Entradas etiquetadas como ‘alimentos’

Quimiofobia, la pseudociencia de no tomar, tan dañina como la de tomar

No se trata de descubrir nada nuevo, sino de insistir en algo que debería difundirse más: pseudociencias dañinas no son solo aquellas que quieren vender como beneficioso algo inútil o nocivo, como la homeopatía, sino también aquellas que quieren tachar como perjudicial algo beneficioso.

Tal vez el ejemplo más peligroso de esto sea el movimiento antivacunas. Hasta tal punto llega hoy la confusión que en una tertulia de radio, de esas sobre política pero donde los tertulianos no dudan en morder cualquier bocado que se les eche a las fauces, uno de esos verborreicos omniscientes decía algo así: la mayoría de los estudios científicos más serios y rigurosos dicen que las vacunas no causan autismo.

Lo cual, aun reconociendo la buena intención del tertuliano, es una barbaridad; una peligrosísima desinformación y deformación de la realidad, ya que da a entender que los hay. Es decir, estudios científicos, aunque sean de los menos serios y rigurosos, que sí muestran una relación entre las vacunas y el autismo. Lo que a su vez dará pie a algunos para pensar que esos estudios descalificados son los buenos, los good guys, los que la malvada Big Pharma intenta soterrar, frente a los otros, los de los codiciosos científicos untados por la industria.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

A ver, no. No los hay. Ni uno solo. Jamás ha existido un estudio científico, ni más riguroso ni menos ni poco serio ni mucho, que haya mostrado ningún tipo de vínculo entre las vacunas y el autismo. Se trata de una idea falsa inventada y publicada en un estudio fraudulento por un médico sin escrúpulos que esperaba lucrarse con ello por una doble vía: el acuerdo de una demanda millonaria con un bufete de abogados, y un plan de negocio también millonario basado en un kit de diagnóstico inventado por él mismo. Aquel estudio fue retractado y aquel médico perdió su licencia. Punto final. Esta es toda la historia. Pero probablemente aquel tertuliano, ignorante de todo esto, logró lo contrario de lo que pretendía: sembrar la duda entre algún que otro oyente.

Esta pseudociencia de vender como malo algo útil o beneficioso entronca de lleno con la quimiofobia, hoy una tendencia tan popular que las marcas de productos de consumo han encontrado un nuevo filón de ventas acogiéndose a una palabra mágica: «sin». Sin algo. Sin lo que sea. Se trata de retirar a toda costa algún componente de sus productos y de publicitarlo como un beneficio, incluso si esas sustancias son inofensivas o no existen pruebas concluyentes de ningún efecto indeseable.

Pero ¿qué ocurre cuando se retiran esos componentes? ¿Realmente el nuevo producto resultante es mejor o más saludable? ¿O es una mera trampa publicitaria?

Algunos pensarán que, total, quitar algo en ningún caso puede hacer daño. Y que en lo que respecta a los componentes retirados, es preferible acogerse al principio de precaución, el “por si acaso”: mejor retirarlos aunque finalmente sean inocuos, que mantenerlos incluso si finalmente son inocuos.

Solo que, aunque sobre el principio de precaución también hay mucho que discutir (más sobre esto, mañana), en muchos casos no es así. En la práctica, el sufrido consumidor se ve engañado sin saberlo, porque solo se le cuenta “sin qué”, pero no “con qué en su lugar”. Es decir, qué componentes se emplean ahora para reemplazar a los antiguos. Simplemente, se le ha cambiado la bolita para despistarle.

Y puede resultar que esos compuestos sustitutivos sean igual de dudosos que los anteriores, pero no tan impopulares en ese momento; el criterio no es el perjuicio demostrado de los compuestos, que no existe, sino su mala fama entre los consumidores desinformados. Por ejemplo, los cosméticos sustituyen el aluminio por parabenos, luego los parabenos por mineral de alumbre, y dado que este también contiene aluminio, se sustituye a su vez por otra cosa… cuya identidad no conoceremos hasta que anuncien que la han quitado.

Un ejemplo particular curioso es el aceite de palma. Particular, porque a pesar de no ser ni siquiera sintético –el terror de los quimiófobos–, se ha convertido de repente en una grasa maldita, a la que el consumidor medio le supone gravísimos perjuicios para la salud… que no existen. El aceite de palma no podrá presumir de los beneficios del de oliva, pero tampoco es diferente a cualquiera de sus alternativas; no es una grasa dañina. En realidad, el motivo por el que las marcas lo están retirando de sus productos solo lo conocen los más enterados: no son razones de salud, sino ecológicas. Su cultivo en el sureste asiático está causando una deforestación que amenaza los ecosistemas y la supervivencia de especies como los orangutanes.

Pero curiosamente, también en este caso los sustitutos pueden ser peores. Algunos expertos, incluyendo un informe de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, han alertado de que un boicot al aceite de palma solo logrará que esta cosecha se reemplace por otra, y que las alternativas provocarán aún más deforestación, ya que su rendimiento por unidad de superficie cultivada es mucho más bajo. Los campesinos de Indonesia no tomarán crema de cacao con avellanas, pero también tienen que comer.

Recolección de fruto de aceite de palma. Imagen de pixabay.

Recolección de fruto de aceite de palma. Imagen de pixabay.

El mensaje viene a ser: cuidado con las trampas del marketing. Actuar como ciudadanos informados y responsables consiste en exigir productos con certificación de sostenibilidad, ya sea para el aceite de palma o para cualquier otra cosa. Los expertos suelen advertir de que las certificaciones de sostenibilidad tampoco son la panacea, pero ¿quién cree que la panacea exista? Quizá deberemos conformarnos con la opción menos mala.

Existe un tercer caso especialmente preocupante, y es la moda de «sin conservantes». Estos aditivos, cuya inocuidad está demostrada por décadas de estudios, se han incorporado a los alimentos durante siglos para evitar que muramos de intoxicaciones alimentarias.

