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¿Siguen los pájaros caminos azules en el cielo?

Hubo hace unos años una película titulada The core (El núcleo) que contaba cómo la vida en la Tierra sufría riesgo de extinción inminente debido a que el campo magnético terrestre desaparecía a causa de una parada en seco del núcleo líquido del planeta, por lo que un equipo de científicos se encargaba de pilotar una nave construida con un material indestructible y descender hasta el centro de la Tierra para detonar allí una bomba nuclear y restaurar así la rotación del núcleo y el campo magnético, salvando a la humanidad y a todas las criaturas vivas de morir horriblemente carbonizadas por la radiación solar.

He escrito el párrafo anterior de un tirón en una sola frase con el propósito deliberado de eludir la tentación de detenerme a hincarle el diente a tan jugosa propuesta argumental. En su día, con ocasión del estreno de la película, ya circularon suficientes comentarios sobre la presunta ciencia de The core, tan de «venga ya» que incluso en su momento se informó de ciertas protestas de científicos y personajes públicos pidiendo más respeto a las leyes de la ciencia en el cine. A lo que vengo es a uno de los efectos que en la película se asociaban a la anulación del campo magnético terrestre: los pájaros se esmendrellaban contra cualquier obstáculo en su camino por efecto de haber perdido la brújula interna que les sirve de guía.

Dejando aparte el hecho de que los pájaros de la película, además de ser incompetentes navegantes, también debían de ser ciegos –ya he dicho que no entraré más en la trama de The core–, lo cierto es que en este caso se ilustraba correctamente un fenómeno conocido: que las aves, al menos ciertas especies, son sensibles al campo magnético terrestre y que emplean esta capacidad para conducirse en sus largas migraciones de hemisferio a hemisferio del planeta.

Para nosotros, pobres humanos con solo cinco sentidos y en ocasiones con alguno defectuoso –mis seis dioptrías y pico ya me habrían costado la vida hace rato si hubiera nacido en una época anterior a la corrección visual–, resulta difícil imaginar cómo las aves perciben el magnetismo. Podemos describirlo científicamente, pero otra cosa es representárnoslo mentalmente. ¿Ven líneas en el aire, como las que dibujamos en los mapas? ¿Huelen hacia dónde tira el norte, como quien sigue la estela de un perfume? ¿Escuchan de dónde viene el runrún? Evidentemente, no es nada de esto. ¿O tal vez sí?

Ante todo, conviene dejar claro que la llamada «magnetocepción», o capacidad para sentir campos magnéticos, es un área de investigación aún tan oscura que prácticamente todas las apuestas están abiertas, ya que aún no se ha localizado un órgano claramente responsable de este sentido, tal como los ojos para la vista o el oído para el sonido. Se sabe que ciertos organismos, como algunas bacterias, poseen partículas de magnetita, imanes naturales que también podrían hallarse en el pico de las palomas. Sin embargo, en los últimos años se ha venido manejando una idea fascinante sobre un posible mecanismo que permitiría a los pájaros ver el campo magnético terrestre, y que se basa en un efecto de la mecánica cuántica conocido como entrelazamiento.

Dos partículas cuánticas se encuentran entrelazadas cuando no se comportan de modo independiente, sino que actúan de forma coordinada en alguna de sus propiedades incluso cuando se encuentran separadas. Por ejemplo, supongamos dos electrones entrelazados, e imaginemos que uno de ellos lleva pintada una flecha apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo. Con esta simbología se representa una propiedad llamada espín. Mientras ambos electrones se encuentren entrelazados, sus flechas apuntarán en estas direcciones opuestas, como si cada una supiera hacia dónde señala la flecha de la otra. El entrelazamiento cuántico es un fenómeno bien conocido en el mundo de lo infinitamente pequeño, aunque sea difícil encontrar una comparación en la escala de las cosas grandes. Pero lo que realmente importa no es imaginarlo, sino saber que existe y poder dominarlo con vistas a aplicaciones prometedoras, como la computación cuántica.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

En los últimos años se ha descubierto en la retina de algunos pájaros una molécula llamada criptocromo que posee pares de electrones entrelazados. La hipótesis es que cuando un rayo de luz (un fotón) choca con uno de estos pares de electrones, uno de ellos puede absorber esta energía y emplearla para saltar a otra molécula. Dado que los espines son sensibles al magnetismo, la separación entre ambos electrones puede causar que reaccionen de manera ligeramente diferente según su orientación respecto al campo magnético terrestre. Si el bamboleo de los espines los despareja, los electrones quedarán separados y perderán su entrelazamiento. Pero si por el contrario ambos mantienen sus espines opuestos, se combinarán de nuevo recobrando su estado original y devolviendo la energía absorbida del fotón, que se transmitirá al nervio óptico enviando una señal al cerebro.

