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Por qué NO nos parecemos más a nuestros padres

Gemelas en la película de Stanley Kubrick 'El resplandor' (1980). Imagen de Warner Bros.

Gemelas en la película de Stanley Kubrick ‘El resplandor’ (1980). Imagen de Warner Bros.

Cada vez que nace un bebé se repite la misma escena. Los familiares desfilan ante el nuevo y pequeño organismo humano despiezándolo figuradamente en un pastiche de elementos de distinto origen: la nariz es de su padre, las orejas de su madre, los ojos de su abuelo, y esos hoyuelos son típicos de los Martínez. Sabemos que nos parecemos en mayor o menor medida a nuestro padre, a nuestra madre y a sus familias respectivas, y tenemos también una idea de por qué no somos copias exactas de ninguno de nuestros antecesores; somos una sociedad genética participada al 50% por cada uno de nuestros dos accionistas.

Además, la transmisión de esos genes no se produce siempre en paquetes intactos y completos como quien hereda una biblioteca, sino que existe un proceso por el que los libros intercambian páginas entre ellos, dando lugar a nuevas obras. En el caso de los cromosomas, este barajado genético se llama recombinación, y origina nuevas piezas de información que no estaban presentes en ninguno de los padres. Este es un mecanismo que nos hace únicos, algo que se refleja también en nuestro aspecto diferenciado de los demás: como suele decir mi madre, todos iguales, con dos ojos, nariz y boca, y sin embargo todos distintos.

Alguno quizá pensará que a estas alturas deberíamos tener perfectamente calibrado cómo los distintos genes influyen en nuestros rasgos o nuestras enfermedades. Ojalá fuera así. No cabe duda de que el logro de secuenciar el genoma humano, o mejor dicho los genomas humanos, ha sido un avance clave para asociar más fácilmente ciertos caracteres a determinados genes. El problema es que la mayoría de nuestros rasgos no responden a lo que se conoce como herencia mendeliana, la que se comporta a grandes rasgos como un código más o menos binario con variaciones deterministas. La gran mayoría de lo que somos depende de complejas influencias mutuas entre distintos genes, interacciones que son difíciles de desentrañar y que aún prometen siglos de investigación por delante.

En ocasiones, los investigadores pueden llegar a descubrir algunas asociaciones de diferentes rasgos comparando genes y fenotipos de personas concretas. Pero aunque ya se han secuenciado más de 200.000 genomas humanos, aún no hay suficientes datos como para tener la seguridad de que los resultados son estadísticamente significativos. Un equipo de científicos de la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts ha elaborado un nuevo modelo matemático que trata de aprovechar el volumen de datos disponible hoy para establecer correlaciones entre distintos rasgos genéticos y enfermedades, un tipo de estudio que en el futuro podría servir para estimar, por ejemplo, el riesgo de padecer una determinada dolencia a partir de ciertos caracteres físicos o de personalidad.

Según escriben los investigadores en su estudio, disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv, el estudio de 25 rasgos ha encontrado una correlación significativa entre la anorexia nerviosa y la esquizofrenia, o entre tastornos de la alimentación y desórdenes psicóticos. Las conclusiones vienen respaldadas por el hecho de que el modelo muestra correlaciones ya conocidas, como lípidos en plasma y enfermedad cardiovascular o diabetes tipo 2 y obesidad, o el efecto protector de la esquizofrenia sobre la artritis reumatoide. Los resultados muestran una ausencia de asociación entre alzhéimer y enfermedades psiquiátricas, lo que para los investigadores sugiere que se trata de bases genéticas distintas. El estudio es un interesante punto de partida para otros análisis futuros que podrían hallar relaciones hasta ahora insospechadas entre distintos rasgos genéticos.