Últimamente se ha hablado de la listeriosis, una infección alimentaria desconocida para muchos. Como ya he contado aquí, científicos de la alimentación están alertando de que la retirada de los conservantes de los alimentos por una simple cuestión de moda puede devolvernos a los tiempos oscuros en los que la gente moría a mansalva por comer alimentos contaminados con microbios peligrosos. El consumidor está acostumbrado a que los alimentos duren; pero si se les quitan los conservantes, ya no duran tanto, y en ciertos casos no se nota a la vista ni al olfato.

También en este caso está ocurriendo algo aberrante denunciado por esos científicos conscientes, y es que para poder anunciar sus productos como “sin conservantes artificiales”, pero evitando el riesgo de que sus consumidores mueran intoxicados y los familiares presenten demandas, muchas marcas están sustituyendo los nitratos producidos industrialmente por el zumo de apio, que también contiene nitratos. El nitrato es exactamente el mismo compuesto químico en los dos casos. Pero con la diferencia de que se sabe exactamente cuánto nitrato purificado debe añadirse para impedir que crezca la bacteria causante del botulismo, y en cambio el zumo de apio lleva una cantidad de nitrato variable según el caso, por lo que los alimentos pueden no quedar suficientemente protegidos.

En esto de la quimiofobia, el premio a la popularidad en los últimos tiempos lo disputan los llamados disruptores endocrinos (abreviados como EDC, en inglés), compuestos que supuestamente causarían daños a la salud interfiriendo con el sistema hormonal del organismo, haciendo el papel de falsas hormonas. A los EDC se les atribuyen toda clase de males: diabetes, obesidad, problemas reproductivos, alteraciones del desarrollo fetal, trastornos de atención en los niños, cáncer… En fin, que solo Atila causaba más devastación.

Entre los supuestos EDC, existe uno en concreto que últimamente aparece bastante en las noticias, llamado bisfenol A (BPA). Y aparece bastante en las noticias porque, deduciría alguien leyendo tales noticias, parece que estamos amenazados por el peligrosísimo BPA en todos los frentes de nuestra vida, desde cuando comemos casi cualquier cosa, sobre todo si viene envasada, hasta cuando hacemos algo tan inocente como coger con la mano un recibo de la compra.

Lo cual lleva a una lógica preocupación: ¿sin saberlo, hemos estado durante años y años peligrosamente expuestos a una sustancia capaz de provocarnos un montón de terribles enfermedades? La respuesta, mañana.

Las patatas contienen toxinas, nicotina y colesterol

Quien comience a leer estas líneas atraído por el chocante título posiblemente piense: a) que se trata de un gancho (lo que suele llamarse click-bait) con algún significado metafórico pero sin nada real detrás; b) que la afirmación del título se refiere a alguna clase de engendro transgénico creado por científicos malvados para enriquecerse a costa de envenenar a la población; o c) que se trata de alguna oscura venganza personal mía contra los productores de patatas, que algo me habrán hecho.

Pero no, no y no. Más detalles: a) Quien pase por este blog de vez en cuando sabrá que aquí solo se despacha ciencia rigurosa, salvo cuando se opina sobre un asunto opinable. b) Las patatas a las que se refiere el título son las de toda la vida, las que todos tenemos en la despensa; de hecho y como explicaré al final, hay un curioso caso que ilustra el delirio de los argumentos esgrimidos por los activistas antitransgénicos. c) No puedo demostrar que no es así, por lo que tendrán que confiar en mi palabra.

Las patatas podridas contienen solanina. Imagen de pixabay.

Las patatas podridas contienen solanina. Imagen de pixabay.

La historia que vengo a contar tiene un final no del todo feliz, sino que termina con una incómoda incertidumbre. Pero comencemos por el principio. Como ya expliqué recientemente a propósito del moho y la penicilina, esa idea de que nada en las especies comestibles puede ser malo para nosotros tiene tanto fundamento como la de que nada en las no comestibles puede ser bueno para nosotros; o sea, ninguno, dado que a las plantas no las ha colocado nadie en el mundo para servirnos como alimento. De hecho, si una planta tiene un propósito, es sobrevivir, es decir, evitar que la devoremos (y sin que pueda hablarse de un propósito, sí es el motor que impulsa la evolución de las especies).

Esta podría ser la razón de la existencia de ciertas toxinas en las plantas, a falta de una función metabólica conocida. Es el caso de los glucoalcaloides, un tipo de compuestos presentes en las plantas solanáceas, que entre otras muchas incluyen la patata, el tomate, la berenjena, el pimiento y el tabaco. Varios de los glucoalcaloides son tóxicos para muchas especies, por lo que se les supone una función protectora para la planta contra el apetito de quienes pretenden comérsela. Estas sustancias son una clase específica de los alcaloides, un grupo más amplio al que pertenecen compuestos tan conocidos como la morfina, la cocaína, la cafeína o la nicotina.

Y aquí aparece la primera curiosidad: la nicotina no solo está presente en el tabaco, sino también en otras solanáceas (y otras plantas, como por ejemplo el té). Ciertos estudios han analizado el contenido en nicotina de estos vegetales, encontrando que está presente en proporciones similares en tomates, patatas, pimientos o berenjenas, aunque lógicamente en cantidades cientos de miles de veces menores que en el tabaco. Según uno de estos estudios, la ingesta de nicotina en una dieta normal puede alcanzar los 2,25 microgramos al día, mientras que un solo cigarrillo aporta alrededor de un miligramo (1.000 microgramos).

Entre los glucoalcaloides se encuentran la solanina y la chaconina, dos toxinas presentes en muchas solanáceas, con la patata como ejemplo más típico y probablemente mejor estudiado. Estos compuestos se originan a partir del colesterol y…

Pero, un momento: ¿del colesterol? ¿En las plantas? ¿No habíamos quedado en que las plantas carecen por completo de esta grasa animal, precisamente porque es… una grasa animal?

A ello responden los bioquímicos de la Universidad Estatal de Ohio (EEUU) E. J. Behrman y Venkat Gopalan en su trabajo publicado en 2005: «El hecho es que el colesterol está muy extendido en el reino vegetal, aunque otros esteroles relacionados, como el β-sitosterol, generalmente aparecen en cantidades mayores».