En resumen, y si esta hipótesis llegara a encontrar suficiente respaldo empírico, se confirmaría que los pájaros literalmente son capaces de ver el campo magnético terrestre con sus ojos. E incluso tendría un color, el azul, ya que es esta longitud de onda la que excita las moléculas de criptocromo. Aunque aún quedan muchos experimentos por delante para asegurar que los pájaros vuelan de norte a sur y de sur a norte siguiendo una especie de carretera azul pintada en el aire, los indicios son muy sugerentes. En mayo de este año, un estudio publicado en Nature descubría que ciertos tipos de emisiones electromagnéticas habituales en la actividad humana, como las de radio de onda media (lo que llamamos AM) o las producidas por las conexiones de los aparatos a la red eléctrica, son capaces de desorientar a los petirrojos europeos, una especie que posee criptocromo en su retina.

El director del estudio, Henrik Mouritsen, de la Universidad de Oldenburg (Alemania), declaró entonces que se trataba de energías tan bajas que difícilmente podían afectar a un proceso de lo que se conoce como física clásica. Y desde luego, ninguno de estos campos electromagnéticos afectaría a un sistema de orientación basado en partículas de magnetita. Mouritsen, en cambio, subrayaba que su efecto sobre los espines de los electrones podía bastar para anular la brújula magnética de los pájaros, en caso de que la hipótesis del entrelazamiento sea correcta. «Nos resulta muy difícil encontrar una explicación que no esté basada en cuántica», concluía el investigador.

Para terminar, en este blog ya he dejado clara anteriormente mi fascinación por los pájaros. Y dado que hoy sábado 4 y mañana 5 de octubre celebramos el Día Mundial de las Aves, promovido por BirdLife International y en España por SEO/BirdLife, es una buena ocasión para extraer una clara conclusión del estudio de Nature: dado que la interferencia de las ondas que producimos con la brújula migratoria de las aves es un efecto real, quizá habría que empezar a incluir la contaminación electromagnética como uno de los factores a considerar en el impacto ambiental que nuestra actividad humana ejerce sobre las poblaciones de aves.

Pasen y vean cómo se hace una cesárea a una tortuga

Toda opción evolutiva tiene sus ventajas, pero también sus problemas de intendencia. Cuando los animales pasamos de ser sacos con una abertura que servía para todo (lo que técnicamente se llama un caraculo) a ser tubos con entrada y salida, hubo a partir de entonces opiniones discrepantes. Algunos optamos por una solución más refinada y decidimos separar el baño de la sala de recreo, mientras que otros, como aves y reptiles, prefirieron un orificio único para gobernarlo todo. Como castigo a su desidia higiénica, los humanos, la sola especie que pone nombres a otras y a sus cosas (o al menos, que pone nombres y además edita la Wikipedia), decidimos denominar a su orificio «cloaca».

Dentro de aquellos discrepantes, las tortugas escogieron además otra opción aún más audaz. Del almacén de piezas de la naturaleza, eligieron una armadura que las protegiera de las dentelladas de sus enemigos. Sabia decisión, de no ser porque una estructura tan rígida acarrea otros efectos secundarios indeseables. El caparazón es una cárcel, pero como en todas las cárceles, acaba siendo más fácil entrar que salir. No recuerdo a quién oí decir aquello de que, para las mujeres, parir es como tratar de sacar un hipopótamo de un buzón de correos (no electrónico) por la ranura de las cartas. La comparación es más acertada en el caso de las tortugas. El cuerpo de las mujeres, al fin y al cabo, es elástico, y la única limitación es el tamaño del canal del parto, el hueco interior que dejan los huesos de la cadera. Pero una tortuga es realmente un buzón de correos.

Los animales ovíparos pueden padecer un síndrome llamado retención de huevo. En ocasiones, un huevo se queda atascado en la cloaca y no encuentra el camino para salir. Esto puede ocurrir por varias razones, incluso por un comportamiento voluntario si el animal no ha nidificado y no encuentra un entorno acogedor para echar su bebé al mundo. En todos los casos es un trance serio que puede provocar la muerte de la madre, sobre todo cuando otros huevos que vienen detrás tratan de enfilar la salida de los oviductos y se produce un embotellamiento de tráfico. Pero es que además, en las tortugas, la rigidez del caparazón agrava el problema porque el cuerpo no puede expandirse, lo que reduce el espacio vital interior del animal hasta que muere. Y es imposible sacar al hipopótamo por la ranura de las cartas. Hay que romper el buzón.

