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El 8-M y el apocalipsis zombi, otro mito de la COVID-19 sin base científica

Me he resistido largamente a hablar aquí del 8-M, a pesar de que tiene un interesante análisis científico. Pero las razones para no haberlo hecho son evidentes. Recuerdo que hace muchos años entré a trabajar en una empresa. Al poco, sin conocernos aún, uno de mis nuevos compañeros, muy madridista, pretendió comentar conmigo la goleada que el Real Madrid le había metido al Barcelona. Le dije que solo hay una cosa que me aburra más que dar patadas a un balón, y es ver a otros hacerlo. «A ti lo que te pasa es que eres del Barça y te da vergüenza reconocerlo», replicó. No hubo manera de convencerle de lo contrario.

Del mismo modo, cualquier mención a las manifestaciones del Día de la Mujer del 8 de marzo y su relación con la propagación de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, le etiqueta a uno automáticamente como de estos o de los otros, dependiendo del cariz de dicha mención. Pero dado que recientemente el jefe de emergencias sanitarias Fernando Simón dijo que el efecto de estas manifestaciones en la expansión del virus fue como mucho algo marginal, pero no explicó por qué, y dado que las ramificaciones del 8-M han conseguido que una vez más la política desvíe la atención de lo verdaderamente importante (lo que está matando a la gente), merece la pena explicarlo.

Y sí, ya lo sé. Un spoiler: lo que voy a contar aquí gustará a algunos, pero por razones equivocadas, porque les parecerá que con ello trato de justificar la gestión del gobierno de los suyos. A otros no les gustará, exactamente por las mismas razones equivocadas, porque les parecerá que con ello trato de defender la gestión del gobierno de sus enemigos. Estos me llamarán vendido, palmero, terminal mediática y esos otros lugares comunes. Pero habrá que apechugar con ello. De todos modos, hay quienes ya me han acusado de esto último precisamente por evitar toda mención del 8-M, que ni siquiera el silencio le protege a uno. Total, para algunos, siempre seré del Barça.

Manifestación feminista del 8 de marzo de 2020 en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Manifestación feminista del 8 de marzo de 2020 en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Vamos al trapo. ¿Qué dice la ciencia sobre la influencia de las grandes aglomeraciones de masas en la propagación de los virus respiratorios? Existen varios estudios al respecto, no muchos; pero como siempre, la mejor ciencia nos la da el estudio que se ha encargado de compilar todos los anteriores, revisarlos y extraer conclusiones. Este es el trabajo que el pasado 20 de marzo presentaban los expertos en análisis de pruebas científicas David Nunan y John Brassey, del Centre for Evidence-Based Medicine de la Universidad de Oxford.

Y la conclusión es que… no se sabe. Este es el veredicto de Nunan y Brassey:

El efecto en las enfermedades infecciosas de restringir y cancelar reuniones de masas y eventos deportivos es precariamente conocido y requiere mayores estudios. Las mejores evidencias disponibles sugieren que los eventos de varios días con alojamientos compartidos y atestados son los que más se asocian con un aumento del riesgo. Las reuniones de masas no son homogéneas, y el riesgo debería analizarse caso por caso.

Pero ¿cómo es esto posible, si los eminentes doctores en epidemiología por la Universidad de Twitter ya nos han dejado claro que, por una simple regla de tres, si una reunión de 12 personas es un riesgo de contagio, una reunión de 120.000 personas es un riesgo de contagio diez mil veces mayor?

Sencillamente, porque no es así. Eso es lo que ocurre en un apocalipsis zombi. Pero no necesariamente en una epidemia de un virus respiratorio en el mundo real.

Para explicarlo, recurro a un caso de lo primero: REC 3 Génesis, la tercera entrega de la saga de zombis de Jaume Balagueró y Paco Plaza. Si han visto aquella película, recordarán que se celebra una boda. Uno de los invitados, sin saberlo, ha contraído el virus zombi. Durante la noche de celebración, prácticamente todos los asistentes resultan contagiados, mordisco a mordisco. El virus zombi actúa como una bomba nuclear: si hay diez, caen diez. Si hay diez mil, caen diez mil.

Un fotograma de REC 3: Génesis (2012). Imagen de Filmax.

Un fotograma de REC 3: Génesis (2012). Imagen de Filmax.