Lo cierto es que quienes nos dedicamos a escribir sobre estos temas solemos ventilar de un plumazo la cuestión afirmando que las plantas no contienen colesterol. Pero en realidad es una sobresimplificación, y como se encarga de recordarnos una revisión publicada en 2016, «la cantidad de colesterol fabricada por las plantas no es despreciable». Según Behrman y Gopalan, el colesterol está presente tanto en las membranas celulares vegetales como en los lípidos de las hojas. Pero como en el caso de la nicotina, es minoritario con respecto a la fuente principal de esta grasa, el alimento animal: en las plantas alcanza unos 50 miligramos por kilo de grasa, mientras que en los animales es unas 100 veces mayor, de 5 gramos o más por kilo.

Pero eso sí, queda claro que el contenido en colesterol de los vegetales que comemos no es cero, aunque la regulación permita a los distribuidores de estos productos etiquetarlos como si lo fuera. Behrman y Gopalan resumían en una tabla el contenido medio en colesterol de varios aceites vegetales: el más bajo en esta grasa es, cómo no, el de oliva, con entre 0,5 y 2 miligramos por kilo, mientras que en el extremo contrario aparecen el aceite de maíz, con 55 mg/kg, o el de soja, con 29.

Pero hablábamos de la solanina y la chaconina. La presencia de estas toxinas en la patata no es ni mucho menos una novedad recién descubierta. De hecho, si alguna vez se han preguntado por qué sus abuelas retiraban los llamados ojos de la patata (los brotes), la razón es esta: esos puntos metabólicamente activos son lugares donde se producen solanina y chaconina en mayor medida. Los tallos y las hojas de la patata contienen también bastante toxina, por lo que en general no es una buena idea prepararse una infusión o una ensalada con estas partes.

En el tubérculo, la parte que nos comemos, la cantidad de solanina y chaconina es menor, pero ambas están presentes, sobre todo en la piel y en la zona superficial. Y pueden estarlo aún más, dado que la patata cruda está compuesta por células aún vivas. Esto es lo que ocurre cuando la patata envejece: es entonces cuando comienza a producir más toxina y puede convertirse en un alimento realmente peligroso, motivo por el cual se desaconseja vivamente consumir patatas cuando empiezan a volverse de color verde. Lo que envenena no es el verde, que corresponde a la inofensiva clorofila, pero la producción de este compuesto en el tubérculo se asocia también a la fabricación de la toxina. Por este motivo se recomienda conservar las patatas en un lugar oscuro, ya que la luz induce la producción de clorofila.

Patatas estropeadas (por su color verde), con alto contenido en solanina. Imagen de Rasbak / Wikipedia.

Patatas estropeadas (por su color verde), con alto contenido en solanina. Imagen de Rasbak / Wikipedia.

¿Y por qué la patata expuesta a la luz tiende a producir más toxina?, tal vez se pregunten. Posiblemente estemos ante otro de esos maravillosos mecanismos surgidos de la evolución: una patata que sobresale de la tierra, y que por tanto ve la luz, es un bocado apetitoso para cualquier animal. ¿Qué hace la patata entonces para evitar ser comida? Producir veneno. Así, la clorofila actúa como un sensor de luz para decirle a la patata que debe protegerse elaborando más toxina. Cuidado, las patatas golpeadas o dañadas también tienden a producir más solanina, lo que probablemente sea otro mecanismo de defensa contra los animales que desentierran los tubérculos.

Hay muchos casos descritos de envenenamiento por patatas. Históricamente se han asociado sobre todo a las hambrunas; cuando no había otra cosa que comer, se consumían las patatas pochas, lo que ocasionaba intoxicaciones e incluso muertes. Los síntomas digestivos pueden confundirse con una gastroenteritis bacteriana, pero además la toxina actúa sobre el sistema nervioso central interfiriendo con la comunicacion neuronal, por lo que puede causar alucinaciones, parálisis, convulsiones y otros trastornos neurológicos, incluso el coma.

Los casos más recientes descritos de intoxicaciones masivas por esta causa se dieron en colegios donde se utilizaron partidas de patatas viejas. En 1979, 78 niños de una escuela londinense y algunos monitores cayeron enfermos en lo que en un primer momento se pensó que era una intoxicación bacteriana, hasta que se identificó al culpable: un saco de patatas pochas. En 1983, otros 61 niños de un colegio en Canadá resultaron también intoxicados por solanina en las patatas. En ambos casos todos los enfermos se recuperaron; por suerte los envenenamientos por solanina ya no suelen ser letales, pero los expertos apuntan que posiblemente sean más frecuentes de lo que se cree, ya que en muchos casos pueden confundirse con la típica gastroenteritis cuando los efectos son leves y no hay síntomas neurológicos.

Patata con brotes. Imagen de Mathias Karlsson / Wikipedia.

Patata con brotes. Imagen de Mathias Karlsson / Wikipedia.

Obviamente, sería perfecto que pudiéramos comer patatas libres de solanina. Al fin y al cabo, con nosotros no la necesitan porque no van obtener ninguna ventaja de ella. ¿Podríamos obtener estas variedades? En algún caso ha sucedido justo lo contrario. En 1967 se lanzó al mercado en EEUU una nueva variedad de patata llamada lenape que era resistente al tizón o mildiu, una de las principales plagas de este cultivo. Sin embargo, tres años después tuvo que retirarse del mercado porque sus niveles de glucoalcaloides eran peligrosamente altos.

Lo esperpéntico del caso fue que posteriormente el caso de la patata lenape ha sido citado por activistas antitransgénicos para apoyar su oposición a la biotecnología agrícola. Lo cual es absolutamente ridículo, teniendo en cuenta que la lenape no fue obtenida por ingeniería genética (que aún no existía en 1967), sino por métodos tradicionales, cruzando una variedad comercial con otra silvestre peruana. Al parecer, en este caso la carga genética de ambas variantes se había sumado para producir una mayor dosis de la toxina.