Eso es exactamente lo que muestra el vídeo que sigue. En el caso de la tortuga, la operación de cesárea no se practica con bisturí, sino con una sierra de las de abrir cráneos. La idea es tan simple como atracar un banco: abrir un butrón en la caja fuerte, sacar el botín y volver a cerrar sin que se note. La intervención se realizó en el Street Road Animal Hospital de Pensilvania (EE. UU.). Viendo las imágenes, hasta uno mismo respira mejor después de comprobar todo lo que le sacaron de dentro al pobre reptil.

Más viajes alucinantes: 300.000 habitantes moleculares en la conexión de una neurona

Si pudiéramos dividir un milímetro en mil partes iguales, en cada una de estas secciones cabría uno, o quizá varios empalmes entre neuronas. Sin embargo, al contrario que en los cables eléctricos, en las fibras nerviosas no existe contacto directo entre los dos extremos, sino que entre ellos queda un diminuto hueco, tan fino como dividir 50 veces esa milésima de milímetro. Pero aunque la brecha sea diminuta, para el impulso eléctrico es un abismo. En el extremo de la neurona, la electricidad se transforma en una señal química que se vierte a ese espacio minúsculo y lleva el mensaje hasta el otro extremo, donde vuelve a convertirse en potencial eléctrico que continúa su camino a lo largo de la siguiente fibra. Esto es una sinapsis. El lugar donde se produce se llama terminal o botón sináptico; y si lo aislamos del resto de la neurona, tenemos un sinaptosoma.

Recientemente comenté aquí dos vídeos (uno y dos) que recreaban el paisaje interior de la célula y que mostraban la inmensa y estupefaciente complejidad de esa microscópica maravilla repetida en nuestro organismo quizá unos 37 billones de veces. Uno de esos dos vídeos mostraba el funcionamiento de una sinapsis, pero no dejaba de recurrir a una cierta simplificación idealizada para hacer más manejable el resultado final. Ahora, un equipo de investigadores de la Universidad de Gotinga y el Instituto Max Planck, en Alemania, ha emprendido el trabajo exhaustivo de modelar en tres dimensiones un sinaptosoma de rata combinando múltiples técnicas de imagen y análisis molecular. El resultado es la recreación de un apabullante planeta celular en el que viven unas 300.000 proteínas, cada una con su localización y estructura reales, como en esas épicas batallas creadas por CGI (imágenes generadas por ordenador) con miles de personajes individuales que hemos podido contemplar en la saga de El señor de los anillos de Peter Jackson.

El estudiante de doctorado Benjamin Wilhelm y sus colaboradores, bajo la dirección del neurocientífico Silvio Rizzoli, se han centrado en el proceso de reciclaje de las vesículas de neurotransmisores. La transmisión de la señal química a través de la sinapsis se produce gracias al vertido al exterior de moléculas como el glutamato, la dopamina, la serotonina, la epinefrina o la histamina, todos ellos neurotransmisores. Dentro de la célula, esos componentes viajan envueltos en bolsitas que se fusionan con la membrana externa de la neurona para volcar su contenido al exterior. Después, en un ejemplo de buen aprovechamiento de los recursos celulares, las vesículas vuelven a crearse a partir de la membrana de la neurona, reciclando algunos de los neurotransmisores.

El trabajo de los investigadores, publicado ayer en la revista Science, incluye un vídeo que presenta el sinaptosoma con una resolución a nivel atómico nunca antes vista, y en el que algunos elementos se van añadiendo y ocultando para facilitar su comprensión. He aquí el resultado, y procuren no parpadear, porque se perderán algo:

Pasen y vean cómo un mamífero sale de un huevo

La vida urbana hace que, para la mayoría, ya sea insólito ver salir de un huevo algo que no sea… un huevo crudo. Pero si del huevo nace un mamífero, se trata de un espectáculo natural que difícilmente llegaremos a ver en vivo alguna vez. Por suerte, podemos recurrir al vídeo. Contemplen esta hermosa rareza:

Esta monada es un equidna. Después de unos 10 días de incubación, la criatura rompe la cáscara gracias a un diente similar al que tienen muchos otros animales ovíparos para abrirse paso fuera de su claustro. Cuando el huevo eclosiona, la cría aún está a medio hacer, como ocurre con los marsupiales. Pero al contrario que en estos y que en los mamíferos placentarios, como nosotros, la hembra carece de pezones, algo que encaja maravillosamente –evolución en acción– con el hecho de que el diente del lactante podría herir a la madre al mamar. Los equidnas son mamíferos en toda regla, pero no maman, sino que más bien sorben. Las glándulas mamarias de la madre se abren directamente a la piel en dos campos mamarios, de los cuales el pequeño chupa la leche como un diminuto aspirador vivo, llenando su estómago que se transparenta a través de la piel. Cuarenta días más tarde, nuestro campeón tendrá este aspecto:

Los equidnas, de los que hoy existen cuatro especies, comparten con los ornitorrincos un orden exclusivo: los monotremas, los únicos mamíferos que ponen huevos. La historia de este grupo se remonta a hace unos 220 millones de años, cuando abandonaron la rama de los mamíferos que daría lugar a los marsupiales y a los placentarios como nosotros. Actualmente los monotremas solo se encuentran en Australia y Nueva Guinea, donde se las han arreglado para sobrevivir hasta nuestros días conservando rasgos primitivos del ancestro común del que descienden mamíferos, reptiles y aves. Con estos dos últimos grupos no solo comparten la reproducción ovípara, sino también la cloaca, un único orificio corporal (de donde procede su nombre de monotremas) para todo aquello que nosotros tenemos repartido en dos (hombres) o tres (mujeres).

Pero las excentricidades de los monotremas no acaban ahí. Hasta donde se sabe, son los únicos mamíferos terrestres con receptores de electricidad en el hocico. Los machos poseen un sistema de veneno formado por espolones en las patas traseras conectados a glándulas de toxinas que se activan en la época de cría. En los equidnas este mecanismo se ha atrofiado, pero los ornitorrincos pueden picar y, según dicen, duele. ¿Y qué decir del pene de cuatro cabezas del equidna? Digno de verse.

Los monotremas son un tesoro evolutivo en el que los científicos descubren el rastro de la historia natural y averiguan qué adaptaciones han permitido a estos animales pervivir a lo largo de millones de años en un mundo dominado por mamíferos aparentemente mejor preparados, al menos cuando nacen. Tal vez parte de su éxito consista en que sus posibles competidores están igualados con ellos: el resto de mamíferos nativos de Australia son en su mayoría marsupiales, de aparición más tardía que los monotremas pero que, como estos, traen al mundo crías aún sin formar.

Pero además, los monotremas han inventado sus propias estrategias de supervivencia; por ejemplo, el hecho de carecer de pezones supone un inconveniente, ya que estos permiten dispensar la leche directamente desde el cuerpo materno hasta el tubo digestivo de las crías, evitando que los microbios del exterior puedan contaminar el alimento y el organismo del bebé, cuyo sistema inmunológico aún es demasiado tierno. Investigaciones recientes han demostrado que la leche de las madres equidnas contiene una proteína exclusiva llamada EchAMP que actúa como antibiótico natural. Y sorprendentemente, esta proteína es inofensiva para los microorganismos beneficiosos de la flora intestinal del equidna. Este mismo mes, un nuevo estudio publicado en la revista Glycobiology revela que además la leche es rica en unos azúcares que son resistentes a la degradación por las bacterias, evitando así que el alimento se estropee.

¿Por qué soñamos? ¿Podemos controlarlo?

Sigmund Freud fue un curioso ejemplo de hombre de ciencia que inventó lo que él mismo necesitaba: psicoanálisis. Sin entrar en discusiones sobre si esta práctica terapéutica es tal o pseudociencia, como alegaba Karl Popper, conozco a alguno que otro que leyó La interpretación de los sueños en busca de fórmulas al estilo «soñar con ornitorrincos = aumento de sueldo» para encontrarse de repente extraviado sin remedio en un inmenso y farragoso bosque de penes y vulvas habitado por personajes sexualmente aturullados. Para Freud, los sueños eran realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos por la consciencia, pero sus deseos solían estar localizados de cintura para abajo.

'El sueño de la razón produce monstruos', grabado de Francisco de Goya.

‘El sueño de la razón produce monstruos’, grabado de Francisco de Goya.