Pero los virus del mundo real no funcionan así. Existen dos diferencias fundamentales llamadas periodo de incubación y tasa de reproducción.

La mayoría de las películas de virus zombis tienen algo en común, y es que la infección no tiene periodo de incubación. Casi de inmediato, la persona mordida se transforma y busca a su vez contagiar a otras. Así, cuanto más multitudinaria es la reunión, más gente resulta contagiada. ¿Y a cuántas personas contagia cada una? Muy fácil: a todas las que se le pongan por delante, una, diez o cien. La capacidad de contagio de un zombi es instantánea y casi infinita.

Pero en el mundo real no ocurre que un virus vaya pasando de forma instantánea de una persona a otra. Para que alguien recién contagiado pueda a su vez contagiar a otros, es necesario que antes el virus colonice sus células y tejidos diana para producir millones de copias. Este proceso requiere como mínimo varios días. Por lo tanto, la extensión de un brote durante una reunión multitudinaria depende de a cuántas personas son capaces de transmitir productivamente el virus quienes ya acuden a dicha reunión pasado ese periodo de incubación. Es decir, a cuántas personas como media contagia cada contagiado. Esto es lo que se conoce como tasa de reproducción básica, o R0, que mide esa capacidad de contagio en una población que se encuentra por primera vez con el virus, como en el caso del 8-M.

Y bien, ¿cuál es la R0 del coronavirus de la covid? Los medios han insistido durante meses en que estamos ante un virus muy contagioso. Pero parece evidente que esto se ha interpretado mal: «muy contagioso» como un virus muy contagioso del mundo real, no como el virus zombi. La R0 del virus de la covid aún se discute, pero las cifras que se han aportado la sitúan en un rango entre 2 y 6.

Veamos lo que esto significa: una persona se levanta por la mañana. Lleva a los niños al colegio, quizá parándose a hablar con otros padres, madres o profesores. Va al trabajo, por ejemplo en metro o autobús. Desayuna con un par de compañeros. Pasa la mañana despachando con unos y otros en la oficina. Sale a comer con otros compañeros. Por la tarde tiene una reunión, o una visita a clientes, proveedores… Recoge de nuevo a los niños. Va al gimnasio, o a clases de ganchillo, o de anglosajón medieval. Por la noche sale a cenar, o a un concierto, o de copas. Al día siguiente, otra vez lo mismo. Y al otro día, igual.

Durante los días en que esa persona permanece infecciosa, lo que para la covid puede estar generalmente en torno a unos 10 días, y con ese nivel de actividad (dado que la mayoría de los contagiados de covid solo experimentan síntomas leves o nulos), ¿a cuántos ha contagiado? ¿A decenas, centenares?

No: a entre 2 y 6 personas.

Los más informados pensarán que hay matices aquí, y efectivamente los hay, pero no necesariamente afectan al resultado final. Por un lado, los estudios de la covid están revelando que hay grandes diferencias en la capacidad de contagio de unas personas y otras. Hasta tal punto es así que, según algunos expertos, es probable que muchos infectados no lleguen a contagiar absolutamente a nadie, mientras que otros transmiten el virus quizá a decenas; tal vez un 80% de los contagios procedan de solo un 10% de los contagiados, según un estudio reciente. Para medir esto se introduce un parámetro adicional llamado factor de dispersión, k, que mide las ramificaciones, si muchos contagios proceden de muchas personas o de pocas. Esto entronca con el fenómeno confirmado de los superspreaders o supercontagiadores, personas que pueden transmitir el virus a muchas.

Pero una persona supercontagiadora lo será, tanto si acude a la manifestación del 8-M como si hace todo eso que hemos dicho antes en un día normal. El virus solo se transmite por contacto estrecho y cercano. Por lo tanto, a efectos de los supercontagiadores, poco importa que esa persona esté presente en una manifestación de 100.000 o que en un día corriente tenga contacto estrecho con diez o veinte; el resultado va a ser el mismo en ambos casos. Y mientras, por cada supercontagiador existen otras muchas personas infectadas que no van a contagiar a nadie, estén o no en la manifestación; por cada uno de esos casos en que sabemos de una reunión que ha quebrantado las reglas del confinamiento porque ha originado un brote, existen otras muchas de las que no tenemos noticia porque no han tenido ninguna consecuencia. Cuando se hace el promedio entre unos y otros, el resultado es el ya dicho: entre 2 y 6 contagios por persona a lo largo de varios días.