Los resultados de los cruces naturales son impredecibles, algo que no ocurre con los cultivos transgénicos, donde se introducen (o se quitan) específicamente los genes deseados. De hecho, precisamente este mes un equipo de investigadores japoneses ha publicado la obtención de la primera patata completamente libre de solanina gracias a la eliminación de uno de los genes implicados en su síntesis por medio de la herramienta de edición genómica CRISPR/Cas9.

Claro que cabría pensar que esto no es realmente necesario, ya que podemos confiar en que las patatas en buen estado que comemos habitualmente no llevan cantidades de solanina que puedan provocarnos un envenenamiento agudo. Y es cierto. Pero ¿qué hay de los posibles efectos a largo plazo?

En tres palabras: no se sabe.

Comencé diciendo que el final de esta página iba a ser inquietante. En 2004, un artículo publicado por investigadores ucranianos y franceses se preguntaba: «¿Verdadera seguridad o falsa sensación de seguridad?». «Los glucoalcaloides de la patata, sobre todo la solanina y la chaconina, son extremadamente tóxicos para humanos y animales, y este problema no debería seguir siendo ignorado, ya que podría convertirse en una seria amenaza para la salud», escribían. En particular, los autores resaltaban que el límite máximo establecido de 200 mg/kg es seguro para evitar una intoxicación, pero que en cambio no se sabe si una exposición a largo plazo a bajos niveles de estas toxinas podría tener efectos genotóxicos (del tipo de los que provocan cáncer) o nocivos para los embriones en gestación.

La moda de «sin conservantes» aumentará el desperdicio de comida

Contrariamente a la idea popular, el uso de aditivos alimentarios, como los conservantes y los colorantes, no es un invento del boom de la comida procesada en el siglo XX. Como ya mencioné aquí, un anuncio de cerveza de esta temporada asegura que en el siglo XIX no se empleaban sulfitos. En concreto el spot asegura, de labios de un mediático cocinero (contratado para la ocasión aun a costa de hacer la vista gorda sobre la realidad histórica de su supuesta especialidad), que por entonces «no se añadían sulfitos, ni aditivos, ni conservantes, ni ingredientes modificados genéticamente».

Esto último es relativamente aceptable; solo relativamente, dado que existen alimentos transgénicos sin intervención humana y desde la invención de la agricultura y la ganadería se ha forzado la selección de variedades modificadas genéticamente per se. Pero el resto es descaradamente falso: los aditivos alimentarios se han empleado desde hace siglos; en concreto, los sulfitos se utilizaban en la antigua Roma para preservar el vino, y su uso como aditivo alimentario está documentado desde 1664.

Imagen de USDA / Flickr / CC.

Imagen de USDA / Flickr / CC.

También contrariamente a la idea popular, los aditivos alimentarios no se emplean para empeorar el sabor o las propiedades de los alimentos –la publicidad a menudo afirma que un producto sabe mejor porque no lleva conservantes–, sino justamente todo lo contrario. La agencia de alimentos y fármacos de EEUU (FDA) resume así las razones del uso de los aditivos alimentarios:

  1. Para mantener o mejorar la seguridad y la frescura. Los conservantes frenan el deterioro de los productos causado por el aire, los mohos, las bacterias, los hongos o las levaduras. Además de mantener la calidad de la comida, ayudan a controlar la contaminación que puede causar enfermedades alimentarias, incluyendo el botulismo, que puede costar la vida. Un grupo de conservantes, los antioxidantes, previene que las grasas y aceites de los alimentos se enrancien o desarrollen mal sabor. También previenen que la fruta fresca cortada como la manzana se vuelva marrón por la exposición al aire.
  2. Para mejorar o mantener el valor nutricional. Las vitaminas, minerales y fibras se añaden a muchos alimentos para suplir la dieta o las pérdidas durante el procesado, o para potenciar la calidad nutricional. Este enriquecimiento ha ayudado a reducir la malnutrición en EEUU y en todo el mundo. Todos los productos con nutrientes añadidos deben ser adecuadamente etiquetados.
  3. Para mejorar el sabor, la textura y la apariencia. Las especias, los sabores naturales y artificiales, y los endulzantes, se añaden para potenciar el sabor de la comida. Los colorantes mantienen o mejoran el aspecto. Los emulsionantes, estabilizantes y espesantes dan a los alimentos la textura y consistencia que los consumidores esperan. Los gasificantes permiten que los productos horneados suban durante su producción. Algunos aditivos ayudan a controlar la acidez y la alcalinidad de los alimentos, mientras que otros ingredientes ayudan a mantener el sabor y el aspecto de los alimentos con bajo contenido en grasas.

En resumen, y contrariamente a la idea popular, los alimentos sin conservantes ni colorantes no saben mejor, sino que todo está en nuestra mente: es simplemente una sensación subjetiva provocada por lo que dice la etiqueta. En las catas a ciegas (repito, a ciegas) los consumidores o bien no distinguen los alimentos orgánicos de los convencionales, o puntúan con un mejor sabor a los no orgánicos, o incluso prefieren el sabor de los tomates transgénicos al de los no modificados.

El caso de los tomates es curioso, ya que suele ser uno de los ejemplos más citados para defender que los alimentos de ahora ya no saben como los de antes. Y resulta que en parte es cierto: en 2012 un estudio descubrió que los tomates fueron perdiendo sabor a lo largo del siglo XX, pero no por la manipulación genética, los aditivos o los fertilizantes, sino simplemente porque los agricultores comenzaron a seleccionar variedades más bonitas a la vista que habían perdido algunos de los genes responsables del sabor; es decir, estaban modificados genéticamente de forma natural, como suelen ser las variedades de los alimentos que comemos. Pero es cierto solo en parte, porque la mayoría de las personas que protestan por esa pérdida de sabor del tomate tampoco lo han probado como era antes; la producción orgánica es solo un método de cultivo que no devuelve a los tomates los genes perdidos. La única manera de lograrlo es… por ingeniería genética.

Imagen de The Ewan /Flickr / CC.

Imagen de The Ewan /Flickr / CC.