La contribución de Freud apostó por el concepto del sueño como un fenómeno esencialmente psíquico, en oposición a los autores médicos de su época que defendían una visión orgánica, en la que los sueños eran algo «comparable a la serie de sonidos que los dedos de un individuo profano en música arrancan al piano al recorrer al azar su teclado», en palabras del propio Freud. Sin embargo, hoy parece impensable tratar de comprender el fenómeno de los sueños desde un seco enfoque psicológico sin empaparlo en la neurofisiología. Conociendo lo complejo de nuestra actividad neuronal y que mucha parte de ella forma el backstage de nuestra interacción con el mundo, lo difícil sería pensar que el torrente eléctrico que nos cruza el cerebro durante el sueño no se plasmara de alguna manera a través de imágenes, pensamientos o emociones. Pero ¿realmente los sueños tienen algún propósito o significado, o son simples traducciones sin sentido del ralentí cerebral, como quien utiliza el código Morse para descifrar el picoteo de un pájaro carpintero? ¿Por qué a veces el contacto con una persona en sueños nos suscita un grado de emoción más intenso que su conocimiento real? ¿Por qué nos aterran ciertas experiencias oníricas que resultan insustanciales cuando las reflexionamos despiertos? Y por último, ¿podemos tomar el control de nuestros sueños?

Por desgracia, y así como los científicos han revelado recientemente razones esclarecedoras sobre nuestra necesidad de dormir, la ciencia de los sueños continúa siendo una ciénaga tan penumbrosa como el propio mundo onírico. Sobre la función del sueño se ha propuesto que ayuda a consolidar la memoria, a conectar pensamientos e incluso a vaciar la papelera de reciclaje, como en un ordenador. En 1977, los psiquiatras Allan Hobson y Robert McCarley propusieron la teoría de activación-síntesis que se decantaba por el modelo neurofisiológico, explicando los sueños como la manera del cerebro de interpretar señales de las áreas emocionales que se activan durante la fase REM (siglas en inglés de Movimiento Ocular Rápido, la etapa onírica más productiva del ciclo del sueño). Sin embargo, modelos más recientes sugieren que las ensoñaciones y el sueño REM se localizan en regiones diferentes del cerebro. Pero lo más interesante de la teoría de Hobson es su propuesta de que el sueño produce una recombinación aleatoria de elementos cognitivos, algo así como barajar las cartas de nuestra información cerebral, lo que puede estimular la creatividad generando nuevas ideas. Muchas obras de la literatura son hijas de los sueños: personajes como el doctor Jekyll y su álter ego Hyde, Frankenstein y Drácula nacieron en las ensoñaciones de sus autores antes de cobrar vida en el papel.

Grabado de Theodore Von Holst para la edición de 1831 de 'Frankenstein', de Mary Shelley.

Grabado de Theodore Von Holst para la edición de 1831 de ‘Frankenstein’, de Mary Shelley.

Una teoría en la línea de lo propuesto por Hobson es la de la psicóloga experimental de la Universidad Goethe de Fráncfort (Alemania) Ursula Voss. «Mi teoría personal, pero (aún) no científicamente demostrada, es muy simple: nuestros sueños son subproductos de una actualización cerebral nocturna, en un momento en que la entrada de información del entorno se reduce al mínimo», explica Voss a Ciencias Mixtas. «Creo (pero no sé realmente si es cierto) que, durante el sueño REM, formamos asociaciones entre información vieja y nueva, lo ligamos a las emociones, y lo almacenamos en imágenes visuales. Así que, para mí, el sueño, cuando lo recordamos, es algo así como emoción comprendida. No contiene un mensaje, pero nos ayuda a la introspección», agrega la psicóloga.

En colaboración con Hobson, Voss dirige una fascinante línea de investigación sobre los sueños que en ciertos aspectos recuerda a la película Origen (Inception, 2010), de Christopher Nolan. En concreto, la psicóloga investiga los llamados sueños lúcidos, aquellos en los que el durmiente es consciente de estar soñando y puede llegar a controlar sus vivencias oníricas. «Sabemos que la ocurrencia espontánea del sueño lúcido es especialmente frecuente en la pubertad, una época en la que experimentamos las fases finales de la mielinización [integración en el sistema cerebral] del lóbulo frontal», apunta Voss. «Es un proceso similar a la actualización del hardware de un ordenador». La científica piensa que esta especie de estado híbrido entre sueño y vigilia es una confusión accidental entre distintos estados de consciencia. Y lo más pasmoso es que puede provocarse.

