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NO hay nuevas pruebas sobre ‘nuestros’ ancestros neandertales

De acuerdo, el título de este artículo parece afirmar justo lo contrario de lo que se está publicando hoy en otros medios. Pero déjenme explicarme. Ante todo, la historia: la edición digital de Nature publica hoy un valiosísimo estudio en el que se cuenta la secuenciación del ADN extraído de una mandíbula humana moderna hallada en 2002 por un grupo de espeleólogos en una cueva de Rumanía llamada Peștera cu Oase, un bonito y sonoro nombre que significa «la cueva con huesos». El estudio viene dirigido por expertos en ADN paleohumano de talla mundial: Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva (Leipzig, Alemania) y del proyecto Genoma Neandertal, y David Reich, de la Universidad de Harvard (EE. UU.).

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Hoy un yacimiento paleoantropológico se trata con el cuidado y esmero de los CSI en la escena del crimen, con el fin de evitar la contaminación de las muestras con ADN humano actual. Pero la mandíbula de la cueva rumana debió de pasar por tantas manos que para los científicos ha sido extremadamente complicado llegar a extraer material genético original del hueso, eliminando todas las contaminaciones microbianas y humanas.

Sin embargo, en este caso el minucioso trabajo merecía la pena, ya que la datación por radiocarbono de este hueso lo situaba en un momento del pasado especialmente crucial: entre 37.000 y 42.000 años atrás; es decir, en la época en que neandertales y sapiens convivían en Europa. Los primeros, nativos europeos, surgieron hace más de 300.000 años y desaparecieron hace unos 40.000 por razones que siempre seguirán discutiéndose. Los segundos, africanos de origen, llegaron a este continente entre 35.000 y 45.000 años atrás. Si pudierámos viajar al pasado, a hace más de 45.000 años, caeríamos en una Europa habitada exclusivamente por neandertales. Por el contrario, si fijáramos el dial de la máquina a hace menos de 35.000, encontraríamos solo humanos modernos. Así que el propietario original de la mandíbula rumana es nuestro hombre; más aún cuando se trata de un hueso claramente sapiens, pero con ciertos rasgos casi neandertales.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Esto es especialmente relevante porque los científicos podían pillar casi in fraganti a sapiens y neandertales en el momento en que surgió la chispa del romance entre ambos (y ¿por qué no?; al fin y al cabo, la hipótesis de las violaciones tampoco tiene ninguna prueba a su favor). Sabemos que los humanos actuales de origen no africano llevamos entre un 1 y un 3% de ADN neandertal en nuestros cromosomas. Pero hasta ahora no existían pruebas de que este intercambio de cromos llegara a producirse en suelo europeo, sino que más bien debió de tener lugar en Oriente Próximo hace entre 50.000 y 60.000 años.

Pues bien: to cut a long story short, el ADN original de la mandíbula rumana resulta tener un 6-9% de neandertal, mucho más que cualquier otro humano moderno conocido hasta ahora. Es más; la estimación de los científicos sugiere que el individuo en cuestión tenía antepasados neandertales entre cuatro y seis generaciones atrás. Es decir, que el propietario original de la mandíbula pudo tener tatarabuelos neandertales, y la aportación genética de sus ancestros aún estaba muy fresca.

Así, el estudio aporta una nueva prueba del cruce entre humanos modernos y neandertales, la pista más concluyente hasta ahora, y la primera demostración genética de que esta mezcla de sangres tuvo lugar en Europa. Lo cual ya parece dejar pocas dudas, si es que queda alguna, de que sapiens y neandertales llegaron a intimar y a dejar descendencia.

Pero…

Otra cosa, y a esto se refiere el título del artículo, es que esta descendencia fuera nuestra ascendencia, y la respuesta es que no. Repito que el legado neandertal en nuestros genes está suficientemente justificado. Pero por desgracia, ninguno de los europeos somos descendientes de aquel rumano tataranieto de neandertales; de hecho, genéticamente se parece más a los asiáticos orientales o a los nativos americanos que a los europeos. Por desgracia, el linaje de aquel individuo se extinguió. Según dice Reich en una nota de prensa, «es una prueba de una ocupación inicial de Europa por humanos modernos que no originaron la población posterior. Puede haber sido un grupo pionero de humanos modernos que llegó hasta Europa, pero que fue después reemplazado por otros grupos». Así que la historia de nuestros ancestros neandertalizados sigue tan oscura como antes.

Dicho todo lo anterior, y dejando ya el estudio, es posible que algún lector se haya hecho el siguiente razonamiento: si llevamos un 1-3% de ADN neandertal, ¿significa que el resto de nuestro material genético es diferente? ¿Cómo es posible, si suele decirse que compartimos un 99% de nuestro ADN con los chimpancés? Si usted se ha hecho esta pregunta, ya se habrá figurado que ciertas cosas se han contado mal. Y es que, como explicaré mañana, la idea de que somos en un 99% genéticamente idénticos a los chimpancés es sencillamente una gran tontería.

Más razones para sospechar que el alzhéimer es un peaje evolutivo

No se puede ser bueno en todo; quien mucho abarca, poco aprieta, y no se puede estar en misa y repicando. Son expresiones populares y refranes que condensan lo que en su aplicación a la biología se conoce como trade-offs evolutivos (peajes, en mi traducción libre), y que expliqué ayer. Para ahorrarles el clic, resumo que desde tiempos de Darwin se sabe que las adaptaciones ventajosas al entorno a menudo tienen un precio, en forma de otras desventajas asociadas que pueden ser más o menos perjudiciales según el caso, pero de modo que el balance final compensa. El repertorio de adaptaciones de los seres vivos al medio en el que viven es como una sábana demasiado pequeña; si se tira de ella para cubrir una parte del cuerpo, otra tirita de frío.

En el caso de los humanos, es natural que existan estos trade-offs. Los peajes aparecen con frecuencia en casos de hiperespecialización. Y para hiperespecializados, nosotros: los Homo sapiens somos un ejemplo extremo del problema de tener todos los huevos en la misma cesta. De las millones de especies que habitan este planeta, actualmente solo una, nosotros, ha discurrido por el camino evolutivo de desarrollar la capacidad intelectual que nos permite hacer cosas como escribir este artículo o leerlo. De hecho, quienes más cerca estuvieron también de ello, como los neandertales, sufrieron el destino de la extinción.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Este camino no es una vía hacia ninguna clase de perfección, sino simplemente una opción evolutiva más, que en el caso del ser humano le ha resultado ventajosa; pero la típica estampa de los homininos primitivos caminando en fila detrás de un humano moderno ha transmitido la falsa impresión popular de que la evolución es lineal y que nuestros ancestros eran personas a medio hacer cuyo propósito era servir de modelos intermedios, como en una serie de fotos de un edificio en construcción. La biología no funciona así: en cada momento de la historia, cada una de las especies antecesoras del Homo sapiens estaba bien adaptada a sus circunstancias, como demuestra su éxito evolutivo. Chimpancés, gorilas y orangutanes no están a medio evolucionar, como falsamente sugieren las mil y una películas de El planeta de los simios; de hecho, son inmejorablemente aptos para sobrevivir en su entorno, y hay estudios que sugieren que los chimpancés están realmente más evolucionados que nosotros, ya que su selección natural ha sido más intensa.

Entre los trade-offs estudiados en los humanos hay algunos relacionados con la reproducción. Por ejemplo, los altos niveles de testosterona en los hombres son beneficiosos durante la juventud, pero exponen a mayor riesgo de cáncer de próstata en la vejez. También se cree que la existencia de una reserva de ovocitos en el ovario femenino para toda la vida fértil tiene la ventaja de generar ciclos regulares, lo que facilita la regulación de la reproducción; el inconveniente aparece cuando se agota esta reserva, con la menopausia y sus síntomas.

