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ADN, el disco duro del futuro (II)… que durará dos millones de años

Esta es la gran paradoja de la información en la era digital: es imposible borrar nuestro rastro en internet, por mucho que nos empeñemos en lograrlo. Y sin embargo, podemos perder fácilmente nuestros archivos para siempre a causa de un error o una avería. Es más: ningún soporte físico digital está concebido para durar más de medio siglo. Ni discos duros, ni CD, ni DVD, ni memoria flash. Ninguno.

En cambio, conservamos códices medievales que han perdurado cientos de años, y que perdurarán cientos de años más. Tenemos manuscritos que han sobrevivido durante milenios. ¿De qué sirve digitalizar las pinturas de Altamira, si la versión digital deberá cambiarse de soporte sucesivamente para que no desaparezca, mientras el original pervivirá sin que nadie lo toque (especialmente si nadie lo toca)? ¿Acaso creemos que al digitalizar una obra antigua la estamos perpetuando?

De todo lo anterior podríamos llegar a deducir que el soporte del futuro no es otro que el papel. ¿Sorpresa? ¿Absurdo?

Pero el papel puede mojarse, quemarse o ser pasto de los bichos. Una pequeña trampa en el argumento anterior es que, en realidad, se supone que solo conservamos una pequeña parte de todo el papel que jamás se ha escrito o impreso. La inmensa mayoría se ha perdido.

Lo cierto es que, para descubrir mejores soportes de información que el papel y la electrónica, nada mejor que echar una mirada a nuestro entorno natural. La tecnología actual nos permite acceder a información que la naturaleza ha preservado durante cientos de miles de años, en forma de ADN en huesos fósiles. El investigador del Instituto Federal Suizo de Tecnología en Zúrich (ETH) Robert Grass lo explica así a Ciencias Mixtas: «Los libros más antiguos que conocemos tienen más de 1.000 años, y los jeroglíficos se han almacenado en la piedra durante varios miles de años. Este es un plazo largo, pero todavía corto si lo comparamos con los datos que podemos construir a partir del ADN de huesos arqueológicos, que llega hasta los 700.000 años de antigüedad». Grass se refiere al logro de un equipo de investigadores de la Universidad de Copenhague (Dinamarca), que en julio de 2013 publicó en Nature la secuenciación del genoma de un caballo del Pleistoceno a partir de un hueso conservado en el permafrost de Canadá durante más de medio millón de años.

Ilustración artística del uso de ADN fósil. Imagen de Philipp Stoussel / ETH Zurich.

Ilustración artística del uso de ADN fósil. Imagen de Philipp Stoussel / ETH Zurich.

Grass se planteó el reto de conseguir lo mismo por una técnica artificial; fabricar un fósil capaz de conservar ADN intacto durante tanto tiempo que los procedimientos actuales de almacenamiento de información a largo plazo quedaran ampliamente sobrepasados. La respuesta fue el cristal: encapsular el ADN en esferas de sílice de unos 150 nanómetros, 0,15 milésimas de milímetro. Una vez construidos estos fósiles, y para analizar su durabilidad, Grass y sus colaboradores incubaron las partículas durante un mes a 60 o 70 ºC, lo que simula la degradación química que sufrirían a lo largo de cientos de años. Una vez terminado el tratamiento, los investigadores extrajeron el ADN de su caparazón de arena empleando soluciones de fluoruro como las que se utilizan en el grabado químico, para finalmente leer las secuencias y comprobar su integridad.

A partir de sus resultados, y comparándolos con la dinámica de degradación del ADN en el hueso, los investigadores han estimado cuánto tiempo podrían sobrevivir las muestras siendo aún legibles. Según exponen en su estudio, publicado en la revista Angewandte Chemie, a las temperaturas de Zúrich el ADN se conservaría durante 2.000 años, que aumentarían hasta 100.000 en el lugar más frío de Suiza. Pero si las esferas de sílice se almacenaran en el Banco Mundial de Semillas de Svalbard, una instalación subterránea en Noruega que se mantiene a -18 ºC, el ADN podría durar «más de dos millones de años», escriben los científicos.

Claro que todo esto no tendría sentido si no fuera para conservar información que podamos codificar a voluntad en el ADN. En mi anterior post expliqué la aproximación más rudimentaria al uso del ADN como lenguaje, traducir la secuencia a proteína y utilizar los aminoácidos como alfabeto de 20 letras. Pero este método solo permite codificar textos; para ampliar sus aplicaciones a cualquier tipo de información, es esencial emplear código binario, el idioma en el que se escriben los archivos digitales. Como conté anteriormente, un grupo de jóvenes investigadores chinos presentó un sistema en 2010, pero no es el único. Ya en 1996 se publicó un método ideado por un interesante personaje llamado Joe Davis, conocido como el «científico loco» del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT).

Davis ha desarrollado su carrera a caballo entre el arte y la ciencia, siempre en la frontera de la originalidad y la innovación. En la década de 1980, tuvo la idea de introducir en una bacteria una obra de arte digitalizada. Para ello creó Microvenus, un símbolo rúnico que es también una representación simplicada de los genitales femeninos. Lo que Davis hizo fue inspirarse en el sistema empleado por Carl Sagan y Frank Drake en el mensaje de Arecibo, una señal de radio lanzada al espacio en 1974: convertir el gráfico en un panel de ceros y unos, y luego encadenar las líneas para transformarlo en un código lineal. Para ello, era necesario que las dimensiones del gráfico original fueran el producto de dos números primos, con el fin de que su reconstrucción en 2D fuera unívoca. A continuación, Davis tradujo el código binario en bases de ADN empleando una equivalencia con un sistema de compresión y añadiendo la clave al comienzo del mensaje.

