Entradas etiquetadas como ‘tecnología’

¿Y si los aviones se pilotaran solos?

La semana pasada el visionario, tecnólogo y empresario Elon Musk, responsable de PayPal, SpaceX y Tesla Motors, y a quien algunos medios suelen definir como la versión real de Tony Stark, provocó cierto revuelo en internet cuando dijo: «En un futuro distante, los legisladores podrían prohibir los coches conducidos porque son demasiado peligrosos». Musk pronunció esta frase en la Conferencia de Tecnología GPU, en San José (California), ante una audiencia de 4.000 personas durante un mano a mano con Jen-Hsun Huang, CEO de la compañía tecnológica NVIDIA, a propósito de la presentación de un ordenador de conducción autónoma desarrollado por esta empresa.

Ilustración del F 015 Luxury in Motion, el Mercedes autoconducido. Imagen de Mercedes-Benz.

Ilustración del F 015 Luxury in Motion, el Mercedes autoconducido. Imagen de Mercedes-Benz.

Musk no vaticinó que las calles y carreteras se llenarán de coches autoconducidos de la noche a la mañana; aclaró que será un cambio lento y que, si los vehículos autónomos estuvieran disponibles mañana mismo, la transición llevaría 20 años. También pronosticó que los legisladores se opondrán frontalmente a autorizar la circulación de estos coches, hasta que varios años de pruebas acumuladas les convenzan de su seguridad. Pero se mostró confiado en que esta evolución será inevitable. «Creo que llegará a ser algo normal. Antes había ascensoristas, y luego inventamos circuitería para que el ascensor supiera llegar a tu piso. Así serán los coches», sugirió. A continuación se zambulló en su Twitter para precisar que «Tesla está decididamente a favor de que a la gente se le deje conducir sus coches, y siempre lo estará», para luego añadir: «Sin embargo, cuando los coches autoconducidos sean más seguros que los conducidos por humanos, el público podría ilegalizar estos últimos. Espero que no».

Lo cierto es que muchas compañías con tradición de saber en qué invierten su dinero, como Google, Mercedes-Benz o la propia Tesla, entre otras, están desarrollando este tipo de tecnologías de conducción autónoma. Aunque su comercialización se vea aún muy lejana, si hemos de juzgar por la tendencia, parece que los expertos creen viable que algún día las carreteras se llenarán de coches conduciendo solos, comunicándose y cooperando entre ellos sin intervención humana. Según Musk, lo más complicado será lograr que estos sistemas funcionen en la franja entre los 20 y los 80 kilómetros por hora, en entornos urbanos y suburbanos con peatones, ciclistas, mucho tráfico cruzado y demás interferencias. En cambio, el tecnólogo cree que será más sencillo conseguirlo en un escenario de carreteras y autopistas, por encima de los 80 km/h.

Un tren automático de la línea 9 del metro de Barcelona. Imagen de Javierito92 / Wikipedia.

Un tren automático de la línea 9 del metro de Barcelona. Imagen de Javierito92 / Wikipedia.

Los sistemas de conducción automática llevan ya varios años introduciéndose con éxito en las redes de metro con distintos grados de autonomía, desde aquellos casos en los que el tren lleva un conductor que se encarga de abrir y cerrar las puertas y de supervisar el funcionamiento, hasta los casos en los que se prescinde por completo de la presencia humana, como en la lanzadera de la terminal T4 del aeropuerto de Barajas. Barcelona y Madrid se unen a la larga lista de ciudades del mundo que incorporan trenes automáticos, en la mayor parte de los casos aún con presencia de conductor. Pero parece evidente que el mayor obstáculo para que los trenes circulen sin maquinista ya no es tecnológico, sino psicológico: tal vez aún sea tranquilizador comprobar que al volante hay un ser humano. Sin contar con que habría muchos puestos de trabajo en peligro. Pero ¿qué habría ocurrido si el Alvia de la curva de Angrois hubiera circulado de forma autónoma?

Es evidente que el salto ahora es hacia arriba. Tirando de la última frase, el error humano está también detrás de la mayoría de los desastres aéreos, según datos de la web planecrashinfo.com. Aunque los expertos afirman que un avión no suele caer por una sola causa, sino más bien por una desafortunada concatenación, desde la década de 1950 el 53% de los accidentes aéreos se han debido a errores del piloto como razón primaria, ya sea única o unida a otras circunstancias meteorológicas o mecánicas que podrían haberse resuelto con un pilotaje más diestro. Por el contrario, los fallos mecánicos irresolubles fueron responsables del 20% de los accidentes. El resto se divide entre otras causas, como sabotajes u otros errores humanos, por ejemplo de mantenimiento o de control aéreo.

Merece la pena insistir: más de la mitad de todos los accidentes aéreos de la historia desde 1950 no se habrían producido sin el error humano. En la memoria quedan tragedias como la del mayor desastre en número de víctimas (583), el del aeropuerto tinerfeño de Los Rodeos en 1977, cuando dos Boeing 747 colisionaron en pista debido a un estúpido malentendido que llevó a un piloto a despegar cuando aún no tenía autorización. O el más reciente caso del vuelo de Spanair en 2008, cuyos pilotos trataron de levantar el vuelo con una configuración errónea de las alas. O la casi incomprensible caída al mar del vuelo 447 de Air France en 2009, causada porque un inexperto copiloto malinterpretó el comportamiento de su avión y se empeñó repetidamente en hacer justo lo contrario de lo que debía. Por no hablar de los casos en los que ha sido el piloto quien ha estrellado deliberadamente la nave, ahora de triste actualidad y de insólita frecuencia, ya que se sospecha que el vuelo de Malaysia Airlines desaparecido hace un año pudo sufrir un destino similar.