Pero como es natural, gran parte de los trade-offs propuestos para los humanos afectan a nuestro rasgo más sobresaliente, el cerebro. En 2011, un estudio reveló que la típica reducción del volumen cerebral que aparece en los humanos con la llegada de la vejez no existe ni siquiera en nuestros parientes más próximos, los chimpancés, y que parece estar relacionada con nuestra mayor longevidad. Los investigadores planteaban la posibilidad de que se trate de un trade-off evolutivo cuya contrapartida es la propensión a desarrollar enfermedades neurodegenerativas propias de la edad, como el alzhéimer.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

También en 2011, una revisión sobre el enfoque evolutivo del alzhéimer repasaba varias propuestas relativas a cómo los sofisticados procesos destinados a construir y estabilizar nuestra estructura cerebral, manteniendo una plasticidad necesaria durante la larga maduración humana, pueden tener un coste bioenergético en forma de lesiones a edades avanzadas. Algunos investigadores sugieren que el riesgo de padecer alzhéimer a los 85 años es del 50%, y que si llegáramos a cumplir los 130 todos los humanos lo padeceríamos.

Los autores de la revisión, Daniel Glass (Universidad Estatal de Nueva York) y Steven Arnold (Universidad de Pensilvania), destacaban un dato curioso: de los tres alelos (versiones de un gen) de la apolipoproteína E (APOE) que se relacionan diferencialmente con el riesgo de padecer alzhéimer, el que se asocia con un mayor riesgo, APOE ε4, es la forma ancestral que aparece en nuestros parientes y ancestros evolutivos. La forma neutral y la ventajosa (ε3 y ε2 respectivamente) han aparecido exclusivamente en los humanos. ¿Por qué el alelo ε4 sencillamente no ha desaparecido? Una respuesta evidente sería que no afecta a esa «reproducción del más apto» en la que ayer dejábamos la expresión de Darwin. Pero parece que hay algo más; el gen APOE está implicado en muchos procesos, y algunos estudios sugieren que el alelo ε4 confiere otras ventajas, como protección frente al riesgo cardiovascular en respuesta a estrés mental (el típico infarto por susto), frente al daño hepático inducido por virus, y frente al riesgo de abortos espontáneos. De nuevo, un caso de la pleiotropía antagónica que definíamos ayer; es decir, más trade-offs.

Así, el estudio que comenté anteriormente no es el primero que propone la posibilidad de que el alzhéimer sea un trade-off evolutivo que impondría una restricción esencial a la prolongación de nuestra longevidad. En este nuevo trabajo, los investigadores revelan que dos de los genes que muestran señales de selección positiva en humanos son SPON1, que participa en la construcción del andamiaje de los axones y se une a la proteína precursora amiloide impidiendo su ruptura, y MAPT, responsable de la proteína tau que estabiliza la estructura en la que se apoyan las neuronas. Curiosamente, ambas son responsables de nuestra avanzada estructura cerebral, y sus hipotéticos fallos de funcionamiento producirían precisamente dos de los síntomas típicos del alzhéimer, la acumulación de beta amiloide y las madejas de proteína tau. A la vista de estos resultados, la sospecha de que el alzhéimer es el resultado de un trade-off evolutivo parece casi inmediata.

La conclusión es que tal vez esto no nos deja demasiada esperanza a la hora de luchar contra algo que los clínicos ven solo como una enfermedad (y desde el punto de vista patológico no cabe duda de que lo es), pero que para muchos biólogos es además algo más profundo y complejo, el doloroso peaje evolutivo de una larga vida. Como decíamos arriba, los humanos actuales no somos una forma perfecta de nada, sino otra especie más en su incesante camino evolutivo. Y en este breve instante de la historia de la vida en la Tierra que es la civilización, los humanos padecemos alzhéimer.

Si acaso, nuestros descendientes lejanos podrían tener algo más de suerte: dado que actualmente el alelo de APOE más prevalente en la población es el neutral ε3 –el 95% de los humanos tiene al menos una copia–, y que tal vez esto sea simplemente un efecto de la deriva genética (fenómeno que, a diferencia de la selección natural, conserva y extiende en las poblaciones versiones de los genes que no son beneficiosas ni perjudiciales, sino simplemente neutras), según Glass y Arnold sería de esperar que en el futuro el alelo dañino ε4 desapareciera de las poblaciones humanas. Así, al menos el alzhéimer no sería una funesta inevitabilidad para los futuros humanos que sobrepasarán con creces el siglo de vida.

Ah, pero ¿hay que pagar peajes por evolucionar?

En mi artículo anterior sobre el alzhéimer saqué a la pantalla el concepto de peaje evolutivo, pero he comprendido que esta idea necesita una explicación, ya que puede resultar contraria a la intuición. Al fin y al cabo, ¿no es absurdo que haya que pagar peajes por evolucionar, como si los seres vivos circularan por una autopista que permite viajar más aprisa y cómodamente, pero a un precio? ¿Acaso la evolución no nos ha hecho perfectos, sobre todo a los seres humanos, en comparación con aquellos homínidos a medio hacer y con los que se quedaron en el camino, como los simios? ¿No era aquello de la supervivencia del más fuerte, como dijo Darwin?

La respuesta a todas las preguntas anteriores es NO. La cultura popular transmite una idea de la evolución que es garrafalmente errónea, pero contra la cual uno ya puede adosar un megáfono a la furgoneta y ponerse a pregonarlo cual chatarrero o tapicero, que de poco sirve.

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Charles Darwin nunca habló del más fuerte, sino del más apto, traducción de fittest. El verbo to fit puede traducirse también como ajustar; un zapato no es mejor por el hecho de ser más grande o más resistente, sino que se trata de encontrar el que mejor se ajusta a nuestro pie. En el caso de la naturaleza, el pie es el entorno, el medio en el que viven las especies. Ser más apto significará algo distinto en cada caso; no se trata de ser el más fuerte, ni el más listo, ni de estar en mejor forma física. Puede significar, en función del medio, ser más verde, o más oscuro, o más peludo, flexible o pequeño. Vuelvo a citar un estudio pendiente de publicación en el que se revela cómo hace 8.000 años la selección natural en la Península Ibérica favoreció a los humanos de menor estatura, tal vez porque se adaptaron mejor a un clima más frío y a una dieta más pobre en una población no acostumbrada a estas condiciones.

En segundo lugar, tampoco deberíamos hablar de supervivencia, sino de la reproducción del más apto; la naturaleza no lleva registros de longevidad, por lo que sobrevivir solo cuenta durante el tiempo necesario para dejar descendientes. Es decir: si se trata de llegar a la edad adulta, podemos hablar de que una mayor aptitud para la supervivencia favorece las posibilidades de reproducción. Pero entre individuos que alcanzan la madurez sexual, los rasgos que deciden si alguien lega sus genes a la siguiente generación no tienen por qué estar relacionados con la capacidad de una existencia más larga (salvo excepciones). En algunos ejemplos clásicos que Darwin incluyó dentro de la selección sexual, tenemos el plumaje del pavo real, la melena del león o las cuernas de los ciervos; rasgos como estos determinan quién triunfará entre las hembras de su especie.

Curiosamente, la expresión «survival of the fittest» no fue acuñada por Darwin, sino que este la tomó prestada de su verdadero autor, el policientífico victoriano Herbert Spencer, teórico de la doctrina económica del liberalismo clásico. Después de leer la edición original de El origen de las especies publicada cinco años antes, Spencer inventó la expresión en sus Principios de Biología (1864) para establecer un paralelismo entre las teorías biológicas de Darwin y las suyas propias en economía. Y quizá de aquí viene en parte la frecuente confusión, porque Spencer se tomó la libertad de explicar el término como «la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida», una visión hipercompetitiva de la economía que dio origen a la idea de darwinismo social.

De hecho, y aunque la interpretación de Spencer fuera sesgada para apoyar una determinada postura política, lo cierto es que biología y economía a menudo comparten principios similares, y los expertos de una y otra disciplina con frecuencia se toman teorías prestadas. Esto no implica, ni mucho menos, que la naturaleza de la organización humana sea egoísta y cruel; la naturaleza, al contrario de lo que suelen retratar los documentales que tienden a los espectadores el cebo del sensacionalismo, tampoco siempre lo es: entre las especies biológicas existen muchos ejemplos de cooperación, decisiones en grupo destinadas al bien común, comportamientos prosociales (recientemente he hablado de las ratas) e incluso altruismo.

