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¿Cuál es el mineral más abundante de la Tierra?

Parece una pregunta del Trivial, pero la respuesta no es trivial. Es el mineral más abundante de la Tierra, ocupando alrededor de un 38% del volumen de esta roca mojada. Y, sin embargo, nadie lo ha tenido jamás en sus manos. Hasta tal punto es esquivo que hasta ahora ni siquiera tenía nombre oficial. Por fin lo tiene, gracias a un estudio publicado esta semana en la revista Science: presentamos la bridgmanita, mineral nombrado en honor del estadounidense Percy Williams Bridgman (1882-1961), Nobel en 1946 por sus experimentos de física a alta presión.

Una rebanada fina del meteorito Tenham L6 donde se muestra la localización de la bridgmanita. Tschauner et al., Science.

Una rebanada fina del meteorito Tenham L6 donde se muestra la localización de la bridgmanita. Tschauner et al., Science.

El motivo de que la bridgmanita hasta ahora no tuviera denominación formal es que el organismo encargado de aprobar los nombres de los minerales, la Asociación Mineralógica Internacional, requiere que para aceptar a un nuevo miembro en la familia se caracterice en detalle un espécimen hallado en la naturaleza. Y el motivo de que esto no haya podido hacerse antes con la bridgmanita es que este mineral no se encuentra precisamente al alcance de la mano: solo se encuentra en el manto inferior de la Tierra, entre 650 y 2.600 kilómetros por debajo de nuestros pies. Como es fácil imaginar, no es sencillo que materiales situados a esta profundidad lleguen hasta nosotros, con la excepción de los diamantes. Pero ya se sabe: un diamante es para siempre. La bridgmanita, no. Y al pasar de las monstruosas presiones del manto interno a la atmosférica de la superficie, su estructura se pierde.

Hace más de un siglo, Bridgman inventó una prensa capaz de lograr presiones de hasta 100.000 atmósferas, un avance revolucionario para su época. Durante el resto de su vida, el físico trató de emplear su ingenio para fabricar diamantes, con nulo éxito. Pero los geólogos pronto aplicaron su invención para simular las condiciones del interior de la Tierra, lo que catapultó el progreso de las geociencias. Desde los años 60 del siglo pasado, los estudios teóricos y experimentales comenzaron a proponer que el manto profundo terrestre está formado esencialmente por un silicato de magnesio-hierro –(Mg,Fe)SiO3– de alta densidad con una estructura cristalina determinada que se conoce como perovskita. Este mineral podría representar hasta un 93% del volumen del manto inferior.

El mineral, conocido informalmente como perovskita silicato, se ha simulado en el laboratorio, pero no existe en la superficie terrestre con su estructura intacta. La única fuente accesible de este material son los meteoritos procedentes del cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter, donde los choques a alta velocidad someten a estos cuerpos a presiones y temperaturas similares a las del interior de la Tierra, y donde la estructura puede estabilizarse y quedar congelada con el rápido paso a condiciones más suaves. Pero los intentos anteriores que habían logrado identificar minúsculas vetas de bridgmanita en meteoritos por microscopía electrónica fracasaron cuando los procedimientos de análisis destruyeron la estructura sin lograr caracterizarla con la suficiente precisión.

Por fin, un equipo de investigadores de EE. UU. ha conseguido analizar la estructura de la bridgmanita presente en un fragmento de un meteorito llamado Tenham L6 que cayó en Australia en 1879 y del que, por cierto, cualquiera que lo desee puede hacerse con un pedazo por el módico precio de 600 dólares, unos 480 euros. Gracias a una técnica de rayos X que no daña la estructura del mineral, los científicos han logrado describirlo detalladamente.

Según el estudio encabezado por Oliver Tschauner, de la Universidad de Nevada, «el descubrimiento concluye medio siglo de esfuerzos por encontrar, identificar y caracterizar un espécimen natural de este importante mineral». En un comentario adjunto al estudio, el geólogo Thomas Sharp, de la Universidad Estatal de Arizona, escribe: «Nuevas investigaciones de los efectos del choque en meteoritos y rocas terrestres proporcionarán muchos más ejemplos naturales de minerales del interior profundo de la Tierra o de otros cuerpos planetarios».

Lo imposible es lo cotidiano en la vida de un planeta

Aunque a nuestros ojos puedan parecer lo imposible, los cataclismos naturales llevan miles de millones de años moldeando la arcilla de este planeta. Para el pequeño accidente terrestre que es el ser humano, son inmensas tragedias que jamás se olvidarán. Pero para esta roca mojada no son más que retoques de cutis apenas perceptibles, como pinceladas del photoshop planetario. Incluso los mayores desastres, como el tsunami del Índico del que pronto se cumplirán diez años y que en pocos minutos arrastró más de 200.000 vidas, son para la Tierra como la ceniza que cae sobre el papel y que se barre con el canto de la mano.

Hace 180 años, un abogado y geólogo inglés llamado Charles Lyell concluyó de sus observaciones que la Tierra no se formó por una ráfaga súbita de grandes procesos catastróficos, sino por la acumulación de los mismos cambios constantes, casi inapreciables para el ojo humano, que hoy se suceden. Esta teoría del actualismo, que ya antes de Lyell había sido propuesta por el escocés James Hutton, fue a la geología lo que la evolución darwiniana a la biología. De hecho, Lyell fue amigo de Charles Darwin, y sus Principios de Geología, de los cuales se deducía que nunca existió un Diluvio Universal sino simples chaparrones frecuentes, fueron una de las principales inspiraciones para el padre de la evolución.

Entre estos fenómenos cotidianos y sigilosos no solo están la erosión del viento o el aluvión de los ríos, sino también los que a nuestros ojos son catástrofes extremas: terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, impactos de asteroides… En los países anglosajones, estos fenómenos aún se conocen en lenguaje legal como «actos de Dios», según el origen que durante siglos se les atribuía. Hoy conocemos sus causas, pero nuestra tecnología aún se queda corta a la hora de predecirlos. En 2012, seis científicos italianos fueron condenados a seis años de cárcel por el homicidio involuntario de 309 personas al no haber pronosticado adecuadamente el terremoto de L’Aquila en 2009, una muestra más de que las mayores fallas no son las geológicas, sino las existentes entre la ciencia y la sociedad. El día 10 de este mes, el tribunal de apelación ha revocado la sentencia, absolviendo a los científicos acusados.