Ahora, cabría preguntarse no solo si la idea de confiar nuestra seguridad a aviones autoguiados es posible, sino también si es deseable. Respecto a esto último, el concepto espeluznará a muchos, y sería de esperar que contara con la repulsa general. Respecto a si es viable, el titular es que depende de quién opine. Según el piloto y bloguero Patrick Smith, la idea de que actualmente los aviones vuelan solos está «ridículamente alejada de la realidad». «La prensa y los comentaristas repiten esta basura constantemente, y millones de personas llegan a creérselo», escribe Smith.

Otros, como Stephen Rice, psicólogo especializado en ingeniería y concretamente en el factor humano de la aviación, aseguran que «la tecnología ya está ahí; los aviones modernos podrían despegar, volar y aterrizar solos», según comentaba a la web BuzzFeed. En la misma línea, el director del programa de aviones no tripulados de la Universidad Estatal de Nuevo México, Doug Davis, señalaba a la BBC: «Creemos que los aviones no tripulados son la próxima gran transformación de la industria de la aviación». Y recientemente era nada menos que el director general de tecnología de Boeing, John Tracy, quien afirmaba: «Con respecto a los aviones comerciales, no tenemos ninguna duda de que podemos resolver el problema del vuelo autónomo».

El avión espacial Boeing X-37B en la base aérea de Vandenberg. Imagen de United States Air Force / Wikipedia.

El avión espacial Boeing X-37B en la base aérea de Vandenberg. Imagen de United States Air Force / Wikipedia.

El piloto automático ya ha cumplido los cien años. Los primeros sistemas rudimentarios se limitaban a mantener la altitud y el rumbo durante el vuelo de crucero. En 1930, la revista Popular Science Monthly informaba sobre un dispositivo que permitía «guiar un avión en su curso durante tres horas sin ayuda humana». Los sistemas actuales, concebidos para casos de condiciones meteorológicas extremas, permiten incluso llevar un avión a tierra sin intervención directa de la tripulación, que puede limitarse a supervisar el proceso. El ejército de EE. UU. cuenta con el Boeing X-37B, un pequeño transbordador espacial no tripulado, y el Northrop Grumman X-47B, un avión de combate semiautónomo. Por supuesto, el «semi» no es un compromiso satisfactorio: ningún pasajero querría subir a un dron dirigido por control remoto; de haber un humano a los mandos, preferiríamos que compartiera nuestro destino, y no que abandonara los controles para irse a la sala de café cuando nosotros estamos a 30.000 pies de altura. Pero la británica BAE Systems ya ha probado su Jetstream autónomo por el espacio aéreo de Reino Unido con una tripulación humana que se limitaba a mirar.

Hoy todavía el piloto automático es como nuestros ordenadores personales; lo que el director del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial (IIIA) del CSIC, Ramón López de Mántaras, llama «sabios idiotas». En el vuelo 447 de Air France, el error del copiloto se produjo después de que el sistema automático se desconectara porque la congelación de las sondas externas le impedía conocer los parámetros de vuelo, por lo que dejó el control en manos de los tripulantes. En casos como este, el factor humano es imprescindible, aunque en aquel caso concreto no hiciera sino empeorar la situación. Pero los avances en inteligencia artificial también se están aplicando a la aviónica, y ya se experimenta con sistemas capaces de aprender de la experiencia.

Tal vez toda esta cuestión no tendría mayor recorrido si las aerolíneas pudieran garantizarnos que siempre volaremos bajo el mando de un piloto veterano, experto, curtido en mil adversidades, emocionalmente estable y psicológicamente férreo. Pero obviamente no es así, y nunca lo será. Y si en el futuro se nos llegara a presentar la elección entre confiar nuestra seguridad a una máquina (supongamos que casi) perfecta o asumir la posibilidad de viajar a merced del capricho de un sujeto perturbado, profesional-personal-emocionalmente inmaduro al que le acaba de dejar la novia, este que suscribe no tendría ninguna duda.

¿No sabe qué hacer con su vida? Esta web sí

Dado que ya hemos cambiado la fotografía analógica por la digital, el teléfono analógico por el digital, los periódicos analógicos por los digitales, los amigos analógicos por los digitales e incluso el amor analógico por el digital, quizá una de las pocas costumbres en las que aún no hemos sustituido átomos por bits es esa que llamamos «consultar con la almohada». Para las decisiones relevantes en nuestro periplo existencial siempre hemos contado con los cercanos, amigos, pareja y familia, espejos humanos que nos devuelven una imagen fiel de nosotros. Y cuando nos encontramos realmente atascados en una encrucijada que puede determinar el sentido de nuestra existencia y ante la cual nos sentimos incapaces de avanzar, podemos recurrir a la ayuda profesional (no, no me refiero a Conchita Hurtado).

Pero esto también podría cambiar. O al menos esa es la pretensión que ha animado la creación de Cloverpop.com, una start-up fundada en San Francisco (EE. UU.) que busca socorrer a los indecisos proporcionándoles un consejo en forma de sí o no a determinaciones cruciales en la vida, como romper una relación, casarse, mudarse de casa, cambiar de trabajo, crear una empresa o tener hijos, o a cualquier otra duda que atormente al usuario. El objetivo de Cloverpop no es precisamente modesto: según afirma la empresa en su web, aspira a prestar ayuda al 10% de la humanidad, nada menos.

Quizá alguien esté barruntando que la Bola 8 ya existe desde hace décadas, ahora incluso en versiones digitales. Para quien no esté advertido, me refiero a ese juguete creado en los años 50 del viejo siglo XX y que dispone de veinte respuestas genéricas adecuadas para cualquier pregunta, al estilo de «no cuentes con ello» o «todo indica que sí». Cloverpop pretende ser algo más serio. «Pasamos dos años peinando el creciente campo de la investigación sobre la felicidad y las decisiones», afirma en su blog su fundador, el tecnólogo y empresario Erik Larson, formado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y en la Universidad de Harvard (EE. UU.). «Todo ello lo hemos cocinado en una experiencia divertida de 15 minutos. Primero experimentamos, experimentamos y experimentamos, hasta que tuvimos una serie de preguntas y un algoritmo muy depurado que son mucho más que la suma de sus partes. Después lo hicimos divertido».

