Por Ricardo Rodríguez Cid (médico, equipo de emergencias de MSF en Puerto Príncipe)
Acabo de regresar de Haití, pero recuerdo bien la que resultaría ser, aunque entonces no lo sabía, mi última guardia de 24 horas en el Hospital Choscal de Cité Soleil. Habían pasado más de dos semanas desde aquel fatídico día en el que el mundo se quedó mudo ante la tragedia, el día que sumergió a Puerto Príncipe en la oscuridad más absoluta y cientos de miles de personas lo perdieron todo.
¿Doscientos mil muertos? ¿Cientos de miles de heridos? No lo sé. Esas son las frías cifras oficiales pero, desde mi llegada pocos días después del terremoto, no hice más que contar, muertos, heridos y personas desesperadas, sumidas en la tristeza y el dolor, ese que no es sólo físico, sino que se siente al perder a tus seres queridos. El dolor por vivir en un país sin futuro ni esperanzas.
Aún puedo sentir a flor de piel la frustración de los primeros días, cuando nos faltaban materiales y medicamentos porque nuestros aviones no conseguían permisos de aterrizaje en el aeropuerto de Puerto Príncipe, mientras otros aparatos sobrevolaban sin cesar el hospital; volaban tan bajo que podíamos ver claramente los distintivos que indicaban su procedencia. Bajo ese atronador ruido, casi sin vendas, morfina ni materiales quirúrgicos, trabajábamos con rabia y esperanzas.
Rabia por no tener a mano los tratamientos y materiales que nuestros aviones nos traían y que a buen seguro habrían salvado la vida de aquellos pacientes que murieron por no disponer de ellos; esperanzas porque es la esperanza lo último que se pierde y porque era lo único que teníamos para enfrentarnos a esa situación. Esperanzas también de que nuestros materiales finalmente llegaran, y esperanzas de un futuro mejor para nuestros pacientes y el resto de la población de Haití… pero eso me temo que no podemos saber si llegará algún día.
Amputaciones, fracturas abiertas, traumatismos craneoencefálicos, fracasos renales causados por el síndrome de aplastamiento, infecciones, quemaduras… un dolor inmenso… Niños, ancianos, embarazadas…y también huérfanos, muchos huérfanos. Gente que ha perdido a su familia y a sus amigos… y todo rodeado de escombros, porque aquí pocas cosas quedan aún en pie. Esa era la visión del día a día.
Pasaban los días, momentos eternos que hoy parecen fugaces. Todo lo que hacíamos parecía una gota de agua en un inmenso océano. Los coordinadores comenzaron a hablar de la conveniencia de que algunos de los que llegamos en los primeros equipos nos volviéramos a casa. Llegaban reemplazos. Muchos regresaremos a Haití en breve, al menos ese es nuestro deseo, pues todo lo que se haga es poco. Así que me consolaba saber que, pase lo que pase, aunque algunos nos fuéramos, otros compañeros se quedaban y otros más iban a llegar.
Por mi mente, como todas las noches antes de dormirme, aquel día ví pasar de nuevo el caos y la confusión de los primeros días, los pacientes, los casos más difíciles, los equipos de cirugía trabajando las 24 horas sin interrupción, el importante trabajo que llevan a cabo los equipos de agua y saneamiento…. y entre todo ello, un sinfín de caras, sensaciones y situaciones que dan vueltas y vueltas…
Me acosté sabiendo que en pocas horas me informarían de cómo realizar mi viaje de vuelta. No estaba contento; algo de mí se iba a quedar allí.
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Foto superior: Astride Louissaint, de 25 años de edad. «No hemos encontrado a mi madre, pero siento que ha muerto. Después de tantos días, ya no tengo ninguna esperanza de encontrarla con vida».
Foto inferior: Madre e hija perdieron su casa en el terremoto.
(Ambas Hospital Martissant de MSF en Puerto Príncipe. © Julie Remy)