Pero naturalmente y pese a todo lo anterior, la actual moda de la quimiofobia, o rechazo de lo que erróneamente se considera «química», es explotada por las compañías de alimentación y por su publicidad, viendo en este sentimiento popular un gancho para vender sus productos. Cada cual es muy libre de comprar y consumir lo que le apetezca, aunque tanto en este terreno como en cualquier otro es conveniente informarse si no se quiere caer en las trampas del marketing.

Sin embargo, hay un aspecto en el que la actual avalancha comercial de alimentos sin aditivos sí puede ser netamente perjudicial. Un estudio reciente en EEUU estimaba que cada ciudadano desperdicia casi medio kilo de comida al día, lo que equivale a la cuarta parte de todos los alimentos que se producen. En aquel país más de 120.000 kilómetros cuadrados de tierra cultivable, casi la extensión conjunta de Andalucía y Extremadura, producen comida que jamás se consumirá, sino que irá a la basura.

Una causa importante del desperdicio de comida es la caducidad. A todos nos ocurre que olvidamos alimentos en el frigorífico o en la despensa hasta que nos damos cuenta de que se han estropeado. La caducidad es también el motivo de que las superficies comerciales desechen enormes cantidades de alimentos. Y dado que la comida sin conservantes tiene una vida útil más corta, parece plausible que la moda «sin conservantes» aumente aún más la cantidad de alimentos que se tiran a la basura.

Y en efecto, algunos expertos aseguran que así es. El pasado noviembre Ruth MacDonald y Ruth Litchfield, profesoras de ciencias de la alimentación y nutrición humana de la Universidad Estatal de Iowa (EEUU), hacían notar que muchos fabricantes de alimentos y restaurantes se han adaptado a la moda popular de productos sin aditivos, pero que esta tendencia tendrá consecuencias negativas en términos de desperdicio de comida, seguridad y coste.

Las dos expertas citan una corriente extendida que aconseja «evitar las comidas cuyos ingredientes no puedas pronunciar». Lo cual es una absoluta estupidez: como conté aquí, y vuelvo a traer uno de aquellos ejemplos, el químico australiano James Kennedy se tomó el trabajo de listar los componentes de varias frutas y otros productos naturales. Lo que llamamos «una fresa» contiene, por ejemplo, lo que llamamos «2-(4-hidroxifenil)-etilbeta-D-glucopiranósido» simplemente porque para el fruto hemos inventado un nombre común, mientras que a sus ingredientes químicos naturales los llamamos según la nomenclatura estandarizada de la química. Es solo una cuestión de nombres, y el hecho de que a algo no lo designemos con una palabra corta y fácil no lo hace ni más ni menos beneficioso o perjudicial.

Según MacDonald y Lichtfield, la decisión de los fabricantes de retirar los aditivos no se debe a razones de calidad o de valores nutricionales, sino a la demanda del mercado, a la moda. Pero dado que retirar por completo ciertos conservantes como los nitratos resultaría en un riesgo de que la gente empezara a morir de botulismo, como ocurría hace siglos, los fabricantes hacen trampa: en lugar de añadir directamente nitratos, agregan zumo de apio, que lleva nitratos. El nitrato es exactamente el mismo compuesto, pero de esta segunda manera pueden etiquetar sus productos como «sin conservantes».

Sin embargo, dice MacDonald, la estrategia es peligrosa: añadiendo el nitrato purificado se sabe exactamente cuál es la cantidad justa y necesaria para evitar el crecimiento de la bacteria del botulismo, mientras que la cantidad de nitrato en el zumo de apio es variable y puede que los alimentos no queden lo suficientemente protegidos.

Todo lo cual, advierte Lichtfield, se traduce en que «quitar estos ingredientes de los alimentos probablemente aumentará la cantidad de comida que tiramos». «Los fabricantes de alimentos responden rápidamente a los cambios en las preferencias del consumidor, pero antes de tragarnos la última moda, pensemos si está basada en ciencia o dirigida por el mercado», añade. Y quien se considere un consumidor responsable y solidario como mínimo haría bien en preguntarse si sumarse a una moda que aumenta el desperdicio de comida sin mejorar la nutrición es una opción responsable y solidaria.

Marmite, el residuo industrial que se convirtió en alimento de culto

Si no están seguros de haber probado alguna vez el Marmite, probablemente es que nunca lo han hecho. No es algo que se olvide con facilidad. Yo tuve la oportunidad de hacerlo este verano en Gran Bretaña, donde lo fabrican, y mi impresión fue la de estar saboreando una mezcla de ácido de batería y aceite de motor usado.

Marmite. Imagen de Wikipedia.

Marmite. Imagen de Wikipedia.

Claro está que jamás he probado estas dos sustancias, así que la descripción es completamente imaginaria. Pero el sabor del Marmite tiene algo en común con lo que uno puede atribuir al de los fluidos del motor de un coche, y es que no parece haber sido creado para consumo humano, salvo si acaso por prescripción médica, sino para otros fines, como encajar tapas de alcantarilla en su hueco o verterlo sobre las cabezas de los enemigos desde lo alto de la muralla de un castillo.

De hecho, algo hay de cierto en que no fue inventado para que entrara por boca humana, ya que en realidad el Marmite es literalmente un desecho: es el extracto de la levadura que queda como residuo después de la fermentación de la cerveza. En el siglo XIX un químico alemán llamado Justus von Liebig, considerado el padre de la industria de los fertilizantes, descubrió que no había por qué tirarlo, que podía comerse sin morir, y a comienzos del XX empezó a comercializarse en Reino Unido.

Lo curioso es que para los británicos y sus primos antípodas, australianos y neozelandeses, es más que un alimento popular: es casi un objeto de culto. En el mundo anglosajón el Marmite suele utilizarse como ejemplo de algo que se ama o se odia, ya que la marca ha utilizado esta idea como eslogan durante años. Pero quienes lo aman, lo aman a muerte. Los fabricantes han lanzado ediciones especiales del producto con ocasión de múltiples eventos, incluido el 60º aniversario del reinado de Isabel II, y los amantes del Marmite las adquieren con devoción.