Pantalla inicial de Cloverpop.com.

Pantalla inicial de Cloverpop.com.

El resultado es una herramienta que pretende ayudar a las criaturas confusas a tomar sus decisiones mediante lo que Larson denomina una aplicación de coaching, ese término tan de moda. El usuario dispone de tres maneras de obtener alivio a sus cuitas: mediante el self-coaching, a través de la comunidad, o buscando consejo de uno de los asesores profesionales accesibles a través de la web. Este último será un servicio de pago (desde 29 dólares), y de momento solo disponible en inglés. Pero sin duda el más curioso es el self-coaching, gratis y anónimo para cualquiera que desee darle un tiento, aún en versión beta de prueba. El que suscribe, que duda incluso de estar escribiendo este artículo, decidió probarlo para contárselo a ustedes. Y este es el resultado.

Mi pregunta elegida fue una que ronda la mente de muchos en estos turbulentos tiempos de congoja: ¿debería marcharme a trabajar al extranjero? Una vez formulada la cuestión, la web me guió durante unos diez minutos a través de un somero proceso de introspección en el que debía exponer las ventajas e inconvenientes de la decisión, imaginar cuál sería el impacto sobre otros aspectos de mi vida, sugerir alternativas y examinar mis sentimientos al respecto. Durante el recorrido, Cloverpop va presentando algunas citas célebres de esas que suelen abrir los capítulos de los libros de autoayuda. Por fin, la web tomó su decisión: SÍ, en grandes caracteres. El resultado final se acompaña con un gut meter o medidor de instinto, que expresa qué grado de confianza puede tener uno en su elección, y con un trade-off meter que me permito libremente traducir como medidor de sacrificio, y que expresa el grado de renuncia que la decisión me supondrá.

El de Cloverpop no es el primer servicio online que bucea en el complejo proceso de la humana decisión. En 2009 un equipo formado en el MIT, con la participación de uno de los cofundadores de Flickr, lanzó Hunch.com, un sistema de toma de decisiones basado en inteligencia colectiva. La iniciativa prosperó y en 2011 fue adquirida por la web de venta y subastas eBay. Sin embargo, en marzo de este año Hunch cerró sin más explicaciones.

Por su parte, los responsables de Cloverpop confían en que los usuarios contemplen su sistema no como un clavo ardiendo al que agarrarse, sino como una forma de «actualizar» su toma de decisiones, que se añadirá a las clásicas: «dormir, rezar y hablar con los amigos», en palabras de Karl Sniady, asesor de Cloverpop y expresidente del Coaches Training Institute. Posiblemente Cloverpop suscitará tanta curiosidad como desdén. Pero, en el fondo, no es más que otra reconversión digital, y una que se ajusta como un condón de látex a algunas de las necesidades sociológicas de la herencia posmoderna: anonimato, que sea gratis, y que haya alguien a quien culpar.

Por lo que a mí respecta, lo de Cloverpop fue bonito mientras duró; pero en homenaje al nuevo blog de cine de 20 Minutos elaborado por Carles Rull, creo que más bien seguiré el consejo final de Kurt Russell en la última secuencia de La cosa, de John Carpenter: ¿por qué no nos quedamos aquí un rato más, a ver qué pasa?

«Esperamos ver despegar los primeros vehículos aéreos personales en las próximas décadas»

Frank Nieuwenhuizen, científico del proyecto europeo myCopter. F. N.

Frank Nieuwenhuizen, científico y responsable de comunicación del proyecto myCopter. Copyright Cora Kürner / Max Planck Institute for Biological Cybernetics, Tübingen, Germany. Utilizada con permiso.

Frank Nieuwenhuizen, científico y responsable de comunicación del proyecto europeo myCopter

La Unión Europea financia el proyecto myCopter, integrado por un equipo internacional de investigadores de seis instituciones y destinado a estudiar la viabilidad de los vehículos aéreos personales (PAV) como alternativas al transporte cotidiano en las ciudades, un concepto que traté en mi anterior post sobre el pasado y el futuro de los coches voladores. Frank Nieuwenhuizen es investigador del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania), que lidera el consorcio. Nieuwenhuizen es además gerente y responsable de comunicación del proyecto.

¿Cuál es el objetivo de myCopter?

El proyecto myCopter aborda principalmente los requerimientos técnicos y sociales que deben alcanzarse para establecer un sistema de transporte aéreo personal en la sociedad de hoy.

¿La construcción de un coche volador está contemplada en el proyecto?

Nosotros no planeamos construir un coche volador o Vehículo Aéreo Personal (PAV). En su lugar, pretendemos abordar tres áreas de investigación: el diseño de una interfaz hombre-máquina intuitiva y fácil de usar, y del entrenamiento necesario para el piloto; el diseño y la implementación de la automatización necesaria; y comprender las necesidades de la sociedad de cara a la aceptación de los PAV.

¿Qué trabajos se han realizado hasta ahora y en qué fase se encuentra el proyecto?

Hemos investigado nuevos conceptos para el control de los PAV, nuevas interfaces hombre-máquina, sistemas automáticos basados en visión por ordenador, estrategias de evitación de colisiones y asistencia al aterrizaje automático, además de nuevas tecnologías PAV en un helicóptero experimental del Centro Aeroespacial Alemán (DLR). También hemos explorado los usos y riesgos potenciales de los PAV en la sociedad mediante un estudio tecnológico. El proyecto lleva funcionando tres años y medio y terminará al final de este año. Estamos organizando un Día del Proyecto en el Centro Aeroespacial Alemán en Braunschweig para el próximo 20 de noviembre. Ese día mostraremos los resultados del proyecto al público y a la prensa.