Ahora, hagamos un ejercicio especulativo sin pretensiones de rigor; uno de esos cálculos que suelen llamarse problemas de Fermi. El físico Enrico Fermi era conocido por esa afición a tirar cuatro números en el dorso de un sobre, o en una servilleta de bar, para hacer cálculos sencillos de magnitudes en problemas de estimación que sería muy complejo resolver con rigor.

Problema de Fermi: ¿cuántos contagios pudieron producirse en la manifestación de Madrid del 8-M?

Para ello, primero necesitaríamos estimar cuántas personas contagiadas habría en la manifestación. Encuentro aquí que el 9 de marzo había en España 1.204 casos confirmados. Seamos generosos y multipliquémoslo por diez, dado que el estudio del Instituto de Salud Carlos III encontró una seroprevalencia diez veces mayor que los datos oficiales de contagios. Así, supongamos que el 8 de marzo había unas 12.000 personas contagiadas en España.

De ellas, ¿cuántas acudieron a la gran manifestación de Madrid? Si por entonces había una persona contagiada por cada 4.000 y a la manifestación acudieron 120.000, podemos estimar que había allí 30 personas infectadas. Cada una de ellas infectó a entre 2 y 6 durante los 10 días aproximados que duró su periodo infeccioso. O sea, a entre 0,2 y 0,6 personas al día. Seamos de nuevo generosos y escojamos 0,6. Por 30, el resultado es que en la manifestación de Madrid pudieron producirse unos… 18 contagios. Tirando muy por lo alto.

¿Y en las manifestaciones de toda España? Según el mismo cálculo fermiano, y si un total de 600.000 personas asistieron a las manifestaciones en distintas ciudades, según se ha publicado, eso haría un total de 90 nuevos contagios. Pero no olvidemos que el 8 de marzo la vida aún funcionaba a pleno rendimiento. Había conciertos, partidos de fútbol, mítines políticos, la gente entraba, salía, se reunía para comer y cenar… Siguiendo con el mismo razonamiento, el 8 de marzo se habrían producido en toda España unos 7.200 contagios. Conclusión: solo uno de cada 80 contagios de aquel día sería achacable a las manifestaciones del 8-M. Es decir, un efecto marginal, como decía Simón.

Un primer matiz: supercontagiadores aparte, por supuesto; pero como ya he explicado, los supercontagiadores habrían supercontagiado igualmente, salvo que hubieran pasado esos diez días de su periodo infeccioso confinados en sus casas. Lo cual nadie hacía el 8 de marzo. Y como decía en una entrevista reciente la viróloga Marga del Val, si hubieran tratado de confinarnos una semana antes de cuando se hizo, nadie habría hecho caso.

Un segundo matiz: en realidad es bastante probable que el número de contagios durante aquellas concentraciones fuera considerablemente menor que el de estos cálculos simples. No solo porque en todas las estimaciones hemos sido extremadamente favorables hacia quienes creen que aquello fue el apocalipsis zombi, sino por otra importantísima razón: la ciencia ya ha mostrado que la probabilidad de contagiarse al aire libre es muy baja; 20 veces menor en el exterior que en interiores, según un estudio en Japón. Y como ya he contado aquí, según otro estudio en China, de más de 7.000 contagios en los que pudo rastrearse el origen de la infección, solo uno se produjo al aire libre.

En definitiva, todo lo expuesto es una mera especulación, pero una especulación razonada, basada en los datos científicos y no en las películas de zombis. De lo que sí podemos estar razonablemente seguros es de que el número real de contagios en las manifestaciones del 8-M estaría en el orden de decenas, no de cientos o miles como creen quienes han calificado la concentración de Madrid como un infectódromo y le han achacado la culpa de la propagación del virus en España. Esta idea solo puede sustentarse en motivos ideológicos muy apartados de la ciencia (o sea, de la realidad).

Claro que habrá quien se pregunte, con buen criterio: si todo esto es así, ¿por qué se nos prohíben ahora las reuniones multitudinarias y los espectáculos con público? ¿Por qué no podemos reunirnos más de diez (en la fase 1), si el virus no sabe contar? Obviamente, yo no puedo responder a esta pregunta. Ni pretendo saber lo que no sé sobre cómo gestionar una epidemia. Pero hay una respuesta de mínimos: principio de precaución. Esta es la misma regla que ha guiado la obligatoriedad en muchos países del uso de mascarillas, de eficacia aún dudosa, cuando no escasa: daño no hacen. Por si acaso.

