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Pasen y vean a los Mortadelos de la naturaleza

Siempre me ha llamado enormemente la atención la capacidad de camuflaje de algunos animales. Por definir los términos de una manera pedestre, un primer nivel es el camuflaje pasivo, aquel que permite a las especies disimularse en el entorno en el que habitualmente se encuentran sin que opere ningún mecanismo para modificar su aspecto, con el fin de pasar inadvertidos ante sus posibles depredadores o de ocultarse para cazar al acecho.

El camuflaje pasivo es algo de lo más extendido en la naturaleza. En general, los animales tienden a desarrollar características o coloraciones que les ayudan a esconderse de la vista de otros, excepto cuando eligen la estrategia contraria, un aspecto tan llamativo (el término es aposemático) que sirva de señal de advertencia, como diciendo: «cuidado conmigo; soy peligroso». Es el caso de muchos animales venenosos de vivos colores, como las avispas, las abejas, algunas ranitas tropicales o la serpiente coral. Y de otros que no lo son pero que aparentan serlo para dar miedo, como la falsa coral.

Tan frecuente es el camuflaje pasivo que los científicos tienden a buscar este rasgo como explicación de cualquier aspecto inusual. Durante mucho tiempo se ha pensado que las rayas de las cebras –que, por cierto, son animales negros con franjas blancas y no al revés, según demuestran sus embriones– tenían la función de romper su silueta y confundirlas entre sí para ofuscar a sus depredadores. Pero en enero de este año, un equipo de investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles descubrió que el patrón a rayas probablemente ayuda a las cebras a mantenerse frescas, y que los animales tienen más franjas cuanto más cálido es el clima. Así que la razón del pijama de las cebras no parece ser el camuflaje, sino la regulación térmica.

Las estrategias más sofisticadas de camuflaje pasivo llegan al nivel de auténtica orfebrería natural. Todos conocemos los casos de los insectos palo y los insectos hoja, pero dejo aquí un par de ejemplos más que son verdaderamente asombrosos. La mariposa barón (Euthalia aconthea) vive en India y el sureste asiático. Sus orugas son capaces de camuflarse en las hojas de la manera que se ve en la imagen. Por su parte, el caballito de mar pigmeo de Bargibant (Hippocampus bargibanti) se confunde tan maravillosamente con los corales del género Muricella en los que habita que, según se cuenta, solo fue descubierto cuando se examinó uno de estos corales en un laboratorio.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia 'Muricella'. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia ‘Muricella’. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Pero siendo sorprendentes, estos casos son intuitivamente muy comprensibles desde que Charles Darwin describió la evolución de las especies por medio de la selección natural. La oruga barón y el hipocampo pigmeo son ejemplos extremos de cómo, a lo largo del tiempo, los ejemplares casualmente mejor disimulados en su entorno lograban burlar a los depredadores y reproducirse, transmitiendo su aspecto a sus crías y originando así un proceso de refinamiento progresivo en su camuflaje.

Pero claro, toda apuesta fuerte tiene sus riesgos; la oruga barón y el hipocampo pigmeo tienen todos sus huevos en la misma cesta. Aunque el caballito de mar pasa toda su vida en un solo ejemplar de coral, sin abandonarlo jamás, si por algún motivo perdiera su plaza se convertiría en un bocado de lo más llamativo en otro entorno diferente.

La solución a este inconveniente es el segundo nivel de camuflaje, el activo: los animales que pueden variar su aspecto a voluntad para mimetizarse con el fondo que en cada caso buscan o les cae en gracia. En esta categoría tenemos, por ejemplo, a los camaleones o a los cefalópodos. Anteriormente publiqué aquí un vídeo en el que un pulpo parecía materializarse de la nada ante nuestros ojos. Otro caso similar es el del señorito del siguiente vídeo, un lenguado tropical de la especie Bothus mancus. Cuando se sabe descubierto, cambia de aspecto y huye para confundirse de nuevo con el fondo, sea arena o roca.

Tal vez de la misma especie es este otro artista del disfraz:

Lo que me apabulla es cómo son capaces de hacerlo. Es decir, no cabe duda de que la explicación evolutiva es la misma que en el caso del camuflaje pasivo; los cromatóforos, células pigmentadas, desarrollan sistemas de control de las vesículas que contienen los colorantes, y los animales que manejan el arte del disfraz con maestría tienen más papeletas en la ruleta de la fortuna.

Pero lo que me deja perplejo no es el mecanismo evolutivo, sino, digamos, el fisiológico-cognitivo. Es decir, cómo el reconocimiento visual de un fondo concreto se traduce en la decisión del animal de estrujar, expandir o reorientar sus cromatóforos de manera que repliquen el aspecto de ese fondo. La piel de estos animales es como una especie de pantalla de vídeo capaz de adoptar diferentes colores –e incluso texturas, en el caso de los cefalópodos– en cada píxel (cromatóforo). ¿Cómo es posible que la información visual integrada en el cerebro se interprete para distribuir a distintos rincones de su piel las órdenes de mostrar estas imágenes tan complejas? Una explicación inmediata sería decir: bien, en el caso del lenguado, podría haber dos programas predeterminados, el de arena y el de roca. Cuando el animal observa el fondo, ejecuta una de las dos opciones. Simple, ¿no?

Pero ¿qué me dicen entonces del siguiente vídeo? En él, el presentador de la BBC Richard Hammond coloca a una sepia en un acuario que simula una minúscula sala de estar con patrones de decoración muy, ejem, ingleses. Vean y pásmense; es evidente que la sepia no logra confundirse magistralmente en un fondo con el que jamás en su vida se habían encontrado ella ni todos sus ancestros evolutivos. Pero lo intenta de un modo que resulta portentoso; ¿cómo diablos es capaz de dibujarse cuadros blancos y negros en la espalda? Denle tiempo, y en menos de lo que nosotros tardaríamos en disfrazarnos ella habrá aprendido a hacerlo con la misma rapidez que Mortadelo.

Un puñado de estudios recientes han comenzado a desentrañar el enigma de una manera que aporta una explicación comprensible. En 2010, científicos del Laboratorio de Biología Marina de Woods Hole, en Massachusetts (EE. UU.), descubrieron que la piel de la sepia contiene opsinas, moléculas sensoras de luz de la misma familia a la que pertenecen las que tenemos en la retina y que nos permiten ver. Los mismos científicos han extendido su hallazgo este mes, revelando que la sepia y el calamar poseen opsinas en los cromatóforos de su piel.

Al mismo tiempo, otros dos investigadores de la Universidad de California en Santa Bárbara (EE. UU.) han confirmado el mismo fenómeno en los pulpos, demostrando que la piel responde a la luz sin la intervención del sistema nervioso central ni de los ojos. Aunque estos seguramente continúan aportando un papel fundamental en la capacidad de camuflaje adaptativo de estos animales, el hecho de que la piel reaccione a la luz puede ayudar a explicar esa increíble capacidad de desplegar imágenes complejas en su cuerpo. Según escriben los investigadores, sus resultados sugieren que «la piel del pulpo es intrínsecamente sensible a la luz y que esta detección dispersa de la luz puede contribuir a su habilidad única y novedosa de dibujar patrones».

Resulta que el panda es carnívoro y no lo sabe

Todos lo conocemos como oso panda, pero ¿es realmente un oso? El animal que simboliza la bandera global de la conservación de la naturaleza –gracias a su elección como logo de WWF– fue inicialmente identificado como oso en el siglo XIX, y colocado con los osos más comunes bajo el género Ursus. Sin embargo, los zoólogos lo reubicaron después en la familia de los prociónidos, con el mapache, también conocido como osito lavador por su costumbre de manipular la comida a la orilla del agua. Pero el panda tampoco iba a quedarse quieto ahí; en 1985, cuando secuenciar el genoma completo de una especie aún era un sueño loco, varios estudios moleculares publicados en Nature devolvieron al panda a la familia de los osos, pero situándolo como un disidente temprano de este grupo.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

Así pues, sí, el panda es un oso con todas las de la ley, tanto como el pardo, el polar o el de anteojos. Y es bien sabido que los osos, aunque pertenecen al orden de los Carnívoros, siguen en su mayoría una dieta más o menos omnívora, algo que se refleja también en su dentición. En un extremo se sitúa el oso polar, puramente carnívoro, mientras que el panda parece haber completado una transición evolutiva hacia la alimentación herbívora, cubierta en un 99% por el bambú.