¿Cómo sería ese hipotético PAV del futuro?

Concepto artístico de vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de PAV. Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

El proyecto myCopter se apoya en un modelo genérico de PAV que se ha desarrollado como referencia interna. En los escenarios que contemplamos, un PAV genérico sería del tamaño de un coche pequeño. Para minimizar los requerimientos de espacio, debería despegar y aterrizar en vertical, como los helicópteros. Los PAV se utilizarían sobre todo para desplazarse de casa al trabajo, por lo que nuestro modelo genérico tiene una autonomía de 100 kilómetros y un solo asiento, con la posibilidad de llevar un pasajero adicional si se reduce el equipaje. La velocidad máxima sería de 150 a 200 km/h, y debería poder utilizarse al menos durante el 90% del año en casi todas las condiciones meteorológicas.

¿Cuándo podemos esperar que los PAV sean una realidad?

Queremos allanar el camino para futuras iniciativas, y esperamos ver despegar los primeros PAV en las próximas décadas. Ya existen varios vehículos, pero el reto es combinar varias tecnologías nuevas para procurar que los pilotos no experimentados también puedan manejar estos aparatos, y que muchos vehículos puedan circular al mismo tiempo con seguridad.

Este concepto cambiaría todo lo que hemos conocido hasta ahora sobre el transporte personal y probablemente tendría un impacto profundo en la fisonomía de las ciudades. Lo que implica enormes retos de cara a la regulación. ¿Estaría dispuesta la UE a abordar esta transición?

Las actuales regulaciones no contemplan los vehículos automatizados ni los vehículos aéreos no tripulados. Esto también se aplica al transporte por carretera, donde los coches de conducción automática deben conseguir permisos especiales para circular. Estos desarrollos están facilitando el camino hacia la integración de los vehículos automáticos en diferentes modos de transporte, pero aún hay muchas preguntas que responder. Esperamos que estos avances lleguen en los próximos años y tenemos confianza en que se implantarán las regulaciones necesarias.

La Unión Europea quiere que viajemos en coches voladores

Entre las imágenes clásicas de lo que el porvenir iba a deparar a los ciudadanos del siglo XX, la del transporte aéreo personal era una de las más populares. Dicen que la ambición de volar es una de las más viejas del ser humano, y está claro que la experiencia de embutir las posaderas en un asiento de Economy (la clase monkey, en el argot) mirando las nubes a través de una mirilla agrandada no la satisface. A algunos la idea de volar de verdad siempre nos ha puesto los dientes largos, y dado que carecemos de los recursos para pagarnos una licencia de piloto (del avión, ya, ni hablamos), nunca hemos renunciado a hincar el colmillo a esa fantasía con la esperanza de que algún día el futuro nos traiga aerocoches a precio de utilitario.

Aunque la idea del coche volador nos retrotraiga al futurismo de los años 50 del siglo pasado, el concepto de un aparato que domine a la vez el aire y la carretera es en realidad casi tan viejo como la aviación. El primer intento conocido, el Autoplane del aviador estadounidense Glenn Curtiss, se presentó en 1917 en la Exposición Aeronáutica Panamericana de Nueva York, aunque no consta que llegara a volar. Aquellos primeros intentos eran simplemente aviones ligeros con alas desmontables o plegables, como en el caso del biplano francés Tampier (1921), que en carretera circulaba con la cola delante y debía ir seguido muy de cerca por un automóvil para evitar que la hélice masacrara a algún ciclista. En algunos casos, como el ConvAirCar o el AVE Mizar, los inventores directamente adosaban coches a piezas de avión en lo que hoy parecerían montajes de Photoshop. Pero a diferencia de lo que ocurre con el retoque fotográfico, algunos de estos corta-pegas reales mataron a sus artífices.

En 1950 el gobierno de EE. UU. aprobó el primer aparato para uso en el aire y en carretera. Se trataba del Airphibian, desarrollado en 1946 por Robert Edison Fulton (no emparentado con el inventor de la bombilla ni el del barco de vapor, pero claramente predestinado). El artefacto era básicamente una avioneta partida por la mitad, que dejaba la sección trasera con alas y cola en el aeropuerto, mientras que la hélice se desmontaba para viajar por tierra. El Airphibian nunca llegó a producirse para la venta por falta de inversores, pero en cambio sí llegaron a venderse seis unidades del Aerocar de Moulton Taylor, creado en 1949 y también aprobado por la autoridad de aviación civil estadounidense. Tanto por diseño como por mecánica, el Aerocar estaba más próximo al concepto de coche volador que al de avioneta convertible, con un motor de tracción para las ruedas delanteras, un volante circular y cambio de marchas. Al parecer, uno de los seis Aerocars que llegaron a fabricarse llevó como pasajero en una ocasión a Raúl Castro en Cuba.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Los intentos de fabricar un coche volador nunca han cesado, y varios de ellos continúan vivos hoy. Quizá el más conocido es el de la compañía Terrafugia, fundada por ingenieros aeroespaciales formados en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Su modelo Transition, un biplaza de alas plegables, lleva algunos años circulando por exhibiciones y por internet. Ciertas críticas le achacan que la pretensión de dominar el aire y la carretera a un tiempo hace que no domine bien ninguno de los dos. Pero quizá los mayores inconvenientes del Transition sean otros, a saber: de un coche volador uno espera que cueste lo que un coche, no lo que un avión; que no requiera una licencia de piloto; y que no exija disponer de una pista de aterrizaje privada de 518 metros. Y el aparato de Terrafugia no cumple ninguno de los tres requisitos, por mucho que la compañía se empeñe en sugerir que 279.000 dólares es un precio asequible.