El icono Microvenus y su codificación en ADN. Nótese que su traducción gráfica a código binario se realiza en un panel de 5x7, ambos números primos. Imagen de Joe Davis / JSTOR Art Journal.

El icono Microvenus y su codificación en ADN. Nótese que su traducción gráfica a código binario se realiza en un panel de 5×7, ambos números primos. Imagen de Joe Davis / JSTOR Art Journal.

La segunda gran aportación del estudio de Grass es un nuevo sistema de codificación que extiende y mejora la idea de Davis. El investigador del ETH y sus colaboradores han creado un método que toma los caracteres de un texto de dos en dos, pero tratándolos como si cada uno fuera un byte (ocho bits), lo que permite aplicarlo a cualquier tipo de archivo digital. El siguiente paso es transformar el conjunto de dos bytes en base 256 (256²=65.536) en un triplete en base 47 (47³=103.823). ¿Y por qué en base 47? Muy sencillo: es necesario asignar a cada triplete de ADN (ver mi post anterior) un número distintivo para hacer la conversión. Como secuenciar y leer cadenas de ADN con muchas bases repetidas (como GGGGGGGGGG o TTTTTTTTTTT) aumenta las posibilidades de error, los científicos se quedaron solo con los tripletes en los que la segunda y la tercera base son distintas; así, AAC es válido, pero CAA no. De este modo, reducen las repeticiones a un máximo de tres: AAC CCG. Con esto, de los 64 tripletes posibles (variaciones con repetición de cuatro elementos tomados de tres en tres), se quedan solo con 48. Pero como el campo bidimensional de valores debe basarse en un número primo, eligieron el más próximo, 47.

Así, cada par de caracteres o bytes queda transformado en un trío de números del 0 al 46, los cuales a su vez se corresponden con tripletes de ADN. Pero para corregir los errores debidos a la degradación del ADN, la síntesis o la lectura, los investigadores introdujeron redundancias de datos mediante códigos de Reed-Solomon, herramientas muy utilizadas, por ejemplo, en comunicaciones espaciales y en la grabación de soportes digitales como discos duros y CD. Para entender cómo funcionan estos códigos, podemos pensar en los bits de paridad empleados antiguamente para transmitir código ASCII; un carácter ASCII se codifica en siete bits binarios (0/1), pero solía introducirse un octavo bit, llamado de paridad, que tomaba el valor de 0 o 1 según la suma del resto de bits iguales a 1 fuera par o impar. De este modo, se incorporaba un valor de comprobación para detectar errores en la transmisión. Otro ejemplo es el dígito de control de los números de las cuentas bancarias. Los códigos Reed-Solomon son más complejos, pero se inspiran en un principio similar.

Empleando este sistema, los científicos codificaron dos textos, la versión en latín del Pacto Federal de 1291 que daba forma a la primera confederación suiza, y la traducción inglesa de El Método de los teoremas mecánicos perteneciente al Palimpsesto de Arquímedes. Tras la síntesis del ADN codificado, su encapsulación en sílice y el tratamiento térmico, los investigadores encontraron cierto grado de degradación del ADN, pero los códigos Reed-Solomon funcionaron a la perfección para corregir los errores. «Por primera vez, mostramos en experimentos reales que formando fósiles artificiales alrededor de nuestra muestra de ADN, y añadiendo esquemas de corrección de errores a la información almacenada en el ADN, este almacenamiento a largo plazo es posible en la práctica», concluye Grass.

Los científicos están pensando ya en aplicar su sistema a gran escala. «Estamos concibiendo la creación de una biblioteca de información digital para almacenamiento a largo plazo, pero por el momento es todavía un sueño, y requerirá dinero», apunta Grass. Sin embargo, otras utilidades no resultan tan lejanas: los investigadores han ensayado el sistema para añadir cápsulas magnéticas fósiles de ADN a modo de marcas de agua genéticas o etiquetas de autenticidad en productos como gasolina, aceites cosméticos o aceite de oliva. Las partículas, que son inalterables y solo pueden retirarse mediante imanes en instalaciones especializadas, introducen un sistema de código de barras genético que sirve para evitar falsificaciones y perseguir el contrabando.

ADN, el disco duro del futuro

Emplear el ADN de un organismo vivo para guardar información ajena a su función biológica no es ciencia-ficción; ya se ha hecho. La bioencriptación es una de las líneas de investigación más innovadoras y divertidas de la biología molecular, pero con claras aplicaciones prácticas. Y es uno de esos ejemplos fronterizos de Ciencias Mixtas que tan bien encajan aquí. Además de ser un tema irresistible para fantasear sobre los avances futuros de la tecnología y cómo cambiarán el mundo que conocemos.