Litografía de la erupción del Krakatoa de 1883, creada en 1888. Imagen de Wikipedia.

Litografía de la erupción del Krakatoa de 1883, creada en 1888. Imagen de Wikipedia.

Pero sin duda, los menos sigilosos entre los sigilosos son los volcanes. Y el que menos, el Krakatoa. El 26 y 27 de agosto de 1883, este volcán indonesio sufrió una serie de colosales explosiones que volatilizaron la mayor parte de su isla y alteraron profundamente la geografía de otras cercanas. De la noche a la mañana, el archipiélago de Krakatoa quedó irreconocible. Pero esta no fue una explosión cualquiera: su potencia se calcula en unas 13.000 bombas de Hiroshima. El pasado septiembre, la revista de ciencia Nautilus publicaba un artículo en el que el periodista y físico Aatish Bhatia analizaba el ruido producido por la explosión del Krakatoa, el sonido de mayor volumen jamás escuchado en la historia escrita del planeta.

Bhatia señala que el estallido del volcán llegó a escucharse a casi 5.000 kilómetros de distancia, como de Dublín a Boston. El autor cita las palabras que el capitán del navío británico Norham Castle, a solo 65 kilómetros de la isla, escribió en su cuaderno de bitácora: «Las explosiones son tan violentas que han reventado los tímpanos a más de la mitad de mi tripulación. Mis últimos pensamientos están con mi querida esposa. Estoy convencido de que ha llegado el Día del Juicio Final». Basándose en los datos recogidos, Bhatia calcula que a 160 kilómetros de distancia del volcán el nivel de ruido fue de 172 decibelios, un volumen que el autor describe como «inimaginablemente alto»: el ruido junto a un motor de avión es de 150 decibelios, y cada 10 de aumento la percepción es que el volumen se duplica. De acuerdo a los registros de los barómetros en distintas ciudades del mundo, el autor estima que el sonido dio la vuelta al globo entre tres y cuatro veces a lo largo de unos cinco días.

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Y aún hay que decir que esto no es nada si se compara con la explosión del supervolcán de Yellowstone acaecida hace 2,1 millones de años. Según datos publicados, esta erupción fue 2.500 veces mayor que la del Monte Santa Helena en 1980, la cual a su vez fue equivalente a 1.600 bombas de Hiroshima. Así que una sencilla cuenta con fines puramente recreativos arroja que la erupción de Yellowstone fue como cuatro millones de bombas atómicas. O, para el caso, más de 300 Krakatoas explotando al mismo tiempo y en el mismo lugar. La palabra inimaginable se queda corta para describirlo. Y en cuanto al sonido que esta explosión pudo producir, baste decir que los 220 decibelios de un cohete espacial al despegar son suficientes para fundir el hormigón, motivo por el cual los ingenieros deben situar sistemas de reducción de ruido para que este no destruya el propio cohete.

Para deleitarnos con la belleza letal de los volcanes, dejo aquí unos vídeos de la lava del Kilauea. Este volcán en la Isla Grande de Hawái lleva en erupción continua desde 1983. Cuando tuve la ocasión de contemplarlo, hace cinco años, la lava aún caía directamente al mar a través de un tubo subterráneo, ofreciendo imágenes apocalípticas como la que acompaña a este artículo. Pero recientemente la lava ha comenzado a fluir también hacia el interior de la isla, cortando carreteras y amenazando a las poblaciones cercanas. Lo que también ha dado ocasión de producir vídeos como estos, alguno de ellos con cierto ánimo de experimentación gamberra.

El misterio de la «erupción desconocida» de 1808

De no ser por la erupción de un volcán indonesio en 1815, quizá nunca habríamos sabido quién fue Boris Karloff. No es un caprichoso ejemplo de la teoría del caos, sino que existe una relación transitiva directa. El actor británico se encaramó a la fama interpretando a Frankenstein, personaje inventado por la escritora Mary Wollstonecraft Godwin Shelley. La inspiración para la novela le surgió a Shelley durante una célebre estancia estival en una villa cercana a Ginebra en compañía de su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley; el también poeta Lord Byron, el médico personal de este, John William Polidori, y la actriz Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y amante de Byron. Aquel verano fue inusualmente plomizo, frío y lluvioso, lo que obligó a los integrantes del romantic pack a recluirse entre las paredes de la villa y dedicar su tiempo a leer y escribir. Durante una de aquellas veladas de interior, Byron retó a sus invitados a escribir un relato de fantasmas, y de este desafío nacerían El vampiro de Polidori y la idea para el Frankenstein de Mary Shelley. Por su parte, Byron reflejó aquel ambiente sombrío en su poema Darkness.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

La meteorología miserable de aquel verano no fue casual. En abril del año anterior, el volcán Tambora, en la isla de Sumbawa, había entrado en una colosal y prolongada erupción que expulsó un inmenso volumen de cenizas a la atmósfera. El resultado fue un enfriamiento del planeta que afectó a las cosechas y extendió la hambruna durante el que hoy es conocido como el «año sin verano», 1816. Y así fue como un fenómeno geológico desencadenó la creación de una de las novelas de terror más admiradas y populares de todos los tiempos.

La erupción de Tambora fue la más violenta desde que existen registros. Solo los fenómenos de esta magnitud, que inyectan una gran cantidad de material en la estratosera, son capaces de alterar el clima de la Tierra hasta el punto de provocar un invierno volcánico. La década de 1810 fue la más fría de los últimos 500 años. Pero lo más insólito del caso es que el enfriamiento ya había comenzado antes de Tambora. «Coincidió también con el Mínimo de Dalton, un período de baja intensidad solar, pero el hecho de que el enfriamiento empezase en 1809-10 hizo sospechar que este pudo estar causado por una erupción anterior», apunta Álvaro Guevara-Murúa, geólogo vitoriano que trabaja en la Universidad de Bristol (Reino Unido) estudiando las anomalías climáticas causadas por las erupciones volcánicas.

