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Ah, pero ¿hay que pagar peajes por evolucionar?

En mi artículo anterior sobre el alzhéimer saqué a la pantalla el concepto de peaje evolutivo, pero he comprendido que esta idea necesita una explicación, ya que puede resultar contraria a la intuición. Al fin y al cabo, ¿no es absurdo que haya que pagar peajes por evolucionar, como si los seres vivos circularan por una autopista que permite viajar más aprisa y cómodamente, pero a un precio? ¿Acaso la evolución no nos ha hecho perfectos, sobre todo a los seres humanos, en comparación con aquellos homínidos a medio hacer y con los que se quedaron en el camino, como los simios? ¿No era aquello de la supervivencia del más fuerte, como dijo Darwin?

La respuesta a todas las preguntas anteriores es NO. La cultura popular transmite una idea de la evolución que es garrafalmente errónea, pero contra la cual uno ya puede adosar un megáfono a la furgoneta y ponerse a pregonarlo cual chatarrero o tapicero, que de poco sirve.

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Charles Darwin nunca habló del más fuerte, sino del más apto, traducción de fittest. El verbo to fit puede traducirse también como ajustar; un zapato no es mejor por el hecho de ser más grande o más resistente, sino que se trata de encontrar el que mejor se ajusta a nuestro pie. En el caso de la naturaleza, el pie es el entorno, el medio en el que viven las especies. Ser más apto significará algo distinto en cada caso; no se trata de ser el más fuerte, ni el más listo, ni de estar en mejor forma física. Puede significar, en función del medio, ser más verde, o más oscuro, o más peludo, flexible o pequeño. Vuelvo a citar un estudio pendiente de publicación en el que se revela cómo hace 8.000 años la selección natural en la Península Ibérica favoreció a los humanos de menor estatura, tal vez porque se adaptaron mejor a un clima más frío y a una dieta más pobre en una población no acostumbrada a estas condiciones.

En segundo lugar, tampoco deberíamos hablar de supervivencia, sino de la reproducción del más apto; la naturaleza no lleva registros de longevidad, por lo que sobrevivir solo cuenta durante el tiempo necesario para dejar descendientes. Es decir: si se trata de llegar a la edad adulta, podemos hablar de que una mayor aptitud para la supervivencia favorece las posibilidades de reproducción. Pero entre individuos que alcanzan la madurez sexual, los rasgos que deciden si alguien lega sus genes a la siguiente generación no tienen por qué estar relacionados con la capacidad de una existencia más larga (salvo excepciones). En algunos ejemplos clásicos que Darwin incluyó dentro de la selección sexual, tenemos el plumaje del pavo real, la melena del león o las cuernas de los ciervos; rasgos como estos determinan quién triunfará entre las hembras de su especie.

Curiosamente, la expresión «survival of the fittest» no fue acuñada por Darwin, sino que este la tomó prestada de su verdadero autor, el policientífico victoriano Herbert Spencer, teórico de la doctrina económica del liberalismo clásico. Después de leer la edición original de El origen de las especies publicada cinco años antes, Spencer inventó la expresión en sus Principios de Biología (1864) para establecer un paralelismo entre las teorías biológicas de Darwin y las suyas propias en economía. Y quizá de aquí viene en parte la frecuente confusión, porque Spencer se tomó la libertad de explicar el término como «la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida», una visión hipercompetitiva de la economía que dio origen a la idea de darwinismo social.

De hecho, y aunque la interpretación de Spencer fuera sesgada para apoyar una determinada postura política, lo cierto es que biología y economía a menudo comparten principios similares, y los expertos de una y otra disciplina con frecuencia se toman teorías prestadas. Esto no implica, ni mucho menos, que la naturaleza de la organización humana sea egoísta y cruel; la naturaleza, al contrario de lo que suelen retratar los documentales que tienden a los espectadores el cebo del sensacionalismo, tampoco siempre lo es: entre las especies biológicas existen muchos ejemplos de cooperación, decisiones en grupo destinadas al bien común, comportamientos prosociales (recientemente he hablado de las ratas) e incluso altruismo.

Un caballito de mar pigmeo de Bargibant ('Hippocampus bargibanti') sobre una gorgonia del género 'Muricella'. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Un caballito de mar pigmeo de Bargibant (‘Hippocampus bargibanti’) sobre una gorgonia del género ‘Muricella’. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Un caso clásico de economía que tiene extrapolación a la biología es el de la diversificación financiera; dicho más llanamente, el famoso ejemplo de la cesta y los huevos: quien pone todos sus huevos en la misma cesta corre más riesgo de perderlo todo. Pensemos ahora en el caballito de mar pigmeo, del que hablé aquí recientemente y que está exquisitamente adaptado para mimetizar el aspecto del coral en el que vive. Este animal ha puesto todos sus huevos evolutivos en la misma cesta. Su camuflaje es espléndido para engañar a los depredadores, pero está tan especializado que es completamente inútil, e incluso perjudicial, en cualquier otro lugar; si por un cambio en las condiciones del medio su coral desapareciera, el caballito de mar pigmeo probablemente se extinguiría, ya que en otro entorno sería presa fácil.