En realidad, el Transition es más avioneta que coche; algo que los ingenieros de Terrafugia quieren cambiar en su próximo modelo, el TF-X, que la empresa anunció el mes pasado para dentro de unos diez años y que podrá despegar y aterrizar en vertical, acomodar a cuatro pasajeros y aparcar en una plaza estándar, todo ello en un vehículo híbrido cuyo manejo podrá aprenderse en cinco horas. De hecho, volará solo y contará con sistemas automáticos para evitar colisiones. La única pega será el precio, aún no detallado, pero que se prevé en el orden de magnitud de los «coches de lujo de muy alta gama».

No todos los modelos de coches voladores vienen del otro lado del Atlántico. De hecho, el triciclo holandés PAL-V One (siglas de Personal Air and Land Vehicle) ofrece una ventaja muy tranquilizadora frente a los prototipos de Terrafugia. Pensemos en los vehículos que a diario encontramos averiados en el arcén de la carretera. Cuando se trata de un automóvil de los de toda la vida, a los ocupantes se les suele ver junto al coche ataviados con sus chalecos amarillos y esperando a que la grúa se presente. Pero en el caso de un vehículo aéreo, sus pasajeros probablemente seguirían dentro, muertos a causa del impacto. A pesar de que los diseños suelen incorporar medidas de seguridad tan obvias como los paracaídas, el sistema del PAL-V One le permite aterrizar aunque el motor falle. El aparato utiliza el principio del autogiro, invención netamente española debida al ingeniero Juan de la Cierva y que la aviación nunca ha llegado a explotar a fondo. A diferencia del helicóptero, el rotor del autogiro no va propulsado, sino que gira libremente (autogira) por el impulso del aire cuando el aparato avanza gracias a su hélice. Así, aunque el motor se pare, el giro autónomo del rotor permite un aterrizaje suave. El PAL-V One, que hizo su vuelo inaugural el pasado abril, solo necesita 165 metros para despegar y aterriza en unos escasos 30 metros. Actualmente la compañía busca inversores para la fase de desarrollo y comercialización.

Pero si todo lo anterior continúa sonando a ciencia ficción, o al menos a caros juguetes exóticos que solo disfrutarán unos cuantos millonarios (esos que, de todos modos, ya tienen su jet), el hecho de que la Unión Europea financie un proyecto en este campo puede cambiar las reglas del juego para que estos vehículos lleguen a convertirse algún día en algo al alcance de los mortales. De hecho, el propósito de los artífices de myCopter es «allanar el camino para el uso de Vehículos Aéreos Personales (PAV) por el público en general», con la finalidad de aliviar «los problemas de congestión en el transporte por tierra y el anticipado crecimiento del tráfico en las próximas décadas», según describen los investigadores en la web del proyecto. El autor de la idea es el director del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania) Heinrich Bülthoff, y en el consorcio participan además otras cinco instituciones europeas de todo crédito, como la Escuela Federal Politécnica de Lausana y el Instituto Tecnológico Federal de Zúrich (Suiza).

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

En realidad, myCopter no entra en la categoría de coches voladores, ya que está concebido únicamente para uso aéreo. Pero si pudiéramos tener en casa un pequeño helicóptero personal, ¿quién iba a echar de menos el uso anfibio (término que sirve también para tierra y aire)? Los integrantes del consorcio internacional aspiran a integrar «avances tecnológicos e investigaciones sociales necesarios para mover el transporte público a la tercera dimensión». El aparato que pretenden desarrollar está «concebido para viajar entre los hogares y los lugares de trabajo, y para volar a baja altitud en entornos urbanos». «Tales PAV deberían ser total o parcialmente autónomos sin requerir control de tráfico aéreo desde tierra. Aún más, deberían operar fuera del espacio aéreo controlado mientras el actual tráfico aéreo permanezca inalterado, y deberían después integrarse en la próxima generación de espacio aéreo controlado».

Sin embargo, queda un largo e incierto camino por delante. El myCopter de momento es solo un dibujo, aunque ya existe un simulador que el periodista del diario The New York Times Danny Hackim ha podido probar recientemente. «No sé volar y ni siquiera soy un conductor muy entusiasta, pero despegué fácilmente desde lo que parecía un campo rodeado por seis casas en la campiña inglesa», escribía Hackim. «Después seguí una carretera aérea virtual que se extendía ante mí, atravesando una serie de cuadrados morados dispersos por el cielo simulado».

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

La simulación ya apunta una idea que sin duda deberá formar parte del diseño: para que myCopter fuera realmente un medio de transporte de uso general y no provocara decenas de siniestros catastróficos cada día, el pilotaje tendría que ser al menos parcialmente automático, guiado estrictamente por GPS a través de rutas prestablecidas y facilitado al usuario mediante una interfaz sencilla. Pero además de los retos técnicos, el proyecto, de seguir adelante, se enfrentaría a enormes desafíos de cara a la regulación y la infraestructura necesarias para un sistema de transporte que revolucionaría todo lo que hemos conocido hasta ahora. Los sistemas actuales de ordenación del tráfico urbano quedarían obsoletos, como vallas, barreras y bordillos. ¿Cómo evitar el abuso y la violación de espacios restringidos? ¿Aterrizarían los ladrones en las azoteas para desvalijar las casas? ¿Se estrellaría contra el quinto piso de un edificio un delincuente en fuga perseguido por la policía? ¿Los conductores agresivos nos adelantarían no solo por izquierda y derecha indistintamente, sino también por arriba y abajo? Tal vez la solución fuera que la policía dispusiera de vehículos aún más capaces. ¿Qué tal los spinners de Blade Runner?