Por el mismo principio de precaución se cancelan eventos como los Juegos Olímpicos o los festivales de música; alojamientos comunes en eventos que duran varios días, los que según Nunan y Brassey son los más peligrosos de cara a la propagación vírica. Y por la misma razón, también los congresos, como uno religioso internacional que al parecer prohibieron las autoridades en España. Pero dado que la ciencia de la covid ha avanzado mucho en estos meses, y hoy conocemos datos que antes aún no teníamos, es lógico preguntarse: ¿se mantuvieron las convocatorias del 8-M sobre un conocimiento científico del riesgo real, o por un puro interés político ignorando la ciencia al respecto? Y aquí, ya, amigos, me levanto y me voy, porque no conozco la respuesta a esta pregunta que entra en un terreno que no es el mío, y que no me interesa.

De acuerdo, los zombis no existen; pero ¿podemos escapar de ellos?

Teniendo en cuenta que los zombis no pueden morir porque ya están muertos –aunque sí es posible conseguir que dejen de incordiar–, no tiene nada de raro que regresen una y otra vez para protagonizar largas sagas. George A. Romero, el padre fundador del género tal como hoy lo entendemos, ya ha rodado al menos seis películas de su serie Dead, si no me fallan las cuentas, y The Walking Dead ha sobremuerto en la competitiva cancha televisiva durante cinco temporadas, con la sexta en preparación.

'The Walking Dead'. Imagen de AMC.

‘The Walking Dead’. Imagen de AMC.

Y a pesar de que ya hemos visto zombis en todos los formatos y tamaños posibles –el año pasado les tocó a los castores–, siempre me ha llamado la atención una curiosidad: ¿por qué los protagonistas de las películas de zombis nunca han visto una película de zombis? Un ejemplo: en las historias de vampiros que nos trae el cine, es habitual que más pronto que tarde los personajes reconozcan que se encuentran ante una coyuntura de vampiros, incluso cuando no se trata estrictamente del modelo clásico, como ocurre en la serie de Guillermo del Toro y Chuck Hogan The Strain. Una vez que los protagonistas han identificado que la cosa va de vampiros, de inmediato les viene a la mente todo el repertorio estándar de ideas sobre estos seres; entre otras cosas, cómo acabar con ellos.

En cambio, no recuerdo una sola película de zombis (repito: «no recuerdo», no «no existe») en la cual llegue un momento en que uno de los personajes sentencie: «¡Ya está, claro, son zombis, de los de toda la vida!». Más bien al contrario, suelen mostrar su absoluta sorpresa: «¿Qué diablos es eso? ¡Oh, se comen a la gente! ¡Y no mueren! ¡Y convierten a otros en lo mismo que ellos!». Dichos protagonistas no llaman al pan pan y al zombi zombi, sino que se refieren a ellos con nombres ad hoc, como los «caminantes» de The Walking Dead, o sencillamente los denominan «esas cosas». Con la ya larga tradición de películas, series, libros, dibujos animados, cómics, novelas gráficas y toda otra clase de formatos que han cubierto el género, ¿por qué los protagonistas nunca han visto/leído/oído ninguna de estas historias para saber reconocer a los zombis y llamarlos por su nombre?

Así empezó todo. El primer zombi de 'La noche de los muertos vivientes' de George A. Romero (1968). Imagen de The Walter Reade Organization.

Así empezó todo. El primer zombi de ‘La noche de los muertos vivientes’ de George A. Romero (1968). Imagen de The Walter Reade Organization.

No tema, no le ocurre nada a su pantalla. Tampoco se ha equivocado de blog. Si hoy traigo aquí esta cuestión, hay un motivo, incluso relacionado con la ciencia, porque todo esto nos conduce a una proposición: si los protagonistas de las películas de zombis supieran identificar correctamente la naturaleza de su situación desde el primer momento, contarían con mejores armas para sobrevivir. Y no me refiero a machetes o fusiles de gran calibre, sino a prevención; estar sobre aviso, saber qué hacer, qué no hacer, a dónde ir, a dónde no ir.