Anteriormente, los experimentos de Voss y su equipo han demostrado que este extraño estado de lucidez puede entrenarse por autosugestión. El procedimiento recuerda a la película, cuyos personajes se introducían en los sueños llevando un objeto que les servía como pista para distinguir si se encontraban en el mundo onírico o en el real. El protagonista, interpretado por Leonardo DiCaprio, utilizaba una peonza que en el sueño giraba constantemente sin detenerse jamás. «Primero debes aprender a recordar tus sueños», dice Voss. «Entonces debes buscar cosas que puedan ser identificadas como no reales más fácilmente que otras; por ejemplo, una voluntaria sabía que estaba soñando cuando su perro muerto aparecía en el sueño. La siguiente vez que sueñes con esa persona, animal u objeto, trata de utilizarlo como pista para preguntarte a ti mismo: ¿es esto real? Otra voluntaria siempre soñaba que entraba en una casa sin suelo, donde temía caer en un gran vacío. Aprendió a mirar hacia la derecha y, en el momento en que lograba hacerlo, la trama del sueño cambiaba, lo que para ella era una señal que le hacía percatarse de que estaba soñando».

Los anteriores experimentos de Voss han logrado vincular estos sueños lúcidos a una frecuencia concreta de la actividad eléctrica cerebral. «Nuestro punto de partida fue el hallazgo de que el sueño lúcido, cuando ocurre naturalmente, viene acompañado por un aumento de la actividad de 40 hercios, correspondiente a la banda gamma de baja frecuencia», apunta Voss. Sin embargo, esta observación no permitía discernir si dicha actividad era una causa o un efecto del sueño lúcido. «Era interesante, pero no satisfactorio, ya que no podíamos afirmar nada sobre la causalidad. ¿La actividad gamma baja es necesaria para alcanzar una consciencia de alto rango? ¿El sueño lúcido provoca la actividad gamma?»

En la película 'Origen' ('Inception'), Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) utiliza un tótem, una peonza, para distinguir entre los sueños (donde la peonza nunca se detiene) y el mundo real. Warner Bros. Pictures.

En la película ‘Origen’ (‘Inception’), Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) utiliza un tótem, una peonza, para distinguir entre los sueños (donde la peonza nunca se detiene) y el mundo real. Warner Bros. Pictures.

Para distinguir entre ambas posibilidades, Voss y su equipo sometieron a un grupo de 27 voluntarios, que nunca habían experimentado sueños lúcidos, a una estimulación eléctrica de 40 hercios en el lóbulo frontal del cerebro durante 30 segundos en la fase REM. «Examinamos la cuestión induciendo una corriente gamma, o bien una corriente no gamma o un placebo sin corriente», señala la investigadora. Los resultados del estudio, publicado este mes en la revista Nature Neuroscience, revelan que los sujetos sometidos a estimulación gamma sincronizaron su actividad cerebral con esta frecuencia y experimentaron sueños lúcidos en el 77% de los casos. Los investigadores detectaron cinco rasgos del sueño lúcido: consciencia de que se está soñando mientras el sueño continúa, control sobre la trama del sueño, sentido de realismo, acceso a la memoria, y disociación, o la posibilidad de observar el sueño como un espectador contempla una película; este último fue el rasgo más frecuente. «Nuestra hipótesis es que la estimulación gamma de banda baja promueve la sincronización neuronal en esta banda de frecuencia, lo que prepara el escenario para la lucidez en los sueños», concluyen los científicos en su estudio.

Los resultados de Voss y su equipo han captado una gran atención mediática, porque es una tentación fantasear con los posibles usos recreativos de este hallazgo: hacer realidad los propios sueños. Como mínimo, la posibilidad de asistir como espectadores a la proyección privada de películas mentales cuya trama decidiéramos nosotros mismos es algo que dejaría lo que ahora llaman «televisión a la carta» como una antigualla obsoleta. Tan inevitable es interpelar a Voss sobre estas fantasías como preguntar a un político acusado de corrupción si planea dimitir. Pero tan previsible es la respuesta de un científico ante semejante pregunta como la del político: evasivas. «No quiero especular con esto», responde la investigadora. «Aunque me lo han preguntado mucho», añade.