Conque esto era el futuro. ¿Y bien?

En esta última semana antes de las vacaciones de verano, me ha dado por practicar el arriesgado ejercicio de echar la vista atrás y recapitular qué significa este año 2014 en el contexto de ese lugar llamado futuro al que inevitablemente debíamos llegar, pero en el que, a diferencia de lo que ocurre ahora, antes solíamos creer. Ayer conté aquí la historia de cómo la bomba atómica nació hace cien años en la literatura mucho antes de hacerlo en la realidad, y cómo el artefacto brotado de la imaginación de H. G. Wells se convirtió en profecía autocumplida cuando inspiró al físico descubridor de la reacción nuclear en cadena, que se confesó muy impresionado por el relato. En su novela, el escritor británico construyó una utopía a la que se llegaba recorriendo un doloroso camino. Y desde luego que en el siglo XX lo recorrimos, pero nunca hemos llegado al destino.

Mientras Wells escribía The world set free, en 1913, otro notable compatriota suyo hacía su propio ejercicio de futurismo a cien años vista. Como recogió el 6 de diciembre de aquel año el periódico The Evening Independent, Sir Thomas Vansittart Bowater, nuevo alcalde de Londres, aseguró que 2013 sería un año «exclusivamente de tracción mecánica». Pronosticó un enorme crecimiento urbano de Londres, aunque se le fue la mano al extenderlo hasta Brighton, y casi acertó al imaginar que los sellos de correos quedarían reducidos a curiosidades. En coherencia con las expectativas de su época, predijo el túnel ferroviario a través del Canal de La Mancha y el transporte aéreo intercontinental, añadiendo la estrambótica idea de que el tráfico aéreo sobre las ciudades obligaría a cubrirlas con malla metálica para «la prevención del contrabando y otros delitos, y la protección de peatones y residentes». Sus apuestas quedaron largas al predecir que una visita a Marte no sería algo raro y que el cáncer habría desaparecido. Es más: «será difícil decir que una persona está muerta más allá de toda esperanza de resucitación», especulaba Bowater, confiando tal milagro a «oxígeno y electricidad, inyecciones salinas, transfusiones de sangre, órganos y miembros trasplantados», que darían «al hombre o mujer de la calle tantas vidas como el gato del proverbio».

En la biografía de Bowater no constan grandes méritos más allá de su carrera política y de su dedicación al negocio papelero de su padre. Por tanto, cabe pensar que su especulación no estaba informada por un profundo conocimiento científico y tecnológico, sino por una cierta intuición aplicada a la corriente de pensamiento de entonces. En tiempos de Wells, el naciente siglo XX se divisaba como el triunfo de la modernidad, el tiempo de los grandes cambios y revoluciones que invitaban a soñar con un futuro brillante antes de la Primera Guerra Mundial y del crack de 1929. Todavía en 1939, hace 75 años, el futurismo tentaba la imaginación popular y comenzaba a encandilar al público desde las ferias mundiales como palcos hacia el mañana. En la de ese año, celebrada en Nueva York, el pabellón de General Motors ofrecía una atracción llamada Futurama, donde los visitantes hacían colas kilométricas para volar sobre gigantescas urbes de un lejano 1960, pobladas de modernos rascacielos y escuadradas por anchas autopistas. Ese mismo año, diseñadores estadounidenses lanzaron sus pronósticos sobre la moda en el año 2000: para las mujeres, elegantes vestidos convertibles, transparentes, de metal o cristal, con cinturones eléctricos para «adaptarse a los cambios climáticos», además de una linterna como adorno capilar para «ayudarlas a encontrar a un hombre honrado»; para los hombres, un tronchante y ridículo mono con radio, teléfono y bolsillos para guardar llaves, monedas y caramelos.

Saltemos un cuarto de siglo. En 1964, hace 50 años, Nueva York acogió una nueva Feria Mundial, con el concurso de un remozado Futurama II que incorporaba la última sensación de la época, la conquista del espacio. Y en un tiempo en que la conciencia medioambiental aún era desconocida, la exhibición presumía de que en el futuro se dispondría de tecnología para «penetrar las junglas», desbrozar y construir carreteras en solo unas horas: «del corazón de lo que antes era selva tropical, surgirán nuevas y brillantes ciudades». Ese mismo año, el escritor Arthur C. Clarke, autor de 2001: Una odisea del espacio y El fin de la infancia, vaticinaba en un documental alusivo de la BBC (primera parte bajo este párrafo, segunda parte aquí) que el medio siglo siguiente traería el empleo de monos como sirvientes, la inteligencia artificial, la manipulación de la memoria «como se graba una sinfonía en una cinta» y la revolución en las telecomunicaciones que permitiría a dos personas comunicarse al instante desde cualquier rincón del mundo y trabajar desde «Tahití o Bali».

También en 1964 y con ocasión de la exposición neoyorquina, el escritor y bioquímico Isaac Asimov imaginaba para el diario The New York Times una «visita a la Feria Mundial de 2014». En el esquema mental de aquellos días que contraponía lo moderno a lo salvaje, el autor de la Saga de la Fundación escribía: «Los hombres continuarán apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Asimov suspiraba por maravillas que hoy nos resultan inconcebiblemente infernales: ciudades subterráneas alejadas de la luz del sol, viviendas sin ventanas, comida precocinada, electrodomésticos alimentados por pilas atómicas y centrales nucleares por doquier. El escritor de origen ruso divisaba además un 2014 con coches levitantes robotizados, aceras móviles, pantallas gigantes y en 3D, colonias lunares y proyectos de asentamientos marcianos.