En la década de 1990 se pudo confirmar que la de Tambora no fue la única erupción monstruosa de su época. Los estudios de sondeo en Groenlandia y la Antártida revelaron que solo unos años antes, entre 1808 y 1809, se produjo otro fenómeno eruptivo que también lanzó aerosoles volcánicos a la estratosfera y dejó huella, en forma de anomalías de sulfuro, en el hielo de las regiones polares. Sin embargo y por inaudito que parezca, de esta erupción no existe un solo testimonio histórico conocido.

Al menos, hasta ahora. Un trabajo de colaboración interdisciplinar entre geólogos, vulcanólogos e historiadores de la Universidad de Bristol ha logrado rescatar las primeras observaciones registradas de los efectos de la erupción misteriosa. Y Guevara-Murúa está convirtiendo estos hallazgos en la materia de su tesis doctoral bajo la supervisión de Erica Hendy, Alison C. Rust y Katharine V. Cashman de la Escuela de Ciencias de la Tierra, y Caroline Williams, del Departamento de Estudios Hispánicos, Portugueses y Latinoamericanos. El trabajo del vitoriano es un brillante ejemplo de ciencias mixtas, fusionando climatología y vulcanología por un lado y, por otro, investigación histórica.

En cuanto a lo primero, Guevara-Murúa señala que «se sabe bastante de cómo afecta una erupción volcánica al clima, pero solo se conoce mucho de dos erupciones del siglo XX, El Chichón [México, 1982] y Pinatubo [Filipinas, 1991], no de las anteriores». «Para que una erupción afecte al clima, tiene que ser tan fuerte como para inyectar aerosoles a la estratosfera. Y las que provocan una anomalía climática global suelen estar localizadas en los trópicos», añade. De la ciencia se desprende que la llamada «erupción desconocida» en efecto existió, y que fue «la segunda más grande de los últimos 200 años, solo eclipsada por Tambora», precisa el geólogo.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Aquí es donde se requiere la confrontación con los registros históricos. Dada la especialidad de Williams, los investigadores recurrieron a las fuentes documentales de los territorios coloniales españoles, que a comienzos del siglo XIX aún cubrían una buena parte del mundo. «El imperio español era muy burocrático, lo escribían todo», dice Guevara-Murúa. «En los documentos históricos de Latinoamérica son muy comunes los registros de erupciones volcánicas». Los investigadores peinaron el Archivo General de Indias, en Sevilla, así como otras fuentes, pero no encontraron ninguna referencia directa a una erupción volcánica.

Pero no se trataba solo de encontrar un testigo directo. «Conocemos los efectos atmosféricos que produce una erupción volcánica, por lo que se trataba de buscar algún testimonio de fenómenos de este tipo», señala Guevara-Murúa. Y fue estudiando las obras del científico colombiano Francisco José de Caldas, fundador del Semanario del Nuevo Reino de Granada y director del Observatorio Astronómico de Bogotá entre 1805 y 1810, cuando llegó lo que Guevara-Murúa describe como el «momento del eureka». En febrero de 1809, Caldas describió un «velo» en el cielo, una «nube transparente» que obstruía el brillo del sol y que se había ido extendiendo sobre Colombia desde el 11 de diciembre. «El llameante color natural [del sol] ha cambiado al de la plata, hasta tal punto que muchos lo han confundido con la luna», escribió Caldas, agregando que los campos se habían cubierto de hielo y la escarcha había atenazado las cosechas. Según Guevara-Murúa, «Caldas trataba de tranquilizar a la población diciendo que aquello podía explicarse por la física, pero no podía entender de dónde venía ese fenómeno». El colombiano, sin tener a su alcance la ciencia que pudiera ayudarle, solo acertó a definirlo como un «misterio».

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Poco después, los investigadores de Bristol encontraron un nuevo tesoro. Un breve informe escrito en Lima por el médico José Hipólito Unanue hablaba de resplandores crepusculares. «Es algo muy típico después de erupciones tan potentes», comenta Guevara-Murúa. «Las observaciones cuadran con las de otras grandes erupciones, como la del Krakatoa [Indonesia, 1883]». Así, los investigadores contaban con dos observaciones registradas a ambos lados del Ecuador, en Colombia y Perú. «Esto nos indicaba que la erupción debió de producirse en los trópicos», razona el geólogo. La coincidencia de las fechas de los informes de Caldas y Unanue ha permitido a los investigadores marcar un día en el calendario: el 4 de diciembre de 1808, con un margen de error de siete días. Los resultados se han publicado en la revista Climate of the Past.

Sin embargo, aunque el círculo en el calendario ya está dibujado, aún falta la chincheta en el mapa. «La localización puede ser lejana, porque en el caso del Krakatoa se observaron condiciones similares en Medellín (Colombia) seis días después», dice Guevara-Murúa. «Una vez que los aerosoles se inyectan en la estratosfera, se trasladan muy rápidamente a lo largo del ecuador, y luego hacia los polos. Lo que sí creemos es que no se produjo en Latinoamérica, porque habría registros directos». Es probable que una erupción de tal violencia dejara una cicatriz en la piel del planeta, pero quizá esté oculta bajo el mar si el volcán se hallaba en una remota isla oceánica. «Aún no podemos saberlo, pero confiamos en encontrar algo en los cuadernos de bitácora de los barcos», concluye el investigador.

«Latinoamérica está apostando por la ciencia más que España»

Álvaro Guevara-Murúa, geólogo e ingeniero geológico por la Universidad Complutense de Madrid, tenía claro que su vocación era el clima. Cuando supo de la línea de investigación de la Universidad de Bristol que estudia la reconstrucción de anomalías climáticas debidas a erupciones volcánicas, presentó su candidatura para realizar allí su tesis doctoral. El caso de Álvaro parece cada vez más frecuente, jóvenes científicos que directamente inician su carrera investigadora en el extranjero. Su formación y su lengua nativa le situaban como el candidato idóneo para el proyecto, por lo que recibió una beca de la universidad británica y otra de la Fundación La Caixa. «La beca de La Caixa es muy buena, el problema en España es que falla la financiación pública», opina.