Sin embargo, cuando en 2009 más de 120 investigadores, en su mayoría de China, lograron secuenciar el genoma completo del panda, encontraron algo sorprendente en el ADN del animal: una ausencia total de los genes necesarios para digerir el alimento vegetal. En su lugar, los científicos descubrieron que «probablemente el panda tiene todos los componentes necesarios para un sistema digestivo carnívoro». «Nuestro análisis de los genes potencialmente implicados en la evolución de la dependencia del panda hacia el bambú en su dieta muestra que el panda parece haber mantenido los requerimientos genéticos para ser puramente carnívoro, aunque su dieta sea primariamente herbívora», escribían.

Curiosamente, los autores del estudio, publicado en Nature, comprobaron que el panda con toda probabilidad carece de un tipo de papilas gustativas especializadas en detectar el sabor umami o sabroso, típicamente asociado a los alimentos ricos en proteínas animales. Así, los investigadores presumían que quizá el gusto había influido en la selección de su dieta. Pero con todo, no podían explicar por qué un animal de genes carnívoros, carente de enzimas capaces de digerir la celulosa, solo come bambú.

Y entonces imaginaron una solución: tal vez la respuesta estaba en la flora microbiana de su intestino. «La dieta de bambú del panda no parece estar dictada por su propia composición genética, y en su lugar debe de ser más dependiente del microbioma de su intestino», escribían. «Dado nuestro hallazgo de que algunos de los genes necesarios para la completa digestión del bambú faltan en su genoma, la investigación del microbioma del intestino del panda puede ser importante para comprender sus inusuales restricciones dietéticas».

Pues bien, el estudio del microbioma del intestino del panda por fin ha llegado. Y la sorpresa es aún mayor, puesto que los microbios de su intestino son también típicos de los animales carnívoros. Según publica hoy un equipo de investigadores chinos en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología, las tripas del panda contienen sobre todo Escherichia, Shigella y Streptococcus, bacterias asociadas a la dieta carnívora, en lugar de Bacteroidetes o especies de Clostridium degradadoras de fibra. Según el coautor del estudio Xiaoyan Pang, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, «este resultado es inesperado y bastante interesante, porque implica que la microbiota del intestino del panda gigante puede no haberse adaptado bien a su dieta exclusiva».

Todo lo cual añade un enigma más a este animal de difícil clasificación, complicada reproducción e incierta supervivencia. Y no se trata de un enigma menor: si este animal incluso ha llegado a sacarse de la zarpa un sexto «dedo», un falso pulgar que es en realidad un hueso modificado para agarrar el bambú, ¿qué sentido tiene que en dos millones de años su metabolismo no haya evolucionado de acuerdo a su dieta? O dicho de otro modo, ¿por qué un animal se obstina en consumir una dieta cuando todo en su organismo pide a gritos otra diferente? Los investigadores no han encontrado ni siquiera una hipótesis que aventurar: «Al contrario que otras especies de mamíferos que han desarrollado una microbiota intestinal (y también una anatomía del sistema digestivo) optimizada para sus dietas específicas, la aberrante coevolución del panda gigante, sus preferencias dietéticas y su microbiota intestinal sigue siendo un enigma», escriben.

En cambio, todo lo anterior sí explica otro hecho, y es la enorme voracidad de los pandas, que pasan hasta 14 horas de cada 24 consumiendo hasta 12,5 kilos de hojas y tallos de bambú; en realidad solo llegan a digerir aproximadamente el 17% de todo lo que ingieren, y el resto lo expulsan tal cual lo comieron.

Pero más allá del acertijo biológico, los científicos extraen una conclusión preocupante, y es si esta falta de adaptación complicará aún más la futura supervivencia del panda, del que en 2014 solo quedaban 1.864 ejemplares en libertad, según WWF. Para Pang, el coautor del estudio, la extraña discordancia entre la dieta de los pandas y su perfil alimentario sitúa a esta especie en un «dilema evolutivo». Según el director del estudio, Zhihe Zhang, también director de la Base de Investigación de la Cría del Panda Gigante en Chengdu, la conclusión es que la paradoja alimentaria del panda «puede haber aumentado su riesgo de extinción».

¿Por qué los flamencos descansan sobre una pata? (extremidad, no la mujer del pato)

Ayer presenté aquí un vídeo de nueva aparición sobre el que es hasta ahora el único flamenco negro conocido, si es que los dos avistamientos registrados corresponden realmente a un mismo ejemplar. El fenómeno sería llamativo para cualquier ojo no iniciado en el culto a las aves, pero se convierte casi en un Expediente X teniendo en cuenta que los flamencos forman un orden propio en el que todas las especies tienen una coloración similar, blanco o crema pálido transformado en rosa por los pigmentos de su dieta. El melanismo no es algo desconocido en las aves, al igual que en otros grupos animales; pero tratándose de un orden cuyos miembros visten de uniforme, resulta tan raro como un cocodrilo albino (que también existió y fue conocido como Michael Jackson; ¿tal vez al flamenco negro podríamos denominarlo Morenito de Chipre?).

Flamencos enanos en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Flamencos enanos en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

A la espera de saber si tendremos nuevas noticias del elegante y misterioso flamenco, ayer dejé por cubrir una faceta de estas aves que suele causar sorpresa. Se trata de una de esas curiosidades en las que nadie suele pensar a lo largo de su vida diaria, salvo un puñado de biólogos locos y cualquier padre o madre a quienes su hijo les asalte de pronto con la pregunta: Papá/mamá, ¿por qué los flamencos están de pie sobre una sola pata? Y los niños deben llegar a una cierta edad para entender la diferencia entre «no lo sé» y «los científicos no lo saben». Antes de esa edad, ambas frases significan lo mismo: papá/mamá no lo sabe.

La postura no es exclusiva de estas especies, sino que está bastante extendida entre las aves; pero suele notarse más en el caso de los flamencos, quizá por su tendencia a formar grandes bandadas. Quiero adelantarme aquí a la respuesta más habitual: porque si levantaran las dos, se caerían al suelo. Pero lo cierto es que tras los comportamientos de los animales hay explicaciones fisiológicas con referencias a millones de años de evolución.

Descansar sobre una extremidad no parece una elección obvia cuando se tienen dos y el peso puede repartirse entre ambas; menos aún cuando cada una de ellas es tan aparentemente endeble como la de un flamenco. Sin embargo, todo el que se haya visto forzado a permanecer de pie durante largo rato habrá descubierto que a menudo tendemos a cargar alternativamente el peso en una de las piernas mientras dejamos que la otra descanse. Es más, en ciertas regiones del mundo hay cierta costumbre de adoptar la pata coja como posición de descanso. Es clásico el ejemplo de los maasais de Kenya y Tanzania, cuya estampa más típica es sobre una sola pierna, mientras la otra permanece cruzada o con el pie apoyado en la rodilla. Y he tenido que llegar a los flamencos para caer en la cuenta de que nunca se me ha ocurrido preguntarle a un maasai por qué lo hacen, cosa que haré en la primera próxima ocasión.

Las aves tienen, además, sistemas de reposo facilitados por la evolución. Al menos algunas especies poseen un sistema de tendones que automáticamente cierra los dedos cuando las patas se flexionan, lo que les permite dormir en una rama sin caer al suelo. También suele asumirse que ciertas aves como los flamencos poseerían un mecanismo que ancla la articulación del tobillo (la que tienen a la altura de nuestra rodilla; su rodilla está más arriba y suele quedar oculta bajo el cuerpo) de modo que no hay esfuerzo cuando descansan erguidos sobre sus patas estiradas, lo que facilitaría emplear solo una de ellas. Aunque debo decir que, exceptuando algunas referencias antiguas, no he encontrado literatura científica reciente que confirme esta hipótesis.

En cuanto a las razones, tradicionalmente se pensaba en una explicación que encajaría con nuestra propia experiencia de descansar a la pata coja: si de repente se tercia la huida, tener una pata fresca permitirá hacerlo con mayor rapidez. En 2009, dos investigadores de la Universidad de Saint Joseph en Filadelfia (EE. UU.) decidieron poner a prueba esta hipótesis, cronometrando los tiempos de respuesta de los flamencos cuando descansaban sobre una pata o sobre las dos. Y descubrieron que era más bien al revés de lo sugerido: los que se sostenían sobre ambas patas emprendían la huida con mayor rapidez. Hipótesis rebatida.