Un caballito de mar pigmeo de Bargibant ('Hippocampus bargibanti') sobre una gorgonia del género 'Muricella'. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Un caballito de mar pigmeo de Bargibant (‘Hippocampus bargibanti’) sobre una gorgonia del género ‘Muricella’. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Un caso clásico de economía que tiene extrapolación a la biología es el de la diversificación financiera; dicho más llanamente, el famoso ejemplo de la cesta y los huevos: quien pone todos sus huevos en la misma cesta corre más riesgo de perderlo todo. Pensemos ahora en el caballito de mar pigmeo, del que hablé aquí recientemente y que está exquisitamente adaptado para mimetizar el aspecto del coral en el que vive. Este animal ha puesto todos sus huevos evolutivos en la misma cesta. Su camuflaje es espléndido para engañar a los depredadores, pero está tan especializado que es completamente inútil, e incluso perjudicial, en cualquier otro lugar; si por un cambio en las condiciones del medio su coral desapareciera, el caballito de mar pigmeo probablemente se extinguiría, ya que en otro entorno sería presa fácil.

Aquí tenemos el ejemplo más simple de peaje evolutivo: el caballito de mar pigmeo paga un precio por su perfecta capacidad de camuflaje. Pero en otros casos no hace falta siquiera un cambio en las condiciones del medio para que la naturaleza se cobre ese precio. Pensemos en otro ejemplo que cité en el artículo anterior, el de los heterocigotos para la anemia falciforme. En principio, quienes poseen una copia del gen correcto y otra del defectuoso no desarrollan la enfermedad, y son más resistentes a la malaria que quienes llevan dos genes sanos. Pero esta ventaja también impone un precio, ya que la presencia de la versión enferma del gen puede ocasionarles otros problemas de salud. Este fenómeno, llamado selección de equilibrio, ha hecho que en las áreas endémicas de malaria se conserve el gen de la anemia falciforme, y demuestra claramente que el más apto no es necesariamente el más fuerte.

En inglés, el término que me permito traducir libremente como peajes se conoce como trade-offs (ya, ya, pero aún peor es la traducción que propone la Wikipedia, sacrificios, aunque se podría hablar de compensaciones): gano algo y pierdo algo, pero el balance final me resulta ventajoso. A veces, la existencia de trade-offs viene determinada por el hecho de que los genes no se escogen uno a uno como los Sugus de un tarro, sino en paquetes de sabores surtidos que vienen juntos y que no podemos elegir, aunque los de piña no nos gusten. En genética, el paquete de Sugus es un cromosoma; cada uno de ellos puede contener una versión de un gen que nos hace más aptos, pero tal vez venga ligado con otra forma de otro gen que nos perjudica, aunque el balance final sea favorable. Este fenómeno se conoce como autoestopismo genético, o hitchhiking: un gen consigue un viaje gracias a otro.

Incluso en el caso de un mismo gen que controla varias funciones en distintos órganos (lo que se conoce como pleiotropía), una mutación puede favorecer una de ellas y al mismo tiempo perjudicar a otra. A esto se le llama pleiotropía antagónica y se ha propuesto para explicar la senescencia: ciertas taras que aparecen en edades avanzadas existen porque dependen de genes que ofrecen ventajas reproductivas en la juventud. Por ejemplo, en los humanos, los niveles más altos de testosterona son sexualmente ventajosos en la edad fértil, pero pueden aumentar el riesgo de padecer cáncer de próstata en la vejez.

Siguiendo con los ejemplos económicos, algunos biólogos evolutivos estudian y explican los trade-offs utilizando conceptos como el llamado óptimo de Pareto, la situación de distribución de recursos en la cual no es posible favorecer a un individuo sin perjudicar al mismo tiempo al menos a otro. Los biólogos teóricos lo aplican a los fenotipos, o conjuntos de rasgos; cuando no existe un fenotipo óptimo para todas las situaciones, los mejor adaptados se mueven en el llamado frente de Pareto. Considerando el caso más sencillo, con solo dos situaciones o tareas, los dos fenotipos extremos, o arquetipos, se colocan en sendos ejes de coordenadas. Así se define el llamado morfoespacio, un gradiente bidimensional de todos los fenotipos intermedios posibles. El frente de Pareto es una línea que une los dos arquetipos, y en él se sitúan todos los fenotipos más próximos a ambos arquetipos que la parte del morfoespacio que queda debajo. Esos fenotipos óptimos resultan ser medias ponderadas de los dos arquetipos; volvemos al ejemplo de la cesta y los huevos.

Los trade-offs evolutivos se conocen ya desde tiempos de Darwin, y son un activo campo de investigación en biología. De hecho, un modelo publicado en 2014 llega a sugerir que los trade-offs son la principal fuente de diversificación evolutiva cuando los recursos son escasos. Según el estudio dirigido por los investigadores de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.) Bjørn Østman y Christoph Adami, en ausencia de trade-offs se favorecen las especies generalistas, disminuyendo la diversificación a pesar de la competencia por los recursos limitados.

Mañana, la aplicación a los humanos de los trade-offs evolutivos, y explicaré con más detalle el caso del alzhéimer.

Alzhéimer, ¿el peaje de un cerebro privilegiado?

Creo que nunca he escrito una palabra sobre Aubrey de Grey y sus proclamas de que hoy está viva la primera persona que vivirá mil años. Y nunca he escrito sobre él porque no me creo una palabra. Soy radicalmente escéptico respecto a esas promesas de cuasiinmortalidad. Como mínimo, me parecen infundadas y veleidosas, por utilizar los adjetivos más asépticos que se me ocurren y no los que realmente tengo en mente. Este discurso le ha servido al investigador británico para pronunciar miles de conferencias, escribir exitosos libros y captar la atención de los medios de todo el mundo; incluso un diario español ha utilizado durante mucho tiempo una portada con las afirmaciones de De Grey en los anuncios de sus promociones en televisión, se supone que como gancho publicitario. Es probable que estas aseveraciones vendan más periódicos que la realidad: que todos vamos a morir, como viene ocurriendo. Otros científicos han criticado las proclamas del británico, haciendo notar, como prueba más tangible, que todo su discurso aún no se ha traducido en una sola investigación concreta que haya demostrado alargar la vida.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Imagen de las fibras y conexiones neuronales en un cerebro humano. Imagen de NIH.

Tal vez no por casualidad, el optimismo en esta materia suele encontrar más predicamento en el bando seco, el que trabaja con máquinas y no con células. De hecho, y aunque De Grey se presente como gerontólogo biomédico, lo cierto es que su formación de origen es en ciencias de la computación, y Cambridge le concedió el doctorado a través de un régimen especial que permite a los licenciados de aquella universidad obtener el grado de doctor con la sola demostración de publicaciones relevantes, aunque no vengan acompañadas por ninguna investigación real. En el caso de De Grey, se le concedió el doctorado gracias a un libro teórico sobre el envejecimiento por oxidación en la mitocondria, la central de energía de las células. Todo sin tocar una sola pipeta para apoyar sus visiones en algún resultado real.

Por desgracia para todos, más fundamento tiene la postura del pesimismo. Es indudable que la ciencia y la tecnología han conseguido alargar nuestra esperanza de vida en décadas, y parece seguro confiar en que aún no hemos llegado al límite de nuestro potencial de longevidad. Tal vez a lo largo de este siglo las personas centenarias lleguen a convertirse en algo relativamente común a nuestro alrededor. Pero muchos científicos también señalan que el vivir más años tiene su precio en forma de enfermedades neurodegenerativas, como el alzhéimer y el párkinson, o de errores en la maquinaria celular, como ese amplísimo espectro de patologías al que denominamos cáncer. A todos nos gustaría vivir más, pero sin tener que pagar los terribles peajes de una vida más larga.