El contacto con otros expatriados de distintos orígenes en Bristol le ha llevado a una conclusión que le ha sorprendido: «En Latinoamérica están apostando por la ciencia y la educación de sus jóvenes mucho más que en España. Tengo compañeros de doctorado de México muy bien financiados por su gobierno, que también les facilita el regreso». Su proyecto de investigación no solo le reporta satisfacción y publicaciones, sino que también le lleva por el mundo: «He viajado a Guatemala y Costa Rica para hacer estudios de anomalías de precipitación después de erupciones volcánicas». Y pese a todo, confiesa que espera regresar algún día, con el único argumento que, por desgracia, este país puede esgrimir para recuperar a sus científicos expatriados: «Estoy muy a gusto aquí, pero como en España, en ningún lado».

¿Qué tienen en común los espárragos, los zombis y la búsqueda de alienígenas?

No, no voy a responder en la primera línea. Empezaré repasando algo que todo estudiante de biología aprende rápidamente: los seres vivos somos CHONPS, es decir, saquitos químicos (todo es química, a pesar de esa boyante falacia que trata de enfrentar química y naturaleza y que viene engordando gracias a la ignorancia humana) rellenos esencialmente de carbono (C), hidrógeno (H), oxígeno (O), nitrógeno (N), fósforo (P) y azufre (S). Aunque debo decir que me gusta más una forma trastocada de mi invención, SPONCH, que suena como el inglés de «esponja», a la sazón uno de los principales candidatos a ser nuestro ancestral tatarabuelo multicelular. Y qué demonios, porque Bob Esponja es un tipo simpático.

El caso es que, hasta el día, si llega, en que conozcamos otras formas de vida basadas en una química diferente –y no hay muchas alternativas–, lo que somos se resume fundamentalmente en variaciones con repetición de esos seis elementos tomados de n en n, para entendernos. Al unir carbono e hidrógeno tenemos lo que se llama un hidrocarburo, también conocido como molécula orgánica. Somos hidrocarburos (por eso cuando arrancamos el motor del coche estamos quemando dinosaurios muertos, y de ahí su precio). Hoy les voy a presentar una de estas moléculas que forman parte de lo que somos, o seremos. Y les advierto de algo: me huele que no les va a gustar.

Señoras y señores, tápense las narices: les presento al metanotiol.

Señoras y señores, tápense las narices: he aquí el metanotiol.

No voy a mantener el suspense por más tiempo: la respuesta a la pregunta del título es metanotiol, también llamado metilmercaptano. Este compuesto, de fórmula química CH3-SH y olor pestilente, está presente en nuestras heces y flatulencias (dije que no les iba a oler bien), pero también en alimentos como ciertos quesos. Sin embargo, nuestro encuentro más íntimo con el metanotiol se produce un rato después de comer espárragos, cuando toca ir al baño. La mayoría de ustedes ya saben de qué estoy hablando, aunque me da en la nariz que no todos: en 1980, un estudio científico demostró que la capacidad de oler el metanotiol es un rasgo genético del que algunos afortunados carecen, para desgracia de sus semejantes, ya que el producto de un atracón de espárragos también se transpira, se lacta y… se eyacula.

El metanotiol es la forma principal en la que expulsamos el azufre procedente de la digestión de los espárragos, pero no es el único lugar en el que podemos encontrarlo. La fragancia del metanotiol aparece en la descomposición de la materia orgánica, por lo que forma parte de la sabrosa mezcla de aroma a cadáver. Sirva como ejemplo el siguiente vídeo, producido recientemente por la Sociedad Química Americana (ACS) en su serie divulgativa Reactions. En este clip, la investigadora del Doane College de Nebraska (EE. UU.) Raychelle Burks, aficionada al género zombi, aprovecha el final de la cuarta temporada de la serie de televisión The walking dead para ofrecer una receta de colonia contra zombis. Según Burks, perfumarse con olor a cadáver podría lograr que los muertos vivientes pasaran de largo en busca de otra comida más fresca. La científica propone que esta eau de toilette debería contener dos compuestos apropiadamente llamados putresceína y cadaverina, además de nuestro nuevo común amigo, el metanotiol.

Ese olor a muerto del metanotiol no es algo casual. El hecho de que la materia orgánica en descomposición nos resulte desagradable al olfato tiene, como casi todo, una razón desde el punto de vista evolutivo. Antes de que inventáramos ese concepto comercial y biológicamente artificioso de la fecha de caducidad, el olor fétido de un alimento nos servía de alerta para evitar una muerte por intoxicación entre horribles convulsiones, lo que explica por qué la mayor parte de la población es sensible a la pestilencia del metanotiol (y está claro que, a los que no lo son, alguien les avisaba). Es un detector de comida en mal estado que la mayoría llevamos incorporado de serie.

Con todo, el metanotiol no solo huele a muerte, sino también a vida. Una teoría sugiere que la transformación no biológica de gases como el monóxido de carbono (CO) y el dióxido de carbono (CO2) en unas condiciones concretas puede producir metanotiol, y que este compuesto podría servir como precursor de un rudimentario metabolismo para nutrir el desarrollo de microbios. Se da la circunstancia de que tales condiciones se encuentran en las fumarolas hidrotermales submarinas, lugares que acogen comunidades biológicas floreciendo al amparo de una rica sopa química y donde algunos investigadores proponen que podría haberse originado la primera vida en la Tierra. En pocas palabras, que al metanotiol podríamos deberle el favor de estar hoy aquí.

El sumergible robótico 'Jason' de la WHOI recoge muestras de una fumarola hidrotermal en la Fosa de las Caimán. Chris German, Woods Hole Oceanographic Institution.

El sumergible robótico ‘Jason’ de la WHOI recoge muestras de una fumarola hidrotermal en la Fosa de las Caimán. Chris German, Woods Hole Oceanographic Institution.