Por el contrario, los científicos sí encontraron indicios que respaldan la segunda de las principales teorías sobre la pata única: termorregulación. Es un dato contrastado que perdemos el calor corporal más rápidamente en contacto con el agua; algunas estimaciones hablan hasta de 25 veces más deprisa. O, dicho de otra manera y a grandes rasgos, con solo un 4% de nuestra superficie corporal sumergida en agua perderíamos tanto calor por esa parte como por el resto del cuerpo, a igualdad de temperaturas de aire y agua. En el caso de los flamencos, sus pies poseen una gran superficie, por lo que, al menos presumiblemente, tener solo uno de ellos en el agua podría ahorrar una buena parte de la pérdida de calor.

Un flamenco rojo descansando sobre una pata. Imagen de Dick Daniels / Creative Commons.

Un flamenco rojo descansando sobre una pata. Imagen de Dick Daniels / Creative Commons.

En su estudio, publicado en la revista Zoo Biology, los investigadores demostraron «una relación negativa entre la temperatura y el porcentaje de aves observadas descansando sobre una pata, de modo que el descanso sobre una pata se reduce al aumentar la temperatura». También comprobaron que «aunque los flamencos prefieren descansar sobre una pata que sobre dos sin importar la ubicación, el porcentaje de aves descansando sobre una pata es significativamente mayor entre las aves que están en el agua que en las que están en tierra».

Es decir, que sí parece haber una mayor tendencia al uso de una sola pata en el agua, sobre todo si está fría. Esto es algo que al menos permite contestar a las preguntas de los niños de manera que lo entiendan: cuando vamos a probar cómo está el agua, metemos solo un pie, no los dos. Y si está fresquita, no metemos el otro. En el caso de los flamencos, otras teorías aún no han sido probadas; por ejemplo, hay quien dice que el tener una pata plegada reduce el esfuerzo del corazón para traer la sangre de vuelta desde allí abajo. También se ha propuesto que la pata única ayudaría al camuflaje, sobre todo cuando las aves descansan con el cuello encogido y la cabeza oculta entre el plumaje, lo que les da el aspecto de un curioso arbusto rosa. Y no falta quien piensa que tal vez la razón está en que los flamencos duermen con medio cerebro y por tanto con una pata sí y otra no; esta habilidad de mantener la mitad del cerebro activa durante el sueño se ha demostrado en otros animales, como algunos cetáceos, leones marinos y ciertas aves.

En resumen, casos como el del flamenco, con toda su evidente intrascendencia, ilustran uno de los aspectos más bonitos de la ciencia: entender por qué la naturaleza hace las cosas que hace. Y poder explicárselo a nuestros hijos sin tener que buscarlo nerviosamente en el móvil a escondidas.

‘La metamorfosis’ de Kafka: no una cucaracha, sino un escarabajo (lo dijo Nabokov)

En otra época, de haber tenido que escoger esos famosos diez libros para llevar conmigo a una isla desierta, uno de ellos NO habría sido La metamorfosis de Kafka. No por falta de apreciación de esta novela, sino todo lo contrario, porque no habría sido preciso: hubo un tiempo en que lo leía con tanta asiduidad que casi llegué a aprenderme de memoria buena parte de sus párrafos; habría podido actuar como uno de esos hombres-libro de Bradbury en Fahrenheit 451, que habían memorizado grandes obras de la literatura y vivían ocultos en el bosque a la espera de un futuro más tolerante con la ficción. Pero los años castigan la memoria y disuelven los recuerdos, y hoy preferiría empacar uno de los ejemplares que tengo.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de 'La metamorfosis'.

Franz Kafka en 1917, dos años después de la publicación de ‘La metamorfosis’.

A La metamorfosis, de cuya publicación acaba de cumplirse el centenario, le sucede lo que a todas las obras inmortales: se ha escrito tanto sobre el significado y el simbolismo de su argumento y de sus personajes que cualquier estudioso interesado en comprenderlo no sabría a qué carta quedarse: si a la del antisemitismo furibundo del naciente siglo XX que comenzaba a despreciar a los judíos como algo escasamente más digno que las cucarachas, o a la de las complicadas relaciones familiares del autor, o a la de la crítica al sistema económico, o a la de la plasmación del existencialismo filosófico, o incluso a la de la psicopatología del propio autor, que ha recibido diferentes nombres como complejo edípico, psicosis o trastorno esquizoide. O a todas ellas. Y sin contar que, según un estudio, durante sus noches sin dormir dedicadas a la escritura, Kafka sufría de vívidas alucinaciones hipnagógicas, que recientemente comenté aquí y que sobrevienen en la transición de la vigilia al sueño.

Y todo ello, a pesar de que el autor escribió en sus Diarios: «Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura».

De hecho, la ventaja de La metamorfosis respecto a otras numerosas obras de temas similares, aquello que la eleva por encima de la masa y que ha cautivado a generaciones de lectores por motivos que tal vez ni siquiera ellos mismos aciertan a discernir, es que no es preciso conocer ninguna de las anteriores interpretaciones para disfrutar y abominar de la extraña y patética desventura de Gregor Samsa, que despertó una mañana de un sueño intranquilo para encontrarse sobre la cama transformado en un insecto monstruoso. Algo que difícilmente ganaría nunca el sueldo a un crítico literario es decir que la novela de Kafka puede leerse simplemente como una crónica angustiosa de puro terror psicológico, que en sus mimbres e intensidad recuerda a otras joyas sobre la criatura sola y atribulada como Soy leyenda de Richard Matheson (infinitamente superior al bodrio cinematográfico del mismo título), el Jekyll y Hyde de Stevenson o el Frankenstein de Shelley.

Pero La metamorfosis posee un rasgo peculiar que tampoco es terreno de la crítica literaria, y es que fueron el propio devenir de la historia y las traducciones e interpretaciones que se hicieron de ella los que han logrado grabar en la imaginación colectiva la noción de que Gregor Samsa despertó transformado en una cucaracha. El nombre de este insecto jamás aparece en la narración. De hecho, en el original en alemán Kafka abrió su novela afirmando que Samsa se había convertido en Ungeziefer, un sustantivo sin plural que en inglés tiene un equivalente aproximado, vermin. Este término, que etimológicamente hacía referencia a los animales impuros, se aplica colectivamente a las plagas o pestes; sí, bichos, pero también ratas, zorros o pájaros que asuelan los sembrados. Es más; tanto Ungeziefer como vermin se emplean también en sentido figurado para designar a la categoría de personas indeseables, algo que sí tiene términos adecuados en castellano: chusma, gentuza.

Pero no regresemos a las metáforas. Lo cierto es que la descripción posterior del narrador nos aclara que Samsa es un insecto; no quedan dudas de esto, aunque ningún pasaje de la novela entra en algo más específico, a excepción del momento en que la asistenta llama a Samsa «viejo escarabajo» y «escarabajo pelotero». Con todo, el contexto deja entender que se trata de apelativos destinados a quitar hierro a la incómoda situación, y tampoco puede desprenderse que la señora de la limpieza fuera una experta entomóloga.

Tal vez a estas alturas algún lector estará preguntándose qué demonios importa el insecto concreto en el que se transformó Samsa, dado que el propio Kafka no pretendió hacer de esto un sostén argumental. Correcto. Pero hubo alguien a quien sí le importó: Vladimir Nabokov. El autor de Lolita y Ada o el ardor era, además de gran literato, un entusiasta lepidopterólogo o experto en mariposas, una afición que llegó a ejercer como conservador de la colección de la Universidad de Harvard.

Primera página del ejemplar de 'La metamorfosis' de Kafka anotado por Nabokov.

Primera página del ejemplar de ‘La metamorfosis’ de Kafka anotado por Nabokov.

Fascinado por la obra de Kafka, el escritor ruso-estadounidense no solo analizó La metamorfosis desde el punto de vista entomológico, sino que llegó a dibujar bocetos del aspecto de Gregor Samsa tras su transformación siguiendo las pistas ofrecidas en la narración. En su ejemplar de La metamorfosis, en el que se permitió la licencia reservada a los inmortales de esparcir anotaciones corrigiendo su traducción inglesa, o al mismo Kafka, Nabokov esbozó un bicho que en su opinión representaba fielmente el tipo de insecto imaginado por Kafka.