Para explicar cómo, empecemos dejando sentado algo evidente: el ADN es un código. Siempre que hablamos de genes o genomas, nos referimos a ristras de letras (más propiamente, bases) como aquella que daba título a una magnífica película: GATTACA. En este caso, se trata de una secuencia formada por Guanina-Adenina-Timina-Timina-Adenina-Citosina-Adenina. Este ejemplo comprende los cuatro tipos de bases que forman el ADN: G, A, T y C. Para convertir una cadena de ADN a proteína, el producto de los genes, existe una maquinaria celular que lleva a cabo un proceso de transcripción y traducción. En esta última, las bases de ADN se leen de tres en tres, formando tripletes llamados codones. Cada uno de estos tripletes se traduce en un aminoácido, los eslabones de las proteínas. Por ejemplo, en el título de la película tendríamos dos tripletes, GAT-TAC, y nos olvidamos de la A suelta. GAT corresponde al aminoácido llamado ácido aspártico, y TAC se traduce como tirosina.

La secuencia del ADN se puede utilizar para cifrar y conservar mensajes. Imagen de Miki Yoshihito / Flickr / CC.

La secuencia del ADN puede utilizarse para cifrar y conservar mensajes. Imagen de Miki Yoshihito / Flickr / CC.

Por simple combinatoria, las variaciones con repetición de cuatro elementos tomados de tres en tres nos dan un total de 64 codones posibles, pero las proteínas solo están formadas por 20 tipos de aminoácidos distintos. Lo que ocurre es que en muchos casos la tercera base del triplete no influye en la traducción: GCA, GCT, GCC y GCG tienen un mismo significado común, el aminoácido alanina.

Así, cualquier clase de información podría traducirse sobre el papel a una secuencia de ADN con solo inventar un código de equivalencias. La forma más sencilla es utilizar como alfabeto los 20 aminoácidos, dado que cada uno de ellos se abrevia por una letra: el ácido aspártico es D, la tirosina es Y y la alanina es A. El problema es que así obtenemos un alfabeto incompleto en el que faltan las consonantes B, J, X y Z, pero sobre todo dos vocales, O y U.

A pesar de las limitaciones de este sistema, se ha empleado ya para el fin último de todo este tinglado: convertir la secuencia de ADN sobre el papel en una molécula real que conserve el mensaje introducido y que luego pueda ser descodificada. El ejemplo más conocido es el del magnate de la biotecnología J. Craig Venter, que en 2008 incluyó secuencias codificadas en la recreación sintética del genoma de una bacteria llamada Mycoplasma genitalium; entre ellas, su propio nombre: CRAIGVENTER, pero también citas del escritor irlandés James Joyce y de los físicos Richard Feynman y Robert Oppenheimer. Además de su lado recreativo, estas etiquetas genéticas se emplean con un propósito, imprimir una especie de marcas de agua para diferenciar los genomas manipulados. Por ello es una práctica habitual en la producción de organismos transgénicos.

Pero el del alfabeto incompleto no es el único ni el mayor problema de utilizar el código de traducción a proteínas. Por un lado están los errores; los hay en la escritura (síntesis del ADN diseñado) y en la lectura (secuenciación del ADN producido según el diseño), y este sistema no es lo suficientemente robusto para evitarlos. Y lo que es peor, si estos mensajes se incluyen en el genoma de una bacteria como secuencias inertes, fuera de los genes reales que la célula utiliza, la evolución y sus mutaciones irán desfigurando el texto original a lo largo de las generaciones sucesivas hasta un momento en que se volverá ilegible. Por otra parte, el sistema de proteínas es adecuado para cifrar mensajes de texto, mientras que lo ideal sería emplear un código binario que aceptara cualquier tipo de archivo digital.

En 2010, un equipo de investigadores de la Universidad China de Hong Kong presentó un nuevo sistema de bioencriptación en el concurso de biología sintética iGEM del Instituto Tecnológico de Massachusetts. El diseño de los científicos chinos consistía en transformar el texto en caracteres ASCII, que se representan mediante siete bits binarios (0/1). Así, este sistema acepta cualquier tipo de archivo en formato digital. En su día calculé que el método permitiría codificar el texto completo de la Constitución Española en 139.262 bases de ADN, que se repartirían entre 175 bacterias. Los autores del trabajo aportaban el dato de que todos los archivos que caben en 450 discos duros de 2 terabytes podrían almacenarse en solo un gramo de bacterias. Otras estimaciones han propuesto que en medio kilo de ADN podría codificarse toda la información jamás grabada en los ordenadores de todo el mundo. Y todo a prueba de hackers.

Evidentemente, desde el concepto teórico hasta el día en que podamos grabar un vídeo en el genoma de una población de bacterias y luego reproducirlo en un secuenciador-reproductor habrá que saltar unos cuantos abismos tecnológicos. Pero como contaré mañana, el ADN puede esperar. Miles de años, si hace falta.

Continuará…

Por qué NO nos parecemos más a nuestros padres

Gemelas en la película de Stanley Kubrick 'El resplandor' (1980). Imagen de Warner Bros.

Gemelas en la película de Stanley Kubrick ‘El resplandor’ (1980). Imagen de Warner Bros.

Cada vez que nace un bebé se repite la misma escena. Los familiares desfilan ante el nuevo y pequeño organismo humano despiezándolo figuradamente en un pastiche de elementos de distinto origen: la nariz es de su padre, las orejas de su madre, los ojos de su abuelo, y esos hoyuelos son típicos de los Martínez. Sabemos que nos parecemos en mayor o menor medida a nuestro padre, a nuestra madre y a sus familias respectivas, y tenemos también una idea de por qué no somos copias exactas de ninguno de nuestros antecesores; somos una sociedad genética participada al 50% por cada uno de nuestros dos accionistas.