Si aplicaciones como estas fueran posibles algún día, la naturaleza y el origen de los sueños quedarían relegados a un segundo plano frente a la jugosa posibilidad de controlarlos. Respecto a lo primero, la ciencia continuará trabajando, porque la propia Voss acaba confesando que, en el fondo, seguimos sin saber por qué soñamos. Por qué el resto de mamíferos también sueñan. Por qué es incluso posible que las aves y los reptiles sueñen. «¡Si tan solo pudiéramos saber por qué…!», suspira Voss. La realidad es que nos sigue faltando una respuesta que ya echó de menos el príncipe Segismundo en la obra de Calderón: «y en el mundo en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende».

Ya sabemos por qué dormimos, pero ¿por qué bostezamos?

No es que el hecho de bostezar sea clave en nuestras vidas (¿o sí?). Ni que su conocimiento sea un hito científico de primera magnitud (¿o sí?). Pero siendo poco probable que todos los lectores de estas líneas lleguen a experimentar un encuentro cara a cara con el bosón de Higgs, en cambio es seguro que todos bostezan regularmente. Lo que quizá no sepan es que bostezar, algo que todos hacemos de media unas ocho veces al día y unas 240.000 veces a lo largo de nuestra existencia, no es solo una declaración de amor a la cama. Según presentó el investigador holandés Wolter Seuntjens en la Primera Conferencia Internacional del Bostezo (sí, en serio), celebrada en París en 2010, bostezar puede ser también un signo de excitación sexual. La mala noticia es que, dice Seuntjens, es imposible distinguir el motivo real por el que esa persona sentada al otro lado de las velas en una primera cita está bostezando.

Seuntjens es también el fundador de la chasmología, una disciplina tan extremadamente rara que, al menos a día de hoy, Google solo encuentra una entrada en castellano (esta será la segunda). Prueben a encontrar otro término existente capaz de ser tan ignorado en internet; hasta supercalifragilísticoexpialidoso registra 15.300 resultados. Así pues, la ciencia del bostezo no interesa a nadie. ¿O sí? Para ser un gesto tan irrelevante, los científicos han propuesto hasta 20 hipótesis distintas recogidas por el antropólogo evolutivo de la Universidad de Emory (EE. UU.) E. O. Smith. La más conocida de ellas probablemente sea que el bostezo nos insufla oxígeno en la sangre, lo que a su vez nos ayuda a mantenernos despiertos. Y sin embargo, esta teoría carece de todo respaldo experimental. Sencillamente, hasta donde se sabe, es falsa.

Los bebés comienzan a bostezar durante la gestación. Daniel James.

Los bebés comienzan a bostezar durante la gestación. Daniel James via Flickr (Creative Commons).

Quizá sabemos por qué bostezamos en muchas ocasiones: porque otros lo hacen. El bostezo no solamente es un comportamiento que los mamíferos compartimos entre nosotros y (como mínimo) con reptiles, anfibios, aves y peces, sino que además es contagioso, incluso con la capacidad, en ciertos casos, de saltar de una especie a otra. Pero si bostezar es la expresión de un vínculo de empatía, ¿cuál es su significado evolutivo? ¿Mantener en alerta a la manada, como también se ha propuesto? El humilde e intrascendente bostezo pone en un apuro la capacidad de la ciencia para hackear las explicaciones de la naturaleza, del mismo modo que el verdadero talento de un cantante se prueba cuando alguien le pide que entone a capela el Cumpleaños feliz en una fiesta familiar.

Por suerte, parece que recientemente la ciencia ha podido salir airosa del embarazoso reto de explicar el bostezo. En 2007, el psicólogo de la Universidad Estatal de Nueva York Andrew Gallup hizo un curioso experimento: sentó a un grupo de voluntarios frente a una pantalla en la que se mostraba un vídeo de gente bostezando. Algunos de los sujetos debían al mismo tiempo sostener una bolsa caliente contra su frente, mientras que otros hacían lo mismo con una compresa fría. Los resultados, publicados en la revista Evolutionary Psychology, mostraron que los primeros sufrían un nivel de contagio del 41%, mientras que en los segundos se desplomaba a solo un 9%.

Los resultados de Gallup, con ser significativos, podrían ser simplemente anecdóticos mientras no se liguen a un mecanismo fisiológico demostrable por otras vías. En 2010, otro estudio en el que participó el propio Gallup demostró que la temperatura del cerebro de las ratas aumentaba en 0,11 grados justo antes del bostezo, al que seguía un enfriamiento similar. Con estos datos, Gallup elaboró una hipótesis: el bostezo es un mecanismo de refrigeración cerebral, no muy diferente de la función del radiador en el motor de un coche. Cuando sube el termómetro del cerebro, este nos ordena que bostecemos. La inhalación lleva aire fresco a nuestras cavidades oral y nasal, irrigadas por numerosos vasos sanguíneos que al estrujarse con el gesto brusco de abrir las mandíbulas inyectan un mayor caudal de sangre en la caja craneal. Esa sangre se ha templado en contacto con el aire inhalado, lo que enfría el cerebro.