Y quien dice zombis, dice cualquier epidemia. La experiencia del ébola nos ha mostrado que, si en algún momento futuro sufrimos un grave brote de alguna enfermedad terriblemente contagiosa y mortal, al menos no nos vencerá el factor sorpresa; dispondremos de amplia información que nos enseñará cómo actuar, y esto puede ser decisivo en la evolución de la hipotética infección.

De esta veteranía nos beneficiamos todos: público, autoridades sanitarias y científicos; esta semana la revista Science publica una revisión sobre el estado de la cuestión en la elaboración de modelos matemáticos de epidemias infecciosas, herramientas fundamentales a la hora de guiar la respuesta frente a estas crisis. El artículo, firmado por un numeroso equipo multidisciplinar perteneciente a la colaboración Infectious Disease Dynamics (IDD) del Instituto de Ciencias Matemáticas Isaac Newton en Cambridge (Reino Unido), concluye que los modelos están mejorando y que cada vez reflejan más fielmente la dinámica de las epidemias, y ello a pesar de que la complejidad ha aumentado con el mayor tráfico internacional de personas y el aumento de las resistencias a fármacos antimicrobianos.

Hoy el panorama de la salud ha pasado de local a global, valoran los científicos, y resumiendo lo que acabo de explicar en los párrafos anteriores, «en nuestro mundo moderno de comunicación instantánea, el comportamiento cambiante de los individuos en respuesta a la publicidad sobre las epidemias puede tener efectos profundos en el curso de un brote». Los firmantes del artículo, encabezado por el epidemiólogo de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) Hans Heesterbeek, argumentan que el diálogo entre la comunidad científica y los responsables sanitarios es esencial para que los modelos matemáticos ayuden a tomar las decisiones correctas y a definir estrategias de control mejor informadas.

Uno de estos modelos matemáticos ha servido ahora a un grupo de investigadores de la Universidad de Cornell (EE. UU.) para simular la dinámica de una epidemia. Tal vez el estudio no tendría mayor repercusión –y, como diría la foto de Julio Iglesias, sus autores lo saben– de no ser porque la enfermedad elegida no es el ébola, ni la gripe aviar, ni la tuberculosis. Para su modelo, los autores han escogido precisamente un brote zombi en EE. UU. «En su raíz, el zombismo es solo eso: una enfermedad (ficticia), y por tanto debería ser apta para el mismo tipo de análisis y estudio del que se han beneficiado las enfermedades más tradicionales», escriben los autores en su trabajo, disponible en la web de prepublicaciones arXiv.org.

Esta no es la primera simulación matemática de una epidemia zombi, pero como destaca el artículo de Science, los modelos mejoran y se refinan, por lo que podríamos asumir que es la mejor diseñada hasta ahora. Para su algoritmo, los investigadores, encabezados por Alexander Alemi y dirigidos por el físico James Sethna, han considerado variables particulares del fenómeno zombi que lo diferencian de otras enfermedades. Por ejemplo, los virus no buscan activamente a sus víctimas; los zombis sí. «Los zombis no vuelan en aviones», escriben los científicos. Y cuando un zombi y un «humano» (sic; siempre me he preguntado entonces por qué al menos a los zombis no se les concede la categoría de «ex humanos») se encuentran, la reunión puede saldarse con uno de dos resultados: el zombi muerde al humano y lo recluta para su causa (probabilidad β), o el humano «mata» (¿remata?) al zombi (probabilidad κ). Así, la virulencia se define como α = κ / β.

Una aclaración: a pesar de que los investigadores definen α como «virulencia», la denominación es un poco confusa; tal como se calcula esta relación, cuanto mayor es α (si es mayor que 1), la situación es favorable a nosotros, mientras que con α menor que 1, lo tenemos complicado (más adelante aclaran que se trata de «virulencia inversa»). Pero incluso si α es mayor que 1, el resultado final dependerá de si el número inicial de zombis permite a los humanos matarlos a todos antes de que ellos acaben con la humanidad.

Mapa de densidad de población en EE. UU., con muchas zonas vacías en el medio oeste. Imagen de Alemi et al.

Mapa de densidad de población en EE. UU., con muchas zonas vacías en el medio oeste. Imagen de Alemi et al.