En 2011, un terremoto en Nueva Zelanda causó el cierre de la fábrica de la versión local, y se desencadenó lo que vino a llamarse el Marmageddon: cundió el pánico, las muchedumbres invadieron los supermercados para hacerse con provisiones, proliferaron en internet las subastas de botes del producto, incluso usados, y el primer ministro tuvo que reconocer desconsolado que se vería obligado a consumir la marca australiana una vez que se acabaran sus existencias. Cuando la fábrica volvió a abrir, inicialmente se impuso un racionamiento de dos botes por persona y día.

Marmite surafricano. Imagen de James Cridland / Flickr / CC.

Marmite surafricano. Imagen de James Cridland / Flickr / CC.

El Marmite es también objeto de investigaciones. Recientemente la revista Annals of Improbable Research, cuyos responsables lo son también de los premios Ig Nobel que conté ayer, ha recopilado algunos de ellos. Por ejemplo, en 2008 un equipo de la Universidad de Cambridge estudió las transiciones de sólido a líquido en la pasta de Marmite, y este mismo año un grupo de científicos de la Universidad australiana de Wollongong ha demostrado la aptitud del Marmite para ser utilizado con impresoras 3D de productos comestibles.

Pero si están esperando a que les desvele las razones objetivas de esta Marmamanía, me temo que deberán seguir esperando, porque no las hay. Es cierto que al Marmite se le suelen suponer ciertas cualidades. Es fuerte en vitaminas; tan fuerte que por este motivo fue prohibido temporalmente en Dinamarca, y existen recomendaciones de máximo consumo diario por riesgo de daños al hígado.

Por lo demás, el amor al Marmite no tiene otra explicación más razonable que el amor a nuestra infancia. Generaciones de anglosajones lo han devorado untado en tostadas desde que eran pequeñitos, y quién no ama los sabores de su niñez, incluso si uno se alimentaba a base de ácido de batería y aceite de motor usado.

Por poderse, se puede tomar también con queso. Imagen de Wikipedia.

Por poderse, se puede tomar también con queso. Imagen de Wikipedia.

De hecho, los mecanismos por los que sentimos pasión o aversión hacia ciertos alimentos son una bonita materia de estudio científico, pero también una complicada. Este mes, la revista New Scientist tiraba por tierra un estudio de una compañía de pruebas de ADN que pretendía atribuir el amor o el odio por el Marmite a ciertas variantes de genes. Como bien señalaba la revista, un pequeño estudio de correlación no demuestra nada, y en cualquier caso es más probable que los padres amantes del Marmite lo sirvan a sus hijos, con quienes comparten genes, y que estos se aficionen a los sabores de su infancia.

Todo esto nos lleva de vuelta a uno de los estudios ganadores de los premios Ig Nobel de este año y que les conté ayer, el de los investigadores franceses que han examinado qué regiones del cerebro se activan cuando se les presenta queso a personas que lo aman o lo odian. Los científicos descubrieron que ciertos centros cerebrales implicados en la recompensa se desactivan tras la estimulación con este alimento en quienes lo aborrecen. ¿Para cuándo un estudio similar con el Marmite? De hecho, y como se comprueba en la foto adjunta, hay quien lo toma también con queso. Sería el experimento definitivo.

La fruta que comemos está atiborrada de productos químicos

Si han llegado aquí y están leyendo este párrafo sin conocer la línea de este blog, probablemente sea por uno de dos motivos: a) esperan leer alguna revelación que les lleve a reafirmarse en eso de “¡claro, nos envenenan con química!”, o b) se disponen a vapulear al autor de este blog porque, naturalmente (y nunca mejor dicho), LA NATURALEZA NO ES OTRA COSA QUE PRODUCTOS QUÍMICOS.

Evidentemente, la respuesta correcta es la b). Y el titular de este artículo tiene truco, lo cual seguramente me llevará a recibir el vapuleo en Twitter de quienes se cansan leyendo más de 140 caracteres de una vez. Aquí les traigo una muestra gráfica que no es nueva, pero que en su momento causó un enorme revuelo en internet. El profesor de química australiano James Kennedy está justificadamente harto de que, para cierto sector de la sociedad, un químico reciba hoy una calificación moral similar a la de un terrorista, o peor. Kennedy es uno de esos tipos dotados con un sobresaliente talento divulgador, y hace unos años publicó en su blog varias listas de los ingredientes químicos que componen algunas de las frutas y otros alimentos naturales de consumo común. Aquí tienen algunas de ellas, con la del plátano en castellano por gentileza de Kennedy (imágenes de James Kennedy):

Observarán, aparte de lo tremendamente fácil que le resulta a cualquier pirómano social asustar a la población con nombres como dihidrometilciclopentapirazina, que en la lista figuran varias de esas sustancias que se designan con una letra E y un número, correspondiente a su clasificación como aditivos alimentarios, por ejemplo colorantes o conservantes.

En efecto, estos componentes están presentes de forma natural en los alimentos; el hecho de que se sinteticen en un tanque industrial para disponer de grandes cantidades y añadirlos a otros alimentos no los hace mejores ni peores: son exactamente la misma cosa. Y pensar que los productos químicos artificiales son dañinos por definición es un error tan idiota como dejarse morder por una serpiente de cascabel amparándose en la cita de esa preclara experta en salud llamada Gwyneth Paltrow: «nada que sea natural puede ser malo para ti».

Y por cierto, aprovecho que paso por aquí para aclarar otro malentendido de garrafa: en alguna ocasión he comprobado cómo algunas personas, que evidentemente se saltaron algún curso de la secundaria obligatoria, creen que la distinción entre química orgánica e inorgánica consiste en que la primera es la de la naturaleza y la segunda la de las fábricas. Imagino que se debe a aquello de los alimentos «orgánicos».

Perdónenme si esto les desencaja la mandíbula a algunos de ustedes, pero puedo asegurarles que he leído esto en más de una ocasión. Así que debo aclarar lo obvio: química orgánica es la que se basa en el carbono, inorgánica la que no. No tiene absolutamente nada que ver con el carácter natural o artificial del compuesto. El agua es química inorgánica, y sin duda Gwyneth Paltrow certificaría que es un producto natural.

