Cuatro años han pasado desde esta foto:
Desde los tiempos en que Sharon vivía con su padre y su madrastra en Kibera, el barrio de chabolas más grande del mundo.
Reparé en ella porque estaba constantemente enferma: no veía ni respiraba bien, tenía el cuerpo cubierto de sarpullidos, de pústulas, y había perdido parte de la capacidad de oír.
Su padre, desempleado, carecía de recursos para brindarle una vida mejor. Apenas podía conseguir alimentos nutritivos, y mucho menos aún medicinas.
Sharon, mermada en sus capacidades, no asistía a clases ni jugaba con otras niñas. Era, en este sentido, un reflejo de las durísimas condiciones de la vida en las casas de chapa y cartón, ausentes de agua corriente, de electricidad, de saneamientos, que flaquean desordenadamente las estrechas callejuelas cubiertas de basura que articulan Kibera.
Esta otra foto es de hace tres semanas:
Tras descubrir que la casa de Sharon había sido quemada durante la violencia post electoral que sacudió a Kenia, y que su padre había muerto, partimos con mi buen amigo, Patrick Kimawachi, en busca de Sharon.
Tomamos un avión desde Nairobi – era la primera vez que Patrick volaba – y luego viajamos durante varias horas en coche, hasta alcanzar una región de mayoría luhya próxima a la frontera con Uganda.
Su madrastra, que nos guiaba a través del teléfono móvil, nos había dicho que la salud de Sharon se encontraba peor que nunca.
El encuentro con Sharon
Cuando finalmente llegamos, la niña estaba acostada en una de las habitaciones de la casa de la que su padre, décadas atrás, había partido hacia Nairobi en busca de una oportunidad de progreso.
Aunque llevo años visitando Kibera, es la primera vez que me dirijo hacia uno de los lugares de los que parten originariamente sus habitantes. Un sitio tranquilo, de gente sonriente, amable, en que la naturaleza resulta exultante. Chozas, ganado, cultivos. ¿Por qué entonces tantos vecinos deciden ir a malvivir a los barrios de chabolas de Nairobi?
Las respuestas que recibo son unánimes: porque la tierra no alcanza para todos, porque no hay empleo, porque el gobierno no ofrece posibilidades de educación y asistencia sanitaria. Al admirar la belleza del sitio, comprendo que debe ser mucho más duro aún vivir en un lugar infecto como Kibera.
Sharon se despierta. Le hemos traído algunos regalos. Parece acordarse de nosotros, aunque no sé si es por mis habituales desembarcos en el barrio de chabolas o porque su madrastra le ha dicho que íbamos a venir.
Resulta evidente que Sharon no se encuentra bien. Patrick afirma que es muy probable que tenga sida, por los síntomas y porque su madre murió como consecuencia del HIV.
Se compromete ante la madrastra a llevarla a un hospital para que le realicen los exámenes y a hacer todo lo posible para que se recupere de una vez por todas y logre salir de esa vida sitiada por la miseria y la enfermedad.
Las guerras de los pobres
La madrastra de Sharon nos cuenta cómo fueron los enfrentamientos en Kibera. Cómo un grupo de hombres armados llegaron durante la noche y quemó la miserable casa que alquilaban.
Después de bañarse, de comer, y a medida que transcurre la tarde, Sharon parece encontrarse mejor de salud. Con esfuerzo, caminando lentamente, nos acompaña hasta la parcela de tierra, situada frente a la casa, en la que enterraron a su padre.
Hay un dicho en África, muy conocido, que afirma que cuando los elefantes se pelean, la que sufre es la hierba. En el caso de Kenia, como en todos los conflictos armados que he conocido en mi vida, la peor parte se la llevaron los más pobres.
Ellos salieron a matar y morir empujados por las miserias de los políticos que caldearon su descontento, su rabia, en pos de absurdas estrategias de poder.