Los investigadores aplican la simulación a su país, tomando como base el censo de 2010 y la densidad de población para repartir a sus 306.675.005 habitantes, lo que da como resultado el mapa de la figura, con muchas zonas vacías en el medio oeste que desconectan ambas costas. A la virulencia α le dan un valor de 0,8 basándose en algunas películas del género. Por último, añaden movimiento a los zombis, a razón de un pie por segundo (0,3 metros). Y regresando a la cuestión con la que he abierto este artículo, aquí tampoco la población parece advertida del fenómeno zombi, ya que los investigadores asumen que los humanos no se mueven, algo que probablemente ocurriría si los sujetos de la simulación hubieran visto las cinco temporadas de The Walking Dead. Alemi y sus colaboradores lo justifican así: «Asumimos que los humanos no se mueven, no solo por eficacia computacional, sino porque, como veremos, los brotes zombi tienden a ocurrir rápidamente, y suponemos que las grandes redes de transporte dejarán de funcionar en los primeros días, confinando a la mayoría de la gente en sus casas».

Evolución de la simulación de la epidemia zombi en EE. UU. El azul representa la población, el rojo los zombis, y el verde los zombis rematados. Imagen de Alemi et al.

Evolución de la simulación de la epidemia zombi en EE. UU. El azul representa la población, el rojo los zombis, y el verde los zombis rematados. Imagen de Alemi et al.

En resumen, y una vez que los científicos han encajado estas y otras variables en su modelo matemático, vayamos a lo práctico: hay un brote zombi en EE. UU que afecta al azar a una persona de cada millón. ¿Qué ocurre? «La mayoría de la población de EE. UU. ha sido convertida en zombis durante la primera semana», escriben los científicos, mostrando mapas de la evolución del brote. La epidemia se extiende con rapidez por ambas costas y por la mitad oriental, la más poblada de aquel país, pero no así por el medio oeste. «Después de cuatro semanas, gran parte de Estados Unidos ha caído, pero a los zombis les lleva mucho tiempo difundirse y capturar el resto del país». «Incluso cuatro semanas después [los famosos 28 días], áreas remotas de Montana y Nevada permanecen libres de zombis». Así que, ya ven, hay escapatoria.

Por último, los investigadores construyen un mapa de riesgo, basado en promediar 7.000 casos distintos en los que la epidemia comienza con un solo zombi en un lugar aleatorio. En estas situaciones, como es lógico, el brote se extiende con más lentitud; en el caso de que el zombi cero aparezca en Nueva York, 28 días después solo ha caído la región noreste. Pero lo importante es que con este cálculo los científicos estiman dónde es más peligroso vivir suponiendo una epidemia que empezara de esta manera. Y quienes corren más riesgo son los que viven en zonas intermedias entre áreas metropolitanas muy pobladas, ya que el ataque les puede llegar por distintos flancos. «Por ejemplo, en California es la región cercana a Bakersfield, en el valle de San Joaquín, la que corre mayor riesgo, ya que será asediada por los zombis si estos se originan en el área de San Francisco o en la de Los Ángeles/San Diego. El área con el mayor riesgo a un mes es el noreste de Pensilvania, susceptible a brotes originados en cualquiera de las grandes áreas metropolitanas de la costa este».

Por si alguien desea entretenerse, los investigadores han colgado su modelo funcional de simulación en internet. Basta con elegir los parámetros, hacer click en uno o varios lugares para sembrar muertos vivientes, y sentarse a contemplar cómo la epidemia zombi se extiende por EE. UU. Solo nos faltaría que alguien se animara a aplicarlo a nuestro país para saber si deberíamos escapar a Soria o Teruel, las provincias con menor densidad de población, o si sería preferible enfilar hacia Jaramillo Quemado (Burgos), donde cada habitante tiene casi tres kilómetros cuadrados y medio para él solito, o si deberíamos buscar alguna cueva remota en el Pirineo. Nos vemos allí. Si llegamos.

¿Qué tienen en común los espárragos, los zombis y la búsqueda de alienígenas?

No, no voy a responder en la primera línea. Empezaré repasando algo que todo estudiante de biología aprende rápidamente: los seres vivos somos CHONPS, es decir, saquitos químicos (todo es química, a pesar de esa boyante falacia que trata de enfrentar química y naturaleza y que viene engordando gracias a la ignorancia humana) rellenos esencialmente de carbono (C), hidrógeno (H), oxígeno (O), nitrógeno (N), fósforo (P) y azufre (S). Aunque debo decir que me gusta más una forma trastocada de mi invención, SPONCH, que suena como el inglés de «esponja», a la sazón uno de los principales candidatos a ser nuestro ancestral tatarabuelo multicelular. Y qué demonios, porque Bob Esponja es un tipo simpático.