Un equipo de geoquímicos de la Institución Oceanográfica Woods Hole en Massachusetts (EE. UU.) quiso poner a prueba esta hipótesis recogiendo muestras del fluido hirviente producido en varias fumarolas hidrotermales submarinas. Con la ayuda de un sumergible no tripulado llamado Jason, entre 2008 y 2012 los investigadores visitaron un total de 38 fumarolas en distintos lugares del mundo, como la Dorsal Mesoatlántica, la Cuenca de Guaymas (en el golfo de California), la Dorsal del Pacífico Oriental y la Fosa de las Caimán, todos ellos representando diferentes entornos geológicos donde se esperaban distintos niveles de producción de metanotiol. Para asegurarse de preservar la composición química de estos fluidos, que en algunos casos emergen de la roca a más de 370 grados centígrados, los científicos emplearon recipientes herméticos a presión. «La idea era que fabricar metanotiol a partir de ingredientes básicos en las fumarolas hidrotermales submarinas debería ser un proceso fácil», apunta Eoghan Reeves, autor principal del estudio publicado recientemente en la revista PNAS. «Algunos sistemas son muy ricos en hidrógeno, y cuando tienes mucho hidrógeno en teoría debería ser muy fácil producir mucho metanotiol».

Pero lo que los científicos encontraron no fue lo que esperaban. «Descubrimos que no importa cuánto hidrógeno tengas en los fluidos de las fumarolas negras; no parece que se produzca mucho metanotiol», señala Reeves. De hecho, los investigadores detectaron mayor cantidad de este compuesto en las fumarolas pobres en hidrógeno, algo que tira por tierra la hipótesis original y que resta crédito a la posibilidad de que el metanotiol sirviera como «masa de partida», en palabras de los autores, para moldear un metabolismo primitivo que diera origen a la vida terrícola. Esto no descarta que las primeras células pudieran surgir a pesar de todo en estos pequeños volcanes acuáticos, pero sí que el culpable de todo ello fuera el metanotiol.

Este resultado negativo tampoco significa que el trabajo de Reeves y sus colaboradores haya sido en vano. Dicen que cuando una puerta se cierra, otra se abre, y en ciencia a menudo la contrahipótesis es tan seductora o más que la hipótesis. Los científicos descubrieron que sí se produce metanotiol, pero en los lugares donde el fluido hirviente entra en contacto bajo el suelo oceánico con el agua fría de las profundidades que templa su temperatura por debajo de los 200 grados. ¿Qué significa esto?

Ilustración de Júpiter desde la superficie helada de su luna Europa. NASA/JPL-Caltech.

Ilustración de Júpiter desde la superficie helada de su luna Europa. NASA/JPL-Caltech.

Y en este caso, volvemos a los zombis. O más vulgarmente, a microbios muertos. Otros marcadores biológicos asociados a la descomposición dieron a los investigadores la clave de lo que estaba ocurriendo: el fluido caliente cuece los microorganismos que viven alrededor de las fumarolas. Y al morir, liberan metanotiol. «El hallazgo de que el metanotiol se está formando como producto de desecho de la vida microbiana proporciona un indicio más de que la vida está presente y extendida bajo el fondo marino, y esto es muy excitante», dice Reeves, que tiene un buen argumento para su excitación: «El lado bueno es que ahora tenemos un marcador muy simple para la vida. Si algún día podemos posar un vehículo en el hielo que cubre los océanos de Europa, la luna de Júpiter –otro lugar en el Sistema Solar que podría albergar fumarolas hidrotermales y posiblemente vida– y logramos perforar la capa helada, probablemente lo primero que [ese robot] debería buscar es metanotiol».

Así, esta es la conclusión esencial a la que iba: a diferencia de lo descrito en 2010, la continuación de la odisea espacial de Arthur C. Clarke, tal vez los primeros seres alienígenas no se manifiesten a través de la glamurosa, verde y refrescante clorofila, sino mediante algo tan ordinario como un hedor a flatulencia. Pero los querremos igual.

¿Somos el resultado de un bombardeo de radiación extraterrestre?

A nadie se le escapa que la radiación hace daño. Su efecto perjudicial se debe a que rompe la doble hélice de ADN, lo que desemboca en la muerte de la célula –de ahí la pérdida de pelo– o bien en reparaciones erróneas que pueden introducir mutaciones y con ello causar peligrosos desastres celulares, como el cáncer. Sin embargo, desde el punto de vista no de un individuo, sino de la población, la radiación y las mutaciones que provoca pueden ofrecer el sustrato sobre el que actúa la selección natural, acelerando la aparición de nuevas especies. Un ejemplo es la obtención de bacterias intestinales inmunes a la radiación que comentábamos aquí hace unas semanas. Aquellas Escherichia coli ultrarresistentes bien podrían considerarse una nueva especie, aunque no suele aplicarse este criterio cuando se trata de una evolución forzada en el laboratorio.

Ilustración del Brote de Rayos Gamma GRB 080319B, detectado en 2008, con dos rayos en direcciones opuestas. NASA.

Ilustración del Brote de Rayos Gamma GRB 080319B, detectado en 2008, con dos rayos en direcciones opuestas. NASA.

No es habitual que todos los organismos terrestres se vean sometidos a una alta dosis de radiación de forma global y repentina. Pero tampoco es impensable. Ciertas estrellas pueden sufrir una gran explosión que dispara chorros de radiación intensa a través del cosmos. Estos fenómenos, conocidos como Brotes de Rayos Gamma (BRG), se han observado con cierta periodicidad en el universo. Y si por casualidad la Tierra se encuentra justo en la trayectoria de un rayo potente, temblad, terrícolas. Se ha propuesto que los BRG pueden haber causado alguna de las cinco extinciones masivas de la historia de nuestro planeta, como la acaecida entre el Ordovícico y el Silúrico hace 440 millones de años, la segunda más devastadora de las cinco.