Además, la transmisión de esos genes no se produce siempre en paquetes intactos y completos como quien hereda una biblioteca, sino que existe un proceso por el que los libros intercambian páginas entre ellos, dando lugar a nuevas obras. En el caso de los cromosomas, este barajado genético se llama recombinación, y origina nuevas piezas de información que no estaban presentes en ninguno de los padres. Este es un mecanismo que nos hace únicos, algo que se refleja también en nuestro aspecto diferenciado de los demás: como suele decir mi madre, todos iguales, con dos ojos, nariz y boca, y sin embargo todos distintos.

Alguno quizá pensará que a estas alturas deberíamos tener perfectamente calibrado cómo los distintos genes influyen en nuestros rasgos o nuestras enfermedades. Ojalá fuera así. No cabe duda de que el logro de secuenciar el genoma humano, o mejor dicho los genomas humanos, ha sido un avance clave para asociar más fácilmente ciertos caracteres a determinados genes. El problema es que la mayoría de nuestros rasgos no responden a lo que se conoce como herencia mendeliana, la que se comporta a grandes rasgos como un código más o menos binario con variaciones deterministas. La gran mayoría de lo que somos depende de complejas influencias mutuas entre distintos genes, interacciones que son difíciles de desentrañar y que aún prometen siglos de investigación por delante.

En ocasiones, los investigadores pueden llegar a descubrir algunas asociaciones de diferentes rasgos comparando genes y fenotipos de personas concretas. Pero aunque ya se han secuenciado más de 200.000 genomas humanos, aún no hay suficientes datos como para tener la seguridad de que los resultados son estadísticamente significativos. Un equipo de científicos de la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts ha elaborado un nuevo modelo matemático que trata de aprovechar el volumen de datos disponible hoy para establecer correlaciones entre distintos rasgos genéticos y enfermedades, un tipo de estudio que en el futuro podría servir para estimar, por ejemplo, el riesgo de padecer una determinada dolencia a partir de ciertos caracteres físicos o de personalidad.

Según escriben los investigadores en su estudio, disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv, el estudio de 25 rasgos ha encontrado una correlación significativa entre la anorexia nerviosa y la esquizofrenia, o entre tastornos de la alimentación y desórdenes psicóticos. Las conclusiones vienen respaldadas por el hecho de que el modelo muestra correlaciones ya conocidas, como lípidos en plasma y enfermedad cardiovascular o diabetes tipo 2 y obesidad, o el efecto protector de la esquizofrenia sobre la artritis reumatoide. Los resultados muestran una ausencia de asociación entre alzhéimer y enfermedades psiquiátricas, lo que para los investigadores sugiere que se trata de bases genéticas distintas. El estudio es un interesante punto de partida para otros análisis futuros que podrían hallar relaciones hasta ahora insospechadas entre distintos rasgos genéticos.

Pero por si fuera poca la dificultad de predecir los rasgos y enfermedades a partir del genoma, las cosas se complican aún más cuando el resultado de nuestros genes no solo depende de la secuencia de ADN, sino además de otras modificaciones químicas que no dejan reflejo en el código de nuestros cromosomas. Esto es lo que se conoce como epigenoma, y en las últimas décadas ha pasado de ser un fenómeno casi anecdótico a revelar una enorme importancia en cómo nuestros genes fabrican lo que somos. Las modificaciones epigenéticas –literalmente, sobre la genética– pueden ser de varios tipos, como la alteración química de los genes por un proceso llamado metilación, o el control de la expresión de los genes por unas proteínas unidas al ADN llamadas histonas, o la regulación a través de pequeñas cadenas de ARN que se unen a los genes y los enmascaran.

La epigenética se ha convertido en un activo campo de estudio no solo porque ejerce un enorme poder sobre el control de los genes, sino además porque estas modificaciones, por ejemplo en el caso de la metilación, pueden surgir en cualquier momento de la vida de una célula por razones que aún no llegan a comprenderse del todo, pero que al menos en algunos casos pueden deberse a factores ambientales, como la alimentación o los hábitos de vida. Además, las modificaciones epigenéticas pueden transmitirse a la descendencia, por lo que pueden ser otro factor de aquello que nos diferencia de nuestros padres.

Un ejemplo de ello se ha publicado esta semana en la revista PNAS. El caso descrito por un equipo de investigadores de la Universidad de Virginia (EE. UU.) se refiere a la oxitocina, una molécula del sistema endocrino que actúa también como neurotransmisor y que suele conocerse popularmente como la «hormona del amor»: está presente en todo el proceso de la maternidad, contribuye a la afectividad y al refuerzo de los vínculos emocionales, y también desempeña un papel en el orgasmo. Se ha demostrado anteriormente que la oxitocina puede tener un efecto ansiolítico, y actualmente se investiga la función de esta hormona en desórdenes afectivos y sociales.

La oxitocina actúa a través de una molécula receptora codificada por un gen llamado OXTR. La metilación de este gen resulta en una menor presencia del receptor y por tanto en una atenuación de la acción de la hormona. Los científicos han estudiado la relación de esta modificación, medida en el ADN de la sangre, con la activación de regiones del cerebro, observada por técnicas de neuroimagen, y con las respuestas emocionales al contemplar expresiones faciales negativas, todo ello en una muestra de 98 individuos.