El veredicto de Nabokov es tajante: nada de cucarachas. «Una cucaracha es un insecto de forma plana con patas grandes, y Gregor es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos lados, vientre y espalda, y sus patas son pequeñas», explicaba el autor en sus Lectures in Literature, un volumen doble que recoge las lecciones impartidas durante su etapa de profesor en las Universidades estadounidenses de Wellesley y Cornell. «Se aproxima a una cucaracha solo en un aspecto: su coloración es marrón. Eso es todo. Aparte de esto, tiene un tremendo abdomen convexo dividido en segmentos y una espalda redondeada y dura que sugiere estuches de alas», proseguía.

Para Nabokov, era indudable que se trataba de un escarabajo. Y los escarabajos pueden volar. «Curiosamente, Gregor el escarabajo nunca averiguó que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda. (Esta es una observación muy bonita de mi parte para que la atesoréis toda la vida. Algunos Gregors, algunos Fulanos y Menganas, no saben que tienen alas)». Nabokov aportó también la descripción sobre las fuertes mandíbulas de Gregor, que le permitían abrir la puerta cuando se erguía sobre su último par de patas. Y de este gesto, el autor deducía la longitud de Gregor Samsa: unos tres pies, o un metro.

Esta maravillosa lección impartida por Nabokov a finales de los años 40 en la Universidad de Cornell, en la que, naturalmente, también desgranaba los aspectos literarios de La metamorfosis y el universo kafkiano, fue recreada en un cortometraje para televisión rodado en 1989 por Peter Medak (director de Al final de la escalera), con Christopher Plummer interpretando soberbiamente al escritor y profesor. Una transcripción parcial de la conferencia puede encontrarse aquí.

El escorpión marino (euriptérido) 'Jaekelopterus rhenaniae', que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

El escorpión marino (euriptérido) ‘Jaekelopterus rhenaniae’, que vivió hace 390 millones de años. Imagen de Braddy et al, Biology Letters.

Pero para concluir este comentario en la línea abierta por Nabokov, y de paso ofrecer algo más de contenido biológico a este post, naturalmente el de Kafka es un escarabajo irreal, semihumano. No solo porque, como concluye la novela, al final Samsa resulta más humano que sus familiares, y estos más Ungeziefer que él. Ni porque Kafka nos relate que el ser abre y cierra los ojos o respira por sus orificios nasales, dos imposibles en los insectos. La profesora de biología Dona Bozzone, del St. Michael’s College, en Vermont (el estado más literario de la Unión), ya aclaró en un curioso artículo que ningún insecto puede alcanzar el tamaño de un perro. «Contrariamente a las imágenes de ciencia ficción de bichos de 50 pies, los cuerpos de los insectos deben ser pequeños», escribe Bozzone. «Si el cuerpo con su exoesqueleto se escalara al tamaño humano, sería tan pesado que incluso piernas y músculos del tamaño adecuado no podrían sostenerlo. Un insecto así no podría moverse». Además, la bióloga aclara que tanto el sistema respiratorio de los insectos –tráqueas en lugar de pulmones– como el circulatorio no sirven para grandes volúmenes corporales.

Con todo, existieron insectos prehistóricos gigantes, lo que algunos paleontólogos relacionan con el hecho de que en épocas antiguas la concentración de oxígeno de la atmósfera era mayor que hoy. En el Pérmico temprano, hace casi 300 millones de años, vivió en Norteamérica una libélula gigante llamada Meganeuropsis permiana que alcanzaba 70 centímetros de envergadura alar y más de 40 centímetros de longitud. Claro que este animal era un enano en comparación con el mayor artrópodo que jamás existió, el escorpión de mar Jaekelopterus rhenaniae, un euriptérido (grupo relacionado con los arácnidos actuales) que vivió hace 390 millones de años y que medía 2,5 metros.

¿Por qué las mujeres tienen orgasmos?

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Parecerá una pregunta ridícula a quien no sepa nada de biología; pero lo que se diría evidente desde el punto de vista social es todo un enigma para la ciencia. Si el propósito original para el que se inventó el sexo es la reproducción, ¿por qué la evolución, que no entiende de igualdades, ha dotado a las mujeres de un mecanismo innecesario para ese fin? Algunos expertos interpretan que el orgasmo femenino es un residuo evolutivo del masculino, como los pezones masculinos son un reflejo inútil de los femeninos. Pero otros investigadores, en cambio, sugieren que el orgasmo en las mujeres tiene sus propias funciones diferenciadas.

En realidad, ambas teorías no tendrían por qué ser mutuamente incompatibles, ya que un resto de la evolución podría conservarse si ofrece otras ventajas adicionales a su fin primario. Por ejemplo, pensemos en las muelas del juicio: ¿qué sentido tiene que hayamos conservado unas piezas dentales que nuestros antepasados acomodaban en mandíbulas más grandes, pero que en las nuestras tienen que abrirse paso a puñetazos? Una posibilidad es que, en los tiempos en que no existía la higiene dental y una persona podía perder gran parte de su dentadura a edades tempranas, las muelas del juicio podrían aportar de repente nuevas herramientas de repuesto para masticar. Otro ejemplo podrían ser los halterios o balancines de las moscas y mosquitos, residuos evolutivos de las alas posteriores de otros insectos que en los dípteros no sirven para volar, pero que en cambio ayudan a estabilizar y controlar la trayectoria.

En el caso de las funciones propias del orgasmo femenino, las teorías son variadas; algunas se apoyan en razones psicológicas, como la posibilidad de que aumente la disposición de la mujer a mantener nuevas relaciones, o que contribuya a fortalecer el vínculo con su pareja. Una hipótesis interesante propone que el orgasmo femenino podría ayudar a retener el esperma mediante un efecto de succión gracias a las contracciones musculares. Quienes proponen esta explicación apuntan que así aumentarían las posibilidades de concepción con los individuos masculinos más fuertes y sanos del grupo –aquellos que más excitarían la libido de las mujeres–, pero también podría ayudar a reducir la probabilidad de embarazo en caso de sexo no consentido, en los tiempos en que las violaciones formaban parte rutinaria del rito de triunfo de una tribu sobre otra.

En todo caso, se trata solo de hipótesis más o menos razonables, pero es un hecho que el orgasmo masculino y el femenino tienen características diferentes. El orgasmo es un campo activo de investigación que a veces ha requerido métodos de estudio poco convencionales, como cuando la periodista de ciencia Kayt Sukel, trabajando para la revista New Scientist, se prestó a masturbarse en el poco acogedor escenario de un escáner de resonancia magnética funcional para que los científicos pudieran estudiar la tormenta eléctrica que se desataba durante el orgasmo en 30 regiones de su cerebro.

En cuanto a las diferencias entre marcianos y venusianas, todos conocemos algunas: ellas tienen más facilidad para los orgasmos múltiples, mientras que la mayoría de nosotros (salvo excepciones) pasamos por el llamado período refractario, de duración variable según cada cual, antes de poder repetir. Otra diferencia es la duración del orgasmo; en los hombres es de entre 3 y 10 segundos, mientras que las mujeres tienen más suerte, con una media de casi 20 segundos. Y algo seguramente desconocido para casi todos es que las respuestas cerebrales son similares en cuanto a la inactivación de las áreas relacionadas con el autocontrol y el raciocinio, pero con ciertas particularidades: en los hombres se apacigua la agresividad, mientras que las mujeres sufren una especie de apagón emocional acompañado de un encendido de ciertas regiones del cerebro relacionadas con el dolor y con la reacción de lucha o huida. Tal vez debido a todo esto, se suele asumir que el orgasmo es más intenso en las mujeres.

Pero pese a todo lo anterior, el orgasmo femenino aún tiene mucho de ese «continente oscuro» al que se refería Freud. ¿Existe o no el punto G? ¿Existe o no el orgasmo vaginal? ¿Existe o no la eyaculación femenina? En cuanto a lo primero, y aunque revistas como el Cosmopolitan hayan encontrado un filón en su búsqueda, los expertos se inclinan hacia la conclusión de que el famoso punto acuñado por el doctor Gräfenberg es solo un mito. Pero con matices: el endocrinólogo y sexólogo Emmanuele Jannini, de la Universidad Tor Vergata de Roma, ha definido algo llamado complejo clitouretrovaginal, un tótum revolútum que, «cuando se estimula adecuadamente durante la penetración, podría inducir respuestas orgásmicas», escribían Jannini y sus colaboradores el pasado agosto en la revista Nature Reviews Urology. El médico italiano ya fue pasto de los medios en 2008, cuando publicó un estudio en el que concluía que las mujeres capaces de tener orgasmos vaginales presentaban un engrosamiento de la pared anterior entre la vagina y la uretra.