Sin embargo, y dado que la frontera entre extinción y especiación es delgada, algunos científicos juegan con la idea de que un BRG haya podido actuar como motor de la evolución biológica en alguna época de la historia de la Tierra. Y una candidata golosa es la llamada Explosión Cámbrica, un súbito acelerón en la aparición de nuevas especies que ocurrió hace unos 540 millones de años y que sacó del sombrero biológico la mayor parte de los grandes grupos de organismos llamados filos, como los artrópodos, los moluscos o los cordados, a los que pertenecemos. De hecho, la churrera de especies que representó la Explosión Cámbrica se ha denominado el «dilema de Darwin», ya que el propio padre de la evolución por selección natural escribió en El origen de las especies: «A la cuestión de por qué no encontramos ricos depósitos fosilíferos pertenecientes a estos períodos tempranos previos al sistema Cámbrico, no puedo dar una respuesta satisfactoria».

Los físicos Pisin Chen, de la Universidad Nacional de Taiwán y el Instituto Kavli de Astrofísica de Partículas y Cosmología de la Universidad de Stanford (EE. UU.), y Remo Ruffini, de la Universidad La Sapienza de Roma (Italia), han llevado esta hipótesis a la pizarra y han descubierto que las cuentas cuadran. Los autores han tomado como variable el radio mínimo dentro del cual es probable que la Tierra haya sufrido el impacto de al menos un BRG en sus casi 5.000 millones de años de historia, que resulta ser de unos 1.500 años luz.

Reconstrucción de un mar del Cámbrico. Ghedoghedo.

Reconstrucción de un mar del Cámbrico. Ghedoghedo.

Para calcular la dosis de radiación recibida por la Tierra en este supuesto, los investigadores han considerado la densidad atmosférica existente en aquella época. «Las pruebas indican que la atmósfera del Cámbrico contenía sobre todo nitrógeno con una densidad comparable al nivel presente, mientras que la abundancia del oxígeno era solo un pequeño porcentaje del valor actual», escriben los científicos en su estudio, disponible en arXiv.org y aún pendiente de publicación. Con este valor de densidad, Chen y Ruffini calculan que la radiación recibida en la Tierra pudo ser letal para las especies aéreas, pero no para las acuáticas. «Afortunadamente, la mayoría de los organismos en el Cámbrico vivían en aguas someras», escriben. «Los organismos marinos que vivían […] bajo la superficie pudieron sobrevivir al impacto sufriendo mutaciones inducidas en su ADN». Con todo ello, los autores concluyen que «un GRB es la única entre todas las fuentes propuestas, terrestres y extraterrestres, de extinciones masivas que puede proporcionar una explicación a esta génesis en masa».

Chen y Ruffini exploran también las consecuencias de su hipótesis en cuanto a la posibilidad de que en tiempos del Cámbrico pudiera existir vida fuera de la Tierra. «Esto puede tener implicaciones en la extinción de la vida en Marte, cuya atmósfera es mucho más tenue», reflexionan. Por otra parte, sugieren que la idea «impone restricciones» a la teoría de la panspermia, según la cual los microorganismos podrían viajar por el espacio a bordo de asteroides y sembrar la vida en otros planetas. «Los microorganismos primitivos sin protección transportados por rocas interestelares habrían podido quedar esterilizados tras su exposición a un BRG», pero «estas semillas de panspermia podrían haber evitado la destrucción si su velocidad de migración y colonización fuera más rápida que la tasa de BRG».

Con todo, no hay que perder de vista que se trata tan solo de un ejercicio de especulación teórica, aunque las ecuaciones de Chen y Ruffini encajen en la hipótesis como el pie de Cenicienta en el zapato. A su favor, los físicos alegan que «una posible prueba de este origen propuesto para la Explosión Cámbrica sería la abundancia anómala de ciertos isótopos en registros geológicos del período Cámbrico», un indicio que según los autores es coherente con su hipótesis. Pero aún deberá recorrerse un largo camino antes de poder afirmar que los terrícolas somos el resultado fortuito de un bombardeo de radiación extraterrestre.

Los Álvarez y los dinosaurios, un culebrón científico con fabes y hamburguesas

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Supongan que el que suscribe, que también escribe, se presentara un buen día en el mismo Hollywood tratando de vender un guion para una película, o tal vez una serie. ¿De qué va?, interroga el ejecutivo de la productora. Y uno le espeta lo que sigue:

Va de un médico de Asturias que emigra a Estados Unidos, se casa con la hija de un marino prusiano y se establece en Hawái, donde desarrolla un tratamiento contra la lepra y acumula una fortuna gracias a sus negocios de tabaco, minas y bienes raíces. Su hijo, también médico, describe el Síndrome de Álvarez, consistente en una hinchazón histérica del abdomen sin motivo aparente. Su nieto estudia física y participa en el Proyecto Manhattan para la fabricación de la bomba de Hiroshima, cuyo lanzamiento observa desde un bombardero que vuela junto al Enola Gay. Además, inventa un radar de aproximación para los aviones sin visibilidad, crea el primer acelerador lineal de protones y un sistema para explorar las pirámides de Egipto por rayos X, y explica las trayectorias de las balas del asesinato de Kennedy. Le conceden el premio Nobel de Física y finalmente, junto a su hijo, bisnieto del médico asturiano, descubre por qué se extinguieron los dinosaurios. Fin.

Semejante argumento solo lo compraría, si acaso, aquel ejecutivo de la Fox en Los Simpson al que el director Ron Howard lograba colocar un guion de Homer para una película protagonizada por un robot asesino profesor de autoescuela que viajaba en el tiempo para salvar a su mejor amigo, una tarta parlante. Por lo demás, para un novelista o guionista, los únicos salvoconductos válidos para cruzar la frontera de la verosimilitud sin ser acribillado a balazos se despachan a nombre de Tarantino y alguno más.

Sin embargo, la historia del médico asturiano es cien por cien verídica. Luis Fernández Álvarez, reconvertido en su versión norteamericana a Luis F. Alvarez, nació en 1853 en La Puerta, un barrio de la parroquia de Mallecina en el concejo asturiano de Salas, hijo del bodeguero del infante de España Francisco de Paula de Borbón, a su vez vástago del rey Carlos IV. La saga de científicos que Álvarez fundó en su emigración a las Américas es quizá uno de los ejemplos más tempranos y brillantes de nuestra tradicional fuga de cerebros; un modelo paradigmático de lo que nos hemos perdido.