Y por desgracia para todos, difícilmente vamos a librarnos de ellos. Un nuevo estudio, aún sin publicar, viene ahora a remacharnos la molesta sospecha de que nuestros males de ancianos no son algo fácilmente separable de lo que somos, y por tanto condenadamente recalcitrantes en la especie humana, mal que nos pese. Un equipo de investigadores chinos ha construido un atlas cronológico de la selección natural en el genoma humano durante el último medio millón de años; es decir, una historia natural de cómo la evolución ha ido dando forma a lo que somos hoy, desde mucho antes de que fuéramos lo que somos hoy.

Hace unos meses ya comenté aquí un estudio (todavía pendiente de publicación según el lentísimo y ya obsoleto procedimiento tradicional) cuyos autores habían buscado señales de selección positiva en 83 genomas humanos, incluyendo genomas antiguos, durante los últimos 8.000 años. Se trata de encontrar genes (y por tanto, rasgos) que se hayan generalizado en una población debido a la presión que ejerce el entorno sobre la supervivencia. En aquel caso, los científicos descubrieron que la vergüenza del clásico español bajito está injustificada, ya que la corta estatura fue una adaptación evolutiva que ayudó al éxito de los ibéricos.

Con fines similares, los investigadores chinos han rastreado los genes de 90 humanos actuales de tres poblaciones diferentes, apoyando su comparación en el genoma neandertal y en los de tres humanos antiguos, de 45.000, 8.000 y 7.000 años respectivamente. Su propósito era encontrar señales de la evolución en nuestro ADN: signos de selección positiva, negativa o de equilibrio. En el primer caso se trata de formas de genes que confieren ventajas frente al entorno y por tanto tienden a mantenerse en la población, lo contrario que los segundos. En cuanto a la tercera opción, se produce cuando es ventajoso mantener distintas versiones de un mismo gen; un ejemplo clásico es la anemia falciforme, cuyos heterocigotos (quienes poseen una copia del gen sano y otra del enfermo) son resistentes a la malaria, lo que les favorece frente a quienes no llevan la forma defectuosa.

El modelo empleado por los investigadores revela más de 800 posibles señales de selección positiva en los genomas humanos actuales, cubriendo más de un 2% del genoma. Particularmente, estos genes afectan sobre todo al cerebro y al esperma. Con todos los datos, los científicos dibujan una crónica de la selección positiva en el genoma humano a lo largo de 30.000 generaciones. Pero lo más interesante del estudio se refiere a los genes relacionados con el cerebro. Algunos genes seleccionados antes de la separación completa entre humanos y neandertales están asociados con las capacidades cognitivas, la interacción y la comunicación social, como en el caso de dos genes ligados a los trastornos del autismo, AUTS2 y SLTM.

Pero sobre todo, cinco genes que muestran señales de selección positiva coincidiendo con la aparición de los humanos modernos tienen algo en común: todos ellos ejercen funciones cerebrales importantes que se vinculan con el desarrollo del alzhéimer. «Especulamos que la ganancia de función cerebral durante la aparición de los humanos modernos puede haber afectado sobre todo a la formación de conexiones sinápticas y la neuroplasticidad, y esta ganancia no se obtuvo sin un precio: puede haber conducido a un aumento en la inestabilidad estructural y la sobrecarga metabólica regional que resultaron en un riesgo más elevado de neurodegeneración en el cerebro envejecido», escriben los autores. De hecho, añaden, «la enfermedad de Alzheimer continúa siendo algo único en los humanos, ya que aún no se han obtenido pruebas patológicas firmes de alzhéimer, sobre todo de la neurodegeneración relacionada con el alzhéimer, en los grandes simios».

Ahí lo tienen: triste, pero cierto. O al menos, más plausible que las proclamas fantasiosas (vaya, ya lo he dicho) de De Grey. Para un infortunio del que precisamente gracias a ello somos conscientes, el envejecimiento no es solo oxidación, o ni siquiera telómeros. Personalmente, y si llega a tocarme, siempre he pensado que no me merecerá seguir adelante con la partida el día en que me pregunte quiénes demonios son las personas con las que estoy jugando. Claro que, si llega ese día, tampoco me acordaré de lo que siempre he pensado.

Pasen y vean a los Mortadelos de la naturaleza

Siempre me ha llamado enormemente la atención la capacidad de camuflaje de algunos animales. Por definir los términos de una manera pedestre, un primer nivel es el camuflaje pasivo, aquel que permite a las especies disimularse en el entorno en el que habitualmente se encuentran sin que opere ningún mecanismo para modificar su aspecto, con el fin de pasar inadvertidos ante sus posibles depredadores o de ocultarse para cazar al acecho.

El camuflaje pasivo es algo de lo más extendido en la naturaleza. En general, los animales tienden a desarrollar características o coloraciones que les ayudan a esconderse de la vista de otros, excepto cuando eligen la estrategia contraria, un aspecto tan llamativo (el término es aposemático) que sirva de señal de advertencia, como diciendo: «cuidado conmigo; soy peligroso». Es el caso de muchos animales venenosos de vivos colores, como las avispas, las abejas, algunas ranitas tropicales o la serpiente coral. Y de otros que no lo son pero que aparentan serlo para dar miedo, como la falsa coral.

Tan frecuente es el camuflaje pasivo que los científicos tienden a buscar este rasgo como explicación de cualquier aspecto inusual. Durante mucho tiempo se ha pensado que las rayas de las cebras –que, por cierto, son animales negros con franjas blancas y no al revés, según demuestran sus embriones– tenían la función de romper su silueta y confundirlas entre sí para ofuscar a sus depredadores. Pero en enero de este año, un equipo de investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles descubrió que el patrón a rayas probablemente ayuda a las cebras a mantenerse frescas, y que los animales tienen más franjas cuanto más cálido es el clima. Así que la razón del pijama de las cebras no parece ser el camuflaje, sino la regulación térmica.

Las estrategias más sofisticadas de camuflaje pasivo llegan al nivel de auténtica orfebrería natural. Todos conocemos los casos de los insectos palo y los insectos hoja, pero dejo aquí un par de ejemplos más que son verdaderamente asombrosos. La mariposa barón (Euthalia aconthea) vive en India y el sureste asiático. Sus orugas son capaces de camuflarse en las hojas de la manera que se ve en la imagen. Por su parte, el caballito de mar pigmeo de Bargibant (Hippocampus bargibanti) se confunde tan maravillosamente con los corales del género Muricella en los que habita que, según se cuenta, solo fue descubierto cuando se examinó uno de estos corales en un laboratorio.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia 'Muricella'. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Izquierda: una oruga de mariposa barón camuflada sobre una hoja. Imagen de Wohin Auswandern / Flickr / CC. Derecha: un caballito de mar pigmeo en una gorgonia ‘Muricella’. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Pero siendo sorprendentes, estos casos son intuitivamente muy comprensibles desde que Charles Darwin describió la evolución de las especies por medio de la selección natural. La oruga barón y el hipocampo pigmeo son ejemplos extremos de cómo, a lo largo del tiempo, los ejemplares casualmente mejor disimulados en su entorno lograban burlar a los depredadores y reproducirse, transmitiendo su aspecto a sus crías y originando así un proceso de refinamiento progresivo en su camuflaje.

Pero claro, toda apuesta fuerte tiene sus riesgos; la oruga barón y el hipocampo pigmeo tienen todos sus huevos en la misma cesta. Aunque el caballito de mar pasa toda su vida en un solo ejemplar de coral, sin abandonarlo jamás, si por algún motivo perdiera su plaza se convertiría en un bocado de lo más llamativo en otro entorno diferente.