La penúltima palabra sobre el oscuro continente la pronunciaron el pasado octubre los sexólogos Vincenzo y Giulia Puppo, curiosamente padre e hija, trabajando respectivamente en el Centro Italiano de Sexología de Bolonia y en el Departamento de Biología de la Universidad de Florencia. En una revisión publicada en la revista Clinical Anatomy, los Puppo pulverizaron el complejo clitouretrovaginal propuesto por Jannini, definiendo en su lugar un conjunto de órganos eréctiles en la mujer al que designan colectivamente con un nombre que tal vez habría encantado a Freud, pero seguramente no a las activistas de Femen: el pene femenino. «En todas las mujeres, el orgasmo es siempre posible si los órganos eréctiles femeninos, es decir, el pene femenino, son estimulados de forma eficaz durante la masturbación, el cunnilingus, la masturbación por la pareja, o durante la relación vaginal o anal si el clítoris es simplemente estimulado con un dedo», escribían los Puppo.

Padre e hija dedican su artículo a aclarar términos sobre la sexualidad femenina y desterrar lo que, según ellos, son inexactitudes o errores. No existe un orgasmo vaginal, dicen, sino simplemente un orgasmo femenino causado siempre por el conjunto de esos órganos que definen como el pene de la mujer. Tampoco tiene base científica hablar de eyaculación femenina, aseguran. Y sin embargo, otro estudio ha venido recientemente a quitarles la razón en esta afirmación. En enero de este año, un equipo de investigadores franceses dirigido por el ginecólogo Samuel Salama ha estudiado a siete mujeres que decían eyacular grandes cantidades de líquido durante el orgasmo. Mediante ecografías y análisis químicos de las muestras, los científicos han determinado que existen dos clases de eyaculados en la mujer.

Según publicaban en la revista The Journal of Sexual Medicine, lo que propiamente puede llamarse eyaculación femenina es un líquido lechoso que se expulsa en pequeña cantidad y que procede de las glándulas de Skene, un órgano que algunos expertos equiparan a la próstata de los hombres. Por el contrario, en los casos en que el líquido sale en cantidades como para llenar un vaso, lo que popularmente se conoce como squirting, se trata simplemente de orina: «El squirting es esencialmente la emisión involuntaria de orina durante la actividad sexual, aunque a menudo existe una contribución marginal de secreciones prostáticas en el fluido emitido», escribían los investigadores. Lo curioso del caso es que las mujeres habían vaciado su vejiga antes de la estimulación, pero en el momento anterior al orgasmo se había rellenado por completo. De hecho, el objetivo de Salama es estudiar si los riñones funcionan más deprisa durante la excitación sexual, lo que explicaría la visita al baño después del sexo.

Con todo esto, quizá alguien haya notado ya que son mayoritariamente hombres los investigadores que se dedican en cuerpo y alma a estudiar la sexualidad femenina. Y como decía aquel viejo chiste, un ginecólogo varón es como un mecánico de automóviles que nunca ha tenido un coche. Tal vez sea cierto. Pero también que al menos algunos hombres hacen el esfuerzo de tratar de entender cómo funcionan las mujeres. Y puede que todos y todas nos beneficiemos de ello.

Para ilustrar, he aquí un vídeo perteneciente al proyecto de videoarte Literatura Histérica del fotógrafo y director Clayton Cubitt, que desde el pasado 24 de enero se exhibe en la exposición Bibliothecaphilia del Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts (MASS MoCA).

Pasen y vean cómo un pulpo se ‘materializa’ de la nada

Los pulpos son animales sorprendentes en muchos aspectos. Son posiblemente los invertebrados más inteligentes que existen, superando en capacidades cognitivas a muchos vertebrados. Utilizan herramientas para defenderse y sus ojos son extremadamente sofisticados, muy similares a los nuestros. Siendo animales blandos sin aparente protección contra los predadores, cuentan sin embargo con sistemas muy elaborados como la expulsión de tinta y, sobre todo, el camuflaje.

Podríamos decir que los cefalópodos inventaron el sistema de tinta electrónica antes de que lo hiciéramos los humanos, porque el funcionamiento de un soporte de ebooks y el sistema de mimetización del pulpo tienen bastante en común; en ambos casos se trata de un pigmento que aflora a la superficie y se vuelve visible. En el caso de los cefalópodos, el ingrediente coloreado reside en células especializadas llamadas cromatóforos, que se expanden gracias a un sistema de control formado por nervios y músculos y que pueden conferir al animal una amplia gama de tonalidades. Estos animales pueden cambiar no solo el color de su piel, sino también la textura, controlando el tamaño de unas proyecciones de su piel llamadas papilas.

En el caso de los pulpos y de otros animales que pueden camuflarse activamente en su entorno, parece relativamente sencillo explicar cómo funciona el mecanismo fisiológico que les permite cambiar de color y de aspecto. Pero lo que resulta verdaderamente asombroso, por lo poco intuitivo que parece para nosotros, es cómo el pulpo sabe interpretar los colores y las texturas del paisaje que le rodea para manipular ese mecanismo con la suficiente finura y precisión como para que su presencia pase inadvertida. Esta capacidad cognitiva es realmente algo muy lejos de nuestro alcance e incluso de nuestra comprensión.

Para ilustrar el fenómeno, traigo aquí un vídeo filmado por el submarinista Jonathan Gordon en el Caribe. Según escribe Gordon en su canal de YouTube, «este tipo me cogió completamente por sorpresa […] Me sumergí para observar la concha que podéis ver justo debajo de donde el pulpo aparece y, a medida que me acerqué, el pulpo salió de su escondite. Literalmente no tenía ni idea de que estaba allí hasta que estuve a un metro de distancia».

Adivinanza: Fast food o dieta sana, ¿con cuál comemos más microbios?

Una dieta sana con frutas, verduras y lácteos aporta más microbios. Imagen de Jasper Greek Golangco / Wikipedia.

Una dieta sana con frutas, verduras y lácteos aporta más microbios. Imagen de Jasper Greek Golangco / Wikipedia.

Evidentemente, con la dieta sana; de otro modo, la adivinanza no tendría ninguna gracia.

Hace un par de meses, los medios populares se hacían eco de un estudio publicado en la revista Microbiome que estimaba en 80 millones la cantidad de bacterias que se mudan de boca durante un beso de los que no se dan a cualquiera, como decía la canción. Los medios en los que escuché comentarios a la noticia casi siempre citaban la cifra con humilde perplejidad, pero oí a un petulante tertuliano poner en duda el orden de magnitud del dato.

Casos como este último demuestran que muchos no tienen una conciencia clara sobre cuál es exactamente su relación con el mundo microbiano. Prueba de ello es el triunfo de los productos antibacterianos, que son completamente superfluos en el ámbito normal de un hogar donde no vive ninguna persona con enfermedades infectocontagiosas graves.

Es más, incluso pueden ser perjudiciales: tiempo atrás conté aquí un estudio según el cual los geles antisépticos para las manos, esos que se han popularizado tanto en los últimos años y que suelen encontrarse desperdigados por las oficinas, pueden multiplicar por 100 la absorción dérmica de contaminantes insolubles en agua que merodean en nuestro entorno y normalmente no penetran en nuestra piel, como el famoso bisfenol A (BPA). Además, los productos antimicrobianos ofrecen una falsa sensación de asepsia: una investigación que comenté recientemente en otro medio descubría que es imposible erradicar las apabullantes comunidades bacterianas fecales y vaginales de los baños, por mucha lejía que se eche.

Poniéndonos en las cifras, conviene saber que somos más microbio de lo que somos nosotros mismos: en nuestro cuerpo hay diez veces más bacterias que células humanas. Somos comunidades de microbios paseando a un humano. Estos microorganismos colonizan todas nuestras superficies, tanto las externas (piel) como las internas (mucosas y tubo digestivo). Mientras no invadan el interior de los tejidos o la red sanguínea, todo correcto. De hecho, correcto y necesario: muchos expertos piensan que el aumento meteórico de las alergias alimentarias y los casos de asma en los niños (nota para padres y madres: en efecto, no es una simple impresión subjetiva; en EE. UU., un 18% de aumento de 1997 a 2007; en Francia, el doble en 1982 que en 1968) se debe a lo que llaman la hipótesis de la higiene: mantener a los bebés en una pretendida burbuja de esterilidad impide el correcto desarrollo de su sistema inmunitario y la adquisición de inmunotolerancia frente a antígenos inocuos, como los presentes en el cacahuete, el huevo, la leche o el chocolate. Y no solo está en juego el conocido papel beneficioso de la flora intestinal; el hecho de que nuestra piel esté saturada de microorganismos, generalmente simples inquilinos que caen por allí, impide que los malos se hagan fuertes para conquistar nuestro territorio.