Pero por si fuera poca la dificultad de predecir los rasgos y enfermedades a partir del genoma, las cosas se complican aún más cuando el resultado de nuestros genes no solo depende de la secuencia de ADN, sino además de otras modificaciones químicas que no dejan reflejo en el código de nuestros cromosomas. Esto es lo que se conoce como epigenoma, y en las últimas décadas ha pasado de ser un fenómeno casi anecdótico a revelar una enorme importancia en cómo nuestros genes fabrican lo que somos. Las modificaciones epigenéticas –literalmente, sobre la genética– pueden ser de varios tipos, como la alteración química de los genes por un proceso llamado metilación, o el control de la expresión de los genes por unas proteínas unidas al ADN llamadas histonas, o la regulación a través de pequeñas cadenas de ARN que se unen a los genes y los enmascaran.

La epigenética se ha convertido en un activo campo de estudio no solo porque ejerce un enorme poder sobre el control de los genes, sino además porque estas modificaciones, por ejemplo en el caso de la metilación, pueden surgir en cualquier momento de la vida de una célula por razones que aún no llegan a comprenderse del todo, pero que al menos en algunos casos pueden deberse a factores ambientales, como la alimentación o los hábitos de vida. Además, las modificaciones epigenéticas pueden transmitirse a la descendencia, por lo que pueden ser otro factor de aquello que nos diferencia de nuestros padres.

Un ejemplo de ello se ha publicado esta semana en la revista PNAS. El caso descrito por un equipo de investigadores de la Universidad de Virginia (EE. UU.) se refiere a la oxitocina, una molécula del sistema endocrino que actúa también como neurotransmisor y que suele conocerse popularmente como la «hormona del amor»: está presente en todo el proceso de la maternidad, contribuye a la afectividad y al refuerzo de los vínculos emocionales, y también desempeña un papel en el orgasmo. Se ha demostrado anteriormente que la oxitocina puede tener un efecto ansiolítico, y actualmente se investiga la función de esta hormona en desórdenes afectivos y sociales.

La oxitocina actúa a través de una molécula receptora codificada por un gen llamado OXTR. La metilación de este gen resulta en una menor presencia del receptor y por tanto en una atenuación de la acción de la hormona. Los científicos han estudiado la relación de esta modificación, medida en el ADN de la sangre, con la activación de regiones del cerebro, observada por técnicas de neuroimagen, y con las respuestas emocionales al contemplar expresiones faciales negativas, todo ello en una muestra de 98 individuos.

Los resultados muestran que, tal como los investigadores proponían, los voluntarios con menor metilación de OXTR, es decir, con mayor actividad de oxitocina, mostraban menores reacciones de miedo y ansiedad ante estímulos visuales. «Los individuos con menor metilación y que teóricamente tienen mayor acceso a la oxitocina endógena muestran una respuesta atenuada a los estímulos negativos», escriben los científicos, añadiendo que estos sujetos tienen una menor probabilidad de desórdenes de percepción social.

Pero las implicaciones del estudio van más allá, confirmando la idea actual de que la epigenética puede ser una fuente esencial de esas variaciones que nos apartan de la herencia de nuestros padres: «Nuestros resultados se añaden a la importante y creciente literatura que implica la variabilidad epigenética como motor de la variabilidad individual en la conducta compleja», concluyen los investigadores. «La epigenética probablemente tendrá un papel en aumento en nuestra comprensión de la relación entre genes y comportamiento, y puede expandir los modelos de susceptibilidad diferencial a los desórdenes psiquiátricos y del desarrollo».

Ejemplos como este ilustran el avance hacia un estado de la técnica que hoy es ciencia-ficción: conociendo el genoma y el epigenoma de una persona no solo podríamos reconstruirla físicamente, sino incluso conocer los rasgos de su personalidad. La ciencia-ficción, como decía Ray Bradbury, es el arte de lo posible. Y esto es teóricamente posible, aunque los obstáculos técnicos aún son descomunales. Una tecnología semejante tendría aplicaciones enormemente beneficiosas, por ejemplo en criminología, si a partir de una muestra de ADN de sangre o piel se pudiera confeccionar un perfecto retrato robot de un criminal. Pero no cabe duda de que también abriría una puerta a otros usos menos deseables, comenzando por la eugenesia. La historia demuestra que, hasta ahora, ninguna puerta abierta por la tecnología ha vuelto a cerrarse, por lo que dependerá de nosotros el aprender a manejar lo que en el futuro tendremos entre las manos.