La solución a este inconveniente es el segundo nivel de camuflaje, el activo: los animales que pueden variar su aspecto a voluntad para mimetizarse con el fondo que en cada caso buscan o les cae en gracia. En esta categoría tenemos, por ejemplo, a los camaleones o a los cefalópodos. Anteriormente publiqué aquí un vídeo en el que un pulpo parecía materializarse de la nada ante nuestros ojos. Otro caso similar es el del señorito del siguiente vídeo, un lenguado tropical de la especie Bothus mancus. Cuando se sabe descubierto, cambia de aspecto y huye para confundirse de nuevo con el fondo, sea arena o roca.

Tal vez de la misma especie es este otro artista del disfraz:

Lo que me apabulla es cómo son capaces de hacerlo. Es decir, no cabe duda de que la explicación evolutiva es la misma que en el caso del camuflaje pasivo; los cromatóforos, células pigmentadas, desarrollan sistemas de control de las vesículas que contienen los colorantes, y los animales que manejan el arte del disfraz con maestría tienen más papeletas en la ruleta de la fortuna.

Pero lo que me deja perplejo no es el mecanismo evolutivo, sino, digamos, el fisiológico-cognitivo. Es decir, cómo el reconocimiento visual de un fondo concreto se traduce en la decisión del animal de estrujar, expandir o reorientar sus cromatóforos de manera que repliquen el aspecto de ese fondo. La piel de estos animales es como una especie de pantalla de vídeo capaz de adoptar diferentes colores –e incluso texturas, en el caso de los cefalópodos– en cada píxel (cromatóforo). ¿Cómo es posible que la información visual integrada en el cerebro se interprete para distribuir a distintos rincones de su piel las órdenes de mostrar estas imágenes tan complejas? Una explicación inmediata sería decir: bien, en el caso del lenguado, podría haber dos programas predeterminados, el de arena y el de roca. Cuando el animal observa el fondo, ejecuta una de las dos opciones. Simple, ¿no?

Pero ¿qué me dicen entonces del siguiente vídeo? En él, el presentador de la BBC Richard Hammond coloca a una sepia en un acuario que simula una minúscula sala de estar con patrones de decoración muy, ejem, ingleses. Vean y pásmense; es evidente que la sepia no logra confundirse magistralmente en un fondo con el que jamás en su vida se habían encontrado ella ni todos sus ancestros evolutivos. Pero lo intenta de un modo que resulta portentoso; ¿cómo diablos es capaz de dibujarse cuadros blancos y negros en la espalda? Denle tiempo, y en menos de lo que nosotros tardaríamos en disfrazarnos ella habrá aprendido a hacerlo con la misma rapidez que Mortadelo.

Un puñado de estudios recientes han comenzado a desentrañar el enigma de una manera que aporta una explicación comprensible. En 2010, científicos del Laboratorio de Biología Marina de Woods Hole, en Massachusetts (EE. UU.), descubrieron que la piel de la sepia contiene opsinas, moléculas sensoras de luz de la misma familia a la que pertenecen las que tenemos en la retina y que nos permiten ver. Los mismos científicos han extendido su hallazgo este mes, revelando que la sepia y el calamar poseen opsinas en los cromatóforos de su piel.

Al mismo tiempo, otros dos investigadores de la Universidad de California en Santa Bárbara (EE. UU.) han confirmado el mismo fenómeno en los pulpos, demostrando que la piel responde a la luz sin la intervención del sistema nervioso central ni de los ojos. Aunque estos seguramente continúan aportando un papel fundamental en la capacidad de camuflaje adaptativo de estos animales, el hecho de que la piel reaccione a la luz puede ayudar a explicar esa increíble capacidad de desplegar imágenes complejas en su cuerpo. Según escriben los investigadores, sus resultados sugieren que «la piel del pulpo es intrínsecamente sensible a la luz y que esta detección dispersa de la luz puede contribuir a su habilidad única y novedosa de dibujar patrones».

Buceando en el hielo hacia el origen de la vida en la Tierra

El ser humano conoce los fósiles desde que tenemos registro histórico de nuestras andanzas por esta roca mojada, aunque al principio se confundieran con cosas tan exóticas como huesos de dragones o restos del diluvio universal. Y el hecho de que incluso se intentara explotarles un presunto poder afrodisíaco demuestra la indómita tendencia del ser humano a pensar en el sexo incluso cuando no viene a cuento para nada.

De no ser por los fósiles, solo podríamos imaginar cómo fue la vida terrícola que nunca conocimos. Haciendo un pequeño y rápido experimento mental en el que los fósiles no existen, los estudios genéticos (filogenéticos) nos desvelarían las relaciones de parentesco entre las especies existentes hoy y con ello podríamos estimar los momentos históricos de divergencia entre las distintas ramas evolutivas, aunque no tendríamos patrones de calibración biológicos fiables. Y puede que esto nos ayudara a averiguar qué formas de ciertos genes y qué rasgos fenotípicos son más ancestrales que otros. Y quizá incluso podríamos reconstruir virtualmente fragmentos de secuencias genéticas representativas de antiguas especies extinguidas.

Reconstrucción de una 'Titanoboa' devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Reconstrucción de una ‘Titanoboa’ devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Pongamos un ejemplo: gracias a las secuencias de ADN y a los rasgos fenotípicos podríamos calcular las distancias genéticas entre dos tipos de lagartos, y entre estos y, respectivamente, las serpientes y las culebrillas ciegas (anfisbenios). Sabríamos entonces que estas últimas están evolutivamente más próximas a los lagartos que las serpientes. Podríamos llegar a la conclusión de que estos tres grupos tuvieron un último ancestro común con patas, dado que las culebrillas ciegas del género Bipes aún conservan las delanteras, mientras que las serpientes las han perdido. La anatomía y la embriología nos ayudarían, ya que los embriones de las serpientes llegan a desarrollar unas yemas de patas traseras que luego se reabsorben; excepto en especies primitivas, como boas y pitones, que conservan vestigios de la pelvis y el fémur.

Pero es evidente que sin los fósiles jamás habríamos sabido de la existencia de Titanoboa, una bestia de casi 15 metros y más de una tonelada de peso que vivió hace 60 millones de años y que, según sus descubridores, apenas habría pasado por una puerta doméstica estándar, y podría haber engullido un bisonte si por entonces hubieran existido.

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Resulta que el panda es carnívoro y no lo sabe

Todos lo conocemos como oso panda, pero ¿es realmente un oso? El animal que simboliza la bandera global de la conservación de la naturaleza –gracias a su elección como logo de WWF– fue inicialmente identificado como oso en el siglo XIX, y colocado con los osos más comunes bajo el género Ursus. Sin embargo, los zoólogos lo reubicaron después en la familia de los prociónidos, con el mapache, también conocido como osito lavador por su costumbre de manipular la comida a la orilla del agua. Pero el panda tampoco iba a quedarse quieto ahí; en 1985, cuando secuenciar el genoma completo de una especie aún era un sueño loco, varios estudios moleculares publicados en Nature devolvieron al panda a la familia de los osos, pero situándolo como un disidente temprano de este grupo.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

Así pues, sí, el panda es un oso con todas las de la ley, tanto como el pardo, el polar o el de anteojos. Y es bien sabido que los osos, aunque pertenecen al orden de los Carnívoros, siguen en su mayoría una dieta más o menos omnívora, algo que se refleja también en su dentición. En un extremo se sitúa el oso polar, puramente carnívoro, mientras que el panda parece haber completado una transición evolutiva hacia la alimentación herbívora, cubierta en un 99% por el bambú.

Sin embargo, cuando en 2009 más de 120 investigadores, en su mayoría de China, lograron secuenciar el genoma completo del panda, encontraron algo sorprendente en el ADN del animal: una ausencia total de los genes necesarios para digerir el alimento vegetal. En su lugar, los científicos descubrieron que «probablemente el panda tiene todos los componentes necesarios para un sistema digestivo carnívoro». «Nuestro análisis de los genes potencialmente implicados en la evolución de la dependencia del panda hacia el bambú en su dieta muestra que el panda parece haber mantenido los requerimientos genéticos para ser puramente carnívoro, aunque su dieta sea primariamente herbívora», escribían.