Así pues, no tiene nada de malo que una dieta más sana nos aporte más microbios; es natural, dado que incluye productos fermentados no cocinados como el yogur o el queso fresco. De lo que sí debemos congratularnos es de que la dieta de fast food, que en el caso que vengo a contar procede sobre todo de aquellos dos hermanos de origen irlandés y de apellido McDonald, esté relativamente limpia de microbios, ya que de haberlos serían posteriores a la cocción y por tanto más bien debidos a la manipulación.

El origen de estas conclusiones es un estudio elaborado por tres investigadores de la Universidad de California en Davis (EE. UU.) y publicado recientemente en la revista digital PeerJ. Los científicos, dirigidos por la bióloga nutricionista Angela Zivkovic, se hicieron la siguiente pregunta: ¿cuántos (y cuáles) microbios comemos al día en una dieta estándar? Para averiguarlo, en primer lugar debían definir qué era una dieta estándar; pero este no es un concepto uniforme, por lo que establecieron tres perfiles diferentes igualados en contenido calórico.

La dieta americana del estudio incluía una hamburguesa Big Mac, patatas fritas y Coca-Cola. Imagen de Kici / Wikipedia.

La dieta americana del estudio incluía una hamburguesa Big Mac, patatas fritas y Coca-Cola. Imagen de Kici / Wikipedia.

Tratándose del imperio de la hamburguesa, la primera de las opciones no podía ser otra que lo que llaman dieta estadounidense media: desayuno en Starbucks, almuerzo en McDonald’s, merienda de Oreo y cena a base de lasaña precocinada. El segundo patrón es el recomendado por el Departamento de Agricultura de aquel país (USDA), algo más parecido a lo que aquí conocemos como dieta mediterránea: fruta, verdura, carne magra, lácteos y cereales integrales. Por último, la tercera propuesta es una dieta vegana.

El diseño experimental no puede ser más sencillo: los autores compraron o cocinaron los alimentos, homogeneizaron cada comida de cada dieta por separado en una batidora y después examinaron sus poblaciones microbianas, tanto mediante cultivo directo como por PCR y secuenciación de ADN (confío en que después del ébola ya puedo escribir «PCR» sin tener que explicarlo… ¿no?).

Y aquí, los resultados. Como ya he destripado en la primera línea, la dieta recomendada por el USDA es, con gran diferencia, la que contiene más microbios, un total de 1.300 millones. La distancia con las otras dos dietas es abismal, de tres órdenes de magnitud: la vegana alberga 6 millones de microbios y la de fast food solo 1,4 millones. En cuanto a las especies presentes, los investigadores no encuentran diferencias significativas entre las tres dietas, con las mayores cantidades de levaduras y hongos en la recomendada por el USDA, algo también previsible. Las bacterias más abundantes pertenecen a los grupos de los estreptococos, bacilos, estafilococos, lactobacilos y termófilos, con alguna otra familia destacada en ciertos casos, pero sin nada importante que reseñar.

Lógicamente, los autores reconocen que este es un estudio aislado restringido a tres menús concretos que podrían variar ampliamente y, con ello, los resultados se modificarían. Lo más importante, señalan los científicos, es que más trabajos como este podrían ayudar a conocer mejor el origen de nuestra flora bacteriana y desvelar cómo influye la población microbiana de lo que comemos en nuestro microbioma. Es decir, ¿cuánto de lo comemos sirve como alimento para nuestros habitantes ya presentes, y cuánto nos aporta nuevos inmigrantes microscópicos? Nuestra vida interior continúa siendo parte de ese misterio del hombre del que hablaba Dostoyevski.

¿Puede una serpiente envenenarse a sí misma?

¿Alguna vez se ha preguntado si una serpiente puede morir por su propia mordedura? Incluso si su respuesta es no, es posible que un día llegue a encontrarse asaltado por esta pregunta de boca de sus hijos, presentes o futuros.

Tal vez muchos alegarían que la pregunta es tan absurda que es indigna de ser respondida, lo cual no deja de ser una manera digna de camuflar la propia ignorancia. Los niños, en cambio, que no temen al ridículo, preguntarían algo así de una forma tan natural como lo hacen siempre que plantean este tipo de cuestiones sencillas que dejan a los mayores rebuscando nerviosamente entre sus papeles cual dirigente política interrogada sobre la indemnización de un tesorero corrupto: por qué el cielo es azul, por qué las nubes no se caen, por qué la Luna brilla si es solo un pedazo de roca y las rocas no brillan, o por qué el agua del mar es salada y la de los lagos es dulce. A ver, ¿por qué?

Volviendo a las serpientes, ¿es una pregunta estúpida o no? ¿La respuesta es obvia o no? Las serpientes producen el veneno; por tanto, este ya está dentro de ellas y, sin embargo, no les afecta. Por tanto, la respuesta es no. Pero el veneno de las serpientes que a nosotros sí nos hace daño afecta a mecanismos celulares y rutas metabólicas que están presentes en las serpientes exactamente igual que en nosotros. Por tanto, la respuesta es sí. ¿Cuál demonios es la respuesta buena?

Pueden sentirse aliviados: no es una pregunta estúpida. De hecho, nadie parece tener una respuesta definitiva y universal que se resuma en un sí o un no. Después de hacer una pequeña búsqueda en internet y visitar algunos foros de herpetólogos, llego a la conclusión de que este es un tema de debate incluso para los expertos. Lo cierto es que las serpientes que llevan el apellido «real» se alimentan de otros ofidios venenosos de su región sin sufrir daño, indicando que poseen algún tipo de inmunidad (y/o que el aparato digestivo neutraliza el veneno lo suficiente como para que ningún componente nocivo llegue al torrente sanguíneo). Existe algún caso publicado en internet de mordiscos autoinfligidos con consecuencias graves pero no mortales, lo que sugiere un efecto menos nocivo para el propio poseedor del veneno de lo que sería normal en un animal de su tamaño y peso.

Los investigadores británicos John Mulley y Richard Johnston han emprendido un rastreo exhaustivo de la literatura científica, llegando a la misma conclusión: «Los ejemplos probados de autoenvenenamiento por serpientes venenosas, y especialmente los casos de muerte como resultado de estos eventos, son extremadamente raros, si no inexistentes». «La investigación de la literatura disponible no ha podido identificar ningún ejemplo definitivo de autoenvenenamiento por una serpiente venenosa, aunque tales relatos son prevalentes en internet, donde en apariencia es raro que causen la muerte o daños a largo plazo», añaden los científicos.

El embrión de víbora egipcia que murió en su huevo, con las mandíbulas cerradas sobre su propio cuerpo. Imagen de Mulley y Johnston.

El embrión de víbora egipcia que murió en su huevo, con las mandíbulas cerradas sobre su propio cuerpo. Imagen de Mulley y Johnston.

El motivo por el que Mulley y Johnston están especialmente interesados en este fenómeno es porque ellos se han topado con un posible caso. Los investigadores estaban criando ejemplares de la víbora egipcia Echis pyramidum, una serpiente venenosa que no alcanza el metro de longitud y que habita en el noreste de África y la península de Arabia. Este pasado verano, Mulley y Johnston tenían una puesta de 13 huevos, de los cuales uno no llegó a eclosionar. Al abrir este huevo, los científicos encontraron una serpiente «muerta, casi totalmente desarrollada, con algo de yema sin absorber», y observaron que curiosamente su mandíbula parecía morder la cola, como en las clásicas pescadillas. Para comprobar si los colmillos horadaban la cavidad corporal, recurrieron a la microtomografía de rayos X, una técnica que permite examinar el ejemplar en alta resolución sin alterar su postura.

El examen reveló a los científicos que los colmillos de la víbora se hallaban replegados en su paladar, y no hincados en su propia carne. «Sin embargo, es posible que se produjera un mordisco y un envenenamiento seguidos por una retirada de los colmillos, donde la causa de la muerte podría ser el resultado del veneno o del trauma físico asociado con el mordisco, especialmente si uno o ambos colmillos se clavaron en algún órgano vital». «Como alternativa, es posible que este animal se ahogara dentro de su huevo después de haberse mordido a sí mismo sin consecuencias fatales y no haya podido o querido liberarse», escriben Mulley y Johnston en un estudio aún no publicado y disponible como prepublicación en la revista online PeerJ.