Pese a todo lo anterior, asistimos ahora a una imparable tendencia de productos que se publicitan como sin conservantes ni colorantes, una moda que está socialmente aceptada y que no va a remitir. Hay una pseudociencia de la quimiofobia, tan imposible de erradicar como el resto de pseudociencias.

Lo más llamativo es el mecanismo de círculo vicioso que se crea entre la sociedad y la floreciente industria de lo «natural»: un sector de la población, ignoro si mayoritario pero que marca tendencia, se apunta a la pseudociencia de la quimiofobia. Las compañías de productos de consumo, con el propósito de aumentar sus ventas, eliminan de sus artículos sustancias inocuas, como los conservantes, los colorantes o los parabenos de jabones y desodorantes, para así presentarse ante el consumidor con una imagen más «natural». Cuando estas marcas publicitan lo que no llevan, no hacen sino reforzar entre la población la idea de que las sustancias que antes llevaban los productos de esas marcas, pero ya no, deben de ser dañinos; por algo los habrán eliminado. Poco importa que en realidad los hayan eliminado no porque sean perjudiciales, sino porque usted cree que lo son. Es la versión moderna de las Brujas de Salem: ¡a la hoguera con conservantes, colorantes, parabenos…!

Esta irresponsabilidad social de las compañías de productos de consumo ampara también mucha trampa y cartón a través de prácticas publicitarias engañosas. En numerosos casos, etiquetas, eslóganes, anuncios y reclamos juegan sutilmente con las palabras para no mentir, pero tampoco decir toda la verdad. Un ejemplo: una marca de pan de molde estampa en sus bolsas el lema «sin colesterol». La única manera de que el pan llevara colesterol sería que el panadero perdiera algún dedo dentro, ya que el colesterol es un lípido que actúa como componente esencial de las membranas de las CÉLULAS ANIMALES. Pero no parece probable que esta marca pretenda informar inocentemente al consumidor, sino más bien crearle la ficción de que su producto es más saludable que otros de la competencia. Naturalmente, es probable que los competidores se apunten al mismo reclamo para no ser menos, y así se difundirá entre los consumidores la falsa idea de que el pan lleva colesterol a no ser que se indique lo contrario.

Otro ejemplo es la etiqueta «sin gluten», también popularizada hoy por la errónea creencia de que estas proteínas causan algún efecto dañino en las personas no celíacas. Cada vez más productos de lo más variopinto se suman hoy a la moda de exhibir este lema, y ello pese a que el gluten solo está presente en los cereales. Imagino que la etiqueta «sin gluten» aporta tranquilidad a los compradores celíacos, pero tengo mis dudas de que sea este el propósito que motiva a las marcas para estampar este lema en productos que no tendrían por qué llevar cereales en su composición: si una salchicha se publicita como compuesta por un 100% de carne, añadir una etiqueta «sin gluten» es un reclamo publicitario tramposo.

Una marca de zumos se anuncia en televisión diciendo que “no les ponen azúcar”. Pese a la apariencia casual de la frase, la fórmula parece sospechosamente elegida para que el consumidor incauto caiga en la trampa de creer que se trata de zumos diferenciados de la competencia por no llevar azúcar. La ciencia nutricional actual está condenando a los azúcares (también naturales, como diría Gwyneth) como causantes de la enfermedad cardiovascular, y la fórmula más tradicional y correcta «sin azúcares añadidos» tal vez ya no sea suficientemente eficaz como reclamo publicitario; pero basta con sobreimpresionar en la pantalla un mensaje en letra pequeña aclarando que los zumos tienen todo el azúcar de la fruta para atravesar ese colador de malla gruesa que es la publicidad autorregulada.

Anuncios que esconden parte de la verdad, proclamas saludables sin fundamento demostrado, suplementos dietéticos que no suplementan nada que resulte útil suplementar… Hace unos días el mando a distancia de mi televisor me llevó por azar a un programa estadounidense llamado Shark Tank, en el que varios emprendedores trataban de conseguir financiación para sus negocios de un puñado de millonarios bastante ostentotes (palabra que acabo de inventarme). Varios de los negocios aspirantes vendían suplementos nutricionales o productos parafarmacéuticos, siempre naturales. Los inversores ametrallaban a los candidatos a preguntas sobre ventas, rentabilidad, distribución, competencia…

Ninguno de ellos hacía la que debería ser la pregunta fundamental: ¿realmente eso sirve para algo? No parecía importar lo más mínimo; obviamente, bastaba con que los compradores así lo creyeran. Los productos químicos sintéticos y los fármacos están estrechamente regulados por las leyes de los países, y por las comunitarias en el caso de la UE. Fuera de esas leyes está la jungla; tan natural como peligrosa y sembrada de trampas.

‘Leche’ de cucaracha, ¿un superalimento para el futuro?

En ninguna fantasía futurista de mediados del siglo XX faltaba un elemento: la comida en píldoras, el alimento de los astronautas que estaba destinado a ser el de todos en ese futuro de coches voladores, trajes metalizados y viviendas subterráneas. Como expliqué aquí recientemente, esto no era solo una caricatura del futuro: el mismísimo Isaac Asimov vaticinaba que en este siglo todos estaríamos encantados de alimentarnos solo con comida precocinada.

Comida de la Estación Espacial Internacional. Imagen de Wikipedia.

Comida de la Estación Espacial Internacional. Imagen de Wikipedia.

Eran otros tiempos, y era el pensamiento de la modernidad. Pero después llegó la posmodernidad y, como ocurre con los cambios de ciclo, la balanza se desplazó hacia el extremo opuesto. Hoy impera la vuelta a la naturaleza, que ha dado lugar a toda una mitología seudocientífica basada en una errónea comprensión de los términos, pero que las marcas comerciales explotan hasta la saciedad; por ejemplo, aumentando los precios de los alimentos «orgánicos» un 30% o más, cuando la producción es solo entre un 5 y un 7% más cara.