Curiosamente, los autores del estudio, publicado en Nature, comprobaron que el panda con toda probabilidad carece de un tipo de papilas gustativas especializadas en detectar el sabor umami o sabroso, típicamente asociado a los alimentos ricos en proteínas animales. Así, los investigadores presumían que quizá el gusto había influido en la selección de su dieta. Pero con todo, no podían explicar por qué un animal de genes carnívoros, carente de enzimas capaces de digerir la celulosa, solo come bambú.

Y entonces imaginaron una solución: tal vez la respuesta estaba en la flora microbiana de su intestino. «La dieta de bambú del panda no parece estar dictada por su propia composición genética, y en su lugar debe de ser más dependiente del microbioma de su intestino», escribían. «Dado nuestro hallazgo de que algunos de los genes necesarios para la completa digestión del bambú faltan en su genoma, la investigación del microbioma del intestino del panda puede ser importante para comprender sus inusuales restricciones dietéticas».

Pues bien, el estudio del microbioma del intestino del panda por fin ha llegado. Y la sorpresa es aún mayor, puesto que los microbios de su intestino son también típicos de los animales carnívoros. Según publica hoy un equipo de investigadores chinos en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología, las tripas del panda contienen sobre todo Escherichia, Shigella y Streptococcus, bacterias asociadas a la dieta carnívora, en lugar de Bacteroidetes o especies de Clostridium degradadoras de fibra. Según el coautor del estudio Xiaoyan Pang, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, «este resultado es inesperado y bastante interesante, porque implica que la microbiota del intestino del panda gigante puede no haberse adaptado bien a su dieta exclusiva».

Todo lo cual añade un enigma más a este animal de difícil clasificación, complicada reproducción e incierta supervivencia. Y no se trata de un enigma menor: si este animal incluso ha llegado a sacarse de la zarpa un sexto «dedo», un falso pulgar que es en realidad un hueso modificado para agarrar el bambú, ¿qué sentido tiene que en dos millones de años su metabolismo no haya evolucionado de acuerdo a su dieta? O dicho de otro modo, ¿por qué un animal se obstina en consumir una dieta cuando todo en su organismo pide a gritos otra diferente? Los investigadores no han encontrado ni siquiera una hipótesis que aventurar: «Al contrario que otras especies de mamíferos que han desarrollado una microbiota intestinal (y también una anatomía del sistema digestivo) optimizada para sus dietas específicas, la aberrante coevolución del panda gigante, sus preferencias dietéticas y su microbiota intestinal sigue siendo un enigma», escriben.

En cambio, todo lo anterior sí explica otro hecho, y es la enorme voracidad de los pandas, que pasan hasta 14 horas de cada 24 consumiendo hasta 12,5 kilos de hojas y tallos de bambú; en realidad solo llegan a digerir aproximadamente el 17% de todo lo que ingieren, y el resto lo expulsan tal cual lo comieron.

Pero más allá del acertijo biológico, los científicos extraen una conclusión preocupante, y es si esta falta de adaptación complicará aún más la futura supervivencia del panda, del que en 2014 solo quedaban 1.864 ejemplares en libertad, según WWF. Para Pang, el coautor del estudio, la extraña discordancia entre la dieta de los pandas y su perfil alimentario sitúa a esta especie en un «dilema evolutivo». Según el director del estudio, Zhihe Zhang, también director de la Base de Investigación de la Cría del Panda Gigante en Chengdu, la conclusión es que la paradoja alimentaria del panda «puede haber aumentado su riesgo de extinción».

Una rana demuestra por qué los animales saltaron del agua a la tierra

Lo hemos visto representado muchas veces; los que ya nos hemos comido más de la mitad del pastel recordamos la cabecera de aquella serie de dibujos animados, Érase una vez el hombre, en la que se mostraba ese momento evolutivo crucial en la historia de la vida en la Tierra, hace tal vez unos 400 millones de años, cuando algo parecido a un pez de robustas aletas salió del agua para aventurarse por primera vez a la vida en territorio seco. De ese tetrápodo basal de vida anfibia, con sus cuatro extremidades, hemos descendido todos los vertebrados terrestres.

Aunque no conozcamos a este animal, y tal vez nunca lleguemos a conocerlo, sí hemos llegado a descubrir a alguno de sus parientes cercanos. En 2006, la revista Nature nos presentó al Tiktaalik, un pez sarcopterigio o de aletas lobuladas –el grupo del que derivan los tetrápodos– que vivió hace 375 millones de años y que ya parecía estar pensándose lo de la vida terrestre: en sus aletas delanteras se insinuaban dedos, muñecas y hombros; tenía cuello, y probablemente pulmones primitivos comunicados con el exterior por espiráculos, como las ballenas, que le permitían respirar aire cuando sus branquias fallaban en las aguas someras pobres en oxígeno. Nuevas pistas sobre el Tiktaalik aparecieron el pasado año, cuando por fin se recuperó un fósil de sus extremidades posteriores y pudo comprobarse que también poseía una pelvis y unas caderas fuertes para sostener sus cuartos traseros.

Una pista sobre cómo ocurrió esta transición del agua a la tierra nos la dan algunos peces actuales que son capaces de desenvolverse en ambos medios. En agosto de 2014 otro estudio, también en Nature, describía casi un experimento de evolución en vivo y en directo. Un equipo de investigadores canadienses crió dos grupos de bichires de Senegal (Polypterus senegalus), un pez africano de agua dulce que posee pulmones primitivos y que tanto puede nadar como impulsarse sobre el suelo con sus aletas. Uno de los dos grupos fue criado durante ocho meses en tierra y el otro en el agua. Cuando los primeros alcanzaron la edad adulta, los científicos descubrieron que caminaban mucho mejor que sus congéneres acostumbrados al agua. Es más; los bichires criados en tierra mostraban un esqueleto y una musculatura mejor adaptados a la vida terrestre que los de sus primos acuáticos.

Una nota al margen: algún lector con formación en biología tal vez esté pensando que el experimento se arroja de cabeza al lamarckismo. Por no caer en demasiada digresión, recordaré brevemente que, en la evolución darwiniana, las jirafas de cuello largo sobrevivieron porque alcanzaban las hojas más altas, mientras que en la evolución lamarckiana las jirafas estiraban el cuello para alcanzar las hojas más altas y transmitían este estiramiento a sus crías. Pero a quien esté pensando en esta objeción, seguro que también le resultará familiar el concepto de plasticidad fenotípica, según el cual un repertorio genético puede originar distintos fenotipos que se refuerzan en función de las condiciones ambientales. Y quizá este sea el caso de los bichires; de hecho, los autores del estudio defendían que esta plasticidad pudo ser la clave para que los primeros tetrápodos anfibios dieran el salto a tierra. Después de todo, Lamarck no estaba tan equivocado (más detalles aquí).

Pero si el experimento de los bichires nos muestra cómo se produjo este pequeño paso para un pez, pero gran salto para los vertebrados, en cambio no nos explica por qué. ¿Qué necesidad teníamos aquellos organismos, bien adaptados a nuestra vida acuática, de complicarnos la vida en un medio donde cuesta mucho más transportar nuestro propio peso y por tanto perseguir a nuestras presas o escapar de nuestros depredadores, y aún más, donde es necesario practicar el engorroso ejercicio de depositar el esperma directamente en el interior de la hembra para reproducirnos? (Entiéndase el engorro desde el punto de vista evolutivo y metiéndonos en la piel de un feliz tetrápodo basal).

La respuesta es obvia: ahí fuera había todo un mundo de posibilidades y recursos sin explotar. La competencia en el agua era feroz; sin embargo, en tierra había toda clase de plantas y ricos insectos por aprovechar. Pero siendo una explicación ecológicamente satisfactoria, puede parecer demasiado generalista o, si se quiere, incluso teleológica; es decir, que asume una causa final. Para encontrar un motivo más directo por el que la opción terrestre resulte ventajosa para un organismo, hay que pensar en términos más inmediatos. Y ahora, dos investigadores de EE. UU. podrían haber encontrado algo que encaja.