Tomografía de rayos X de la víbora. Los colmillos (en rojo) están replegados. Imagen de Mulley y Johnston.

Tomografía de rayos X de la víbora. Los colmillos (en rojo) están replegados. Imagen de Mulley y Johnston.

Así pues, los investigadores no pueden establecer de forma definitiva si se encuentran ante un caso de autoenvenenamiento, por lo que aún seguiremos sin dar una respuesta definitiva a la pregunta. En el siglo pasado hice una tesis doctoral en inmunología. Uno de los aspectos más fascinantes de esta ciencia es la capacidad del sistema inmunitario para diferenciar lo propio de lo no propio. Este mecanismo es el responsable de que podamos responder a una infección, pero también de que nuestro organismo no resulte destruido por el ataque de nuestras propias defensas. El sistema es increíblemente eficaz, pero en ocasiones no es perfecto: algunos microorganismos superan nuestra capacidad de respuesta y nos matan, como en el caso del ébola o la viruela. Y otras veces nuestra inmunidad organiza una reacción innecesaria y excesiva contra agentes inofensivos, como ocurre en las alergias o en las enfermedades autoinmunes.

Es posible, y razonable, que el sistema inmunitario de las serpientes produzca anticuerpos contra su propio veneno. Aunque este se fabrica en glándulas especializadas y no circula por la sangre –el lugar donde se produce la exposición que dispara la respuesta de anticuerpos–, parece que en el suero de estos reptiles se han encontrado anticuerpos contra sus propias toxinas. Esto revela que existe una cierta exposición a su propio veneno, pero también que tal vez esta autoinmunidad les puede servir como protección de urgencia si ocurre un accidente sin que esos anticuerpos bloqueen la acción del veneno, ya que no pueden acceder a las glándulas. Si así es como funciona, el sistema es extremadamente sofisticado; una maravilla evolutiva.

La capacidad del veneno de las serpientes de provocar una respuesta de anticuerpos está sobradamente demostrada. De hecho, es lo que se utiliza para producir los antídotos. El mecanismo es el mismo de las vacunas, pero se utilizan animales tales como caballos, cabras u ovejas, o en algunos casos incluso especies más exóticas como tiburones. Se les inyecta una pequeña cantidad de veneno muy diluido que no les provoca ningún daño, pero que les hace desarrollar un suero hiperinmune contra la toxina. Después se les extrae el suero –una vez más sin dañar al animal–, se purifican los anticuerpos y se preparan como fármaco apto para administración terapéutica en humanos. El proceso es largo, complicado y peligroso, porque requiere ordeñar las serpientes a mano.

¿Cómo logran los buitres no morir de indigestión?

El hedor más profundo e intenso que he tenido el nauseabundo privilegio de conocer llegó a mis fosas nasales en el límite suroeste de la reserva kenyana de Masai Mara. Allí el río Mara abandona Kenya para internarse en Tanzania a través de la frontera con el vecino Serengeti. La carretera corre paralela a la linde y salva el cauce por un puente que en alguna ocasión ha cedido a la fuerza de las riadas. En aquel tramo las orillas son bajas y llanas, formando remansos al abrigo de grandes rocas. En época de grandes crecidas, cuando las lluvias vienen copiosas, muchos ñus mueren río arriba tratando de vadear el furioso caudal durante la migración, y la corriente arrastra los cadáveres hasta la zona del puente, donde quedan enganchados en las trampas rocosas. Cuando por fin las aguas se retiran, el espectáculo es tan devastador como hediondo.

Buitres y marabús se alimentan de cadáveres de ñus en la orilla del río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Buitres y marabús se alimentan de cadáveres de ñus en la orilla del río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Pero lo que para nosotros es una pestilencia ante la que cuesta contener el vómito, para los buitres es un festín de manjares. En la ocasión a la que me refiero estas aves se congregaron allí a cientos, de todas las especies de la región y acompañadas de los marabús, que nunca faltan cuando se trata de carroña. Las aves devoraban con pasión aquellos despojos supurantes, amoratados e hinchados por el agua. Aunque existen otros animales carroñeros, los buitres destacan por su capacidad de alimentarse exclusivamente de carne en avanzado estado de descomposición, algo que resulta increíble para nosotros los humanos, a quienes una simple conserva en mal estado puede llevarnos a la tumba.

La alimentación de los buitres puede tornarse aún más escabrosa: todo el que haya observado a estas aves comiendo habrá comprobado con qué fruición sumergen sus cuellos pelados en lo más profundo de las vísceras de sus almuerzos; pero ante un cadáver intacto cuya gruesa piel no puede atravesar con el pico, el buitre no duda en introducir la cabeza por el orificio natural que conduce directamente a los intestinos, lo que añade al plato principal una guarnición de materia fecal a la que el animal no hace el menor asco. Y sin embargo, pese a esta redefinición radical de lo que es una dieta poco saludable, los buitres disfrutan a gusto de sus comilonas y de sus plácidas vidas sin necesitar un mal antiácido. ¿Cómo lo hacen?

Esta fue la pregunta que se hizo un equipo de científicos de Dinamarca y EE. UU. Para responderla, los investigadores estudiaron las comunidades microbianas presentes en la cara y en el intestino de 50 ejemplares de buitres pertenecientes a las dos especies más comunes en América, el zopilote (Coragyps atratus) y el aura gallipavo (Cathartes aura). Al secuenciar el ADN de estas muestras, los científicos descubrieron que la piel de la cara contenía ADN de 528 tipos de microorganismos, mientras que en el intestino solo se encontraron 76. Resulta inquietante que en uno de los buitres se detectara ADN humano tanto en su cara como en su intestino, aunque los investigadores lo achacan a una contaminación en el laboratorio o bien al contacto con aguas fecales.

Llama la atención la escasa variedad de bacterias en el intestino del buitre. Los investigadores sugieren que el tubo digestivo de estas aves es muy selectivo con los microbios a los que deja pasar, eliminando los demás en el paso por los ácidos gástricos. Sin embargo, lo más chocante es que las especies dominantes en las tripas de los buitres matarían a la mayoría de los animales, como los clostridios –que incluyen especies causantes de enfermedades como el tétanos, el botulismo o la gangrena– y las fusobacterias –descomponedoras que producen necrosis y septicemias–. Los científicos apuntan que estos grupos se han detectado previamente en el tubo digestivo de los caimanes, pero no de otros carroñeros como las hienas.

En el centro de la imagen, un buitre dorsiblanco africano hunde su cabeza en las entrañas de un cadáver de ñu en el río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

En el centro de la imagen, un buitre dorsiblanco africano hunde su cabeza en las entrañas de un cadáver de ñu en el río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Según el primer autor del estudio publicado en Nature Communications, Michael Roggenbuck, de la Universidad de Copenhague, los resultados «muestran que los buitres se han adaptado fuertemente para manejar las bacterias tóxicas que digieren». «Por un lado, los buitres han desarrollado un sistema digestivo extremadamente resistente, que simplemente destruye la mayoría de las bacterias peligrosas que ingieren», añade Roggenbuck. «Por otro lado, los buitres también parecen haber desarrollado una tolerancia hacia algunas de las bacterias letales; especies que matarían a otros animales parecen prosperar activamente en el intestino grueso del buitre».

De hecho, los investigadores piensan que posiblemente estas bacterias agresivas ayudan a degradar el alimento para proporcionar nutrientes a sus hospedadores. Hasta tal punto pueden estas especies ser beneficiosas para los buitres que otro coautor del estudio, Gary Graves, alega: «No es excesivo suponer que la relación entre las aves y sus microbios ha sido tan importante en su evolución como el desarrollo del vuelo y el canto».

Además de todo lo anterior, de los resultados del estudio se deriva un consejo interesante: si en alguna ocasión se encuentra en un tête à tête con un buitre, no se le ocurra acariciarle la cara.