El caso es que, hasta el día, si llega, en que conozcamos otras formas de vida basadas en una química diferente –y no hay muchas alternativas–, lo que somos se resume fundamentalmente en variaciones con repetición de esos seis elementos tomados de n en n, para entendernos. Al unir carbono e hidrógeno tenemos lo que se llama un hidrocarburo, también conocido como molécula orgánica. Somos hidrocarburos (por eso cuando arrancamos el motor del coche estamos quemando dinosaurios muertos, y de ahí su precio). Hoy les voy a presentar una de estas moléculas que forman parte de lo que somos, o seremos. Y les advierto de algo: me huele que no les va a gustar.

Señoras y señores, tápense las narices: les presento al metanotiol.

Señoras y señores, tápense las narices: he aquí el metanotiol.

No voy a mantener el suspense por más tiempo: la respuesta a la pregunta del título es metanotiol, también llamado metilmercaptano. Este compuesto, de fórmula química CH3-SH y olor pestilente, está presente en nuestras heces y flatulencias (dije que no les iba a oler bien), pero también en alimentos como ciertos quesos. Sin embargo, nuestro encuentro más íntimo con el metanotiol se produce un rato después de comer espárragos, cuando toca ir al baño. La mayoría de ustedes ya saben de qué estoy hablando, aunque me da en la nariz que no todos: en 1980, un estudio científico demostró que la capacidad de oler el metanotiol es un rasgo genético del que algunos afortunados carecen, para desgracia de sus semejantes, ya que el producto de un atracón de espárragos también se transpira, se lacta y… se eyacula.

El metanotiol es la forma principal en la que expulsamos el azufre procedente de la digestión de los espárragos, pero no es el único lugar en el que podemos encontrarlo. La fragancia del metanotiol aparece en la descomposición de la materia orgánica, por lo que forma parte de la sabrosa mezcla de aroma a cadáver. Sirva como ejemplo el siguiente vídeo, producido recientemente por la Sociedad Química Americana (ACS) en su serie divulgativa Reactions. En este clip, la investigadora del Doane College de Nebraska (EE. UU.) Raychelle Burks, aficionada al género zombi, aprovecha el final de la cuarta temporada de la serie de televisión The walking dead para ofrecer una receta de colonia contra zombis. Según Burks, perfumarse con olor a cadáver podría lograr que los muertos vivientes pasaran de largo en busca de otra comida más fresca. La científica propone que esta eau de toilette debería contener dos compuestos apropiadamente llamados putresceína y cadaverina, además de nuestro nuevo común amigo, el metanotiol.

Ese olor a muerto del metanotiol no es algo casual. El hecho de que la materia orgánica en descomposición nos resulte desagradable al olfato tiene, como casi todo, una razón desde el punto de vista evolutivo. Antes de que inventáramos ese concepto comercial y biológicamente artificioso de la fecha de caducidad, el olor fétido de un alimento nos servía de alerta para evitar una muerte por intoxicación entre horribles convulsiones, lo que explica por qué la mayor parte de la población es sensible a la pestilencia del metanotiol (y está claro que, a los que no lo son, alguien les avisaba). Es un detector de comida en mal estado que la mayoría llevamos incorporado de serie.

Con todo, el metanotiol no solo huele a muerte, sino también a vida. Una teoría sugiere que la transformación no biológica de gases como el monóxido de carbono (CO) y el dióxido de carbono (CO2) en unas condiciones concretas puede producir metanotiol, y que este compuesto podría servir como precursor de un rudimentario metabolismo para nutrir el desarrollo de microbios. Se da la circunstancia de que tales condiciones se encuentran en las fumarolas hidrotermales submarinas, lugares que acogen comunidades biológicas floreciendo al amparo de una rica sopa química y donde algunos investigadores proponen que podría haberse originado la primera vida en la Tierra. En pocas palabras, que al metanotiol podríamos deberle el favor de estar hoy aquí.