Los resultados muestran que, tal como los investigadores proponían, los voluntarios con menor metilación de OXTR, es decir, con mayor actividad de oxitocina, mostraban menores reacciones de miedo y ansiedad ante estímulos visuales. «Los individuos con menor metilación y que teóricamente tienen mayor acceso a la oxitocina endógena muestran una respuesta atenuada a los estímulos negativos», escriben los científicos, añadiendo que estos sujetos tienen una menor probabilidad de desórdenes de percepción social.

Pero las implicaciones del estudio van más allá, confirmando la idea actual de que la epigenética puede ser una fuente esencial de esas variaciones que nos apartan de la herencia de nuestros padres: «Nuestros resultados se añaden a la importante y creciente literatura que implica la variabilidad epigenética como motor de la variabilidad individual en la conducta compleja», concluyen los investigadores. «La epigenética probablemente tendrá un papel en aumento en nuestra comprensión de la relación entre genes y comportamiento, y puede expandir los modelos de susceptibilidad diferencial a los desórdenes psiquiátricos y del desarrollo».

Ejemplos como este ilustran el avance hacia un estado de la técnica que hoy es ciencia-ficción: conociendo el genoma y el epigenoma de una persona no solo podríamos reconstruirla físicamente, sino incluso conocer los rasgos de su personalidad. La ciencia-ficción, como decía Ray Bradbury, es el arte de lo posible. Y esto es teóricamente posible, aunque los obstáculos técnicos aún son descomunales. Una tecnología semejante tendría aplicaciones enormemente beneficiosas, por ejemplo en criminología, si a partir de una muestra de ADN de sangre o piel se pudiera confeccionar un perfecto retrato robot de un criminal. Pero no cabe duda de que también abriría una puerta a otros usos menos deseables, comenzando por la eugenesia. La historia demuestra que, hasta ahora, ninguna puerta abierta por la tecnología ha vuelto a cerrarse, por lo que dependerá de nosotros el aprender a manejar lo que en el futuro tendremos entre las manos.

…Y el Bigfoot, de momento, sigue sin existir

Teniendo en cuenta la escasa propensión actual del cine comercial a salirse de los raíles de la secuela, la precuela o el remake, siempre es de agradecer que las producciones de género, esas de palomitas y respingo en la butaca, aborden nuevos temas, aunque sean más viejos que el propio cine. Y más en el caso que vengo a contar hoy, ya que hasta ahora pocas películas de terror (que yo recuerde) se habían acercado al mito del Bigfoot o Sasquatch, la versión norteamericana del Yeti. Ignoro si Willow Creek (2013), estrenada el pasado 6 de junio en EE. UU., llegará a España, o siquiera si llegará a subtitularse o doblarse en castellano. Y es cierto que la fórmula narrativa elegida, la del metraje encontrado, ya ha pasado el cénit de gloria que experimentó en años pasados, y que el tráiler de esta película recuerda demasiado a El proyecto de la bruja de Blair, la cinta que puso de moda el subgénero. Pero dado que, como mínimo, esta producción independiente ha recibido críticas que tienden a lo favorable, cabe pensar que al menos sus artífices han logrado espeluznar al público tomando como premisa el ataque de un fiero Chewbacca de peluche, lo cual tiene suficiente mérito como para que tal vez la película merezca un vistazo.

Como en el caso de Nessie, del que hablé aquí ayer, el de Bigfoot es uno de esos mitos que nunca morirán, no importa cuántas veces las presuntas pruebas de su existencia sean sucesivamente desacreditadas. No importa que algún presunto cadáver de Bigfoot fuera, en realidad, un disfraz de gorila congelado. La más famosa de las criaturas legendarias de Norteamérica no solo vuelve a la vida en esta reciente producción cinematográfica, sino que también ha protagonizado un reciente y descacharrante episodio de pseudociencia con pretensiones de perder el prefijo. Y una vez más, sin cansarme de ello, debo insistir en que la obligación de la ciencia no es desmarcarse de estos asuntos ni llamar crédulos idiotas a sus devotos, sino proporcionar el juicio justo al que toda proclama extraordinaria tiene derecho. Esto es lo que diferencia el pensamiento científico del dogma popular, sea a favor o en contra de estos fenómenos. Y el caso que explico aquí es un brillante ejemplo de ello.

Todo arrancó el 24 de noviembre de 2012, cuando una empresa con sede en Texas (EE. UU.) llamada DNA Diagnostics (cuya web, actualmente congelada como el disfraz de gorila, conoció mejores tiempos) anunció al mundo que había logrado secuenciar el genoma completo del Bigfoot. «Un equipo de científicos puede verificar que su estudio de ADN de cinco años, actualmente sometido a revisión por pares, confirma la existencia de una nueva especie de hominino híbrido, comúnmente llamado Bigfoot o Sasquatch, que vive en Norteamérica», afirmaba el comunicado de prensa. «La extensiva secuenciación de ADN realizada por los investigadores sugiere que el legendario Sasquatch es un pariente humano que surgió hace aproximadamente 15.000 años como un cruce híbrido del Homo sapiens moderno con una desconocida especie de primate», proseguía.