Un ejemplar de la rana 'Dendropsophus ebraccatus' en Costa Rica. Imagen de Geoff Gallice / Wikipedia.

Un ejemplar de la rana ‘Dendropsophus ebraccatus’ en Costa Rica. Imagen de Geoff Gallice / Wikipedia.

Justin Touchon, del Vassar College, y Julie Worley, de la Universidad Estatal de Portland, han estudiado un animalito peculiar. Se trata de una rana tropical de Centroamérica y el norte de Suramérica que responde al nombre científico de Dendropsophus ebraccatus y que tiene una particularidad única entre todos los vertebrados: es capaz de poner sus huevos en el agua o fuera de ella, siempre que encuentre una hoja húmeda y sombreada. Los investigadores examinaron qué condiciones mueven a la rana a elegir un lugar u otro para la puesta. En el agua, los huevos de la ranita sufren el acoso de depredadores como los peces, mientras que la desecación es el mayor riesgo en tierra.

Según el estudio, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, siempre que hay riesgo de desecación las ranas eligen poner sus huevos en el agua. Pero también son capaces de detectar cuándo hay peces en el hábitat, y en este caso eligen la puesta en tierra incluso cuando hay peligro de desecación. Los investigadores apuntan que los renacuajos se desarrollan más rápidamente en el agua; es decir, que dejar los huevos en tierra tiene un cierto coste. Pero para la rana, esta opción ofrece mayores posibilidades de éxito reproductivo frente a los depredadores.

Para Touchon y Worley, sus observaciones revelan una motivación que pudo justificar el uso mixto de ambos hábitats, agua y tierra, por parte de los primeros anfibios. «Esto proporciona, hasta donde sabemos, la primera prueba experimental de que el riesgo de depredación acuática influye en la oviposición no acuática y apoya fuertemente la hipótesis de que impulsó la evolución de la reproducción terrestre», escriben.

Este fue el abuelo de todas las aves (si no es un cuento chino)

Que pase Archaeornithura meemannae, el abuelo de todas las aves. Esta especie de 130,7 millones de años de edad y de nombre poco memorable, coetánea de los dinosaurios del Cretácico temprano como el braquiosaurio, debutó ayer en la revista Nature Communications con el glorioso título de ser el más antiguo representante del grupo de los ornituromorfos o euornites, del que derivan las aves modernas. La nueva especie, descrita gracias a dos fósiles hallados en China, supera en cinco o seis millones de años de antigüedad al que hasta ahora se tenía por el más viejo antepasado de las aves con derecho a ser considerado uno de los suyos.

Con la información disponible hoy, se cree que las aves comenzaron a evolucionar a partir de los dinosaurios emplumados durante el Jurásico, hace unos 160 millones de años. El registro fósil del Mesozoico (Triásico+Jurásico+Cretácico) no es pródigo en antepasados de este grupo, por lo que el camino evolutivo que condujo hasta las aves actuales aún se está dibujando y redibujando en la pizarra. El primer paso fue el hallazgo del Archaeopteryx, una especie descubierta en Alemania en el siglo XIX y que por entonces fue celebrada como el primer pájaro de la historia de la Tierra. Hoy se piensa que el Archaeopteryx no era una verdadera ave, sino una forma de transición a la que después se han añadido otras especies más antiguas como Anchiornis o Xiaotingia.

Reconstrucción del 'Archaeornithura meemannae', un ave del Cretácico temprano. Imagen de Zongda Zhang.

Reconstrucción del ‘Archaeornithura meemannae’, un ave del Cretácico temprano. Imagen de Zongda Zhang.

Los ornituromorfos comprendían más o menos la mitad de las especies de aves presentes en el Mesozoico. Otros grupos hermanos incluían a los enantiornithes, animales que retenían los dientes en el pico y las garras en las alas. Estos últimos no lograron superar la gran extinción que barrió el 75% de las especies del Mesozoico hace 66 millones de años cuando un inmenso asteroide o cometa colisionó con la Tierra junto a la actual península de Yucatán, según la teoría más aceptada. Así, todas las aves actuales descienden de los ornituromorfos, entre los cuales el Archaeornithura es el nuevo padre fundador.

Los dos especímenes proceden de la formación rocosa de Huajiying, en la cuenca de Sichakou de la provincia de Hebei, al noreste de China. Los fósiles cayeron en manos del Museo de Historia Natural de Tianyu, en Shandong, donde fueron analizados por un equipo del propio museo y de otras instituciones, dirigido por los paleontólogos Min Wang y Zhonghe Zhou. El buen estado de conservación de los fósiles, que incluye las huellas de todo su plumaje, ha permitido a los investigadores reconstruir un ave cuyo aspecto general no llamaría la atención hoy, salvo por las garras en las alas. Los científicos proponen que era una especie apta para el vuelo y de vida semiacuática, con largas patas que empleaba para caminar por aguas someras y alimentarse allí.

Pero una vez explicado todo lo anterior, hay que hacer una salvedad, y es que los dos especímenes de Archaeornithura no son producto de una excavación científica, sino que llegaron al museo de Shandong de manos de un comerciante de fósiles. En China existe un pujante mercado negro de estas piezas; y como siempre sucede cuando cualquier mercancía es objeto de comercio clandestino, abundan las falsificaciones. Muchas de ellas se venden en eBay a coleccionistas novatos –China prohíbe la exportación de fósiles auténticos–, pero algunas están fabricadas para engañar a los científicos y son verdaderas obras de minuciosa artesanía.

En 1999, la mismísima National Geographic picó el anzuelo, al anunciar a bombo y platillo el descubrimiento del Archaeoraptor, un animal a medio camino entre las aves y los dinosaurios que solo un año después se reveló como falso. Fue necesario un escáner de tomografía computerizada de rayos X para descubrir que se trataba de un elaborado mecano de 88 piezas armado con una lechada de albañil sobre una lámina de pizarra.

Pero incluso si los fósiles son auténticos, el hecho de que procedan de tratantes impide conocer su verdadero origen; en ocasiones, los vendedores podrían mentir sobre el lugar donde fueron hallados si con ello añaden más antigüedad a la pieza y consiguen un precio mejor. Un posible ejemplo es el caso del Aurornis, una especie de transición entre dinosaurios y aves cuya descripción se publicó en 2013 en Nature, y que ganaba al Archaeopteryx en 10 millones de años. Sin embargo, solo una semana después Science reveló que los autores del estudio no estaban realmente seguros de la procedencia del fósil, que se había adquirido a un tratante. Si el enclave del hallazgo era otro diferente al anunciado, los 160 millones de años del ejemplar se quedarían en solo 125, lo que dejaría el Aurornis como posterior al Archaeopteryx y por tanto mucho menos valioso.

En el caso del nuevo Archaeornithura, el estudio aporta una elaborada justificación sobre la procedencia de los fósiles que ha convencido a los autores y, al parecer, a los expertos encargados de aprobar su publicación. Debería ser suficiente. ¿O no? Sorprendentemente, en el artículo de Science en el que se revelaban las dudas sobre la procedencia del Aurornis, el subdirector del área de biología de la propia revista reconocía que hasta ahora no se habían ocupado de este nimio detalle. Es decir: una revista como Science no exige a los autores que justifiquen la procedencia de sus fósiles. Lo cual nos deja ante la inquietante posibilidad de que una parte del pasado de nuestro planeta se haya fabricado en talleres chinos.

Los españoles, bajitos desde hace ocho mil años

¿Seguimos evolucionando los humanos? Es una interesante pregunta para charlas de café entre biólogos, pero también un activo campo de investigación que nos revela pistas clave sobre nuestro pasado. Y es algo que no se puede responder simplemente con un sí o un no. No cabe ninguna duda de que nuestros genes siguen y seguirán cambiando, mutando y recombinándose; la variación sigue en acción. Pero si orientamos la pregunta hacia el futuro, y dejando de lado esas fantasías que suelen pintar a nuestros lejanos tatara-descendientes como cabezones calvos con miembros muy finos –¿la imagen arquetípica de los alienígenas?–, la intuición y la lógica nos sugieren que en gran medida ya no seremos objeto de selección natural.