Los Álvarez son más conocidos por la aportación estrella del nieto del médico, Luis Walter Alvarez, que a pesar de su Nobel de Física hoy es más popular por el estudio que publicó en 1980 en Science junto con su hijo Walter y en el que proponía una solución al enigma de la desaparición de los dinosaurios. Según esta hipótesis, la llamada extinción masiva K/T, que hace 65 millones de años marcó la frontera entre el Cretácico y el Terciario, fue provocada por la colisión de un gran objeto espacial. Años más tarde la teoría cobró impulso al descubrirse el cráter de Chicxulub en la península mexicana de Yucatán, una hoya de 180 kilómetros de diámetro enmascarada por sedimentos posteriores. Recientemente el gobierno de Yucatán ha anunciado que se propone emprender el desarrollo turístico del cráter de Chicxulub, lo que añadirá un atractivo científico a la costa del Caribe mexicano.

La teoría de los Álvarez es la más aceptada, pero no la única, y aún es objeto de investigaciones. Hace poco más de una semana ha aparecido el penúltimo estudio, aún sin publicar, que analiza los datos sobre el impacto para tratar de establecer su naturaleza. En este trabajo, los investigadores Héctor Javier Durand-Manterola y Guadalupe Cordero-Tercero, del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México, han calculado que el objeto pesaba entre 1 y 460 billones de toneladas y medía entre 10,6 y 80,9 kilómetros de diámetro. Los científicos mexicanos sugieren que probablemente no se trataba de un asteroide sino de un cometa, algo que ya se había propuesto anteriormente.

Hoy el bisnieto del médico, Walter Alvarez, prestigioso geólogo de la Universidad de California en Berkeley, es un estadounidense de cuarta generación de setenta y tres años al que ya poco le liga al origen geográfico de su familia, salvando un doctorado honoris causa por la Universidad de Oviedo y una pertenencia honoraria al Ilustre Colegio Oficial de Geólogos. Aun así, es su regalo el dedicar parte de sus investigaciones a la evolución tectónica de la Península Ibérica. Será que, como sabemos quienes hemos vivido en Asturias, la tierrina nunca deja de tirarle a uno de la sisa.

Las heces de un koala dan pistas sobre la historia temprana de la vida en la Tierra

La ciencia, al contrario que la política, la justicia, la economía, la religión, el fútbol, la publicidad, el periodismo, la venta por teléfono y casi todo lo demás en este planeta, no teme reconocer que no posee todas las respuestas. Un viejo y sabio inmunólogo decía que lo primero que debe aprender un científico es a decir «no sé». El dogmatismo es enemigo del conocimiento. Y una de esas respuestas que (aún) escapan a la ciencia y que (quizá) siempre escaparán es cómo comenzó la vida en la Tierra, cuál fue la chispa que dio origen al primer saquito vivo llamado célula.

Podemos asumir que los primeros organismos vivos fueron bacterias y arqueas, las formas más simples de existencia, pero la época de su primera aparición aún está en disputa entre quienes defienden fechas más antiguas, en torno a 3.800 millones de años atrás, y quienes recortan la cifra hasta los 2.700 millones de años, una horquilla temporal de más de 1.000 millones de años. La discrepancia nace de la diferente opinión sobre la intervención de procesos biológicos en la formación de ciertas rocas, los únicos signos perdurables de aquellos minúsculos y primitivos bichos.

Cianobacterias del género 'Anabaena'. Instituto Nacional de Ciencias Ambientales de Japón.

Cianobacterias del género ‘Anabaena’. Instituto Nacional de Ciencias Ambientales de Japón.

Algo que sí dejó un rastro inequívoco en las rocas fue el hito que permitió la posterior explosión de la vida: la aparición del oxígeno en la atmósfera, sucedida hace unos 2.400 millones de años en lo que se denomina el Gran Evento de Oxidación (GEO). Las responsables de esta innovación atmosférica, a la que debemos nuestra presencia aquí, fueron las cianobacterias fotosintéticas. Estas prodigiosas criaturas inventaron un nuevo metabolismo que prescindía del sulfuro de hidrógeno de sus abuelas para utilizar otro alimento alternativo, el óxido de hidrógeno, es decir, agua. Con un sorbito y una bocanada de dióxido de carbono eran capaces de fabricar moléculas orgánicas, liberando un curioso residuo: oxígeno. Y todo ello, además, propulsado por energía solar.

Tampoco existe acuerdo sobre cuándo surgieron las primeras cianobacterias, pero cada vez se acumulan más pruebas, la última hace solo unos días, de que ya estaban presentes hace al menos 2.700 millones de años. Siendo así, las cuentas no salen: ¿Por qué ese retraso de al menos 300 millones de años hasta que el oxígeno empezó a notarse en la composición de la atmósfera? Esta es una incógnita que lleva años rondando entre la comunidad científica y a la que aún no se ha dado respuesta definitiva. Varias teorías se han propuesto para explicar esta enorme demora, e incluso ciertos investigadores sugieren que no hay tal: Birger Rasmussen, de la Universidad Tecnológica de Curtin en Australia Occidental, publicó en Nature en 2008 que no existe huella confirmada de fotosíntesis en la historia geológica de la Tierra hasta hace solo 2.200 millones de años. ¿Cómo resolver este enredo?

Un nuevo estudio, aún pendiente de publicación, viene a aportar una interesante conclusión que podría colocar alguna pieza del puzle. Y el lugar donde se ha encontrado esta pista es insólito: las heces de un koala. La historia comienza el año pasado, cuando un grupo de investigadores dirigido por las microbiólogas Ruth Ley, de la Universidad de Cornell (EE. UU.), y Jill Banfield, de la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.), puso nombre a un difuso grupo de bacterias que llevaba circulando un tiempo por la literatura científica y que se había aislado de hábitats tales como los acuíferos, el suelo o las heces. El estudio de Ley y Banfield, publicado en 2013 en la revista eLife, analizó los genomas de estos microbios y descubrió que eran muy similares a las cianobacterias pero sin maquinaria fotosintética, algo que les sería poco útil en lugares como el intestino. Los investigadores concluyeron que se trataba de un grupo hermano de las cianobacterias que tuvo un ancestro común con estas en los primeros tiempos de la vida en la Tierra, y propusieron para este grupo el nombre de melainabacterias en referencia a Melaina, la ninfa griega de las aguas negras.