Bien. Como acabo de mencionar arriba, semejante afirmación no es simplemente algo para ignorar, sino que para científicos y adláteres es una golosina a la que hincar el diente, incluso aunque sea para escupirla a continuación. El equipo de DNA Diagnostics, dirigido por una forense llamada Melba Ketchum, se negó en aquel momento a facilitar el estudio, algo que por otra parte es obligado si un trabajo se encuentra en proceso de revisión por pares. Así, todos nos mantuvimos dudosamente esperando a que el estudio superara con éxito esa etapa y emergiera a través de alguna publicación científica acreditada. Y entonces llegó. Pero no de la manera como esperábamos (o realmente, sí).

Cuando el estudio por fin se publicó, lo hizo en algo llamado DeNovo Scientific Journal, una autodenominada «revista científica multidisciplinar que ofrece múltiples plataformas de publicación» y de la que nadie tenía conocimiento previo. Se trataba, al parecer, de una nueva revista online que se inauguraba el 13 de febrero de 2013 con un único estudio, el del Bigfoot (y con una web de apariencia claramente amateur). De entrada, se podía apreciar que el trabajo era real, o al menos lo parecía. En el abstract (resumen) públicamente accesible, los investigadores explicaban que habían reunido 111 muestras de sangre, tejido, pelo y otras fuentes de la presunta especie, de las cuales algunas fueron sometidas a varios procedimientos de lectura de ADN, incluyendo secuenciación del genoma nuclear completo (el que se encuentra en los cromosomas del núcleo de la célula) y del mitocondrial (una cadena circular de ADN situada en unos compartimentos de las células llamados mitocondrias y que se transmite exclusivamente por línea materna). Los investigadores obtuvieron 16 haplotipos distintos (grupos de parentesco) de ADN mitocondrial claramente humano, además de secuencias nucleares que apuntaban a un mosaico entre Homo sapiens y alguna otra cosa desconocida. Los autores concluían que el Sasquatch es un híbrido entre hembras humanas y otra especie de hominino no identificado. En otras palabras: no solo postulaban la existencia del Bigfoot, sino de un ancestro del Bigfoot.

Pero lo más interesante del affaire Ketchum no es el análisis de los resultados científicos. A este respecto, y desde su publicación, el estudio ha sido revisados por numerosos expertos que coinciden en una misma conclusión: cualquier análisis ciego de los datos genómicos presentados debería concluir que corresponden simplemente a un desastroso y caótico pastiche de muestras de varias especies, algunas identificables y otras no tanto, mezcladas por contaminación y sin ningún sentido evolutivo ni encaje en ningún árbol de parentesco. Esta, y no las que voy a comentar seguidamente, debería ser la única razón para que el estudio fuera rechazado por un número indeterminado de revistas científicas establecidas antes de que Ketchum decidiera autopublicarse.

Y sin embargo, son probablemente esas otras razones las que afectan en mayor grado a la credibilidad del trabajo y a la de su autora principal. No es estrictamente el hecho de que Ketchum sea una veterinaria y genetista forense sin cualificaciones científicas reconocidas; ni que el estudio se haya llevado a cabo sin el apoyo de instituciones o firmas autorizadas (pero sí con el de conocidos bigfootólogos); ni que la directora del estudio haya jugado al mismo tiempo al alarde y a la ocultación, promoviendo todo un circo mediático a la vez que dificultaba el acceso a sus datos; ni que Ketchum afirme haber avistado personalmente las criaturas objeto de su trabajo; ni que se haya comparado a sí misma con Galileo (un equivalente científico de lo que en la calle viene a ser creerse Napoleón Bonaparte); ni que ciertas opiniones le atribuyan una sospechosa intención de lucrarse a costa de su circo. No es ninguno de estos motivos por separado, aunque sí todos en conjunto.

Pero repito, todo eso no es lo más interesante, sino el hecho, y es la lección más importante del caso, de que el asunto Ketchum es un ejemplo modélico de mala ciencia. El método científico no es un ritual arbitrario como las instrucciones para bailar la samba, sino un edificio metodológico esencial para garantizar que toda conclusión científica es objetivable, verificable y rebatible. Cuando un científico evalúa la hipótesis de que ha descubierto una nueva especie no extinguida, parte de la premisa de un espécimen tipo, extrae muestras de él en condiciones controladas y reproducibles, las secuencia, las compara con genomas ya conocidos y, en su caso, asigna una nueva denominación que encaja en la taxonomía previamente avalada por otros miles de estudios. Alternativamente, una muestra de procedencia desconocida puede servir para intentar identificar su parentesco, por ejemplo cuando se trata de una especie probablemente extinta; pero incluso cuando las pruebas son firmes, coherentes y no contradicen paradigmas vigentes, el recorrido hasta la catalogación como nueva especie es largo y arduo. Un ejemplo de esto último es el hominino de Denisova, aún sin nombre formal.

Frente a todo esto, Ketchum y su equipo han procedido quedándose con la parte mollar que les interesa y apartando el resto: parten de la premisa (no hipótesis) de que el Bigfoot existe, para justificar que las muestras recogidas de procedencias variopintas y desconocidas pertenecen evidentemente a esta especie; así, aunque las secuencias obtenidas inviten a concluir otra cosa, se construye un puzle imposible que corresponde al genoma de esa especie. Ergo, dado que la secuencia genómica procede de muestras de Bigfoot, se prueba que el Bigfoot existe, como queríamos demostrar. Desde el punto de vista lógico, el estudio de Ketchum es una tautología, un argumento circular: el Bigfoot existe, luego el Bigfoot existe. Del mismo modo, los investigadores podrían haber probado la existencia de los centauros, con solo recoger y secuenciar muestras de ADN de unas caballerizas. La ciencia no funciona así y, pese al victimismo que exhibe la veterinaria, un estudio con semejante construcción lógica nunca será aceptado por la comunidad científica, con independencia de la calidad de los datos genómicos.