Un lugar común en la prospectiva del siglo XX era cómo los avances científicos y técnicos moldearían la evolución del orden social. Para una modernidad que creía en el porvenir, incluso las distopías no pretendían ser retratos fieles del mañana, sino señales de advertencia sobre el riesgo de abandonar la senda correcta del progreso. La mecanización de la producción industrial inducía a los utopistas a aventurar que las tareas físicas más ingratas y rutinarias ya no serían desempeñadas por personas, sino por máquinas o animales entrenados, y que los humanos se dedicarían a cultivar el intelecto y a disfrutar de más tiempo de ocio. Para Asimov, la humanidad quedaría destinada a programar y cuidar las máquinas hasta el aburrimiento. «De hecho, la especulación más sombría que puedo hacer sobre el año 2014 es que, en una sociedad de ocio forzado, ¡la palabra trabajo se habrá convertido en la más gloriosa del vocabulario!», auguraba.

Incluso en una fecha tan reciente como 1989, el penúltimo salto en este viaje (hace 25 años), algunos aún consideraban posible que la semana laboral de 2014 comprendiera entre 25 y 30 horas, con menos desempleo que el existente entonces. Esta era la predicción del columnista Barry Lake en el diario Marshall Chronicle de Michigan (EE. UU.). Lake se basaba en un análisis efectuado por la firma de investigación Forecasting International Inc. y que vaticinaba analizadores personales de salud en cada hogar, duchas de ultrasonidos que nos librarían hasta del sarro y la caspa, y «TV de dos direcciones» que permitiría a la mitad de la población trabajar desde casa.

Con el fin de la modernidad murieron las utopías. En 1965, Umberto Eco nos dio a elegir entre apocalípticos e integrados, el punk recogió el espíritu de la nueva posmodernidad en su «no future«, y triunfó la visión distópica, que es hoy la dominante. En este 2014, algunas de aquellas predicciones se han cumplido; otras no. Pero tal vez lo que más haya cambiado seamos nosotros mismos. El ser humano ha perdido el candor y la ingenuidad que en su día le hacían imaginar el futuro como una tierra de bienestar y justicia, donde la ciencia y la tecnología iban a servirnos una vida más confortable, sana y longeva, y donde el desarrollo social nos proporcionaría paz, tiempo libre y desahogo económico. Aunque la predicción tecnológica sigue viva y pensadores como Raymond Kurzweil continúan interesados en el juego de su impacto social, las únicas utopías que hoy corren por la calle son las de cariz puramente político, siempre discutibles por lo que tienen de paraíso para unos e infierno para otros.

Quizá lo que más sorprendería a los futuristas del pasado sería el escaso impacto de los cambios en lo más sustancial de nuestras vidas; y, sobre todo, lo poco que las han mejorado. Pese a vacunas y antibióticos, que ya existían hace medio siglo, las enfermedades infecciosas aún asuelan a la humanidad. No hemos vencido al cáncer; las enfermedades genéticas siguen matando o incapacitando a muchos niños, y las neurodegenerativas continúan arruinando el sueño de la jubilación que presentan los anuncios televisivos de seguros. Aún nos desplazamos por los mismos medios que entonces. Hemos ganado en confort, seguridad y algo de rapidez, pero nada esencialmente novedoso ha sustituido al automóvil, el ferrocarril, el avión o el barco. No hemos colonizado la Luna ni Marte. Hoy calentamos los alimentos en un minuto, pero la comida industrial no ha mejorado nuestra nutrición. La automatización de la industria y el aumento de la productividad nos prometían una vida dedicada al ocio, pero si alguien trabaja menos de 40 horas a la semana es porque posee un empleo precario o ninguno en absoluto. Es difícil encontrar un aspecto en el que nuestras vidas hayan experimentado una verdadera revolución. Salvo, claro está, en uno solo. Tenemos dispositivos electrónicos cada vez más sofisticados, apps y redes sociales. En eso ha quedado el futuro: en renovar el móvil cada año. Pan y smartphone.

Crowdfunding para la ciencia, un safari por la jungla financiera

¿Pueden los proyectos científicos sostenerse a base de pequeñas donaciones particulares? ¿Deben hacerlo? Para Mónica Peláez y Carlos Rosales, la respuesta es sí en ambos casos. Estos dos emprendedores decidieron hace un año dejar lo que tenían entre manos y dedicar sus esfuerzos y ahorros a realizar su proyecto, que no era otro que ayudar a otros emprendedores a realizar los suyos propios. Así nació Safari Crowdfunding, que hoy se ha puesto de largo en el campus de Cantoblanco de la Universidad Autónoma de Madrid para su presentación formal en sociedad y su pistoletazo de salida al ciberespacio.

Mónica Peláez y Carlos Rosales, los dos emprendedores responsables de Safari Crowdfunding.

Mónica Peláez y Carlos Rosales, los dos emprendedores responsables de Safari Crowdfunding.

Safari Crowdfunding se presenta hoy como la plataforma de financiación colectiva del Parque Científico de Madrid, pero lo cierto es que no fue así como nació. Lejos de ser una iniciativa promovida por el Parque, la Universidad o algún otro gran organismo, la idea nació de la unión de fuerzas entre Peláez y Rosales. Ella aportaba una larga experiencia financiera en la gran empresa multinacional y en consultoría de alto nivel. Él, un amplio currículum en electrónica de consumo desde la pequeña y mediana empresa y un ojo atento a cómo las plataformas de financiación colectiva por internet, o crowdfunding, estaban cambiando el panorama del emprendimiento tecnológico en EE. UU. Ejemplos notables de ello son la consola de juegos Ouya para sistema operativo Android o las gafas de realidad virtual Oculus, que comenzaron como un proyecto de crowdfunding antes de que Facebook se fijara en ellas.