Un koala en el santuario de Healsville (Australia). Summi.

Un koala en el santuario de Healsville (Australia). Summi.

Mientras tanto, en Australia, un grupo de microbiólogos de la Universidad de Queensland se dedicaba a «perfilar las comunidades [bacterianas] fecales de los koalas», según explica a Ciencias Mixtas el director del equipo, Philip Hugenholtz. ¿Y por qué koalas? «¿Por qué no?», responde el científico. Los investigadores recogieron heces de Zagget, un anciano macho de 12 años que vive en el santuario de Lone Pine, en la ciudad de Brisbane, y realizaron un estudio metagenómico, consistente en leer todas la secuencias de ADN presentes en la muestra y que incluyen la mezcla de genomas de las bacterias que viven en el intestino del animal. El paso siguiente es procesar estas secuencias mediante complejas herramientas informáticas para separarlas en genomas individuales.

La primera autora del nuevo estudio, Rochelle Soo, detalla que el propósito de todo esto era «tratar de rellenar el árbol de la vida con secuencias genómicas representativas».»Nos interesaban las cianobacterias basales [primitivas] que solo se han encontrado en hábitats afóticos [sin luz], lo que nos hacía pensar que podría haber cianobacterias no fotosintéticas», agrega Soo. «Obtuvimos varias secuencias y concluimos que, en efecto, no son fotosintéticas». Y había algo más: las nuevas bacterias identificadas se parecían muchísimo a las melainabacterias.

Estos parecidos genéticos son los que hoy emplean los científicos para establecer la clasificación de los seres vivos en especies y en los grupos que las relacionan, como familias, órdenes y clases. Las semejanzas o diferencias entre sus genomas permiten definir sus relaciones evolutivas e incluso estimar en qué época sus ramas se separaron del tronco común, por ejemplo, los humanos y los grandes simios. Basta pensar en el caso de los parentescos: dos hermanos tendrán genomas más parecidos entre sí que a los de sus primos. Si a partir de numerosos casos se logra definir una regla que relacione el grado de diferencia genética con la distancia genealógica, la comparación entre los genomas de dos personas emparentadas permite deducir si el ancestro que comparten fue un abuelo, un bisabuelo o un tatarabuelo. Lo mismo se aplica a la taxonomía de las especies.

Gracias a esta metodología, los investigadores concluyen que las melainabacterias no son un grupo hermano de las cianobacterias, sino que son cianobacterias. «Deberían ser una clase dentro del filo Cianobacterias, y no un filo separado», apunta Soo. Los autores proponen que el filo de las cianobacterias debe remodelarse para incluir dos clases, las melainabacterias, no fotosintéticas, y las oxifotobacterias, lo que hasta ahora se conocía simplemente como cianobacterias. Sin embargo, no les está resultando fácil convencer a otros expertos de que acepten una propuesta que supone modificar la definición de las cianobacterias que figura en todos los libros de texto y enciclopedias del mundo. «Es un desafío directo a un dogma largamente establecido en microbiología, que todas las cianobacterias son fotosintéticas». Por este motivo, el estudio aún está en proceso de revisión. «Estamos encontrando mucha resistencia debido a su naturaleza controvertida», dice Soo.

Un estromatolito, roca formada por la fosilización de tapices de microbios, entre ellos cianobacterias. Este se encontró en la región de Pilbara (Australia) y su edad se estima en unos 3.500 millones de años. Didier Descouens.

Un estromatolito, roca formada por la fosilización de tapices de microbios, entre ellos cianobacterias. Este se encontró en la región de Pilbara (Australia) y su edad se estima en unos 3.500 millones de años. Didier Descouens.

Hasta aquí, la cuestión no pasaría de ser un simple cambio de nombres. Pero otra consecuencia del estudio va más allá. En consonancia con trabajos previos, los autores sugieren que la adquisición de la maquinaria fotosintética fue algo tardío en la evolución de las cianobacterias, y que esto ocurrió después de que ambas ramas se separaran de su ancestro común, a saber, una bacteria no fotosintética que dependía de la energía química, no solar. Es decir, que mientras un grupo aprendía a vivir del Sol y a producir oxígeno, sus hermanas melainabacterias conservaban el modo de vida ancestral de sus antepasados. Y aquí vienen las grandes consecuencias del estudio: por un lado, esto deja a las melainabacterias, descubiertas en los últimos años, entre los organismos más cercanos que existen hoy al primer ser vivo que jamás habitó la Tierra. Y algunas de ellas viven en nuestro intestino.

Pero además este esquema, de ser validado, podría aportar una pista a la demora entre la aparición de vida en la Tierra y la oxigenación de la atmósfera. Si las primeras cianobacterias que dejaron registro en la roca terrestre hace entre 3.500 y 2.700 millones de años atrás eran melainabacterias no fotosintéticas, no es de extrañar que la huella del oxígeno en la atmósfera se retrasara hasta cientos de millones de años después, quizá el tiempo preciso para que las dos líneas evolutivas se separaran y una de ellas, las oxifotobacterias, llegara a perfeccionar la maquinaria necesaria para la fotosíntesis. Lo que, además, cuadraría con lo defendido por Rasmussen si antes del GEO solo hubieran existido melainabacterias no fotosintéticas. Con todo, Soo se muestra cauta y no se aventura a suscribir esta hipótesis. De momento, bastante tarea tiene con tratar de convencer al mundo de que es necesario tirar los libros de texto y hacer otros nuevos. Falta comprobar si finalmente la comunidad científica prefiere aferrarse al dogma o reemplazarlo por un humilde «no sé».

NOTA: Después de publicado este artículo, Rochelle Soo, autora principal del estudio mencionado, me comunica que su trabajo ha sido aceptado para publicación en la revista Genome Biology and Evolution.