El sumergible robótico 'Jason' de la WHOI recoge muestras de una fumarola hidrotermal en la Fosa de las Caimán. Chris German, Woods Hole Oceanographic Institution.

El sumergible robótico ‘Jason’ de la WHOI recoge muestras de una fumarola hidrotermal en la Fosa de las Caimán. Chris German, Woods Hole Oceanographic Institution.

Un equipo de geoquímicos de la Institución Oceanográfica Woods Hole en Massachusetts (EE. UU.) quiso poner a prueba esta hipótesis recogiendo muestras del fluido hirviente producido en varias fumarolas hidrotermales submarinas. Con la ayuda de un sumergible no tripulado llamado Jason, entre 2008 y 2012 los investigadores visitaron un total de 38 fumarolas en distintos lugares del mundo, como la Dorsal Mesoatlántica, la Cuenca de Guaymas (en el golfo de California), la Dorsal del Pacífico Oriental y la Fosa de las Caimán, todos ellos representando diferentes entornos geológicos donde se esperaban distintos niveles de producción de metanotiol. Para asegurarse de preservar la composición química de estos fluidos, que en algunos casos emergen de la roca a más de 370 grados centígrados, los científicos emplearon recipientes herméticos a presión. «La idea era que fabricar metanotiol a partir de ingredientes básicos en las fumarolas hidrotermales submarinas debería ser un proceso fácil», apunta Eoghan Reeves, autor principal del estudio publicado recientemente en la revista PNAS. «Algunos sistemas son muy ricos en hidrógeno, y cuando tienes mucho hidrógeno en teoría debería ser muy fácil producir mucho metanotiol».

Pero lo que los científicos encontraron no fue lo que esperaban. «Descubrimos que no importa cuánto hidrógeno tengas en los fluidos de las fumarolas negras; no parece que se produzca mucho metanotiol», señala Reeves. De hecho, los investigadores detectaron mayor cantidad de este compuesto en las fumarolas pobres en hidrógeno, algo que tira por tierra la hipótesis original y que resta crédito a la posibilidad de que el metanotiol sirviera como «masa de partida», en palabras de los autores, para moldear un metabolismo primitivo que diera origen a la vida terrícola. Esto no descarta que las primeras células pudieran surgir a pesar de todo en estos pequeños volcanes acuáticos, pero sí que el culpable de todo ello fuera el metanotiol.

Este resultado negativo tampoco significa que el trabajo de Reeves y sus colaboradores haya sido en vano. Dicen que cuando una puerta se cierra, otra se abre, y en ciencia a menudo la contrahipótesis es tan seductora o más que la hipótesis. Los científicos descubrieron que sí se produce metanotiol, pero en los lugares donde el fluido hirviente entra en contacto bajo el suelo oceánico con el agua fría de las profundidades que templa su temperatura por debajo de los 200 grados. ¿Qué significa esto?

Ilustración de Júpiter desde la superficie helada de su luna Europa. NASA/JPL-Caltech.

Ilustración de Júpiter desde la superficie helada de su luna Europa. NASA/JPL-Caltech.

Y en este caso, volvemos a los zombis. O más vulgarmente, a microbios muertos. Otros marcadores biológicos asociados a la descomposición dieron a los investigadores la clave de lo que estaba ocurriendo: el fluido caliente cuece los microorganismos que viven alrededor de las fumarolas. Y al morir, liberan metanotiol. «El hallazgo de que el metanotiol se está formando como producto de desecho de la vida microbiana proporciona un indicio más de que la vida está presente y extendida bajo el fondo marino, y esto es muy excitante», dice Reeves, que tiene un buen argumento para su excitación: «El lado bueno es que ahora tenemos un marcador muy simple para la vida. Si algún día podemos posar un vehículo en el hielo que cubre los océanos de Europa, la luna de Júpiter –otro lugar en el Sistema Solar que podría albergar fumarolas hidrotermales y posiblemente vida– y logramos perforar la capa helada, probablemente lo primero que [ese robot] debería buscar es metanotiol».

Así, esta es la conclusión esencial a la que iba: a diferencia de lo descrito en 2010, la continuación de la odisea espacial de Arthur C. Clarke, tal vez los primeros seres alienígenas no se manifiesten a través de la glamurosa, verde y refrescante clorofila, sino mediante algo tan ordinario como un hedor a flatulencia. Pero los querremos igual.