Indignación sobre el estado de la diabetes

Soy partidario de que las noticias sobre avances médicos se manejen con una precaución extrema. Cuando se trata de otras materias, como la física, poco importa si todos los medios del mundo cacarean que se ha descubierto el primer llanto del nacimiento del universo, aunque luego el globo se pinche y el hallazgo quede en simple polvo. Pero quien ha trabajado en la sección de ciencia o salud de un periódico sabe que una noticia sobre un avance radical en el tratamiento de una enfermedad hoy incurable, cuando el titular exagera los términos, puede suscitar una llamada de teléfono de alguien que pregunta a dónde puede acudir mañana a primera hora para que curen a su hijo o hija. Y no hay nada más desolador que explicar a esta persona que, en realidad, si se sortean mil obstáculos, se solventan otros tantos bretes técnicos y todo funciona a la perfección cumpliendo la más optimista de las previsiones, es posible que la cura esté disponible dentro de varios años.

Rectifico; sí hay algo más desolador: la frustración de quien llama. Porque en muchos casos, su hijo o hija no vivirá varios años.

Portada del diario británico The Times del viernes 10 de octubre de 2014.

Portada del diario británico The Times del viernes 10 de octubre de 2014.

Es por eso que me ha indignado profundamente la portada que hoy viernes 10 de octubre publica el diario británico The Times y que, según me cuenta una querida amiga y compañera, está corriendo por las redes sociales como una peligrosa infección entre personas que padecen o tienen cerca a alguien que padece diabetes. La portada en cuestión, ya lo ven en la imagen, dice «Diabetes: a cure at last«, o «Diabetes: al fin una cura». Para mayor escarnio, el gran titular aparece bajo una foto de tres personas felices como si hubieran sido curadas de la enfermedad, cuando en realidad la imagen corresponde a una noticia política y muestra a una votante haciéndose un selfie junto a dos candidatos del partido de la derecha populista británica UKIP.

No. Desgraciadamente no hay una cura para la diabetes, lo diga el Times o el Don Miki. Hay, no cabe duda, un importante logro técnico (más abajo explicaré esta definición) que, si se sortean mil obstáculos, se solventan otros tantos bretes técnicos y todo funciona a la perfección cumpliendo la más optimista de las previsiones, es posible que ofrezca una cura dentro de varios años.

Estamos de acuerdo; incluso algo es mejor que nada. La buena noticia es que este algo no es el único algo. Pero la mala es que otros algos similares finalmente han quedado en grandes nadas.

Ahí va la historia: Douglas Melton tiene 61 años, un hijo con diabetes desde que era un bebé, y una hija con la misma enfermedad desde los 14 años. Ambos son ahora veinteañeros. Pero a diferencia de otros padres con hijos enfermos, Melton tiene algo más: un doctorado en biología molecular, una cátedra en la Universidad de Harvard y, lo que es más importante, un laboratorio de investigación en el Instituto Médico Howard Hugues, uno de los mejores del mundo. Melton tiene una misión en la vida, encontrar una cura para la dolencia de sus hijos. Y para un científico, no hay estímulo más poderoso que este.

Melton lleva un par de décadas dedicado a investigar la diabetes, y en los últimos años sus estudios se han centrado en las células madre. Por recordar someramente los conceptos básicos, estas células son como discos vírgenes que posteriormente se convertirán en álbumes de Metallica, Camela o Chayanne. En el caso de las células, en músculo, cerebro, hígado o lo que sea. Supongamos que, además de fabricar discos vírgenes, otra manera de obtener estos fuera borrar discos de Chayanne o Camela y devolverlos a su estado sin pecado original para grabarlos de nuevo con, por ejemplo, U2. Aplicado a la biología, estos discos revirgados se llaman células madre pluripotentes inducidas, o iPS por sus siglas en inglés. En cuanto a los discos vírgenes recién salidos de fábrica, se llaman células madre embrionarias, o ES. Las células iPS no son tan perfectamente vírgenes como las ES, y siempre es posible que entre tema y tema de U2 se escuche un gorgorito de Chayanne. Pero las ES, al extraerse de falsos embriones específicamente construidos para ese fin, cuentan con impedimentos legales en ciertos países, por lo que la investigación en los últimos años se ha inclinado hacia el uso de las iPS, que pueden obtenerse, por ejemplo, de la piel.

La investigación con células madre trata de crear tipos celulares que fallan en pacientes de ciertas enfermedades, con el fin de trasplantárselas y compensar así su defecto. En el caso de la diabetes tipo 1, el sistema inmunitario del paciente destruye sus células beta pancreáticas (ignoro cómo colocar la letra griega en este texto), las responsables de producir insulina para regular el nivel de glucosa en el organismo. Esto no ocurre en la diabetes de tipo 2, que suele surgir por causas ligadas a la obesidad y una dieta inadecuada. Varios equipos de investigación han intentado producir células beta a partir de células madre, pero siempre surge alguno de esos bretes u obstáculos técnicos.

Por fin, después de años de pruebas y errores, Melton y sus colaboradores han logrado generar células beta a partir de células madre humanas, trasplantarlas en ratones y que produzcan insulina, todo ello con un protocolo que funciona tanto con células ES como iPS. Los resultados se han publicado esta semana en la revista Cell. El propio Melton, con la humildad que caracteriza a los buenos científicos, se ha apresurado a precisar que lo suyo no es un descubrimiento, sino biología del desarrollo aplicada. No es falsa modestia; en efecto, lo que Melton ha logrado es una mejora técnica de los protocolos. El suyo funciona y es reproducible, pero para ello ha sido necesario introducir tal complejidad que su uso general y estandarizado parece muy lejano: la preparación de las células requiere cinco medios de cultivo diferentes, 11 factores moleculares y un proceso de 35 días perfectamente pautado y cronometrado, lo que supone un coste elevadísimo.

Imagen al microscopio de células beta pancreáticas humanas que han formado una isleta tras su trasplante a un ratón y están produciendo insulina. Foto de Douglas Melton.

Imagen al microscopio de células beta pancreáticas humanas que han formado una isleta tras su trasplante a un ratón y están produciendo insulina. Foto de Douglas Melton.

Pero sobre todo resta un colosal obstáculo por delante: el rechazo inmunitario; el mismo con el que se topan todos los trasplantes, incluidos los de células beta de donantes que llevan años realizándose con el llamado protocolo Edmonton. El caso de los diabéticos de tipo 1 es aún más complejo, ya que su organismo no solo rechaza los tejidos ajenos, sino también las células beta propias, incluyendo las generadas a partir de sus células madre. Los experimentos de Melton se han llevado a cabo en ratones inmunodeficientes, habitualmente utilizados como modelo animal para experimentos con células humanas. Pero traspasar el método a los pacientes requeriría inmunosupresión. Para evitarlo, Melton ensaya un ingenioso procedimiento que ya se ha aplicado en otros experimentos: encapsular las células en una especie de huevos porosos que dejan pasar la glucosa (hacia dentro) y la insulina (hacia fuera), pero que protegen el implante del ataque del sistema inmunitario.

De hecho, y dado que los ensayos en humanos del protocolo de Melton no comenzarán hasta dentro de dos o tres años, otros intentos están ahora más cerca de ese soñado horizonte terapéutico. En septiembre, la Universidad de California en San Diego y la empresa ViaCyte han lanzado el primer ensayo clínico para tratar la diabetes con células madre. En este caso se trata de trasplantar a los enfermos precursores inmaduros de células beta que completan su ciclo y adquieren su funcionalidad varias semanas después del injerto.

Conviene subrayar que el experimento de Melton no es ni mucho menos el primero que consigue curar la diabetes en ratones o ratas, aunque en ocasiones anteriores el Times no haya dado la enfermedad por eliminada. Esto se ha logrado por varios métodos, algunos farmacológicos, otros empleando células madre (en algunos casos actuando no sobre las células beta, sino sobre el sistema inmunitario para bloquear su ataque) o incluso mediante terapia génica, que trata de restaurar la producción de insulina introduciendo el gen responsable de fabricarla. Algunos de estos intentos progresan hacia los humanos y otros fracasan en el salto de especie, pero lo cierto es que el asedio a la enfermedad sigue en marcha. El último abordaje simple y a la vez ingenioso se ha publicado también esta semana: un equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts ha inventado una cápsula cuya envoltura externa se disuelve en el estómago, poniendo al descubierto una serie de microagujas que inyectan lentamente la insulina sin causar dolor ni daño en los tejidos. Los ensayos con cerdos han revelado que el sistema regula la glucosa en sangre de forma más eficaz que las inyecciones. No es una cura, pero al menos lograría que el paciente dejara de inyectarse y tuviera que someterse tan solo al seguimiento periódico.