La noticia nos ha dejado boquiabiertos a todos. Una hembra de aguja colipinta del Pacífico (Limosa lapponica baurei), un pájaro de apenas 300 gramos y 35 centímetros de altura, ha logrado recorrer 11.500 kilómetros sobre el Pacífico en un único vuelo. Desde su lugar de cría en la tundra interior de Alaska hasta las zonas de invernada en Nueva Zelanda; siete días y siete noches seguidas sin descanso, sin dormir, sin comer, sin beber, sorteando tormentas y vientos, a una velocidad media de 70 kilómetros por hora.
¿La razón del viaje? Huir del invierno ártico para descansar en el verano antártico, un lugar repleto de comida en estos momentos. El periplo está lleno de peligros, de ahí que cuanto menos tiempo dure más seguro resulta. Pero es sólo apto para los muy preparados, aquellos que han logrado acumular suficientes reservas como para afrontar tan terrible desgaste sin perecer en el intento. Logrado únicamente a base de ingerir pequeños gusanos, moluscos y crustáceos marinos en los limos de playas y estuarios con aguas someras, algunas veces con la cabeza totalmente sumergida, de ahí que tengan el pico y las patas tan largas.
¿El método seguido? Dejarse llevar por un maravilloso instinto de supervivencia, fijado a sus genes como resultado de un largo y complejo proceso evolutivo desarrollado a lo largo de miles años. Orientándose de manera natural por el sol y las estrellas sin separarse ni un metro del trazado inicial previsto.
Meses antes de la hazaña el sorprendente animal había hecho el viaje inverso, sólo que en aquella ocasión tomó el camino más largo. Y por eso necesitó hacer una pequeña parada de descanso, la única, en Yalu Jiang (China), para luego recorrer los 7.000 kilómetros restantes de una segunda tacada.
La pequeña limícola se llama E7, el código inscrito en una anilla negra colocada en su pata izquierda. No es sin embargo un ser especial, pues todos sus congéneres hacen el mismo viaje año tras año. Tan sólo es el primero con el que hemos logrado demostrarlo científicamente. Por eso la noticia de su proeza le ha convertido en el pájaro más célebre del año. De hecho, cientos de ornitólogos neozelandeses y australianos se afanan estos días en las marismas de nuestras antípodas tratando de localizar con sus telescopios a la plusmarquista de los vuelos transhemisféricos.
¿Cómo se ha podido certificar tan singular gesta? Pues como decía Don Hilarión en La Verbena de la Paloma, porque “la ciencia avanza que es una barbaridad, una brutalidad”. Al pajarito en cuestión, junto a otros 12 ejemplares más, se les colocó un pequeño transmisor de localización por satélite y alimentación solar. Momentos antes, en plena noche, había sido capturado con redes japonesas, una malla casi invisible que permite atrapar a las aves sin provocarlas daño alguno. Pesado, medido, anillado y con la mochilita en la espalda, fue rápidamente liberado. A partir de ahí, el equipo dirigido por el investigador Phil Battley, del Grupo de Ecología de la Universidad de Massey (Nueva Zelanda), tan sólo ha necesitado sentarse frente al ordenador y, a través de una dirección en Internet, seguir día a día las andanzas de la viajera aguja colipinta.
¿Y para qué sirve este estudio? Por supuesto, para algo mucho más importante que inscribir al ave en el Libro Guinness de los Records. Se trata de un proyecto de la USGS Alaska Science Center y la PRBO Conservation Science (PRBO), con la colaboración de The David and Lucile Packard Foundation, para tratar de conocer con detalle las rutas migratorias de este tipo de aves, junto con sus lugares de cría e invernada, así como las necesidades básicas de los diferentes hábitats utilizados. Sólo así se podrán poner en marcha programas de conservación efectivos, pues de nada sirve cuidar a los animales donde crían o pasan el invierno, si después son cazados en sus largas migraciones, o sus lugares de descanso están desapareciendo bajo la contaminación y las urbanizaciones.
En este caso concreto sabemos más. Sabemos que al año las agujas colipintas hacen un total de 29.000 kilómetros, casi 600.000 kilómetros a lo largo de los 20 años que pueden llegar a vivir como media, a través de numerosos países de Asia, América y Oceanía.
Tanto esta subespecie del Pacífico como la euroasiática y africana, la que podemos ver fácilmente en las costas españolas, no están de momento en peligro de extinción, pero son tremendamente vulnerables. La destrucción de una marisma puede amenazar a un alto porcentaje de su población mundial. Por eso este tipo de estudios es tan importante ahora, cuando todavía no sufren especiales problemas de conservación. Y tan simbólico.
Las aves no saben de fronteras. Nuestro mundo es para ellas una aldea global, aunque últimamente lo único que circula libre por este atormentado planeta es el dinero y unas pocas especies animales entre las que, desgraciadamente, ya no nos encontramos los humanos.