovasculares que aconsejan un alto consumo de ácidos grasos poliinsaturados y un bajo consumo de grasas saturadas totales”. El estudio resonó tanto en los medios que incluso la revista Time le dedicó una portada en la que se decretaba «el fin de la guerra» contra las grasas saturadas bajo el consejo: «Coma mantequilla».

Bien, es evidente que pocas cosas han cambiado. Las recomendaciones dietéticas no han variado, como tampoco lo han hecho los mensajes publicitarios que continúan retratando a las grasas saturadas y al colesterol como los grandes satanes de la dieta (por no extenderme, la absolución del colesterol llegó nada menos que del propio Keys, como ya conté aquí a partir de esta fuente original). Quizá por ello, algunos especialistas están profundizando en este nuevo enfoque de los patrones dietéticos. Y fruto de ello es un nuevo estudio que no se limita a cuestionar esas directrices, sino que va más allá al afirmar que las recomendaciones gubernamentales de ingesta de grasas que se introdujeron en 1977 en Estados Unidos y en 1983 en Reino Unido lo hicieron «en ausencia de pruebas que las apoyaran», y que por tanto «no deberían haberse introducido».

Al no encontrar información sobre los datos concretos que los comités reguladores de entonces habían empleado para basar sus directrices, los investigadores han reunido los estudios relevantes disponibles en aquella época, un total de seis ensayos que comprendían a 2.467 pacientes (todos ellos hombres) durante cinco años. En lo que se refiere a las grasas saturadas y el colesterol, los datos no muestran ninguna diferencia entre las muertes, tanto por enfermedad coronaria como por otras causas, entre el grupo de tratamiento y el de control. Y ello a pesar de que el grupo de tratamiento sí tenía un nivel de colesterol en sangre significativamente inferior al del grupo de control.

Según escriben los investigadores en su estudio, dirigido por la nutricionista de la Universidad del Oeste de Escocia Zoë Harcombe y publicado en la revista online Open Heart del grupo British Medical Journal, «los resultados de este metaanálisis apoyan la hipótesis de que los ensayos aleatorios controlados disponibles no sostenían la introducción de recomendaciones dietéticas sobre las grasas para reducir el riesgo de enfermedad coronaria o la mortalidad asociada». «Parece incomprensible que se introdujeran recomendaciones dietéticas para 220 millones de ciudadanos estadounidenses y 56 millones de británicos», concluyen los científicos.

Trufas de chocolate. Imagen de Nieuw / Wikipedia.

Trufas de chocolate. Imagen de Nieuw / Wikipedia.

El metaestudio encuentra su primera respuesta en la misma revista, en un editorial firmado por Rahul Bahl, del Royal Berkshire NHS Foundation Trust. Bahl aconseja precaución al interpretar los resultados de Harcombe y sus colaboradores, pero reconoce: «Ciertamente hay un argumento sólido de que un exceso de énfasis por parte de las autoridades públicas en la grasa saturada como el principal villano de la dieta para las enfermedades cardiovasculares ha distraído de los riesgos asociados a otros nutrientes, como los carbohidratos».

Y este es precisamente el dedo en la llaga; porque tanto Malhotra como el metaestudio de marzo de 2014 y el grupo de Harcombe coinciden en que hay un verdadero supervillano que hasta ahora ha pasado relativamente inadvertido en la trama de las enfermedades coronarias: el azúcar. Según estos y otros estudios, son los carbohidratos los que realmente tienen una incidencia demostrable en la enfermedad cardiovascular, lo que se une a sus efectos ya conocidos sobre la obesidad y el riesgo de diabetes de tipo 2.

Es natural preguntarse: si resulta que los carbohidratos se perfilan como el principal factor de riesgo de infartos, ¿por qué nadie hasta ahora nos ha avisado? Casualmente, una posible respuesta ha saltado también recientemente a la prensa científica. El pasado 11 de febrero, una investigación publicada en British Medical Journal por el periodista Jonathan Gornall revelaba que algunos de los expertos que determinan las directrices nutricionales oficiales de Reino Unido reciben financiación de compañías alimentarias con grandes intereses en el azúcar, como Coca-Cola, Nestlé, Mars, PepsiCo, Unilever o Sainsbury’s. Entre los que han obtenido fondos para sus investigaciones o pagos en especie se encuentran 27 de los 40 miembros del Comité Científico Asesor de Nutrición (SACN) entre 2001 y 2012, así como investigadores de la Unidad de Investigación en Nutrición Humana del Medical Research Council. En un editorial motivado por el reportaje, la jefa de investigación de la revista, Elizabeth Loder, aclara que estas conexiones financieras no son prueba de mala práctica investigadora. «Pero contribuyen a la percepción de que la ciencia de la nutrición puede estar en venta», reconoce, y concluye: «No podemos esperar que el público confíe en una ciencia que parece estar en venta».

Ya dije más arriba que los investigadores no son siempre inocentes. Por suerte, en los últimos años las principales revistas científicas han introducido la obligación de declarar los conflictos de intereses. La ciencia está lejos de la perfección; pero al contrario de lo que puede decirse de otras esferas de la vida pública, en sus errores está la mejora, siempre que las servidumbres de la financiación y el dogmatismo le dejen espacio para maniobrar.