Aquí tenemos el ejemplo más simple de peaje evolutivo: el caballito de mar pigmeo paga un precio por su perfecta capacidad de camuflaje. Pero en otros casos no hace falta siquiera un cambio en las condiciones del medio para que la naturaleza se cobre ese precio. Pensemos en otro ejemplo que cité en el artículo anterior, el de los heterocigotos para la anemia falciforme. En principio, quienes poseen una copia del gen correcto y otra del defectuoso no desarrollan la enfermedad, y son más resistentes a la malaria que quienes llevan dos genes sanos. Pero esta ventaja también impone un precio, ya que la presencia de la versión enferma del gen puede ocasionarles otros problemas de salud. Este fenómeno, llamado selección de equilibrio, ha hecho que en las áreas endémicas de malaria se conserve el gen de la anemia falciforme, y demuestra claramente que el más apto no es necesariamente el más fuerte.

En inglés, el término que me permito traducir libremente como peajes se conoce como trade-offs (ya, ya, pero aún peor es la traducción que propone la Wikipedia, sacrificios, aunque se podría hablar de compensaciones): gano algo y pierdo algo, pero el balance final me resulta ventajoso. A veces, la existencia de trade-offs viene determinada por el hecho de que los genes no se escogen uno a uno como los Sugus de un tarro, sino en paquetes de sabores surtidos que vienen juntos y que no podemos elegir, aunque los de piña no nos gusten. En genética, el paquete de Sugus es un cromosoma; cada uno de ellos puede contener una versión de un gen que nos hace más aptos, pero tal vez venga ligado con otra forma de otro gen que nos perjudica, aunque el balance final sea favorable. Este fenómeno se conoce como autoestopismo genético, o hitchhiking: un gen consigue un viaje gracias a otro.

Incluso en el caso de un mismo gen que controla varias funciones en distintos órganos (lo que se conoce como pleiotropía), una mutación puede favorecer una de ellas y al mismo tiempo perjudicar a otra. A esto se le llama pleiotropía antagónica y se ha propuesto para explicar la senescencia: ciertas taras que aparecen en edades avanzadas existen porque dependen de genes que ofrecen ventajas reproductivas en la juventud. Por ejemplo, en los humanos, los niveles más altos de testosterona son sexualmente ventajosos en la edad fértil, pero pueden aumentar el riesgo de padecer cáncer de próstata en la vejez.

Siguiendo con los ejemplos económicos, algunos biólogos evolutivos estudian y explican los trade-offs utilizando conceptos como el llamado óptimo de Pareto, la situación de distribución de recursos en la cual no es posible favorecer a un individuo sin perjudicar al mismo tiempo al menos a otro. Los biólogos teóricos lo aplican a los fenotipos, o conjuntos de rasgos; cuando no existe un fenotipo óptimo para todas las situaciones, los mejor adaptados se mueven en el llamado frente de Pareto. Considerando el caso más sencillo, con solo dos situaciones o tareas, los dos fenotipos extremos, o arquetipos, se colocan en sendos ejes de coordenadas. Así se define el llamado morfoespacio, un gradiente bidimensional de todos los fenotipos intermedios posibles. El frente de Pareto es una línea que une los dos arquetipos, y en él se sitúan todos los fenotipos más próximos a ambos arquetipos que la parte del morfoespacio que queda debajo. Esos fenotipos óptimos resultan ser medias ponderadas de los dos arquetipos; volvemos al ejemplo de la cesta y los huevos.

Los trade-offs evolutivos se conocen ya desde tiempos de Darwin, y son un activo campo de investigación en biología. De hecho, un modelo publicado en 2014 llega a sugerir que los trade-offs son la principal fuente de diversificación evolutiva cuando los recursos son escasos. Según el estudio dirigido por los investigadores de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.) Bjørn Østman y Christoph Adami, en ausencia de trade-offs se favorecen las especies generalistas, disminuyendo la diversificación a pesar de la competencia por los recursos limitados.

Mañana, la aplicación a los humanos de los trade-offs evolutivos, y explicaré con más detalle el caso del alzhéimer.