«En realidad llegamos a la ciencia casi sin pretenderlo», señala Rosales a Ciencias Mixtas.«Teníamos cierta relación familiar con la comunidad científica, pero sobre todo estábamos buscando una ubicación para nuestro proyecto. Una persona nos llevó a otra, se nos fue uniendo más gente, y un día acabamos en el acelerador de iones del campus de la Autónoma. Justo enfrente estaba el Parque Científico, así que decidimos presentar nuestro proyecto allí y nos aceptaron como inquilinos», recuerda.

Así fue como, gracias a su ubicación, «de la comunidad científica del campus comenzaron a surgir proyectos», apunta Rosales. De hecho, esta afortunada circunstancia vino a llenar un hueco en el paisaje de las crowdfunding españolas. «Las plataformas existentes en España tenían un perfil más cultural y social: el crowdfunding por donación se enfocaba más a proyectos sociales, y el de producto a grabar un disco, escribir un libro o rodar una película». Los dos emprendedores sabían además de la falta crónica de fondos que aqueja a la investigación, y concluyeron que la ciencia podía captar la atención de los pequeños donantes. «Pensamos que los proyectos científicos podían despertar un interés solidario, y por tanto eran atractivos para el crowdfunding por donación», resume Rosales.

Fruto de todo ello son dos de los seis proyectos que Safari Crowdfunding lanza hoy en su primera andanada. Uno de ellos es la creación del centro de referencia para el diagnóstico genético de enfermedades raras infantiles por envejecimiento acelerado, una de esas asignaturas pendientes que siempre lo serán para la gran empresa. «El campo de las enfermedades raras se ha olvidado porque no es rentable», dice Rosales. La empresa detrás de esta iniciativa es la pyme biotecnológica española Advanced Medical Projects, dedicada a los nuevos diagnósticos y terapias, y que invierte todos sus beneficios en investigación y desarrollo. La compañía cuenta ya con un medicamento en desarrollo para el tratamiento de la disqueratosis congénita, y a través de Safari Crowdfunding pretende reunir entre 12.000 y 20.000 euros para crear un centro especializado que reduzca el plazo de diagnóstico de estas enfermedades raras infantiles, que actualmente puede llegar a los cinco años, a solo unas semanas. Para ello ofrecerán varios servicios, incluida la secuenciación masiva de ADN que permitirá localizar rápidamente la mutación o mutaciones del niño o niña y así facilitar el enfoque terapéutico temprano. Además, un biobanco de ADN servirá como recurso a la comunidad investigadora.safari2

El segundo de los proyectos científicos es obra de Biomedica Molecular Medicine, una empresa de herramientas clínicas moleculares surgida en el Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital La Paz y la primera nacida oficialmente del sistema madrileño de salud. El proyecto aspira a reunir 25.000 euros para financiar la validación clínica del 8-gene Score, un test que ayudará a los oncólogos a tomar decisiones de cara al tratamiento de las afectadas por cáncer de mama. El empleo de esta herramienta contribuirá a determinar qué pacientes tienen un pronóstico tan favorable que podría evitarse la quimioterapia y sus terribles efectos secundarios sin afectar a la evolución de su enfermedad. Pero para que el 8-gene Score pueda introducirse de forma rutinaria en la práctica clínica, antes es necesaria su validación con una muestra grande de pacientes y comparándolo con otras pruebas existentes ahora, frente a las que el nuevo test ofrece claras ventajas.

safari3

A cualquiera le surge la pregunta: dado que se trata de proyectos científicos con un enorme interés social, ¿no deberían financiarse con dinero público, en lugar de depender de las donaciones voluntarias y del riesgo asumible por los pequeños emprendedores? Es más: ¿no aprovecharán quienes deberían ocuparse de esto para mirar hacia otro lado? «O no», replica Rosales. «Se puede pensar que tapamos el hueco que dejan los recortes, pero el crowdfunding es la sociedad, son los ciudadanos. Es también una manera de abrir las ventanas de la ciencia y darle a la gente lo que los científicos están haciendo, y contarles por qué lo están haciendo. Tenemos la vocación de ser una herramienta más, un nivel complementario».

Sin embargo, Safari Crowdfunding no se restringe a proyectos relacionados con la ciencia. «La parte más tecnológica la enfocamos más a producto, a crowdfunding de recompensa», precisa Rosales. Así, por ejemplo, Spanish Language Route es un curso online completo de español en 3D que utiliza tecnología de juegos para guiar al usuario por las cinco rutas del Camino de Santiago. «La gente, cuando dona, recibe el curso», dice Rosales. En otros casos, la donación sirve como reserva de compra del producto para cuando esté disponible, como ocurrió en EE. UU. con la consola Ouya o las gafas Oculus. Es el caso de ColorUp!, una aplicación móvil que utiliza un código de colores como termómetro del estado de ánimo personal y como valoración de servicios, empresas, ciudades o eventos. Por último, cierran la oferta inicial de Safari Urbein, una fusión entre banco de imágenes, agencia gráfica y medio de comunicación que permite compartir y vender fotografías de actualidad y otras temáticas desde un enfoque solidario y colaborativo, y El mundo en moto Sinewan, la videobitácora de un motorista viajero.

Rosales detalla que todos los proyectos propondrán un plan de hitos y crearán un blog desde el que irán informando de la marcha de la iniciativa y del nivel de apoyo conseguido, pero las donaciones no se harán efectivas hasta que se cubra el cien por cien de la financiación requerida. Esta transparencia, considera Rosales, es esencial en el éxito de los proyectos. «Partimos con la experiencia de saber lo que ha ocurrido a veces con el crowdfunding en EE. UU.: se consigue la financiación con facilidad y, una vez obtenida, muchos de los proyectos acaban fracasando». Y si el mundo financiero es una selva, qué mejor que un safari para atravesarlo con éxito y, además, disfrutarlo por el camino. «Financiar un proyecto es una aventura muy parecida a internarte en una jungla poblada de animales feroces», concluye Rosales.