Primero, nuestras poblaciones se mezclan en tal grado que hoy es difícil que una variante genética se fije de manera apreciable en una comunidad. Además, viajamos, nos movemos mucho; cambiamos de ambiente constantemente, por lo que no somos esclavos de un entorno determinado. Y de todos modos, las sociedades desarrolladas viven muy alejadas de la naturaleza o, dicho de otro modo, modificamos la naturaleza en la medida que nos permite nuestra tecnología para que no nos imponga condicionamientos de vida o muerte. Y por último, tratamos –al menos en teoría– de que nuestra sociedad no se base en la supervivencia del más apto: tenemos medicamentos, cirugía, prótesis y sistemas de ayudas sociales para que los más débiles no se queden atrás. En resumen: ni hay una potente señal genética definida que seleccionar, ni dejamos que el entorno actúe para seleccionarla.

Pero en realidad, cuando hablamos de ahora, debemos considerar un ahora en términos evolutivos. Para la evolución, 10.000 años no son nada, y en este caso deberíamos responder que la clave, y por tanto las huellas, sobre nuestra evolución actual están en un período que desde el punto de vista histórico diríamos amplísimo, miles de años, pero que biológicamente es apenas un parpadeo. En realidad, somos una especie tremendamente reciente en este planeta, unos críos evolutivos en comparación con muchos otros habitantes de la roca mojada a los que, sin embargo, hemos superado en el dominio de nuestro entorno, y del suyo.

Desde que es posible secuenciar genomas completos a media escala –dejaremos el epíteto de «gran» para las próximas generaciones de tecnologías de secuenciación–, con cierta rapidez y a costes asequibles, hemos logrado ya leer genomas humanos en cantidades que superan el rango de los 100.000. Con muestras tan amplias, es posible analizar las huellas de la evolución en nuestro genoma. En el último decenio, muchos investigadores han buscado estos signos de selección natural en nuestros genes, y han encontrado el rastro que en el ADN nos han dejado las épocas pasadas en las que aún éramos bastante más vulnerables a nuestro entorno.

Sin embargo, estos estudios tienen una limitación, y es que analizan las pistas en nuestros genomas después de miles de años en los que los humanos hemos pasado por todo ese proceso de revoluciones radicales hasta convertirnos en una especie tecnológica y global. Y esto es como tratar de descubrir las pistas del crimen después de que el señor Lobo haya visitado el escenario.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Ahora, por primera vez un estudio ha abordado la búsqueda de señales de selección natural en una extensa muestra de 83 genomas humanos europeos antiguos que cubren una buena parte de lo sucedido en los últimos 8.000 años, desde la revolución agrícola del Neolítico. Ahí es donde podemos encontrar las huellas frescas de lo que la selección natural hizo con nuestras variantes genéticas en tiempos en que aún no disponíamos de inyecciones de insulina ni de aviones en los que marcharnos a vivir a Australia. Según escriben los investigadores, «el ADN antiguo hace posible examinar poblaciones como eran antes, durante y después de los eventos de adaptación, y así revelar el tempo y el modo de selección».

En el estudio han participado investigadores de tres continentes, incluyendo al arqueólogo Manuel Rojo Guerra de la Universidad de Valladolid y al experto en ADN antiguo Carles Lalueza Fox, director del Laboratorio de Paleogenómica del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC y la Universitat Pompeu Fabra, bajo la dirección de Iain Mathieson y David Reich, del Departamento de Genética de la Facultad de Medicina de Harvard (EE. UU.).

Los científicos parten de los recientes hallazgos que sitúan el origen de la población europea actual en tres grupos ancestrales: los pastores yamnaya que llegaron desde Siberia; los primeros agricultores europeos, de tez clara y pelo y ojos oscuros; y por último, los cazadores-recolectores indígenas del oeste de Europa, de piel morena y ojos azules. Los insólitos rasgos de este último grupo fueron conocidos cuando el grupo de Lalueza secuenció el primer genoma humano del Mesolítico, de un individuo de hace 7.000 años encontrado en el yacimiento leonés de La Braña. Aquel cazador-recolector ibérico llevaba las variantes africanas de los genes de pigmentación de la piel, pero también las responsables de los ojos azules en los europeos actuales.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

El individuo de La Braña es uno de los analizados en el estudio, junto con decenas de otros que cubren las tres poblaciones entre unos 8.000 y unos 4.000 años atrás, a los que se han añadido como comparación los genomas de poblaciones europeas actuales. Con todo este conjunto de datos y analizando más de 300.000 posiciones del genoma, los científicos han logrado identificar cinco lugares en el ADN que revelan la acción de la selección natural, y que son responsables de rasgos relacionados con la pigmentación y la dieta.

Una de las principales conclusiones del estudio, y tal vez la más curiosa, es que los genomas revelan una clara señal de selección natural a favor de la baja estatura que se impuso en la población ibérica con la llegada de la agricultura, hace unos 8.000 años. «Tanto las muestras ibéricas del Neolítico Temprano como del Neolítico Medio presentan evidencias de selección de una estatura reducida», escriben los científicos. «Así pues, el gradiente [diferencia] selectivo de estatura en Europa ha existido durante los últimos 8.000 años. Este gradiente fue establecido en el Neolítico Temprano, aumentó hacia el Neolítico Medio y disminuyó en algún punto posterior». Por el contrario, los investigadores no han encontrado señales de selección natural a favor de una mayor estatura en las poblaciones nórdicas, aunque sí en los yamnaya siberianos. Según los datos de los genomas actuales, hoy nuestra estatura continúa ligeramente por debajo de la media en Europa central, pero muy lejos del abismo entre ambos grupos que existía en el Neolítico Temprano y sobre todo en el Medio.

En resumen, los pobladores ibéricos ancestrales, como el individuo de La Braña, eran altos y atezados; con el Neolítico y la agricultura, se impuso un patrón de bajitos de piel clara –hasta hoy, algo más morena que en los nórdicos– que era evolutivamente favorable. En otras palabras: el tópico del español bajito como físicamente disminuido frente a las soberbias estaturas de los europeos del norte y del este cambia completamente de sentido. Por alguna razón, desde el comienzo del Neolítico la baja estatura fue una adaptación favorable para los ibéricos, un rasgo físico que les preparaba mejor para la supervivencia en su entorno concreto, mientras que los nórdicos eran altos por defecto. ¿Por qué fue así? Tardaremos unos meses en conocer las hipótesis de los investigadores; el estudio, aún sin publicar, se encuentra disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv.org. Según me han informado Mathieson y Reich, actualmente está sometido a revisión en una revista, y hasta su publicación oficial no están autorizados a comentarlo.

El de la estatura no es el único rasgo en el que los investigadores han comprobado la acción de la selección natural o la ausencia de ella. Contrariamente a lo que esperaban, no detectaron selección en caracteres inmunológicos; según la teoría, la llegada de la agricultura propició el sedentarismo y el crecimiento de comunidades humanas más densas, lo que habría impuesto la necesidad de fortalecer el sistema inmunitario para hacer frente a las enfermedades transmisibles. Sin embargo, los científicos no han encontrado ninguna huella de este reforzamiento inmunológico en los genomas antiguos.

Por otra parte, los resultados revelan nuevas pistas sobre la conservación de la lactasa, la enzima capaz de degradar la lactosa que nos permite alimentarnos de la leche y que originalmente se perdía en los humanos después del destete. El estudio confirma trabajos previos según los cuales la persistencia de esta enzima en los adultos es de aparición tardía; surge en Europa central solo hace unos 4.300 años, y esto a pesar de que poblaciones ancestrales como los yamnaya siberianos se dedicaban al pastoreo, lo que sugiere que no aprovechaban la leche como recurso alimenticio.