Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Desembarco en la polvorienta y caótica Kabul

A eso de las cuatro de la mañana, al ver que el vuelo a Kabul no aparecía en las pantallas del aeropuerto de Dubai, comencé a inquietarme. “Ya sabía que esto de Pamir Airways no podía salir bien”, me repetía mientras avanzaban con el carro atiborrado de maletas.

Fue una mujer, en el mostrador de información, la que me dio la clave tras mirar detenidamente el pasaje. “Tienes que tomar un taxi e ir a la terminal número dos”, me explicó.

Cómo era de esperar, la otra terminal del aeropuerto de Dubai no tiene ni lujosas tiendas ni hoteles internacionales ni jóvenes ataviados con camisetas en las que se lee un cordial May I help you?

Se trata de un edificio plano, austero, desabrido, en el que llama la atención el listado de destinos que ofrece a esas horas de la madrugada. Unos destinos que parecen ser una suerte de repaso de los conflictos de nuestro tiempo.

Los primeros dos vuelos partían hacia Bagdad. El siguiente a Mogadiscio. El tercero a Peshawar. Luego venían los que llevaban a Kabul. Y la lista volvía a comenzar, inquietante, como una ruleta rusa: Peshawar, Kabul, Bagdad…

¡Pamir existe!

Pamir Airways existe. Difícil saber durante cuánto tiempo más, pero al menos hoy, esta aerolínea de un sólo avión y origen desconocido, es una realidad. El cartel colgado sobre los mostradores de facturación así lo indicaba.

Y el panorama humano que confluía frente al mostrador de facturación parecía hablar a las claras de la realidad de Afganistán. Por una parte, hombres barbudos, superados de paquetes, que se empujaban, impacientes, ataviados con sus salwares grises y tocados con turbantes o con los típicos sombreros afganos de Ahmad Shah Masud que parecen chapatis.

Del otro lado, los occidentales, casi todos cortados por un mismo patrón: gafas de sol, botas, brazos tatuados, mochilas. Mercenarios, soldados privados, militares retirados. La mano de obra que llega desde todo el mundo para nutrir el fabuloso negocio de la seguridad.

Mientras aguardo converso con un hombre de panza pronunciada que sostiene un pasaporte sudafricano. “¿Primera vez en Afganistán?”, le pregunto. “Primera vez, vengo a pilotar helicópteros para una empresa”, me responde antes de colocar la mochila en la báscula.

En el siguiente mostrador escucho que la mujer encargada de recibir el equipaje le espeta sorprendida a un afgano que tiene el salwar sucio y raído: “Este pasaje es para el día 20, no para el 18 ¡Y usted tiene el pasaporte caducado!”.

El avión

El único avión que constituye la flota de Pamir Airways aún presenta el legado de sus anteriores dueños. Los carteles que pueblan la cabina se solapan en chino, inglés, ruso y portugués.

Un avión descascarado, con los asientos sucios y la alfombra cubierta de machas negras, cuya tripulación parece superar en número al pasaje. Media docena de azafatas de aspecto caucásico y al menos cuatro pilotos, también de ojos celestes y cabello rubio.

A uno de ellos, el más joven, lo había visto minutos antes a pie de pista, dando patadas a los neumáticos para comprobar si estaban en buen estado.

Dos horas y veinte minutos

Me despierta la voz del piloto que anuncia que estamos ya en espacio aéreo afgano. Observo las cumbres del Hindu Kush, que todavía presentan algunos delgados rastros de nieve.

Cuando estamos por aterrizar, el hombre que se encuentra junto a la ventanilla, y que se sentó en el asiento que me tocada a mí, habla por el móvil. Algo que a nadie parece importarle.

No puedo evitar cierta emoción cuando el avión toca finalmente el suelo en Kabul. En la pista, guardias de seguridad privada y soldados extranjeros fuertemente armados. Apenas bajamos por la escalerilla un F16 pasa por encima de nuestras cabezas.

Calor y polvo

La terminal es un caos. Los afganos, que en esto parecen indios o paquistaníes, tienen serios problemas para mantenerse en la cola. Se impacientan, se empujan. Renuncio a la pugna humana, que se vuelve salvaje en el área dónde se recogen las maletas, y salgo a fumar a la pista. Rodeado de montañas, Kabul se despliega calurosa, polvorienta.

Repaso las noticias en el ejemplar del Gulf Today que me he traido desde Dubai. En portada, el líder de Hamás en el exilio, Jaled Meshal, que se ha reunido con Bin Zayed Al Nahyan.

Este último, al que el periódico dedica medio párrafo de adulación en presentar como «alteza, presidente, emir y califa de Abu Dhabi», le ha dicho al representante político de la organización integrista que «los palestinos deben permanecer unidos» si quieren conseguir su propio Estado.

Segunda noticia destacada en portada: Afganistán. Tras asaltar una prisión y liberar a más de mil reclusos, los talibán han comenzado una vasta ofensiva en el sur del país. Se han hecho fuertes en el distrito de Arghandab y avanzan hacia Kandahar, su antiguo bastión.