Sin embargo, aún tenemos pendiente el problema de Malthus. Este economista británico calculó que el crecimiento de la población excedería la capacidad del planeta para sostenerlo, una idea que fue clave en el pensamiento de Darwin para llegar a la idea de la selección natural. Aunque el malthusianismo también ha tenido sus críticos, sigue pareciendo que el previsible crecimiento de la población humana a lo largo de este siglo será difícilmente sostenible con los recursos a nuestro alcance (y curiosamente, quienes piensan que sobra gente en este planeta no suelen darse por enterados de que ellos también son gente).

En el fondo, la moda de lo natural puede acabar rindiendo una inesperada ventaja social. Y es que, si aumentan las capas de población acomodada dispuestas a gastar una fortuna en productos «orgánicos», tal vez los convencionales sean más accesibles para la población general. Imagino que los economistas tendrán un término para esto: un furor por un producto caro (ejemplo: iPhone) puede abaratar aún más los sustitutivos baratos (ejemplo: los demás), y esto sería bueno en el caso de los alimentos, ya que las diferencias nutricionales y medioambientales entre un alimento «orgánico» y otro convencional son, en el mejor de los casos, mínimas.

Pero aún más allá, la comida en píldoras aún es un asunto pendiente. O para ser más precisos, alimentos preparados baratos, completos y saludables que puedan aprovechar otras fuentes alternativas de nutrientes. En este paradójico planeta, el furor por lo «natural» coexiste en total armonía con la pasión por la fast food. Pero no es un secreto que la comida rápida no suele ser la opción más equilibrada.

Los tipos de Soylent han detectado este hueco, y han tenido una de las ideas más interesantes de los últimos tiempos. Si son cinéfilos o aficionados a la ciencia ficción, el nombre de Soylent les resultará familiar. Soylent Green era el título original de una película de 1973 protagonizada por Charlton Heston y Edward G. Robinson, y traducida aquí por alguien que se creía poeta como Cuando el destino nos alcance. La traducción es aún más penalmente castigable teniendo en cuenta que Soylent Green no era una alegoría de nada, sino el nombre de la clave de la trama, el único alimento común disponible en un mundo hiperpoblado.

Soylent. Imagen de Soylent.com.

Soylent. Imagen de Soylent.com.

No es realmente necesario que les reviente la película explicándoles cuál era la composición real del Soylent, dado que este detalle no aparecía en la novela de Harry Harrison que inspiró la película. En el libro, el alimento se fabricaba con soja (soy) y lentejas (lentils), lo que daba origen a su nombre. Ahora, la idea ha sido recogida por una empresa de Los Ángeles que fabrica un preparado líquido al que han denominado precisamente Soylent. Su objetivo es ofrecer un alimento barato ya preparado, completo, equilibrado y saludable, una opción para los que no tienen interés por la cocina o tiempo para dedicarle.

Soylent tiene además la osadía de revelar en la portada de su web que, aunque todos sus ingredientes (proteína de soja, aceite de algas, isomaltulosa, vitaminas y minerales) son de origen natural, algunos de ellos se producen industrialmente (es decir, que existen en el campo, pero no se cosechan, sino que se fabrican). No estoy seguro de que esto sea lo más acertado como estrategia comercial, pero alguien tiene que decir que la obtención de ciertos compuestos en biorreactores es más sostenible y medioambientalmente responsable que su cultivo. Les deseo suerte con esta aventura que abre brecha en un campo largamente olvidado como es la innovación alimentaria (NO confundir con la culinaria).

Es por todo esto que me ha llamado la atención un artículo aparecido en el Times of India a propósito de un estudio a su vez publicado en la revista IUCrJ de la Unión Internacional de Cristalografía. Un equipo de investigadores de India, EEUU, Japón, Canadá y Francia ha resuelto la estructura del cristal de una proteína concreta. Algunas sustancias pueden formar cristales, como la sal común, y los químicos estudian su estructura para saber cómo se organizan las moléculas en el cristal.

Cucarachas 'Diploptera punctata'. Imagen de Toronto University.

Cucarachas ‘Diploptera punctata’. Imagen de Toronto University.

En este caso se trata de una proteína procedente de la especie Diploptera punctata, la única cucaracha vivípara, es decir, que alumbra crías vivas en lugar de poner huevos. Lo peculiar de esta proteína es que se encuentra naturalmente formando cristales en un fluido que la madre produce para alimentar a su progenie; es decir, leche. Los científicos aislaron el cristal directamente del intestino de un embrión, toda una proeza técnica, ya que los estudios de este tipo suelen hacerse con cristales producidos in vitro.

Pero lo realmente peculiar de esta proteína es que se trata de un alimento fantástico: según los investigadores, un solo cristal contiene tres veces más energía que una masa equivalente de leche de búfala, a su vez más energética que la leche de vaca. Según dijo al Times of India el coautor principal del estudio, Sanchari Banerjee, “los cristales son como una comida completa: tienen proteínas, grasas y azúcares. Si miras su secuencia, tienen todos los aminoácidos esenciales”. Y aún más: los cristales van suministrando proteína a medida que se digieren, por lo que es un alimento de liberación lenta.

Claro que ordeñar cucarachas no es una opción viable. Pero los investigadores han obtenido la secuencia del gen que produce la proteína, con el objetivo de introducirlo en levaduras y utilizar estos organismos para fabricar grandes cantidades en biorreactores, como se hace hoy con otros muchos compuestos.

Está claro que la idea no será muy popular. Ya hay enorme resistencia a la propuesta de la FAO y de otras instituciones de extender el consumo de insectos, como para hablar de leche de cucaracha sin provocar el vómito general. Pero si algo les importa esto, recuerden: el furor de los alimentos «orgánicos» es una moda elitista en un primer mundo sobrado de recursos, algo muy parecido a un bolso de Gucci; hace lo mismo que otro bolso cualquiera, pero por más dinero. Lo que necesitamos para asegurar el futuro son soluciones sociales. Y aquí hay uno dispuesto a probar el Soylent, la proteína de cucaracha o cualquier otra innovación que ayude a que en este mundo no sobre nadie.