La hipótesis de Gallup, llamada de la ventana térmica, predice que el bostezo debería aumentar cuando lo hace la temperatura ambiente, pero reducirse cuando esta se eleva por encima de un límite, ya que bostezar en este caso tendría el efecto contrario y sería más aconsejable entonces recurrir a otros sistemas alternativos de regulación, como el enfriamiento corporal por la evaporación del sudor. Ambas predicciones han sido contrastadas, según describe Gallup en una revisión sobre la teoría termorreguladora del bostezo publicada el año pasado en la revista Frontiers in Neuroscience. La última prueba a favor de la teoría de Gallup acaba de publicarse ahora en la revista Physiology & Behaviour. En el nuevo estudio, el psicólogo y un equipo de colaboradores de la Universidad de Viena han comprobado si los vieneses bostezan más en verano o en invierno. Los resultados muestran que los gélidos inviernos de la capital austríaca reducen el bostezo al mínimo, mientras que en verano ocurre lo contrario. Por si fuera poco, los datos son opuestos a lo previamente comprobado por Gallup en el clima árido de Tucson, Arizona, con veranos a 37 grados e inviernos en torno a los 22.

Sin embargo, la hipótesis aún necesita atar cabos importantes: ¿por qué antes y después del sueño? ¿Por qué se contagia? Si se trata de un mecanismo ligado a la regulación térmica, una capacidad de los que nos llamamos animales de sangre caliente (homeotermos), como mamíferos y aves, ¿por qué entonces los de sangre fría o poiquilotermos, como reptiles, anfibios y peces, también bostezan?

La primera pregunta ya es una prueba superada: la temperatura del cerebro aumenta con los ritmos circadianos (el reloj biológico) hacia el atardecer y disminuye al mínimo durante el sueño. Cuando despertamos, se enciende la calefacción de nuestro cerebro, y el bostezo ayuda entonces a la regulación fina del termostato. En cuanto a la segunda, la solución es posiblemente más compleja. La función del bostezo en la empatía social es generalmente aceptada, y su origen evolutivo propuesto es, como mencionaba arriba, una coordinación grupal para la vigilancia. Gallup propone que el efecto negativo de la hipertermia sobre las funciones cognitivas podría explicar por qué es evolutivamente ventajoso para la manada que un gesto destinado a incrementar la preparación del cerebro para la respuesta a un ataque se propague rápidamente entre los individuos; algo así como un policía desenfundando su arma cuando ve que un compañero ha hecho lo mismo.

Así, parece que el bostezo no es algo tan banal e irrelevante, sino que se trata de un problema científico que involucra fisiología, psicología y biología evolutiva. Pero ¿qué hay de los reptiles, anfibios y peces? Este es todavía un caso pendiente, más aún por el hecho de que estos grupos animales son evolutivamente anteriores a mamíferos y aves, por lo que no pueden simplemente haber heredado este comportamiento. A este respecto, Gallup contraataca apoyándose precisamente en lo que define a los poiquilotermos, su carencia de mecanismos internos para regular su temperatura corporal, lo que les haría necesitar aún más un gesto como el bostezo. «Bostezar es un mecanismo conductual de enfriamiento, y los poiquilotermos son particularmente dependientes del enfriamiento conductual», escribe Gallup.

Sin embargo, esta última es todavía una hipótesis en cuarentena, aunque el psicólogo destaca un detalle curioso que distingue el bostezo en estos animales: no se contagia. Para el investigador, negar la función termorreguladora en un grupo animal más moderno (mamíferos o aves) por el hecho de que grupos animales más antiguos carezcan de ella «sería similar a pensar que, dado que los poiquilotermos no se contagian el bostezo, no deberíamos tampoco esperar el contagio en los homeotermos». «La evolución es un proceso acumulativo, que tiene efectos aditivos sobre los rasgos a lo largo del tiempo», razona.

El autor de este artículo ha bostezado cuatro veces durante su redacción. No por aburrimiento. Tampoco por lo otro. Ni hay nadie más alrededor. Quizá es solo falta de sueño. Por favor, si hacen lo mismo al leerlo, no me lo digan…