Converso con un hombre corpulento que también ha salido a fumar. Es húngaro. Antes trabajaba para la OTAN, pero ahora se ha retirado. Viene de vez en cuando a dar cursos de informática a los soldados. “No hace falta que te vayas para el sur, en Bagram la cosa está complicada”, me explica refiriéndose a la base situada a 40 minutos de Kabul.

El tráfico en Kabul se muestra lento, caótico. En las intersecciones, rodeados de bloques de cemento, hombres armados observan dentro de los coches. En las aceras, junto a destartalados puestos de venta de comida, se suceden las mujeres, cubiertas de pies a cabeza con sus burkas azules…

Camino a Kabul: las realidades paralelas de Dubai

En Dubai todo es grande, lo más grande del mundo. O al menos eso es lo que te dicen los carteles que te reciben apenas bajas del avión: “Viva en la torre más grande del mundo”, “Venga a conocer la isla artificial más grande del mundo”.

Y lo cierto es que la terminal, con sus cuatro plantas, su hotel internacional y su interminable sucesión de tiendas de lujo, hace pensar que la publicidad no miente, que este invento de los emires es, al menos en medio del desierto, el más vasto, descomunal y ambicioso del planeta.

Primeras sensaciones

He partido a las cinco de la mañana de Madrid. Seis horas de espera en Londres. Siete horas de vuelo. Y acabo de llegar al aeropuerto de Dubai, donde es medianoche.

Abandono la terminal de llegadas, avanzo un poco desorientado hacia el área de salidas y descubro la otra característica que en estos primeros momentos parece definir a este lugar: el calor. Un calor pegajoso, implacable, que me cubre de sudor apenas camino unos pasos entre los coches en busca de un sitio en el que fumar.

Mientras trago el humo al tiempo en que lucho por respirar a través del bochorno, observo con fascinación el diverso y colorido bazar humano que puebla el aeropuerto. Mujeres con el rostro cubierto que se confunden entre mujeres con las ropas ceñidas, abundantes escotes y altos tacones. Hombres vestidos con el habitual atuendo del desierto, y otros ataviados al estilo occidental.

Y no pocos indios, paquistaníes y bangladeshíes, que trabajan como maleteros, que aguardan sentados en el suelo como si estuviésemos en la estación de tren de Howrah, que son la mano de obra barata, el pulmón del milagro arquitectónico y de servicios que es Dubai.

Jóvenes de rostro moreno y rasgos arios que me traen recuerdos de los años que pasé en Calcuta, a los que escucho hablar en urdu, en hindi, en bengalí. Bhai, se llaman unos a otros: hermano. Emigrantes que vienen aquí para trabajar catorce horas al día, para enviar dinero a sus familias. Ciudadanos de tercera clase.

La espera

El avión parte hacia Kabul a las siete de la mañana. Si es que parte, ya que en el mostrador de información no han oído hablar de la extraordinaria línea aérea Pamir Aiwarys (y el teléfono al que llevo días llamando para confirmar el vuelo me responde con una grabación en árabe).

Un joven de bigote incipiente y pañuelo árabe en la cabeza, que tiene una chapa colgada de la túnica en la que se lee May I help?, repasa perplejo el pasaje electrónico y me dice que suba, que espere hasta la hora de embarque.

Así que aquí estoy, en una mesa, con un café – que sé que serán varios cafés a lo largo de la noche y la madrugada – y un buen surtido de libros sobre Afganistán. Poco cansado a pesar de la falta de sueño. Supongo que es la profunda emoción, la adrenalina del destino que acerca de forma inevitable.

Con los años he aprendido que viajar es esperar. No tiene sentido rebelarse, querer apurar los minutos. Del mismo modo en que el periodismo no es más que eso también: una larga espera, a llegar, a que pasen las cosas, a que nos den la entrevista.

Realidades paralelas

Aviones que aterrizan, que toman carrera, que despegan. Los observo, así como a la gente que me rodea: la mujer filipina que limpia las mesas, con lentitud, pasando un trapo y recogiendo los vasos vacíos de Baskin Robbins, de Kentucky Fried Chicken.

Tomo algunas notas. Si hay algo estimulante de estar en la ruta es que nos arranca de la rutina y nos permite no sólo vernos con cierta perspectiva, sino sumergirnos dentro de nosotros mismos. La ausencia de teléfono, de Internet, el moroso fluir del reloj: todo se confabula para apartarnos de nuestra cotidianeidad.

No en pocas ocasiones, mientras camino por los aeropuertos tirando de las maletas y escuchando música a través de los auriculares, intento adivinar las realidades paralelas que se cruzan, los destinos que se encuentran durante unos instantes para luego partir.

La pareja que entre arrumacos espera embarcar para partir de vacaciones a la playa. El hombre de negocios con su Blackberry y su maletín. Los inmigrantes que vuelven a casa. Tantas historias que juego a adivinar.

Historias que, quizás porque habitualmente me dirijo a destinos donde imperan la violencia y la miseria, me hablan de los diversos planos de realidad, de dolor, de placer, de posibilidades y suertes en los que coexistimos. Desde el lujo y la prosperidad de Dubai a la guerra y la pobreza extrema de Agfanistán…