Lo que Darwin sí dijo (pero bajito)

Me arriesgaría a apostar, aunque no más de una cena, a que la mayoría de la gente con un cierto nivel educativo posee una noción básica sobre evolución biológica. Pero apostaría todas mis fichas a que, si pedimos a alguien que nos resuma el darwinismo en tres ideas, al menos dos de ellas (si no las tres) serán cosas que Darwin nunca dijo. El conocido como padre de la evolución no lo sabía todo, y de hecho en algún asunto patinó sonoramente, como con su alucinatoria propuesta de la pangénesis que explicaré más abajo. Muchas de las ideas hoy atribuidas popularmente a Darwin son posteriores a él (o son simplemente erróneas). El trabajo del naturalista inglés consistió sobre todo en rescatar, condensar e hilar conceptos de su época, combinándolos a la vez con observaciones propias para fusionarlo todo en el primer corpus científico que explicaba la evolución biológica con un rango de teoría completa y con un repaso increíblemente exhaustivo de la historia natural de entonces. Darwin aportó, sobre todo, sistemática y razonamiento.

El Darwin niño, con siete años, apuntando maneras de naturalista (1816). Pintura de Ellen Sharples.

El Darwin niño, con siete años, apuntando maneras de naturalista (1816). Pintura de Ellen Sharples.

Pero también es justo reconocerle a Darwin una intuición fuera de lo común. Perdonándole lo de la pangénesis, en otros casos incluso supo intuir qué había más allá de las fronteras donde su teoría terminaba, aunque no pudiera precisarlo. Una de esas enormes intuiciones del naturalista apuntó a algo en lo que más de uno fallaría una pregunta de concurso. Si preguntamos a cualquier estudiante de biología si la selección natural es el único mecanismo de evolución, la respuesta será que no: en el siglo XX, el pensamiento de Darwin se entroncó con las leyes de la herencia formuladas por Mendel en la llamada teoría sintética, que abrió la puerta al posterior estudio de la evolución desde la perspectiva genética. Desde entonces a la selección natural se han añadido otros mecanismos como la deriva genética o el flujo genético. Pero si en cambio preguntáramos «¿propuso Darwin que la selección natural era el único mecanismo de evolución?», quizá ahí más de uno dudaría en su respuesta. Y lo que tal vez sorprenda a muchos es que el propio Darwin cerró su introducción a El origen de las especies dejando caer, como quien no quiere la cosa, esta frase: «Además, estoy convencido de que la selección natural ha sido el medio más importante, pero no el único, de modificación».

Es más: en ediciones posteriores de la obra, Darwin añadió este párrafo en su Recapitulación y conclusión:

Y como mis conclusiones han sido recientemente muy tergiversadas y se ha afirmado que atribuyo la modificación de las especies exclusivamente a la selección natural, se me permitirá hacer observar que en la primera edición de esta obra y en las siguientes he puesto en lugar bien visible –o sea al final de la Introducción– las siguientes palabras: «Estoy convencido de que la selección natural ha sido el modo principal, pero no el único, de modificación». Esto no ha sido de utilidad ninguna. Grande es la fuerza de la tergiversación continua; pero la historia de la ciencia muestra que, afortunadamente, esta fuerza no perdura mucho.

Pobre Darwin. Si levantara la cabeza…

En fin. A lo que iba. En concreto, Darwin admitió que no podía explicar por qué en los seres vivos aparecían modificaciones de «ninguna utilidad directa» o en «órganos de poca importancia», sobre las cuales en principio no actuaría la selección natural. «Variaciones que, dentro de nuestra ignorancia, nos parece que surgen espontáneamente», escribió. Una explicación a este problema sería lo que hoy conocemos como deriva genética, que fija variaciones en los genes al azar sin intervención de una presión selectiva, y que de ningún modo entraba en los cálculos de Darwin. Pero ahora viene lo bueno: a propósito de estas variaciones, Darwin también escribió que sobre estos «caracteres insignificantes» la selección natural podría haber actuado «por estar relacionados con diferencias constitucionales». A este concepto lo llamó «leyes de crecimiento», y lo explicó así: «cuando se modifica un órgano, se modificarán los otros, por ciertas causas que vislumbramos confusamente […], lo mismo que por otras causas que nos conducen a los muchos casos misteriosos de correlación, que no comprendemos en lo más mínimo». Del mismo modo, al hablar del concepto de variación correlativa, escribió: «con esta expresión quiero decir que toda la organización está tan ligada entre sí durante su crecimiento y desarrollo que, cuando ocurren pequeñas variaciones en algún órgano y son acumuladas por selección natural, otros órganos se modifican».

Ahí lo tienen: a pesar de no poder explicarlo, Darwin logró anticipar un concepto tan moderno que no se ha desarrollado formalmente hasta el último cuarto del siglo XX, y que se conoce como genetic draft o hitchhiking (autoestopismo). Una forma de un gen (o alelo) que es neutral en cuanto a su impacto, y que por tanto no está sometida a selección natural, puede conservarse en una población porque está vinculada con otra variación genética que sí es beneficiosa; de ahí la expresión de que el alelo neutral viaja en autoestop montado en un vehículo ajeno.