El asunto aún no ha concluido, y es de esperar que en los próximos meses sigamos oyendo hablar de Ketchum y de sus Bigfoot. Si alguien está interesado en seguir el hilo de la historia, tiene una cobertura completa (en inglés) en las actualizaciones publicadas periódicamente por la escritora de ciencia Sharon Hill en su web Doubtful News; no solo del asunto Ketchum, sino de otros casos, porque el de la tejana no es el único proyecto vivo sobre el Sasquatch. Como tampoco Willow Creek es la única producción actual que aborda el tema: Tom Biscardi, el bigfootólogo que compró el cadáver congelado de la criatura para descubrir que había adquirido el disfraz de gorila más caro de la historia, ha emprendido su propio proyecto cinematográfico, Pursuit («Persecución»), un falso documental que… adivinen y pásmense: utiliza la fórmula del metraje encontrado. En su web, Biscardi advierte: «En el estilo de El proyecto de la bruja de Blair«. Temblad, humanos. Temblad, Bigfoots.

Cómo aprender genética jugando a las cartas

En los años que llevo dedicado al periodismo de ciencia (prefiero esta taxonomía a la de periodismo científico; ¿no debería todo el periodismo ser un poco más científico?), además de seguir ligado a mi planeta natal de la investigación, he podido acercarme a otro universo paralelo, el de la docencia, en el que nunca he tenido parte como biólogo. Y esto me ha descubierto maravillosos ejemplos de profesores de colegios e institutos que bordan ese arduo trabajo de la mamá pájaro en el nido: engullir el alimento para regurgitarlo después en una forma parcialmente digerida que los polluelos podrán asimilar más fácilmente. Por todas partes he conocido docentes, desde infantil a bachillerato, que no se conforman con hacer de bustos parlantes dedicados a la declamación de libros de texto; viven la ciencia con pasión, inventan nuevas mañas para contagiar su entusiasmo a sus alumnos, les demuestran que descubrir es divertido, sorprendente, estimulante y gratificante, y que se aprende mejor y se disfruta más cuando uno se levanta del pupitre y sale a la naturaleza o se sumerge entre los artefactos y frascos de un laboratorio. Para muchos, entre los que me incluyo, profesores como Cristina y Rafael impulsan más carreras científicas que todo el presupuesto de I+D.

400descargarLa Cristina a la que me refiero es Cristina Aznarte, química y biotecnóloga, profesora interina de la ESO en el Instituto de Enseñanza Secundaria San Miguel, en Jabugo (Huelva). Como las mejores cosas del mundo se hacen en pareja, junto a Cristina está Rafael Navajas-Pérez, genetista y profesor de la Universidad de Granada. Además de compartir vida e inquietudes científicas, los dos tienen en común el «amor por la divulgación y el deleite por las artes plásticas», además de «la necesidad de evolucionar para ir mejorando constantemente», explican ambos a Ciencias Mixtas. Y fruto de esta sabrosa mezcla de reacción es la brillante idea por la cual vengo hoy a hablar de ellos: Mendelius, el juego de naipes para aprender genética.

La genética es una ciencia extremadamente compleja que en siglo y medio ha pasado de cruzar guisantes a saturar los ordenadores más potentes del mundo. A diario, secuenciadores de ADN en laboratorios de todo el mundo escupen toneladas de información con las que los científicos tratan de dar algo de orden y sentido a ese inmenso galimatías criptográfico que es el genoma de un ser vivo. En poco más de un decenio desde la primera lectura completa del ADN humano, hemos leído ya miles de ellos, pero aún seguimos sin entender la mayor parte de todo ese batiburrillo genético que la evolución ha embutido en nuestras células. De los 3.000 millones de pares de bases de ADN que contiene cada uno de los dos juegos de 23 cromosomas humanos, solo el 1,5% corresponde a lo que llanamente conocemos como genes (llanamente, porque la de gen es una de las definiciones más difíciles y controvertidas de la biología); es decir, secuencias que producen proteínas. El resto se reparte entre funciones reguladoras y otras que aún estamos tratando de comprender.

Y pese a esa enmarañada complejidad, pocas ciencias ofrecen la oportunidad de iniciarse en ellas de una forma tan sencilla, si lo hacemos como lo hizo el padre de todo esto; y lo de padre es algo más que metafórico en el caso del padre Gregor, nombre que adoptó el checo-austrohúngaro Johann Mendel cuando ingresó en la Abadía de Santo Tomás de Brno a mediados del siglo XIX. Lejos de limitarse a cultivar el huerto monacal para abastecer la cocina, como tantos otros monjes en tantos otros monasterios, a Mendel le picó la curiosidad de saber qué ocurriría al cruzar plantas de guisantes verdes con otras de semillas amarillas. Interesado por el hecho de que todos los descendientes produjeran guisantes amarillos, decidió seguir adelante con su experimento, observando que el carácter verde reaparecía en ciertos casos, pero con proporciones curiosamente constantes. Luego añadió otro rasgo más, el de semillas lisas o rugosas. Mendel cultivó, esperó, cosechó, contó y apuntó, una y otra vez, con la metódica paciencia de un verdadero científico, o de un monje que no tiene mucho más en lo que emplear su tiempo. Y así llegó a formular las leyes básicas de la herencia que han cimentado toda la genética moderna.

