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Un Nobel para los descubridores de la cartografía mental

No pongo en duda las ingentes aplicaciones de los LED azules, ya demostradas, ni sus ventajas medioambientales o cómo han facilitado la posibilidad de llevar luz accesible y barata a los países del tercer mundo. Pero como Nobel de Física es tremendamente aburrido; algo así como conceder el de literatura al inventor de los prospectos de las medicinas. Por mucho que esta decisión respete el propósito original de Alfred Nobel cuando instauró sus premios, siempre es más gratificante cuando se reconoce un gran descubrimiento que una invención, por útil que sea esta. Además, a cualquier investigador de ciencia básica le harían un mejor apaño los ocho millones de coronas suecas del premio (unos 880.000 euros) que a inventores ya sobradamente acaudalados gracias a sus patentes, como es el caso de los tres japoneses, uno de ellos radicado en EE. UU., que han sido distinguidos con el Nobel de Física 2014, según anunció la Academia Sueca ayer martes 7 de octubre.

Lo mismo se aplica al Nobel de Química 2014, revelado hoy miércoles y concedido a dos estadounidenses y un rumano afincado en Alemania por empujar radicalmente el límite de resolución de la microscopía óptica gracias al empleo de técnicas de fluorescencia. Los métodos desarrollados por los tres investigadores han sido trascendentales para la observación de moléculas individuales en el contexto de la célula. Los merecimientos del premio son inobjetables. Pero se trata de una mejora de bricolaje científico que, como historia, no da más de sí.

Por suerte, nos queda el Nobel de Medicina, que este año ha premiado un puñado de descubrimientos fascinantes sobre los aparatitos celulares que llevamos en la cabeza para orientarnos en el espacio. En nuestro cerebro existen al menos tres tipos de neuronas que nos sirven para saber adónde o por dónde vamos, y que se disparan –como suele decirse cuando una neurona entra en actividad transmitiendo un impulso electroquímico– según sus funciones especializadas. El primer tipo son las neuronas de dirección. Estas se activan cuando la cabeza del animal, o de la persona, apunta en una dirección específica, y se apagan cuando la cabeza se aparta unos 45º de esa orientación concreta. La función de estas neuronas, que se encuentran en varias regiones del cerebro, es independiente de la vista, y en su lugar parece estar relacionada con los canales semicirculares del oído interno, el que se conoce popularmente como órgano del equilibrio. Lo curioso es que estas neuronas de dirección son capaces incluso de anticiparse en unos 95 milisegundos a la dirección que después tomará la cabeza.

Además de lo anterior, nuestro cerebro cuenta con las llamadas neuronas de lugar, situadas en el hipocampo. Al contrario que las anteriores, estas no responden a la orientación, pero en cambio están asociadas a lugares concretos del entorno que nos rodea. Cuando una rata deambula por un espacio controlado en el laboratorio, los investigadores observan que ciertas neuronas específicas se disparan al pasar por ciertos lugares. De alguna manera, las neuronas de lugar construyen un mapa del entorno en el hipocampo. Cuando John O’Keefe y Jonathan Dostrovsky describieron por primera vez la existencia de estas neuronas en 1971, la comunidad científica lo recibió con cierto escepticismo, porque parecía difícil de demostrar y demasiado bonito para ser cierto: neuronas asignadas a lugares específicos, como si el hipocampo fuera el plano de nuestra casa en el que se ilumina una zona específica cuando vamos al baño y otra cuando entramos en la cocina. Y sin embargo, experimentos posteriores confirmaron la existencia de estas células y de las neuronas de frontera, aquellas que marcan los confines del espacio en el que nos movemos, y que se adaptan cuando estos límites cambian.

Pero si lo anterior parece ciencia-ficción, a ver qué tal suena esto: otro tipo de neuronas, llamadas grid cells (que se traduciría como células de retícula o de rejilla, aunque ignoro cuál es el término estándar en castellano), tienen la peculiaridad de que se disparan cuando la rata pasa por los vértices de una red imaginaria formada nada menos que por triángulos equiláteros. En la siguiente figura se muestra, a la izquierda, la trayectoria de una rata (en negro) moviéndose por un espacio cuadrado, donde cada punto rojo marca el lugar donde se activa una grid cell; en el centro, la representación estadística de esos lugares de activación, y a la derecha el patrón resultante, una retícula triangular o hexagonal.

A la izquierda, el recorrido de una rata (en negro) dispara neuronas en una trama reticular (centro y derecha). Imagen de Torkel Hafting / Tomruen / Wikipedia.

A la izquierda, el recorrido de una rata (en negro) dispara neuronas en una trama reticular (centro y derecha). Imagen de Torkel Hafting / Tomruen / Wikipedia.

Las grid cells están situadas en la llamada corteza entorrinal, una región del cerebro que conecta el neocórtex, responsable de las capacidades cognitivas, y el hipocampo, asociado a la memoria. La diferencia entre las neuronas de lugar y las grid cells es que las primeras reconocen lugares concretos sin un patrón determinado, mientras que las segundas organizan el espacio disponible en una trama regular. Cuando se traslada la rata a otro entorno diferente, las neuronas de lugar construyen un nuevo mapa, mientras que las grid cells, que funcionan incluso sin luz ni puntos de referencia reconocibles, continúan trazando su rejilla de triángulos. Es como si las grid cells dibujaran la retícula de un plano cuyos puntos de interés se etiquetan gracias a las neuronas de lugar, y toda esta información se integra en el hipocampo, donde se guardan nuestros mapas mentales.

Las grid cells fueron descubiertas en 2005 por los investigadores noruegos Edvard Moser y May-Britt Moser, cuya coincidencia de apellidos no es tal: son marido y mujer. Ambos, junto con O’Keefe, han sido agraciados con el Nobel de Medicina 2014, aunque los Moser deberán repartirse una mitad del premio, mientras que la otra va al británico-estadounidense. Anteriormente solo otras tres parejas de esposos y colaboradores han sido merecedores de un premio Nobel compartido, y dos de esos matrimonios pertenecían a la misma familia: Marie y Pierre Curie, y la hija de estos, Irene, con su marido, Frederic Joliot.