Aquí no acaban las contribuciones de Darwin que a menudo se soslayan y que tienen una fuerte presencia actual en la comprensión de la evolución. Por ejemplo, un enfoque que ha cobrado importancia desde finales del siglo XX es la llamada evo-devo, o biología evolutiva del desarrollo, una disciplina que integra los estudios embriológicos para describir el curso de la evolución de las especies. Darwin no fue el primer naturalista en fijarse en la embriología comparada y sacar conclusiones de ella respecto a la clasificación de los seres vivos, pero sí integró el estudio de los embriones dentro de sus pruebas a favor de su sistema evolutivo. «La comunidad de conformación embrionaria revela, pues, comunidad de origen, escribió». «La importancia de los caracteres embriológicos y de los órganos rudimentarios en la clasificación se comprende según la opinión de que una ordenación natural debe ser genealógica». Con su trabajo, sentó las bases para la que podría denominarse la primera teoría rudimentaria de evo-devo, la teoría de recapitulación de Ernst Haeckel, según la cual la ontogenia, el desarrollo del individuo desde su estado embronario más temprano, repetía la filogenia, o proceso evolutivo de la especie.

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Por último, no está de más mencionar también que incluso el ramalazo lamarckista de Darwin ha sido rehabilitado recientemente. El francés Jean-Baptiste Lamarck defendía que ciertos caracteres adquiridos durante la vida del individuo, por ejemplo el desarrollo de ciertos músculos debido al ejercicio, podían ser transmitidos a la descendencia. Aunque generalmente se dice que Darwin refutó el lamarckismo en favor de una variación no relacionada con el estilo de vida de cada ser vivo, esto no es del todo cierto: el inglés estudió lo que llamaba caracteres debidos al uso o al desuso, y trató de explicar su herencia mediante la teoría de la pangénesis, mencionada más arriba, según la cual las células del organismo afectadas por este uso o desuso producían unas «gémulas» que transmitían esta información al espermatozoide y al óvulo. Aunque la pangénesis fue una estrepitosa metedura de pata, lo cierto es que en las últimas décadas se han desarrollados dos conceptos que explican cómo ciertos rasgos pueden surgir sin alteraciones en la secuencia de los genes.

Por un lado, la epigenética estudia modificaciones químicas en el ADN que no afectan a su secuencia, pero sí a su función, y que pueden transmitirse. Y en segundo lugar, la plasticidad fenotípica es otra idea que hoy se maneja para explicar cómo el repertorio genético puede incluir distintas opciones que afectan a los caracteres del individuo y que se manifiestan de una manera o de otra en función del entorno ambiental. En tiempos de Darwin, algunos naturalistas habían notado cómo ciertas variedades domésticas, por ejemplo de caballos y palomas, a veces parecían revertir espontáneamente a los que se consideraban como rasgos ancestrales de la especie. De la lectura de El origen se deduce que a Darwin le incomodaba esta idea porque no lograba explicarla fácilmente, aunque no se atrevía a negar las observaciones al respecto. Pero su intuición fue sorprendente al escribir sobre la existencia de «caracteres latentes» que se han diluido en la mezcla de sangres a lo largo de generaciones (como él lo describía), y que podían resurgir bajo ciertas condiciones ambientales. Casi se quedó a un paso –el del concepto de gen, que en su época aún no existía– para comprender que estas «reversiones» a veces podían producirse también debido al flujo genético entre variedades de una especie que aún no están aisladas reproductivamente. «La fuerza mayor o menor de la herencia o reversión determinan qué variaciones serán duraderas», escribió (¿y me lo parece a mí, o sugirió así el concepto de canalización?). Y de paso, aprovechó esta capacidad de reversión como una prueba más de que las especies no fueron creadas separadamente, sino que derivaron de un tronco común.

Por suerte, hoy no solamente disponemos de un mayor conocimiento teórico para validar lo que en tiempos de Darwin eran hipótesis razonables y bien fundadas, sino que también múltiples experimentos nos han permitido contemplar cómo funciona la evolución en acción ante nuestros mismos ojos. Hace tiempo ya comenté aquí un estudio que mostraba cómo un equipo de científicos había bombardeado cultivos de bacterias comunes con altas dosis de radiación hasta obtener una variedad con una increíble resistencia. Mañana (o pasado) hablaré de otro experimento de reciente publicación que ilustra maravillosamente conceptos como la selección natural, la supervivencia del más apto, el flujo genético y la plasticidad fenotípica, además de sugerir la respuesta a una pregunta que Darwin ni siquiera llegó a plantearse, aunque sí lo hicieron los evolucionistas del siglo XX: si la Tierra pudiera regresar a sus primeros tiempos y ejecutar de nuevo el programa de la evolución (llamémoslo evolucion.exe), ¿el resultado sería el mismo que hoy conocemos?

Mañana, la solución…