Desde los tiempos de Mendel hemos comprendido que la herencia genética no es algo tan sencillo como guisante verde o guisante amarillo. Pero las leyes enunciadas por el monje continúan siendo plenamente vigentes para los que hoy se conocen como caracteres mendelianos, aquellos que dependen exclusivamente de dos formas distintas del mismo gen (llamadas alelos), de las cuales una ejerce dominancia sobre la otra. Rasgos humanos como la barbilla partida, los lóbulos de las orejas libres o pegados a la cabeza, el reflejo de estornudar con luz brillante, el pico de viuda (pelo en V en la frente, como el de Drácula), o enfermedades como la de Huntington, son caracteres mendelianos. Incluso en rasgos de herencia más compleja, a menudo un solo cambio minúsculo en un gen individual es determinante: un estudio publicado este mes en la revista Nature Genetics muestra que una sola letra del código genético es responsable del pelo rubio en los europeos nórdicos.

400baraja011En resumen, Mendel nos enseñó que una parte importante de lo que somos depende de las cartas genéticas que la vida nos reparte, y que recibimos de nuestros padres. Y fue esta idea la que, durante un viaje el verano pasado, inspiró a Cristina y Rafael para crear Mendelius. «Después de varios días de hacer cuentas y calcular probabilidades, tuvimos claro que la dinámica del juego sería parecida a la de juegos conocidos por la mayoría de la gente, como el continental, pero añadiendo la componente genética», precisan los autores. «En lugar de hacer grupos de cartas, nuestro juego incorporaría cruzamientos entre individuos de distintas familias, que tendrían que respetar, cómo no, las leyes de la herencia«. Una vez decididas las reglas, el siguiente paso era dar forma gráfica al juego, para lo cual contaron con la ayuda de un amigo ilustrador. «Raúl Lucas tiene un estilo personalísimo y fue capaz de captar la idea y diseñar exactamente el tipo de criaturas que estábamos buscando, a caballo entre lo antropomórfico y lo irreal, esas que después llamaríamos Mendelius. Sus dibujos empezaron siendo unas simples acuarelas y ahora son unos magníficos diseños, incluida una fabulosa caricatura de Mendel que hace las veces de comodín».

El juego se basa en dos alelos ficticios del color de la piel, rojo (R) y blanco (B), que se combinan para dar lugar a tres fenotipos: rojo (RR), blanco (BB) y ocre (RB). Para cada uno de ellos existe una familia de mendelius formada por abuela y abuelo, dos madres y dos padres, tres hijas y tres hijos. En total, 12 miembros por familia, que hacen 36 naipes, a los que se suman tres comodines y una carta de instrucciones para completar las 40 de la baraja. A lo largo de varias rondas, los jugadores deben ir completando las familias prestablecidas siguiendo las leyes de Mendel. Quien se anime a jugar tiene dos opciones: descargar el PDF de las cartas de forma gratuita, imprimir y recortar, o bien encargar una edición de lujo de la baraja por solo 10 euros y con el acabado de cualquier producto profesional. Y si alguien prefiere una versión app para jugar online, también la tiene: «Hemos desarrollado una aplicación para Android con el juego, gracias a Marco Bellido, también completamente gratis, con la que estamos contentísimos», dicen los autores.

Un ejemplo de los cruzamientos en el juego Mendelius.

Un ejemplo de los cruzamientos en el juego Mendelius.

En menos de un año, el proyecto ha echado a andar y ha superado las pruebas de concepto. «Hemos hecho miles de pruebas de juego real, muchas veces a costa de la paciencia de nuestros amigos más cercanos, hasta convencernos de que se trataba de un producto divertido», cuentan Cristina y Rafael. A finales del pasado abril imprimieron las primeras barajas, lanzaron la web y comenzaron a presentar el proyecto para ponerlo a disposición de la comunidad educativa. Ahora se encuentran en plena fase de difusión. «Aún es pronto para hacer una valoración, pero sí es seguro que a los chavales les gusta mucho, se divierten acercándose a la genética y, lo más importante, aprenden. A ver si de una vez por todas demostramos que diversión y aprendizaje no están reñidos».

Mientras el juego está rodando, Cristina y Rafael ya tienen la mente un paso más allá. Mendelius no se quedará en los naipes, sino que se extenderá a otros recursos relacionados con la genética. El primero, que ya está en marcha, es lo que llaman el Bestiario. «Ni más ni menos que una recopilación de fotos con ejemplos clásicos de herencia o simplemente imágenes interesantes para un aficionado a la genética», apuntan los autores, que publican sus imágenes con licencia copyleft para que sirvan como herramientas educativas de libre uso. Además, planean lanzar en septiembre un blog de divulgación basado en sus personajes. Y en cuanto al juego de cartas, ya están imaginando la próxima versión: «Tenemos pensadas varias ampliaciones que incluirán las llamadas extensiones del mendelismo; herencia ligada al sexo, genes letales, epistasis, herencia extranuclear…». «La verdad es que continuamente se nos ocurren cosas nuevas». Y entre estas, por qué no extender la idea a otras ciencias. «¿Qué tal si ampliamos a otras materias didácticas como la formulación química? ¿Por qué no?».